Millenial Fiction
Me había llegado este ingreso extra. Primero pensé en una farra monumental con esos amigos con los que hace mucho que la soñamos. Después me dije que habría que pensar en algo más serio, como el ahorro o alguna inversión necesaria. También me tenté por un momento con la tecnología: Un nuevo teléfono personal, una tableta digital, algo así novedoso. Al fin, después de refrenar todos esos impulsos locos, partí a la estación del metro que conecta con las galerías subterráneas entre las dos avenidas, donde sólo se vende juguetes tecnológicos, juegos de videos y un surtido misceláneo de todo lo que puede convertirse en digital o electrónico, para comprar la versión última de Dark Souls.
Recorrí varios locales sin suerte. Después de mucho rato, decidí preguntar en “DigitalRock” la tienda más surtida y tecnológica de la galería. Encontré una larga cola de gamers con ese aspecto típico de nerd vicioso, de pieles blanquecinas y traslúcidas por falta de sol e intemperie de aspecto sucio gastado o trasnochado, que daba la vuelta por fuera de la tienda y los pasillos adyacentes. Todos operaban, mientras esperaban su turno, algún aparato digital. Varios tecleaban con los dedos pulgares en sus teléfonos, mientras sostenían bajo el brazo alguna consola o notebook.
Entré a la tienda; antes de llegar al mesón un nerd me tocó el hombro con unos golpecitos. Dijo: “La cola está allá” y señaló hacia atrás con el pulgar. No le hice caso y me acerqué a uno de los dependientes, cuyo aspecto era afín con el de los nerds de la cola. Pregunté:
— ¿Tienen la última de “Dark Souls”?—. El dependiente abrió mucho los ojos y sin decir palabra me señaló la fila de nerds. Todos esperaban comprar su copia de la versión última, recién llegada, del juego. Me iba a ir, desilusionado, y pensando por un momento, seriamente en optar por la farra monumental, cuando lo vi, ahí apoyado con un codo en el mesón, con una tableta electrónica en la mano, que observaba con atención. Era absolutamente extraño e inesperado: ¿Por qué estaba ahí?. Yo sabía que el hermano, el que tenía los nervios muy cortos, no el otro que también escribía, había vivido una temporada en el puerto; pero que él mismo estuviera ahora, aquí en el país y en una tienda tan loca como ésta, casi no era posible. Me dije que no podía perder esta oportunidad, y me acerqué.
— Guten Morgen— dije, — Was für eine Überraschung! Was machst du denn hier?— que según creo debe querer decir algo así como “¡Hola!, ¿qué mierdas hace usted por aquí?”. Me miró como si la pregunta fuera completamente estúpida y en un castellano correcto pero con acento muy marcado me respondió:
— Bueno, vine a ver libritos electrónicos, señor Malgrite, oye—, y sonrió como si fuera un niño que confiesa una maldad. La respuesta no aclaraba el sentido de mi pregunta, que se refería, más bien, a la sorpresa de encontrarlo en este lugar, pero era impecable si uno piensa como un Lubeco normal. Como sea, no tenía sentido perder la oportunidad que se me presentaba, explicando tonterías.
— ¿Y cuáles le han interesado?
— Ah... estuve mirando cómo se dice los Buddenbrook en castellano y también Der Zauberberg. Pero estoy viendo los rusos y también Herr Goethe, todos clásicos. Esoy haciendo mi biblioteca entera, oye, en este aparato pequeño. Eso estoy haciendo aquí, señor Malgrite. ¿Y usted, oye, que hace en este tienda?
Me dio vergüenza reconocer que andaba en algo tan frívolo como los nerd de la fila y mentí.
— Eh... también... lo mismo— respondí, en tanto que él continuó mirando su tableta, como si no hubiera tenido ningún interés en mi respuesta, o se hubiera olvidado que yo estaba ahí. Después de una pausa, en la que medí mi estupidez, dije, más por hilvanar una conversación cualquiera que por la respuesta: — ¿Y es cierto que la Montaña mágica iba a ser una novelita corta y humorística?—. Sin dejar de mirar su pantalla, como si respondiera alguna frase de memoria, dijo:
— ¡Ya! Pero tú nunca sabe, oye, que va resultar cuando tú empieza a escribir. Despué una novelita divertía se te convierte en una grande novela. Era una cosita de nada, oye , y después te demora doce año en escribirla. Así terminó como una montaña, oye señor Malgrite. Esta novela de Davos quería ser otra cosa que yo quería que fuera: ¡Y ella gano, ja!.
— ¿Y estás buscando sólo obras clásicas?
— ¡Ni por naa pueh! Ya tengo comprao los Karamazov, El Crimen y el castigo, La guerra y la paz, Fausto, Shakespeare, Friedrich Schiller, Der Steppenwolf, y todos los otros, ¡también Cervantes oye!, pero encontré uno un poco loquito, alemán, que tiene un trío ¿o cómo se dice?: Die Blechtrommel , Katz und Maus y Hundejahre. Es bien loco éste yo creo, oye, ¿Tú escribe o lee?
— Las dos cosas, pero bastante mal.
— ¡Oh! ¡Jojojo! Yo también, pero no me importaba naa. ¿Tú entiende? Yo creía que las cosa se escribía sola. ¿Tú cree esa, señor Malgrite, oye?.
— ¡Ja! A veces los argumentos toman su vuelo propio y uno quiere torcer en un sentido y ellos se van en otro. Por eso prefiero leer.
— Entonces, mira, oye: Compra esta cosa y los libro son pequeñito que no se ven y te los ponen adentro no sé como ¡jajaja! Y tu puede tener toa la biblioteca: Too lo que escribí yo, Goethe, esos rusos cabezones, los checos locos, el Günter este del tambor y lo que quiera y además otro más ¡y no pesan naa!. ¿Leíste Los Buddenbrook?.
— ¡Ah! ¡Sí! Siempre recuerdo a Hanno y sus clases maravillosas, el injusto doctor Mantelsack... ¿Que niño no vivió esas aventuras en la escuela? Me entristeció su muerte, que pareció extenderse hacia atrás por todo el rango del libro completo, tiñéndolo de tristeza y melancolía.
Me miró con infinita alegría y se pareció más que nunca a Eros Ramazzotti; tanto que no pude evitar comentarle:
— Eres muy parecido a Eros Ramazzotti, ¡Increíble!
— ¡Ah! ¡Ya! El hijo de la Raffaella...— y mirando a algún recuerdo lejano, quizás, musitó algo así como: —... ella era de Venecia pero después de esa noche escapó a Roma...— en seguida dijo de manera apresurada: — Bueno ya no querría hablar más oye, Malgrite; se me hace tarde... ¿sabes?
Salió tan rápido del lugar que no alcancé a decir más. Pero convencido, compré varios libros, muchos de él, el tomo enorme de Las obras completas de Rubirosa y también La perfecta novela de Iñaki Irizarri. Lo que no sé es si estoy arrepentido.
Kepa Uriberri
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