Vida pública I
Recuerdo cuando era niño, la familia trepaba al auto, a veces sólo para pasar la tarde y escapaba a algún lugar aledaño, no demasiado lejano, pero rural. Muchas veces fuimos a ese tranque donde se almacenaba el agua para el riego de los cultivos cercanos. Tendría unos ciento cincuenta a doscientos metros de largo y unos sesenta de ancho. Tal vez para evitar el peligro de caídas accidentales, el enorme estanque se hallaba rodeado de alambradas de púas. Desde su orilla de más al oriente surgía un canal pequeño, de unos sesenta centímetros de ancho y cerca de noventa de profundidad, que se dirigía hacia el norte y llevaba a velocidad cancina el agua a los sembrados de hortalizas que se extendían por varias cuadras, a la orilla de un camino angosto de tierra polvosa. En esa corriente echábamos pedacitos de ramas de los sauces orilleros y competíamos a ver qué ramita llegaba primero al recodo donde el canal se perdía detrás de una pirca.
En los alrededores del paisaje había algunas casitas de barro de los inquilinos del sector, que en ocasiones, al pasar, nos saludaban con amabilidad. No recuerdo la ocasión precisa en que por primera vez, allá al fondo del paisaje, hacia los cerros noté que construían aquellos grandes edificios, largos y altos. Más tarde se hizo rutina notar, primero el progreso de la construcción y luego la llegada de sus habitantes. La construcción terminó con una gran capilla, de líneas modernas, junto al enorme portal de rejas de fierro fundido y labrado. Los edificios de cuatro pisos altos y fríos la rodeaban por los tres lados que no daban al portal. Ahí, en el lugar, se instaló el, entonces, nuevo seminario pontificio. Parecía que su llegada había iniciado un proceso irreversible: Muy pronto los terrenos hacia el poniente y el sur comenzaron a lotearse y a ser urbanizados. Con el tiempo, el camino que nos llevaba al tranque fue pavimentado como una huella que continuaba hasta rematar al fondo del camino en la vieja iglesia de dos torres de los curas dominicos a unos quinientos metros de nuestro tranque, que en un último paseo al lugar, un día cualquiera, encontramos seco. Tiempo después donde estuvo el estanque, había sido rellenado, cercado de vallas provisorias y tras ellas se construía unos quince edificios de departamentos. Detrás surgieron calles, callejuelas y callecitas en las que surgieron casitas todas iguales en grupos; en todo el entorno se construyó grandes casas, edificios, pequeños barrios y donde teníamos nuestros paseos rurales, se enseñoreó la urbe y sus nuevos barrios. Cuarenta, tal vez cincuenta, años después de aquellos paseos familiares, vivo en el mismo lugar desde donde arrancaba el canal de regadío en el que corríamos carreras con los pedacitos de palo que imaginábamos barquitos. Aquí llegué hace unos treinta y cinco años. La huella de dos pistas pavimentada de manera precaria, hoy es una avenida más o menos ancha, mucho más transitada que su proyecto último y en rápido curso de saturación.
La ciudad llegaba, en aquellos años del recuerdo, a unos cuatro o cinco kilómetros hacia el poniente. Hoy se extiende a unos diez o quince alrededor del lugar, hacia el oriente y mucho, mucho más, al sur y norte. El Seminario Pontificio, a falta de vocaciones sacerdotales se dividió en un colegio, un recinto universitario, la parroquia del lugar, un supermercado y varios comercios misceláneos. En el entorno, cada día, las grandes casas de la gente más acomodada se transforman en tiendas de comercio, sucursales bancarias y otros. Muchas más sucumben a la presión urbana y en su lugar se levantan altas torres de viviendas u oficinas.
En la época de aquellos paseos la ciudad tenía alrededor de unos setecientos mil habitantes. Hoy se acerca a muy buen ritmo a los siete millones. En esos tiempos pretéritos, no debo haber tenido menos de siete u ocho años; lo sé bien porque de niño soñaba que mi padre comprara un automóvil. Había, en las cercanías de mi casa, una estación de servicio de nombre alemán, donde se vendía combustible de comercio holandés. Su logotipo era una enorme concha de ostra amarilla, delineada en rojo. Ahí, algunos clientes, dejaban sus automóviles en consignación para venta. Hubo durante largo tiempo; o quizás fue más breve de lo que recuerdo, debido a lo largo que era, por ese entonces, el tiempo; un auto Ford del año treinta, coupé, de color verde, como el del Pato Donald, descapotable. Recuerdo que soñaba que mi papá comprara ese autito y me veía viajando en el asiento trasero, ese que se abatía el respaldo y cuya tapa hacía las veces de tapa de maletera. Cuando al fin tuvimos un auto, fue un Ford del año cuarenta. Tenía, en ese tiempo, seis o siete años. En él llegamos por primera vez al tranque donde hoy se levanta mi casa. En ese entonces ya habían dejado de circular los tranvías eléctricos y sólo quedaba el melancólico recuerdo de sus rieles de acero que aún hoy se ven en algunos lugares de las calles de la ciudad, lo mismo que los adoquines y empedrados del pavimento más antiguo. Su ausencia dio paso a los trolley con ruedas de goma y toma corrientes de dos plumas. Estos artefactos circularon por mi ciudad durante muchos años, constituyendo el principal transporte urbano. Muy poca gente, privilegiada, tenía automóvil. La casa propia era un sueño que se materializaba lentamente tras años y años de sacrificio. La vida estaba sujeta, aunque nosotros, los niños, aún no lo notábamos o no lo entendíamos, a fuertes reglamentaciones del estado. Éste fijaba precios de los bienes de consumo de uso común, permitía o prohibía el ingreso de bienes de lujo, era propietario de las principales, o casi todas, las empresas de servicios básicos: Agua, energía, comunicaciones, correos y más. Se vivía, aunque la costumbre y la falta de comparación lo hacían menos agobiante, en una pobreza social endémica. Todas las soluciones pasaban por acciones inútiles del estado, como el fomento de la industria que consistía en el protectorado perenne de esta por parte del aparato estatal.
La carencia y la pobreza siempre fueron el caldo de cultivo de los sueños personales y de las utopías sociales. El primer anhelo social moderno se cultivó espontáneo en el París de fines del siglo diez y ocho: "Igualdad, libertad y fraternidad". ¿Pueden todos los hombres ser iguales?: No lo sé, no lo creo y postulo que no. Si todos los hombres llegaran a ser igualmente felices, desaparecería el concepto de felicidad, pues sería inútil. Si todos los hombres llegaran a tener las mismas oportunidades y las aprovecharan por igual, se terminaría el concepto de oportunidad, también el de riqueza. En la medida que esto resultara ser permanente e irreversible, se acabaría también el concepto de mérito y el de esfuerzo: Serían inútiles. Sería agotador y no tendría sentido, repasar todos los conceptos existentes en los que se podría, hipotéticamente, lograr igualar a todos los hombres, pero en cada uno de ellos en que esto se lograra, el concepto igualado desaparecería de inmediato, a partir de la igualdad garantida. Así, entonces, la igualdad sólo es un concepto cuya realidad es imposible. Sólo puede existir el anhelo de igualdad. Y entonces: ¿Pueden los hombres ser completamente libres? Pienso que la libertad completa, de ser posible, requeriría de la más completa ruralidad. El hombre aislado, solo, puede quizás, acercarse a la libertad verdadera, aunque mas tarde o más temprano la carencia de recursos que implica la soledad, restringiría su libertad. Cada vez más, con el avance social que implica la vida en comunidad, el hombre tiene más posibilidades de acceso a bienes que lo acercan a la libertad. Desafortunadamente, el costo de la vida en sociedad es el acuerdo necesario de reglas que limitan las libertades personales, de manera de hacer más o menos equitativas las libertades de todos los individuos. Si este esfuerzo fuera perfecto y lograra equilibrar y dotar de idénticas libertades a todos, aún permanecería el hecho de la visión personal de cada individuo y su sentimiento de satisfacción. Este sólo hecho impediría un equilibrio estable y perfecto. Es posible que la fraternidad, en el lema francés de la revolución haya sido considerado en tercer lugar debido a que es el más individual de los anhelos de la revolución. La igualdad alcanza a todos e implica la participación de todos, quizás si sólo sujeta a un árbitro general, justo y ecuánime. La libertad, a su vez, es también un bien de alcance colectivo, ya que si no se puede alcanzar toda la libertad, ésta podría distribuirse colectivamente de manera equitativa. También podría requerir del arbitrio de un juez superior ecuánime. No sucede lo mismo con la fraternidad, que es un bien nacido en un individuo, que se proyecta en los otros, mientras la igualdad y la libertad son bienes externos al individuo que se distribuyen socialmente. Nadie puede garantizar la fraternidad del otro. Ni siquiera yo mismo puedo garantizar que mi fraternidad sea idéntica a la que recibo de los demás. Más aún, la fraternidad es, de los tres bienes exigidos por la revolución francesa, el único que es un deber mientras los otros son derechos.
Del mismo modo, al avanzar las sociedades en desarrollo, han modelado sistemas más y más complejos de utopías. Utopías del estado equiparador, utopías del mercado regulador, utopías del mercado intervenido, la gran utopía de la ley y la justicia, que lentamente invade la fe de las gentes que siente que legislando ha de solucionar todos los males.
En esa época de mis recuerdos era costumbre que el estado tuviera un fuerte rol paternal, inmerso en el cual intentaba reglamentarlo todo de manera de sostener la vida pública en un nivel tal que rindiera el máximo de satisfacción a todos. Era la utopía de las economías protegidas y cerradas. Nada sale, nada entra, de modo de lograr autonomía de vida y desarrollo armónico. Todavía hoy hay quienes creen en esa utopía.
Recuerdo bien el Ford del año cuarenta que nos regaló tanta libertad, que hasta entonces no habíamos tenido: El mundo se ensanchó para nosotros. Ese auto no era capaz de sobrepasar los ochenta kilómetros por hora. Mi papá le hizo cambiar el motor por uno más poderoso, que le dio más potencia y velocidad. Lograba desarrollar hasta cien kilómetros por hora después del arreglo, pero se calentaba y hervía como cafetera. ¿Por qué quería andar más rápido? ¿Para llegar antes? ¿A dónde? Hoy los autos desarrollan con facilidad el doble de esa velocidad y la gente no sólo se mata de manera imprudente, sino que mata a otros por el abuso de la velocidad. ¿Cuál es la solución? ¿Hay una? Al menos hay quienes creen que la hay: Una ley. Prohibido superar un cierto límite de velocidad permitido. Desafortunadamente siempre hay irresponsables que transgreden el límite, pero hay una solución: Endurecer la ley, ponerle penas más y más severas. Pero sucede que hay quienes son bebedores y pierden la noción del peligro de la velocidad. Cuando están bebidos aceleran, extravían el control de sus máquinas y matan o se matan. En fin, otra ley de tolerancia cero: Prohibido beber alcohol si va a conducir. Tampoco, estoy seguro, es una solución al problema: El bebedor beberá y jugará al riesgo de no ser sorprendido. Así como he visto desarrollarse y crecer la ciudad que habito, he visto, también, a la sociedad llenarse de leyes inútiles para solucionar los problemas de la vida pública. Cada vez que dictan una nueva ley inútil, recuerdo a los estudiantes franceses de mayo del sesenta y ocho: "Il est interdit d'interdire!". Me convence ese lema: "Prohibido prohibir" que la torpeza de creer que es la ley la que encauza al hombre y lo enriela en el buen camino no nos es propia, sino universal. No es la ley la que guía la vida pública, es la cultura. Lo prohibido suele resultar contraproducentemente deseable. El ser humano siempre ha creído haberse condenado por un fruto prohibido.
No todas las prohibiciones proceden de la ley. También hay muchas que proceden de la cultura. Esta está llena, también de sus propias leyes consuetudinarias, quizás más fuertes que las otras. Tal vez por eso surge la idea que la solución de muchos problemas que la sociedad interviene con la ley y la justicia, se verían mejor servidos a través de la cultura y la educación entregada a las gentes. Las reglas se imbuyen en la cultura como admoniciones, cuyo efecto es intensamente fuerte y duradero. Con cuanta facilidad encontramos esas leyes mudas, admonitorias, que cultivamos como enseñanzas de nuestros padres, en la vida diaria. Todas ellas, o la gran mayoría, son leyes universales intransgredibles: "¡Los hombres no lloran!", "No mientas", "Respeta a tus mayores", "El sexo está prohibido fuera del matrimonio", "La mujer es virginal", "El matrimonio es para siempre". Conducir por primera vez un vehículo a gran velocidad produce vértigo y también alegría, e incluso cierta sensación de poder. Recuerdo, en cambio, mi primera experiencia de tipo sexual, que no incluyó, de manera alguna el acto sexual, sino sólo un leve contacto con unos pechos femeninos. Estaba entrando, entre unos arbustos, escondido con una mujer casi niña, al umbral de la transgresión de todas las admoniciones sexuales. ¿Vértigo? ¿Alegría? ¿Poder? Todas esas sensaciones eran poco para lo que sentí en esa ocasión. Fueron tantas y tantas y tan sinestésicas como el calor interior, corrientes eléctricas, debilidad extrema, ausencia de mí mismo, no lo sé. A veces lo recuerdo y pienso que si el pecado original fue de sexo, Adán habrá sentido la más grande felicidad que le entregó el Edén cuando pecó. Mi Eva se rió, llena de contento, tal vez como la otra, ella ya había comido del fruto prohibido. Me permito recordar este ejemplo porque muestra con claridad el efecto de la cultura; no aquella que nace de leer mucho, o de apreciar el arte, sino la cultura profunda, aquella que permite reconocer a los pueblos de otros pueblos, a las gentes de las gentes, aquella que nos acrece las más profundas raíces; en el comportamiento social. Es ahí donde se debe intervenir para torcer el destino de los pueblos, para bien o para mal. Es ahí y así donde intervienen los grandes conductores de las sociedades para cambiar sus destinos.
Las utopías son admoniciones que pesan sobre la cultura, más allá que sobre las personas. Así, entonces, adquieren un sentido ético y sagrado de grial que las convierte en inmutables y eternas, sin importar su inalcanzabilidad. Reflexionaba, hace algunas líneas, por qué veo imposibles algunas de aquellas utopías, sin embargo, no por eso las veo desechables. En la medida que la sociedad propende a la utopía, al sueño imposible y es capaz de estructurar una cultura armónica en torno a ellas, posiblemente prospere sana y en paz. Utilizo aquí el concepto de paz como el concepto contrapuesto a la violencia y no como otra utopía inalcanzable más. Mencionaba antes el por qué no era posible alcanzar las utopías de la revolución francesa. La fraternidad es un imposible en tanto los hombres, cada uno, somos diferentes de cada otro, no sólo constitucionalmente, sino en tanto metas de progreso y proyecto. La fraternidad cumplida, impediría al hombre alcanzar una meta que su prójimo no podría conseguir y destruiría la pulsión de prosperidad que requiere superar al otro o equipararlo. El abandono de la fraternidad es necesario entonces para el progreso, al menos en buena parte. Tal vez mucha de la fraternidad real sea sólo fraternidad hipócrita, o llegue a serlo. Reflexionando sobre el derecho a la violencia, sentí que este nacía de la falta de respuesta persistente de la sociedad respecto de la frustración de muchos que van quedando rezagados en la inercia del proceso de progreso. La violencia es producida en buena medida por la ausencia de freternidad. En la revolución francesa fue así. Así nace el lema que incluye este concepto como uno de los tres anhelos revolucionarios. No obstante, la fraternidad de la revolución fue en absoluto nula: Se cortó cabezas fraternalmente, se persiguió, se prejuzgó y se condenó fraternalmente. Cuando la violencia estalla como fuerza de reacción a la incapacidad de la sociedad de dar respuesta a las frustraciones de grupos suficientemente vastos, esta va acompañada de un sentido de división y revancha social: El pueblo contra la oligarquía, el movimiento ciudadano contra el fascismo, los pobres contra los ricos, los trabajadores contra los empresarios. Nunca las reivindicaciones buscan la fraternidad, sino el dominio y el poder. Si el movimiento de reivindicación triunfa, si se hace del poder, la acción primera es la revancha.
No siempre quienes resultan frustrados en el proceso social de desarrollo y progreso, tienen oportunidad de reivindicar su derecho a la igualdad, o de exigirlo; no obstante siempre existe la respuesta de la violencia; sólo que en este caso es una violencia pasiva y local que deriva en la delincuencia y el lumpen: Los desplazados construyen una cultura marginal, contrapuesta a la cultura ciudadana y sólo participan de esta en tanto deben responder de sus actos fuera del margen. Bandas, pandillas, mafias y carteles de droga o más, viven en esta orilla del fracaso social. Lo que la vida ciudadana no les permite acceder lo consiguen a través de la transgresión. Las ciudades modernas sufren de manera creciente de este fenómeno y lo combaten de manera punitiva, a través de la ley, sin resultado real alguno. Cuando esta subcultura marginal se ha instalado, es muy difícil combatirla y revertirla. No es viable el combate por privación de libertad, ni por castigos crecientemente más duros, ni nuevas leyes que nacen muertas. La mecánica del proceso es simple. Pienso en un niño de este grupo desplazado: No tiene ninguna oportunidad, o muy escasa, a través de esfuerzos enormes, cuyo umbral de entrada le es de difícil acceso, de obtener preparación y recursos. Sus oportunidades están en el delito: Tráfico, asalto, robo, filiación a grupos y pandillas de la delincuencia. Sin demasiado esfuerzo y a edad temprana consigue resultados que a otros, en su mismo entorno, no le llegan en una vida entera. Crece, entonces, en la delincuencia. Una vez adulto, la oferta social de reinserción en la vida ciudadana nunca le podrá ofrecer los logros económicos que obtiene con el delito. Así, pues, no tiene recuperación.
Desear que el auto corra más, es una forma del deseo de progreso y prosperidad. En mi época de niño, sin embargo, parecía que todo progreso era imposible, ahogado por la realidad social de encierro económico. Si la sociedad tiene dos grandes fuerzas polares que la mueven: La consolidación de las metas conseguidas, por una parte y el avance hacia el progreso por otra, en ese entonces imperaba la fuerza conservadora que intenta consolidar la situación, para avanzar de manera lenta y segura. Pero, con lentitud y certeza, prosperaron las frustraciones y fracasos que impulsaron el anhelo de las gentes de cambio y progreso más rápido y más equitativo. Así fue retrocediendo el espíritu conservador y llegó la esperanza popular. Como llegó se fue. Fue breve. Las revoluciones europeas eran más vastas. La gran revolución americana en Cuba, también. Aquí fue aplastada antes que fuera revuelta. La dictadura frustró las esperanzas populares y cambió de utopía. Fue la verdadera revolución, la insospechada, la no deseada: irónicamente, la del tiro por la culata, que asesina y mata. La sociedad progresó, muchas ciudades progresaron, mucha gente progresó, muchos quedaron rezagados, pero en promedio; odiosos indicadores del promedio; la sociedad ha prosperado como nunca. Pocos con mucho, muchos con poco y algunos en el promedio, promedia indicadores magníficos, pero aumenta el malestar.
En la revolución rusa el malestar se manifiesta en áreas rurales y termina invadiendo las ciudades. En Cuba también, y en Nicaragua. En Perú y en Bolivia comienza a germinar de ese modo, pero son aplastadas. La población rural ya no tiene tanto peso. En Colombia no logra prender, aún no llega a morir. Hoy los movimientos sociales son urbanos. Nacen en las ciudades, en las calles, en marchas, en tomas públicas. Cívicamente se empuja los cambios, como en el término de la dictadura en Chile, como los movimientos en Túnez, Egipto o Grecia.
Gran parte del mundo actual es urbano, global y vive en la gran utopía del mercado. El mercado ha sido el gran promotor de derechos y los derechos los grandes sostenedores del mercado. El mercado libera: Todo se puede comprar y por tanto cada libertad depende sólo del esfuerzo personal. Así ha aumentado el acceso a los bienes y el sentido del mérito: Quiero una casa porque la merezco, quiero un automóvil porque lo merezco, quiero bienestar porque lo merezco, quiero diversión porque la merezco, en fin, no hay accesos restringidos. El ciudadano lo merece, tiene derecho. Es el mal inverso al que viví de niño. La fuerza imperante en aquel tiempo era la conservadora, consolidadora. Hoy impera la fuerza progresista, proyectiva. La sociedad conservadora tiene un fuerte sentido del deber, mientras en el otro extremo la sociedad progresista tiene vocación de derechos. Hoy el ciudadano exige derechos: Al trabajo, a la vivienda, al bienestar, a la salud, a la educación, a la opinión, a la libertad plena, a la paz. Todos estos derechos y cualquier otro, deben ser dados: El ciudadano tiene derecho a tener derechos, pero estos no se pagan con deberes de contraparte.
El imperio de los derechos marca un contrasentido extraño, equivalente al de la libertad. En la medida que el derecho otorga acceso a bienes y recursos infinitos, o suficientemente abundantes, de manera que se puede satisfacer el derecho de todos, como es el caso del derecho a respirar aire verdadero, o tomar sol, la cuestión no tiene problema. No obstante, en la medida que más gentes acceden a reclamar un derecho y todos los derechos que se contraponen a este, de manera que el acceso al bien al que se aspira se hace escaso, la cuestión cambia; el derecho mismo se hace escaso y no alcanza a todos los ciudadanos. Pienso, por ejemplo en el derecho a respirar aire limpio en una ciudad altamente contaminada, cuando a la vez se reclama el derecho a tener y usar energías y locomoción contaminantes. El derecho al capital y el derecho al trabajo, cuyo equilibrio y retorno debe ser regulado y restringido, uno en beneficio del otro.
En ese tiempo, el Ford familiar, que fue el primer auto, tenía unos quince años de antigüedad. Muchos de nuestros vecinos, es posible que la mayoría, no tenían un auto. Hoy, cada año, en mi ciudad, aumenta el parque automotriz en trescientos mil nuevos vehículos, descontadas las bajas. La congestión y la contaminación del aire, afectan derechos de las personas que son débilmente paliados por deberes correspondientes. El aumento poblacional atenta contra el derecho al trabajo, a la educación, a la vivienda y al bienestar. ¿Qué deberes equilibrarían estos derechos?. ¿Cómo se provee los derechos de todos?
La escasez de soluciones, el aumento de las brechas entre los que proveen adecuadamente sus derechos y los que no tienen acceso, producen un creciente malestar, no sólo como nivel, sino como extensión social de este, al punto que casi cualquier problema puede producir estallidos sociales inorgánicos, como los de la Rusia de mil novecientos cinco. La gente sale a las calles y protesta. Unos porque no tienen educación, otros porque no acceden a los derechos de salud, otros para exigir vivienda digna, unos más por el derecho a la educación, también por el precio de los alimentos, o por la falta de servicios básicos, y más. La ciudad, la sociedad, el estado, el gobierno, las autoridades, carecen de soluciones y recursos. Más aún, carecen de acuerdos o consensos.
Así nace el gobierno del grito pelado en la calle. En palabras de buen decir comienza la exigencia de la democracia directa, en contraposición a la democracia representativa. Y entonces me pregunto: ¿Es posible la democracia directa? Después de dar algunas vueltas ramoneando entre las ideas, me nace una pregunta más inquietante aún: ¿Existe la democracia real? o ¿Es otra utopía más que se carga en las espaldas de las culturas?. ¿Es la democracia representativa, realmente, una democracia? y ¿Por qué la democracia debe ser representativa?
Kepa Uriberri