Ventanas




Las ventanas son fascinantes. A veces dan a la calle y a la esquina, donde atraviesa gente al banco, o viene al cafetín de aquí abajo. Ahí hay una acacia de tronco leñoso, a veces con florecitas blancas que van cayendo consuetudinarias al piso y con hojas ovaladas en racimo, con las que me sacaba la suerte con Rose Mary y Paulette: Me quiere, mucho, poquito, nada...

Otras veces dan al patio interior, ciego, al que uno mira, descendiendo por techos de calamina y zinc, por paredes sucias de tiempo, hasta encontrar allá abajo, al fondo, una silla de madera y paja, una escoba vieja, dos neumáticos inservibles. Nadie sale jamás a ese pequeño patio de no más de dos por dos metros. He llegado a imaginar que esos neumáticos fueron lanzados desde el piso quince. Bajaron rodando y botando en los techos de pizarra y zinc, hasta llegar a su último destino. Es posible, nunca he llegado a comprobarlo, que esos patios ciegos no tengan una puerta de entrada o salida. Quedaron ahí tirados, al desgaire, sobrantes de las construcciones vecinas. Era un espacio que nadie quería, que no calzaba en la belleza del espacio deseado y quedó, así como quedan cuando las gentes se mudan, en una esquina de la casa vacía un trozo de cable, una botella verde, un cinturón sucio de gabardina.

Tuve una ventana que me inspiró una novela completa. Estaba en la oficina seiscientos dos. Desde ahí se veía un hombre down que hacía ejercicios y sacudía con un trapo amarillo los muebles, interminablemente. En otra ventana se veía el reflejo de la virgen del cerro; más allá de la avenida principal, llena a toda hora de vehículos que transitaban frenéticos, simulando hormigas en caravana, se veía el parque metropolitano en el cerro, con sus teleféricos en lento e inútil movimiento. Al poniente, un parque frondoso con sus altos árboles y la pileta con puente, debajo del cual vivía el aviador que pedía plata para una sopa. Este raro universo me sugirió la celda de un esquizofrénico que imagina todo un universo loco, desquiciado, al que llama Samarkanda desde donde navega todos los mares y el tiempo en la carabela Santa Adelaida.

Cualquier día la decadencia me privó de esa bella ventana y me liberó de la seiscientos dos. Hay ventanas que dan a muchas ventanas. En una de ellas se quema magnesio como parte del proceso de mecánica dental de fabricación de placas. ¿De quién serían aquellas muchas que vi, después de los fogonazos, descansar en el alféizar? Es posible que en todos los años pasados desde entonces muchas de ellas me hayan sonreído en el carro del metro o hayan estado cerca de mi oreja al saludarme cariñosa, cuando depositaba un beso paralelo a mi mejilla. En otra, una mujer, no demasiado obesa se peina una larga melena, completamente desnuda, mirándose a un espejo grande; cada día de diez a diez y media de la mañana. En una más una mujer muy alta cuelga unos trajecitos de hombre que gotean incansables. No son de muñecas, sino de enano. De otra, el día de año nuevo, escapan gritos desaforados. Los sigue un pollo asado y una bandeja de ensaladas que vuelan sin alas.

Hoy habito un ventanal que mira sólo a ese parque medio pobre. Al fondo se avisa la primavera cuando florece el jacarandá. Entonces en los extensos prados de pasto, bajo los árboles, se llena de estudiantes y jovencitas de faldas cortas, de parejas que se besan y se acarician rebosantes de energía erótica: Hombres con mujeres, mujeres con mujeres, hombres con hombres que parecen mujeres, los pelos azules o rojos y también verdes. Muchas veces vestidos de cueros plásticos de colores fosforescentes. Beben cerveza y fuman yerba. Cuando comienza a oscurecer, patrullas de carabineros en motos todo terreno los expulsan. Un auto policial va anunciando la redada por sus parlantes. Cuando las flores azules del jacarandá caen, los ceibos se tiñen de rojo vivo. Aparecen los enormes pajarotes con su canto salvaje y se posan en las ramas altas de los álamos a vigilar a las mariposas y lagartijas, a los ratones y palomas heridas. A ratos sobrevuelan el ancho parque o se dejan caer sobre una presa. Cuando ya todos los árboles perdieron las flores y el parque es una colección de verdes y sol, al atardecer, cuando ya refresca salen las mujeres a pasear sus perritos, que hacen caca en el pasto. Mientras se huelen unos a otros, sus dueñas, aunque no las he oído, sé que se cuentan sus cuitas y se traspasan datos de peluquería y cocina.

Son los últimos días de este ventanal. Salí hace ya casi veinte años, como Ulises, de una ventana sellada a combatir una guerra con la vida. Tuve éxitos y creo que conquisté Troya. Pero como Ulises todos regresamos algún día. Por esta ventana grande con parque vi venir mi decadencia que ahora me lleva de regreso al punto de partida, viviendo de los restos. Voy a la ventana de hace veinte años, sellada, arquitectónica, urbana. Miraba a un patio vacío, amplio, de pavimento. En tanto pasaron mis ausencias sólo crecieron concesiones, pequeños kioscos restaurantes, con mesitas en el plan público, aromas de chorizo y tortilla que se cuelan desde las once de la mañana por las rendijas de la ventilación. Son otras ventanas.

Las hay en movimiento: Son ventanas que viajan, en su camino ven a las gentes vagar por las veredas, mirando al frente o el suelo; nunca arriba, nunca al cielo o al menos a los capiteles y los techos. Cuando al fin escapan, a una cinta de cemento o alquitrán, van mirando peladeros, miserias, casitas a lo lejos, enormes calzoncillos en los caminos y viejos senadores que sonríen desde sus carteles. A veces ven viñedos y otras peñascos y cerros. Hay ventanas en los trenes con ritmo de durmientes y rieles. Van mostrando animales que pacen, hombres en sus caballos y bicicletas. También hay caminos de agua, en ríos y mares, con pequeñas ventanas que no ven nada y otras grandes que ven pasar la orilla del barroso río. En uno de ellos vi una casa encerrada en una ventana. Es la más extraña que he conocido. Dicen que ahí vivió Sarmiento.

Conocí ventanas que miran una ancha ala de metal, ventanucos que miran al cielo y a la majestuosa cordillera, esa que vista desde el suelo sólo parece un enorme telón que me encierra en este rincón de cerros. He conocido tantas y tantas ventanas que podría escribirlas en un año entero. Pero todas son bellas y diferentes, cada una a su manera y sin embargo tienen algo en común, que a todas las une, es que siempre son pequeñas por dentro y enormes por fuera.

Kepa Uriberri