Estábamos tranquilos
Estábamos tranquilos. "La comisión de expertos determinó un alza en el pasaje del metro de treinta pesos para el horario alto..." dijo la locutora en pantalla. No dijo "Una comisión de expertos" sino "La comisión de expertos" porque ésta ya es ampliamente conocida de antiguo. Se creó para que las alzas de la locomoción fueran consideradas por una entidad autónoma de los organismos relacionados, de las entidades políticas y del gobierno. Así se determina en la ley. El aumento significó un tres con setenta y cinco por ciento. Es frecuente que algunos artículos y servicios tengan alzas similares y hasta muy superiores. Es cierto que hay gente que tiene ingresos paupérrimos. No voy a aburrir con cálculos, porque estábamos ciertamente tranquilos cuando oí la noticia, pero el alza de la tarifa significaría para un sueldo paupérrimo, menos de medio punto porcentual en su gasto mensual. El diez y siete de noviembre de dos mil diez y siete estábamos tranquilos. Casi no había duda alguna quién sería elegido presidente de la república. Del total de los electores sólo algo menos de la mitad votó, y de ellos, con holgura, sobre la mitad eligió al candidato que todos sabían que sería electo. Así, aritméticamente, apenas un poco más de un cuarto de los posibles electores eligió al nuevo presidente. Se celebró con euforia, con alegría, y seguimos tranquilos. Cuando el país eligió, ya hace tiempo, por un margen escaso, al tercer presidente de izquierda desde la recuperación de la democracia, un político conocido, de ese sabor, durante la campaña electoral declaró que «Si alguna vez se elige un presidente de derecha, no lo dejaremos gobernar». Esta sentencia, de contenido democrático dudoso, la repitieron muchas organizaciones estudiantiles, ya no a título personal sino institucional cuando fue elegido el actual presidente: "¡No lo vamos a dejar gobernar!". No obstante, todos seguimos tranquilos. Cuando el precio de la fruta sube en más de un cinco por ciento, o el de la carne más de un ocho o los medicamentos permanecen sobrepreciados en un trescientos o cuatrocientos por ciento estamos todos tranquilos, quizás porque los medicamentos los compran sólo algunos, una o dos veces al mes; los aumentos de precio de los alimentos no se publican con cada alza en un mercado o feria, de modo que cada cual asume su molestia. El pasaje del metro, por su parte, lo pagan casi todos dos veces al día y el alza es una noticia en pantallas y redes. Así, entonces, resultaba una muy buena posibilidad para cumplir el objetivo, aún pendiente: "No lo dejaremos gobernar". Grupos de estudiantes se reunieron, de manera concertada, en distintas estaciones del metro de Santiago para evadir el pago de la tarifa, sin importar que el valor de la suya no tuvo alza ninguna. El éxito relativo no alteró la tranquilidad general, sino hasta que apareció una turba que apoyó la evasión. No eran estudiantes sino militantes organizados de milicias combatientes extrasistema. Metro comenzó a cerrar estaciones para evitar la vandalización incipiente. Todo sucedía el viernes dieciocho de octubre hacia el mediodía cuando el fin de semana comenzaba a dejar libre a la población en general, por todo el fin de semana. Entonces, de manera sincrónica, se quemó varias estaciones en las líneas y lugares más sensitivos de la red del ferrocarril metropolitano, de manera de impedir el desplazamiento de grandes masas de usuarios de éste. Otras fueron vandalizadas y destrozadas hasta su inutilización total. Alrededor de ciento veinte de ciento cuarenta estaciones fueron destruidas. De manera concurrente, cuentas anónimas en las redes sociales, aunque numerosas y extrañamente sincronizadas, llamaron a protestar: En la calle, en la plaza Baquedano, en las estaciones del metro, en los parques, frente al palacio de gobierno. La masa sigue a la masa, ya sea en vivo o en redes. Había dos días completos para mostrar descontento. El incendio del metro, la destrucción de estaciones, los saqueos guiados produjeron el escenario de fondo propicio. Se había instalado el caos. Ya no estábamos tranquilos. Había dos días por delante con la población libre para salir a manifestarse, nadie sabía bien por qué: Las pensiones bajas, los medicamentos caros, los sueldos insuficientes, los delitos "de cuello y corbata", la corrupción, la colusión, la educación gratuita, los créditos universitarios, la falta de trabajo, la necesidad de ciclovías, las autopistas concesionadas, los peajes camineros, las etnias originarias, las mujeres maltratadas, la atención de salud, los sueldos de los políticos, el congreso, el gobierno, la sequía, el clima, los tratados internacionales, la deuda histórica con los profesores, la titularidad sindical, los derechos de los trabajadores, los derechos de las mujeres, los de los niños, los de los adultos mayores, la vivienda, la dignidad, las prostitutas que copulan en las plazas, los delincuentes que atacan a los automóviles, el maltrato animal, los conductores borrachos, la falta de policías, los inmigrantes, el comercio callejero, los derechos humanos, la calidad de vida, la jornada laboral, las siete familias más ricas, los millones más pobres, los empresarios, las fuerzas armadas, el matrimonio homosexual, el aborto libre, la diversidad sexual, la ambigüedad sexual, la paridad de genero, las cuotas electorales y más; mucho más. ¡Ah! Por cierto: El alza de unos pesos del pasaje del metro. Una larga lista aunó a cientos de miles. Nadie reparó, ni protestó en contra de las turbas de saqueadores, de los violentistas, de los incendiarios, o de los que destruyeron los bienes urbanos, quemaron hoteles, buses, universidades, moles comerciales, pequeños comercios, grandes industrias, amparados por los descontentos convertidos en multitud. “No son treinta pesos” dijeron los políticos progresistas; “Son treinta años”. Sólo era parte del plan y demostración del poder de un enemigo desconocido y hasta ignorado. Tanto así que no se le podía mencionar como tal: "Estamos en guerra con un enemigo poderoso" dijo el presidente y fue vapuleado por el bramido torpe de la masa y de los medios obsecuentes. Nadie se dio cuenta que tantos y muchos de los que salieron a protestar estaban dentro del cincuenta por ciento que se negó a elegir representantes en el parlamento y al presidente de la república. ¿Cuál es, entonces, su derecho a exigir soluciones a las instituciones?. Los instigadores, los organizadores, los planificadores que nos robaron la tranquilidad estaban ahí, ejerciendo violencia, quemando, destruyendo y desatando un movimiento planificado e imparable, que requería dos días de las multitudes libres exigiendo sus anhelos imposibles. La masa irracional saltó al ruedo a protegerlos. Los políticos tuvieron pretexto para reivindicar sus propias cuitas y entregarlas a la masa como bandera de lucha: "Haremos una nueva constitución".
¿En cuánto tiempo se genera los recursos para pagar, por cuenta de todos, una mejor pensión a un par de millones de pensionados? No se piense en un diez por ciento que no significa nada para una pensión de ciento ochenta dólares. Háblese de cien o más por ciento. Lo mismo con el sueldo mínimo. No voy a entrar, para no ser críptico en el producto interno bruto, tasas de impuesto o más. ¿En cuanto tiempo se renegocia todos los contratos de las autopistas?, ¿Cuánto para reponer los daños del metro?, ¿Cuánto para equiparar las remuneraciones de más de diez millones de trabajadores?, ¿Cuánto tiempo tomará? ¿Cuánto habrá que esperar para que haya solución a todos los reclamos que se desataron el fin de semana del diez y ocho de octubre? ¿Y para cumplir con urgencia, cuánta improvisación dañina conllevarán esas leyes?. Pero la solución creída fue: "¡Haremos una nueva constitución, a partir del vacío, de la nada, de una hoja blanca!". Ahí cabría todo reclamo, todo anhelo, toda utopía, toda la ideología progresista, todos los repartos imposibles, todo lo imaginado, todo el poder deseado, todo el despojo necesario, ¡todo!. Capítulo aparte requiere el más inútil de los anhelos supuestos de las multitudes: Una nueva constitución, acordada en democracia, a partir del vacío, exenta de ripios, de amargos recuerdos y desencuentros; un nuevo pacto que garantice la felicidad de todos, de todas las edades, de todas las creencias, de todos los pensamientos, de todos los anhelos y utopías, de todas las clases sociales a las que igualará en una sola, de todos los orígenes que constituirá en uno solo. Una constitución nueva y feliz que no controle ni prohíba, sino sólo permita y acoja, que no entorpezca sino realice, que no excluya, excepto a los muy ricos, que de oportunidades a todos, excepto a los que ya las han conseguido todas y serán despojados, que distribuya riqueza y poder por partes exactamente iguales entre todos, excepto los abusadores de siempre. Así, pues, tendremos una constitución que por fin garantice la dignidad de un sueldo hoy y una pensión mañana, una educación que lo permita, oportunidades laborales para lograrlo, salud protegida que evite la desgracia y si es necesario garantice con premura la atención médica y los tratamientos adecuados sin importar cuales sean, una justicia que se haga cargo de la seguridad y una seguridad que no sea dura con las gentes, sino suave y tierna como madre amorosa. A la vez deberá ser férrea y dura para controlar su cumplimiento excepto cuando el transgresor esté amparado por causa justa o multitudinaria: ¡Para eso es la democracia! Mientras todo esto ocurre, la misión difícil, delicada, frágil e ilusoria del gobierno y del presidente de la república, es navegar en aguas turbulentas, absurdas, abstrusas y peligrosas manteniendo la institucionalidad y la democracia, quizás esperando como Barros Luco que este sea uno de esos problemas que se solucionan solos, porque si no es de esos, sino de los que no tienen solución, la deriva de este rodado crítico llevará a la extinción de la democracia, a algún tipo de régimen de fuerza de sabor y signo sorpresivo, que habrá convertido en inútil tanto esfuerzo y destrucción. Kepa Uriberri |