Vida pública II
¡Que niño era yo cuando supe que la política existía! No más de cuatro años tenía cuando fue elegido con un cuarenta y tantos por ciento de los votos, Carlos Ibáñez del Campo, que había ejercido una dictadura terrible en tiempos pretéritos que nadie quería recordar. Arturo Matte, esperanza de la gente que importaba para mi, alcanzó apenas algo más de veinte o veinticinco por ciento. Estas cifras las he recogido mucho más tarde. En aquel tiempo, sólo sabía que Matte había perdido y que Ibáñez producía mucho temor en mi familia, a la vez que las empleadas domésticas de la casa festejaban alborozadas y pedían permiso para ir al reparto de viviendas para los pobres. Casi seis años después, sin muchos más conocimientos políticos, apenas con un sentido de competencia de favoritismos, supe que en esas elecciones lejanas Salvador Allende, ahora candidato del Frente de Acción Popular, había alcanzado apenas un puñado de votos. Así, entonces, no me explicaba cómo había tanto temor de que triunfara en estas elecciones. Menos aún, entendía las razones del temor. En mi familia y por tanto yo mismo, defendía, con pasión de niño, las posibilidades de Eduardo Frei Montalva. La derecha, la misma que había levantado a Matte en las elecciones anteriores, ahora llevaba al ingeniero y empresario Jorge Alessandri, hijo de Arturo, ex presidente y avezado político, y completaba el cuadro de candidatos Luis Bossay por el partido Radical. Por los cálculos previos, la derecha temía que le faltaran unos veinte a treinta mil votos para asegurar la elección de Alessandri. Quien triunfaría sería Salvador Allende, socialista y marxista. La elección se veía decidida y no se veía cómo conseguir los votos faltantes. El juego de la democracia se aproximaba al deporte de competencia, a la lucha apasionada de poderes y a la manipulación de la representación de las voluntades ciudadanas, por aviesos o loables intereses políticos, según de donde se mirase.
Hay un pueblo, camino al balneario de lujo, de Zapallar, llamado Catapilco, que tenía por esos tiempos, unos cincuenta mil habitantes que votaban por la izquierda. El cura párroco del pueblo era, más que religioso un luchador social. La derecha le financió la campaña, primero al parlamento y luego lo tentó a ser candidato presidencial. Se calculaba que obtendría los cuarenta mil votos que le faltaban a la derecha, o que le sobraban a Salvador Allende. Las elecciones parlamentarias lo corroboraron y las presidenciales lo subrayaron: Ganó Alessandri con un treinta y dos por ciento de los votos, venciendo a Allende por un tres por ciento de margen; la misma votación que había obtenido el Cura de Catapilco. Había triunfado la máquina de poder de la derecha. ¿Así es la democracia representativa?
Transcurrieron seis años de agitación política creciente, al punto que nadie se manifestaba indiferente a la cuestión pública como ocurre en tiempos recientes. Entonces el acuerdo social se dirimía políticamente, a través del voto y la representación. Para esas elecciones yo era un adolescente sin derecho a elegir, pero mi candidato era Frei Montalva. La derecha, junto a los radicales llevaban a Julio Durán, un militante radical que suponía un gobierno de continuidad al de Alessandri. Por tercera vez consecutiva el Frente da Acción Popular, formado por socialistas y comunistas, postulaba a Allende. El electorado se suponía dividido en tres tercios más o menos iguales, aunque ligeramente favorables a la derecha, gracias a la inclusión de los radicales. Quien crea que el azar no es un elemento en la política, se equivoca. En diciembre del sesenta y tres murió el diputado socialista Óscar Naranjo. En marzo siguiente, a nueve meses de la elección presidencial, fue electo como su sucesor su hijo de mismo nombre y tendencia, con un treinta y nueve por ciento de las preferencias contra un treinta y dos del candidato de la derecha. El resultado trazaba un negro panorama mirando a las elecciones presidenciales. Conservadores y liberales creyeron que el riesgo de perder la elección presidencial era demasiado alto y en estas condiciones significaría la elección de Salvador Allende. Así fue que abandonaron el Frente Democrático y apoyaron, no oficialmente, la candidatura de Frei Montalva cuyo ideario de centro moderado se basaba en la doctrina social de la iglesia.
Frei fue elegido con un cincuenta y seis por ciento de la votación contra un treinta y nueve de Allende. Cada tercio de la fuerza política que había elegido al presidente era más pequeño que el tercio del derrotado. Otra vez la máquina política había ganado a base de la táctica, frustrando a las mayorías relativas. La derecha no participó del gobierno de Frei Montalva, sino, al contrario, fue la parte de la oposición más dura.
La tercera no había sido la vencida, como reza el dicho popular. Para la cuarta vez que Allende se presentó como postulante a la presidencia de la república, yo ya tenía derecho a voto. En esta ocasión la derecha con Jorge Alessandri creyó que ganaría sin problemas. El pecado de soberbia le pasó la cuenta y la elección se repitió en los tercios esperados. El candidato del gobierno tenía el tercio menor y la elección se disputó voto a voto entre Allende, que triunfó con algo más de un treinta y seis por ciento y Alessandri que llegó al treinta y cinco. Otra vez la diferencia había sido un cura de Catapilco; sólo que esta vez no estaba en la contienda.
Por desgracia, el juego no es de tres. La sociedad, aun sin saberlo con claridad, juega entre dos: Progresar o consolidar. Los vencedores querían avanzar hacia una nueva utopía, mientras los derrotados querían consolidar y conservar sus privilegios. Por su parte, el tercio menor, que había quedado fuera de competencia, frustraba su propio modelo al abandonar el gobierno y sus propios sueños. Como se mire, el nuevo presidente debía impulsar un cambio profundo y radical, contra cerca del sesenta y tres por ciento del pueblo.
Todos estos recuerdos, que quizás se alargan demasiado, han sido motivo, a lo largo de años de una pregunta imposible de responder en profundas y muchas reflexiones: ¿Es democrática la democracia? y ¿Es representativa la democracia representativa? Allende no representó la voluntad del pueblo todo, sino la del pueblo que el pueblo entiende como pueblo; y pido disculpas por redundar en la palabra pueblo, usada con toda intención para expresar una idea que siempre se soslaya: El pueblo somos todos. Pueblo es el rico y el pobre. Pueblo es el de izquierda y el de derecha. Pueblo es quien escribe y el que lee. Pueblo es el que abusa y el abusado, el que aprovecha y el aprovechado. Cada ciudadano es pueblo. Más aún: Es pueblo el que vive en la urbe o en el campo, el que vota y el que no. Pueblo es el ignorante y el erudito, el astuto y el ingenuo, el inteligente y el baldado, el mendigo y el caritativo, el creyente y el agnóstico, el rubio o el moreno, es pueblo el que sirve y el servido, el político y el elector, el dictador y el torturado, aunque me adelante. La respuesta a las preguntas no es fácil. Quizás la mejor respuesta sea que la democracia es otro concepto utópico e inalcanzable más. Debería, la democracia, ser una forma de vida que respete a todos de modo proporcional al peso de sus ideas en la sociedad, de la misma forma que esta traza su vida pública. Así, si cerca del sesenta por ciento de los ciudadanos no desea transitar de modo alguno, ni siquiera pacífico, hacia una forma de sociedad socialista marxista: ¿Es lícito, que el cuarenta por ciento restante, erigido en nombre del pueblo, y de las simpatías y sorpresas universales, los arrastre a esa forma de sociedad?. Entonces: ¿Cómo se puede construir una sociedad cuarenta por ciento socialista marxista y sesenta por ciento capitalista? Pienso que es imposible, excepto cuando los conceptos contrapuestos están en un ámbito homogéneo y armónico. La utopía de la democracia tuvo aquí, en esta falla, un forado por donde comenzó su naufragio. Mirado al trasluz, aunque parezcan realidades diferentes, los modelos y sus consecuencias, posiblemente se ven trazados por las mismas líneas en la revolución francesa, en la rusa, la de cuba, la guerra civil española y todos los conflictos y estallidos sociales. Las líneas de fuerza de las posturas y pensamientos ciudadanos terminan conformando campos disociados y polares que estructuran más de un único acuerdo social homogéneo. En la sociedad moderna se produce porque la realidad social ya no puede calzar con el concepto utópico de democracia. Una vez que se desata el conflicto, o cuando se presenta, surge la pregunta de la representación en la democracia: ¿Qué tan bien representado está cada individuo en el pensamiento social y en la acción de éste?
Ramoneando en los conceptos que surgen de la representación, en general, y en especial en la representación democrática, surgen innumerables preguntas. Son, de seguro, más las preguntas que las respuestas. Entre ellas hay una primera y fundamental, que se refiere a la calidad de la comunicación humana: ¿El representado, en la democracia, selecciona apropiadamente a su representante? Pienso que no. Los electores, en general, no conocen las ideas que sustenta su representante y lo eligen, casi siempre, basados en factores emocionales. A la inversa: ¿El representante, conoce las ideas que sus representados desean que sean defendidas y sostenidas por él? Si la pregunta primera se responde con un "No" enfático, esta tiene un "No" rotundo. Los elegidos no tienen interés alguno, al momento de ser electos, de conocer las ideas de todos los electores representados, sino que ellos, superficialmente, entiendan algunas frases fuerza de su plataforma de campaña que compre sus votos, o mejor dicho, la mayoría de sus votos. La voluntad de los electores puede ser revertida o torcida en diferentes direcciones en la acción posterior, sin considerar el interés ciudadano. Pero el tema no se agota en dos preguntas. Hay una que es fundamental, en términos de la vida pública, y que sustenta el concepto de democracia representativa: ¿Es lícito, deseable y realista, que todas las ideas de todos los electores estén siempre representadas en la acción de sus representantes? Desde luego es imposible. Las ideas y conceptos de los electores de base adolecen de una dispersión tan grande, que pueden ser hasta contradictorias, no sólo entre ellas, sino también con la posición política del representante. Recuerdo el caso reciente de un hombre que violó a una niña de su vecindario. En seguida intentó matarla a golpes para que no lo denunciara. Como los vecinos buscaban a la niña, temiendo que pudieran encontrarla en su casa, la metió en un morral de lona, la llevó hasta un acantilado y la lanzó al mar. Cuando al fin la niña fue encontrada dentro de la maleta, sumergida cerca de los roqueríos, tenía fracturada la mandíbula y el cráneo y había agua en sus pulmones; es decir que cuando fue lanzada al mar aún estaba viva y murió, finalmente, ahogada. Cuando el violador fue descubierto, la población de vecinos indignados intentó lincharlo. Consecuencial se produjo un debate nacional sobre la pena de muerte ya abolida en el país. Diversas encuestas reflejaban que la mayoría del país la repondría en esos momentos. Claramente, en estas circunstancias, los electores y sus representantes no coincidían. Ante una situación así, pregunto: ¿Debería existir mecanismos de democracia directa para resolver conflictos de alta conmoción pública y de reclamo ciudadano intenso? o bien: ¿Deberían los representantes de los ciudadanos considerar, siempre, la opinión de sus electores en sus acciones? ¿Debió, en una instancia como esa, reponerse la pena de muerte, ante el clamor ciudadano?. ¿Es la misión de los representantes políticos morigerar la opinión del pueblo y buscar el mejor curso de esta, que encauce la vida pública?
De esas preguntas, para el caso relatado y para muchos otros, surgen estas preguntas y más conceptos asociados, como por ejemplo las justificaciones éticas y morales: ¿Sería ético reponer la pena de muerte?, ¿Es ético representar a los electores con ideas diferentes a las que estos manifiestan? ¿Es moral? ¿Es lícito?. Ronda la idea, por estos días, que la humanidad ha ido destrozando irreversiblemente el medio ambiente. A partir de aquí, se ha ido profundizando el nivel del reclamo ecológico, hasta el punto que casi cualquier acto de requerimiento público debe contar con apego impoluto a los fundamentos de la ecología. En mi país, y entiendo que en el resto del continente, se rechaza una alarmante mayoría de los proyectos de generación de energía eléctrica, por razones ambientales como la posible contaminación del aire por el uso de combustibles fósiles, la contaminación del paisaje y la naturaleza virgen, la intervención de las aguas y más. Los argumentos ecológicos exigen que la producción de energía se base en el uso de recursos limpios y renovables, como la energía solar o del viento, no obstante que dichas fuentes, al menos a la fecha, no serían capaces de satisfacer la demanda futura, incluso de plazos medianos a cortos. La acción ciudadana en este sentido ha presionado al punto de parecer, cuando menos, que sería la idea dominante y mayoritaria. ¿Deberían, entonces, los representantes de los ciudadanos, pronunciarse decididamente en favor de esta idea, incluso a riesgo de producir la falta de la energía necesaria para la vida normal de la ciudadanía? ¿Debe, por el contrario, un representante, votar contra la opinión de sus electores, en beneficio de la ciudadanía toda, incluidos, muchas veces, sus propios votantes? o ¿Debe respetar a ultranza la opinión de mayoría del pueblo, o al menos la de quienes lo eligieron? ¿Y si estos cambian su opinión, debe variar la propia, con ellos?. Zanjar situaciones como estas, o a veces incluso más importantes y centrales de la vida pública, como la gratuidad de la educación, que remeció a la sociedad mexicana hace algún tiempo y lo hace con la chilena por estos días, ¿Ameritaría la existencia de mecanismos de democracia directa, no representativa? Personalmente, estimo que no. Una ciudad no puede entregar momentos de su vida, bajo ningún pretexto, al gobierno del grito pelado en la calle; ni siquiera si este se organiza en plebiscitos u otros artilugios. Un tipo de gobierno así de pasional parece altamente riesgoso: Quizás se legislaría al influjo de los vientos de las pasiones activistas de cada momento; hoy se mata, mañana no, pasado sí. ¿Viviríamos en permanentes revisionismos?
He visto propuestas que quisieran resolver modos de democracia directa a través de representaciones de asambleas, que en la palabra o la letra, parecen, o se plantean como modelos impecables. Expongo, breve, un modelo que tuve ocasión de escuchar de un connotado historiador, aún cuando no fue, él, capaz de dar ejemplos históricos de su aplicación y me recordaron el antiguo lema de Plinio el Viejo: «Zapatero: A tus zapatos», sin embargo, es interesante de mostrar: Las ideas en debate serían discutidas en asambleas y cada una decidiría cuál es su opción, después del uso de mecanismos locales y democráticos de acuerdo. En esta instancia, cada asamblea elegiría su, o sus, representantes a la instancia superior de acuerdo y discusión definitivos. A base de este mecanismo y de instancias de discusión sucesivas se debería llegar al acuerdo social final. Los distintos representantes no podrían defender ideas nacidas de su criterio personal, sino las mandatadas por sus representados, quienes en cualquier momento podrían retirar el mandato a su representante, en caso que este pierda su confianza. Quisiera imaginar la resolución de cuestiones altamente técnicas, especialmente aquellas que al ojo público parecen triviales y hasta obvias, pero que escapan, llenas de detalles e instancias, al conocimiento y manejo popular, como por ejemplo una reforma tributaria que incide en el presupuesto de gasto para aspectos específicos de la vida pública. Me pregunto cómo podría votar informado y adecuadamente, sobre un reforma tributaria destinada a acopiar fondos para la implementación de obras y programas que reemplacen la energía de centrales térmicas e hidráulicas, por otras eólicas, solares y mareomotrices, un ciudadano pobre, de un barrio marginal, asolado por la extrema pobreza. ¿Cómo podría decidir? ¿Cómo llegaría una asamblea en esa situación a discutir conceptos, si no fuera a través del sesgo ideológico nacido al amparo de cúpulas políticas que guiaran convenientemente la ignorancia popular? En el mejor de los casos, y tal vez en la mayoría de ellos, la decisión individual que forzaría muchas asambleas, estaría formada por el interés ficticio, nacido de dos fuentes que estimo perversas. La primera es el clamor de la calle, de la manifestación pública, en la que la participación de unos pocos se asume que es la de grandes mayorías no validadas y sesga emocionalmente, reprimiendo la manifestación de la diversidad. La otra es el eco, asociado a la noticia, que transporta la clase que se va haciendo, por su función, día a día más mesiánica, del periodismo. Éste tiende a transmitir verdades absolutas formadas de su propia convicción y de la manifestación popular de la calle y las encuestas. Así, se forma el concepto de una falsa autoridad moral para imponer verdades que acallan a quienes no están de acuerdo y temen oponerse a quienes elevan más alto el clamor, con el respaldo del eco noticioso.
A propósito de las viejas elecciones presidenciales, rescaté la idea de la división social en mi país de tres tercios que conformaban las fuerzas políticas en lucha. Pienso que aquellos tres tercios no son casuales. Se repiten en cada ciudad que elige, se repite en cada sociedad que se manifiesta. A veces uno o más de los tercios se han atomizado debido a pasiones internas, a diferentes matices, a intereses políticos y ambiciones de poder; no obstante los tres tercios permanecen nítidos a una observación más detenida. Someramente estos tercios están conformados por los rezagados sociales, aquellos que aspiran a avanzar, en la sociedad, a posiciones medias de privilegio, que incluyen estatus económico, influencia social, dignidad y más, que se les ha negado. Un segundo grupo, en el otro polo social, es el de los que han logrado acumular para sí la mayor parte de privilegios y bienes, que asumen y ejercen el poder real, basado en la economía y poseen gran parte de los recursos y bienes sociales. Por último, el tercer grupo está en el centro de ambos polos, muchas veces en una posición de transición que los inclina alternativamente hacia la opinión de los grupos de poder cuya posición ambicionan alcanzar, o a la de los rezagados, por un sentido quizás de clase de origen, o porque su tránsito social los mueve hacia ese polo. La acción pública de los tres tercios es diferente e incide fuertemente en el curso de la vida pública de la sociedad. El tercio rezagado, más aún cuando su número tiende al aumento al crecer las brechas sociales, se manifiesta en base al activismo, el clamor y la protesta. Su pegamento, su factor común, es la carencia, el malestar o incluso hasta el odio y la rabia. Se manifiesta a través de la bulla social. Este grupo suele ser manejado por los ideales de izquierda cuyo lema suele ser la "Superioridad moral" y su forma de acción la intolerancia sectaria. Estos grupos frustraron el tránsito, por allá por los setenta, hacia el socialismo marxista a través de la vía del acuerdo democrático; no sólo en mi país, sino que por esta experiencia, a lo largo y ancho del mundo. No me atrevo a hacer estimaciones del resultado de ese proyecto si la participación de los grupos exaltados que querían acelerar el tránsito del proyecto se hubieran sometido al programa moderado. El grupo en el polo opuesto, actúa permanentemente a través del poder silencioso del dinero y los recursos. Suele manifestarse políticamente en la derecha. No obstante su acción es más permanente a través del uso de la propiedad de los bienes y del manejo de la economía. Ambos extremos operan a través de la praxis, mientras que el tercer tercio, al centro de los otros; el tercio moderado, suele hacerlo a través de las ideas, del análisis y la síntesis. En este grupo nacen los intelectuales y los ideólogos. Sus procesos los suelen llevar a la llamada tecnocracia que profita del grupo propietario, o al idealismo utópico. Grandes contingentes de este sector, sin embargo, sustentan el perfil del promedio social que representa al todo cuando este es bastante homogéneo. Cuando no lo es, los grupos moderados hacen de pivote, cargando el andar social hacia la izquierda o la derecha. Si este grupo se mueve mayoritariamente hacia los polos, se produce el quiebre social, de difícil recomposición. Fue el resultado, en Chile, del proceso que menciono. El impulso social se quebró en dos vectores muy polares e irreconciliables. Sería absurdo hoy, revisar los detalles y pesos o hacer vanos cálculos de lo que habría sucedido si las circunstancias hubieran sido otras, ligera o intensamente diferentes. Sólo intento analizar y sintetizar sin hacer pesar mis propias pasiones de entonces ni de ahora. La tensión social sobre el acuerdo ciudadano era de tal magnitud, que tenía que estallar la trama de finos hilos que unen cada célula social con sus vecinas. Sin importar cuál fuera, la solución sería violenta y autoritaria. Es muy probable que la perversión de la mayoría, aún cuando unos en contra de otros, y completamente fraccionados, anhelaban dicha violencia autoritaria; pero no podían ganar todos. El triunfo del pueblo sería la derrota del pueblo; el triunfo del poder sería la derrota del poder; llámese popular o económico. Cualquier salida satisfaría a uno de los tercios y frustraría a los otros dos. El tercio moderado, el tercio del centro habría sido derrotado de cualquier modo. Más aún, grandes contingentes, quizás mayoritarios, en cualquiera de los casos, de modo inocente, se habría sentido triunfador a pesar que el tiempo le mostraría su derrota. ¡Así fue!
En definitiva, los grandes conflictos, sin importar quien resulte dominador, siempre derrotan a la mayoría. Ayer, a raíz de los conflictos sociales en España, alguien, siempre los hay, repetía el manido lema: "El pueblo unido jamás será vencido" y lo ilustraba con un enorme gigante compuesto por infinidad de personas, todas las cuales, en la unión en el gigante, representaban al pueblo unido, avasallando a pequeños enanitos disfrazados de fuerza policial pública. Pensé que era una cara moderna del cuadro de Eugène Delacroix: "La Libertad guiando al pueblo", en figura de mujer, con los pechos desnudos, gorro frigio y la bandera de Francia y un fusil en las manos, pasando sobre los cadáveres de los soldados derrotados. Reflexionaba que en ambos casos el pueblo triunfaba sobre el pueblo: Los soldados muertos y tirados en el suelo en Delacroix, no son los enemigos del pueblo; son el pueblo. Los policías con cascos y porras, derrotados por el pueblo gigante, unido, son el pueblo. ¿Contra quién lucha el pueblo cuando lucha? ¿Qué representaba, para el pueblo francés, la Libertad; que reemplazó en la Plaza Luis XV, nominada entonces Plaza de la Revolución y hoy Plaza de la Concordia, a la estatua de aquel rey; que miraba a la guillotina donde se cortó la cabeza del rey Luis, de María Antonieta, de Danton, de Desmoulins, de Robespierre, Saint Just y tantos más, de todos los colores del pueblo? Quizás sólo representaba los derechos de ese pueblo ansioso de venganzas y reivindicaciones, así como el gigante formado de todas las personas del pueblo representa el derecho del pueblo a cobrar venganza del poder. También, de algún modo representa la igualdad de todos los ciudadanos del pueblo cuando se une. Están, aquí, presentes dos grandes derechos constituidos lema en la revolución francesa e ícono emblemático de todas las revoluciones del pueblo: La Libertad y la Igualdad. Vuelvo a preguntarme por el tercer elemento del lema revolucionario: La Fraternidad. Esa gran ausente de las revoluciones y de la vida pública en general. Es que la Fraternidad, en oposición a las otras dos que constituyen derechos, es el único deber revolucionario. Desde siempre, o al menos desde entonces, el hombre ha luchado por sus derechos; quizás la rabia, la ira y el odio, producto de la opresión persistente, le impida pensar en los deberes. La Fraternidad está en la esencia de todos los deberes, porque representa el interés por el otro, la voluntad de respeto por el derecho del otro y la renuncia a parte de mi derecho para que el otro tenga acceso al suyo.
Una idea más sobre esto: Muchos luchan por la libertad o por la igualdad, pero nadie lucha por la fraternidad, quizás sea que ésta es sólo otra utopía más.
Kepa Uriberri