La verdad y la justicia
A Juan
Esto lo escribo ahora, en este momento cualquiera, desde ninguna parte. Este lugar, quizás, no existe. Sólo estoy aquí lanzando la mirada, vaga, sobre el horizonte o el destino, a través de mis pensamientos transparentes. Durante tanto tiempo vagué errante. Seguí todos los caminos, insatisfecho, probando todos los destinos según creí cierto y bueno, buscando. Esperaba encontrar algo que me conmoviera, que me estremeciera el alma, quizás un golpe de luz que me hiciera ver y comprender el sentido de tantos caminos. Algún día junto a esta misma roca sólida y redonda, me detuvo un peregrino: "¿Qué buscas?" me pregunto, "¿y para qué?". Miraba siempre hacia donde yo lanzo ahora mi mirada, hacía ese punto lejano desde donde yo venía. Me dijo: "No importa cuánto camines, ni qué tan rápido vayas. La verdad siempre te alcanza" y siguió su andar peregrino, fija la vista en ese punto lejano, desde donde yo venía. Me senté, entonces, en esta piedra redonda y sólida mientras lo veía alejarse sobre mi propia huella.
He visto, en el tiempo, pasar a tantos caminantes y andariegos, que surcaron el horizonte, sin acercarse y sin alejarse jamás, sólo pasar hasta desaparecer en su evanescencia perenne. Ayer, en lontananza, vi a aquella mujer. Venía por el camino que yo había recorrido antaño; por el camino por donde había desaparecido el peregrino, lentamente como si el andar no tuviera ya esperanza alguna o fuera intensamente doloroso, apoyando su fatiga en un bastón de palo. Traía en su mano antigua un viejo papel, ajado y seboso de tiempo ido. Finalmente hoy me alcanzó. Se detuvo junto a mi y dijo, con voz cansada: "Supe que estarían aquí y he venido". Ese plural me fue extraño, tanto más que su certeza, quizás porque creí que siempre la había esperado. Así es que pregunté: "¿Cómo te llamas?". "Otrora" dijo casi en silencio. Le pregunté, sin embargo: "¿A qué has venido y a donde vas?". "Busco a mi padre" sentenció, y su mirada cansada estaba fija en el fondo del camino. "¿Dónde está tu padre?" quise saber. "Enterrado" suspiró, "enterrado a la orilla de todos los caminos y bajo la copa de todos los árboles que ya están secos" y abarcó con la mano que sostenía aquel papel ajado, con un gesto sin ilusión, todos los árboles que su vista alcanzaba. Sentí el frío de su alma vacía y quise saber: "¿Por qué?". Me ofreció el papel ajado y seboso de tanto tiempo ido y después se sentó a mi lado en esta roca redonda y sólida.
Posó la vista en el horizonte lejano, allá donde la vi aparecer en lontananza, allá donde había desaparecido ya hace tanto aquél peregrino y por donde yo vine algún día, como si ahí pudiera ver todo aquello que comenzó a relatar y eran sus únicos recuerdos: "Fue hace tantos años. Muchos más que los que estas manos podrían apretar; muchos más" y movió suavemente la cabeza para confirmarlo, mientras alzaba las manos surcadas y nudosas. "Fue en El Bajo de Orrego, o en la Caleta Queule, o pudo ser en la Torre diez y ocho de San Borja, ya no tiene importancia. Esa noche entró en silencio, como un bandido, medio escondido. Recuerdo el miedo en sus ojos. Mi mamá no dijo nada, pero ya sabía. Sólo se abrazaron y ella lloraba. A cierta distancia se oía disparos. Siempre se oía aquellos disparos después del anochecer y aunque no estaba permitido salir, él siempre lo hacía y volvía de madrugada, cuando la primera claridad lo tiñe todo de plata. Mamá, entonces, siempre decía: ¡Gracias a Dios! y lo abrazaba. Pero ese día no. Esa vez era de noche. Después me abrazó a mi; recuerdo su cara húmeda en la mía, quizás con las lágrimas de mamá. También recuerdo que con esta mano (me la mostró, surcada de muchas líneas y nudosa como una raíz) sentí el latido desbocado de su corazón en el pecho. Esa noche no salió. Se quedó abrazado a mi y entonces vinieron" su voz se apagó en un tropiezo y su vista nublada miraba, sin ver, hacia allá donde leía sus recuerdos.
Desdoblé el papel que me había pasado, ajado y seboso de tiempo ido. Leí en caracteres ya borrosos, de letra imprenta antigua: "Servicio de Registro Civil e Identificación"; en letras más pequeñas, más abajo se leía: "Certificado de Defunción". El resto del formato estaba lleno con letra manuscrita; una letra pretenciosa, gladiola, femenina de trazos pesados en las subidas y débiles, casi enfermizos y filiformes, en los descensos. Estaba fechado, ya no recuerdo si en Casablanca, o San José de la Mariquina, o también pudo ser en la oficina Cofré, en algún mes de junio. El oficial firmante certificaba la muerte de "Lillo Osorio, Lircay". La letra manuscrita estaba subrayada, también a mano, con un trazo descuidado e irregular. Frente a la entrada "Causa de muerte:" en manuscrito decía simplemente, con letras todas minúsculas, como si le restara importancia: "presunta". Para "Data de muerte:" establecía "Desconocida". Más abajo decía "Lugar:". Sobre el punteado para anotar el domicilio de muerte había una línea horizontal fallida, que había sido repasada un par de veces, hasta que llenaron todo el espacio pertinente, como si tuvieran temor de que fuera completado con posterioridad a su emisión. También se establecía que el solicitante del certificado era "Lillo Huillipán, Otrora".
Después de un silencio, necesario para tragar el nudo atado a su garganta, continuó: "Eran tres, uniformados de gris y verde. Nunca había visto fusiles ni armas de fuego. Lo que más recuerdo son las culatas de madera barnizada y sucia, como si fueran trozos de algún mueble muy antiguo. Hablaban a gritos y entraron golpeando la mampara con sus armas. A uno de ellos lo conocía: Vivía ahí cerca y antes de la revuelta solía llegar de milico recluta, muy ufano, saludando a todo el mundo. Ahora no recordaba a nadie. Como si hubiera sido otro. Él me apartó de un tirón. Me elevó por el aire y me lanzó contra la pared, a la vez que gritaba una grosería, como si necesitara estar furioso para hacer lo que estaba haciendo. El otro obligó a mi padre a incorporarse a punta de culatazos. Él no emitió ni un quejido, ¡nada!. A empellones lo sacaron entre los dos soldados. Desde la puerta gritó el nombre de mi madre, quería decir algo más, pero uno de ellos le dio un culatazo en la boca. El tercer hombre tenía estrellas doradas con fondo rojo en los puños y los hombros. Tenía el pelo recién cortado, y la cara relucía, como si se hubiera terminado de afeitar en este momento y aún no se secara la loción. Cerró la puerta y sonrió. Jamás olvidaré ese bigotito fino y oscuro. Tampoco su cara: Todavía la veo en la de mi hermano menor. Abrazó a mi madre y la empujó con todo el cuerpo a la otra pieza, sin dejar de sonreír. Tampoco olvidaré, nunca, cada uno de los ruegos de mi madre". Vuelve a quedar en silencio, quieta, como un pájaro posado en un poste o la rama de un árbol. Tal vez siento vergüenza por la brutalidad de los hombres o porque el poder existe, no lo sé.
Cada una del resto de las entradas del formato estaban, también, anuladas por una línea horizontal de trazo descuidado. Al final en tinta morada, impreso con un timbre de goma, encerrado en un recuadro se leía "En cumplimiento de lo dispuesto en la Ley de quórum calificado seis mil..." y tantos; que había sido impreso al revés y luego al derecho, establecía que quedaba registrado en el libro y se indicaba a mano con la misma letra el número y la foja, además del correlativo de registro. Al pie firmaba, en trazos enormes, Italia María Carril G, Oficial subrogante. Sobre el nombre, la firma, un timbre con impreso de goma y varias estampillas verdes y una roja, el papel se había sellado con un timbre de relieve que lo había destrozado, como si hubiera sido estampado con furia.
"Salió pronto; lo vi quizás mucho más grande de lo que era, desde el suelo y porque era una niña en ese entonces. Iba metiéndose la camisa en el pantalón, con expresión torpe y satisfecha. Mi madre tardo mucho en salir de la habitación vecina. No pudo mirarme a los ojos, aunque se los busqué, durante mucho tiempo. Cuando al fin el tirano cayó, me tomó de la mano y salimos a buscarlo: Fuimos a los cuarteles, a las oficinas, a las dependencias. Cuando el tiempo fue suficiente, nos dieron ese papel. Mi madre murió sin volver a mirarme a los ojos. A mi hermano jamás lo besó; ni aún cuando lo amamantaba. Para la segunda revuelta él ya era un coronel y tomó venganza. Yo aún busco a la vera de todos los caminos a mi padre asesinado". Se bajó de la roca redonda y dura, para emprender otra vez su marcha. Sentí la congoja que estallaba en mi pecho y mis ojos. Quise abrazarla y llorar con ella. Me dijo: "¡No! Jamás lloro.
El día que lo haga habré comenzado a perdonar: Eso no puede ser". Después continuó su camino, alejándose por donde aquel peregrino había venido, lentamente como si el andar no tuviera ya esperanza alguna o fuera intensamente doloroso, apoyando la fatiga en su bastón de palo. La vi desdibujarse, poco a poco, hasta desaparecer al fondo del camino.
Cuando dejé de verla, en el último recodo, me bajé de la dura roca redonda y emprendí el regreso siguiendo la huella del peregrino.
Kepa Uriberri