Superioridad Moral
En mi pequeña aldea, aquí en los últimos confines del mundo, allende todos los mares y altas cordilleras, después de los últimos y áridos desiertos, donde todos los lugares se desploman sobre el gélido Pacífico, hemos estado ocupados en elegir a nuestro próximo cacique: Un ser exótico que puede ser definido en breves palabras por una analogía con los grandes gobernantes del mundo central. Así lo he visto definido en las señales que llegan a estos retirados y tranquilos parajes: "El Berlusconi de la aldea llega a la presidencia" titula el Telegraph, y baja diciendo: "Es un llamativo billonario que controla una estación de televisión, posee un club de fútbol de alto nivel, vuela su propio helicóptero y se ha sometido a alguna cirugía cosmética".
Durante estos últimos días, en que la temperatura política ha ido subiendo, los partidarios del oficialismo se esmeraron, por su lado, en mostrarnos una caricatura tan burda como la expuesta, por ignorancia, por el cronista del Sunday Telegraph británico, pero que apuntó a otro flanco del asunto. Se nos hizo ver que sólo la izquierda progresista tenía méritos morales para gobernar, mientras la derecha sólo buscaba acumular todo el poder en sus manos. Se nos advirtió, también, y muchos lo han creído, que el triunfo de la derecha significaba volver a la dictadura, terminar con las políticas de protección social, restar sus derechos a los trabajadores. En fin, casi toda la campaña oficialista se basó en demostrar la supuesta superioridad moral de la izquierda para asumir un gobierno inclusivo para todos los aldeanos. Ese gobierno protegería la cultura y las artes, cuyo patrimonio pertenece a la izquierda. Es tanto así, que en algún momento se llega a creer que para ser artista, para hacer arte, es necesario ser de izquierda. Así lo oí, en palabras duras, de algunos artistas. También he oído negar la validez del arte de escritores que han obtenido reconocimientos valiosos como el premio Cervantes y otros, por confesar que ya esta vez no votarían por el delfín oficialista. En este ambiente electoral de enjuiciamientos, me he planteado, cada día más y con más serenidad el viejo dilema de la superioridad moral. El mejor derecho moral de la izquierda nace de las ambiciones y acciones inmorales de la derecha. Sus intenciones son aviesas. Este juicio no requiere prueba ni proceso. Es así a partir de las reivindicaciones que el hombre de izquierda tiene sobre el hombre rico y el hombre rico es la derecha: ¡Es tan simple! ¿Alguien puede negar que la pobreza hace moralmente superior al hombre? ¿Acaso alguien ignora la carencia moral de todo hombre rico? Así fue como las viejas izquierdas dignificaron al hombre conduciéndole a la pobreza, mientras los exitosos sistemas neoliberales los llevaban por la senda de la corrupción, en persecución de la inmoral propiedad privada, de la degradante abundancia y más.
En esta pequeña y lejana aldea he visto cómo los cabecillas morales pactaron con la dictadura para birlarle el poder, aprovechando la superioridad moral de los tecnócratas que, creyéndose dueños de la verdad convencieron al tirano que podía ganar en el juego democrático. Una vez que el tirano, engañado, perdió en las urnas, la superioridad moral y estratégica de alguna rama de las fuerzas armadas le hizo ver que debía respetar su palabra militar de dejar el poder si perdía y que no se podía manipular el resultado: Así cayo el tirano, para que llegara la alegría de la superioridad moral de la izquierda progresista. El pacto con el tirano incluía garantías y granjerías para éste y sus secuaces, que luego se quiso retirar como las castañas que se sacan con la mano del gato. Todo había sucedido, por entonces, como en la canción infantil de la rana. Recuerdo que estaba ésta sentada cantando debajo del agua, pero cuando salió a la superficie a cantar, vino la mosca y la hizo callar. Pero la mosca que hizo callar a la rana que estaba cantando debajo del agua, quiso cantar, entonces vino la araña y la hizo callar. En nuestra historia, el tirano estaba ahí porque había detenido el colapso social, político y económico en que se había sumido la aldea. Para esta tarea había sido llamado por la derecha, que entonces incluía a muchos de los progresistas de izquierda de hoy. En aquel tiempo, esa derecha era moralmente superior a la izquierda gobernante. Quizás eso los llevó a los cuarteles a tirar maíz en un claro llamado a las fuerzas armadas a intervenir en la vida política. Su superioridad moral los cegó y no les permitió ver que los militares se sentían moralmente llamados a salvar al país y se quedaron. Sí. Cuando la araña salió a cantar, vino el gato y la hizo callar. No sólo la araña: Todos estuvimos en silencio por diez y siete años. Claro que al cabo de estos, el pueblo; no ese pueblo que se arroga la izquierda, sino todo el pueblo, incluido ese que vota por la derecha o por el centro, o también, a veces engañado por los caudillos, o cansado de cabecillas de todos los signos del arcoíris alegre que las cúpulas diversas le muestran, vota por los ambiciosos de poder; ese pueblo empezó a cantar. Se acompañaba de cacerolas vacías, se amparaba en la noche, donde todos los gatos son pardos, o verde oliva y el tirano se tambaleó. Yo, que ejerzo mi superioridad moral como lobo estepario, tal vez porque nací para el natalicio de Hesse, creí que remeciendo un poco más el agua, el gato saldría a cantar y caería solo, sin ayuda, en silencio. Pero no. La superioridad moral, siempre proverbial, de la izquierda, y la ayuda de otros demócratas, que habían tirado maíz a la rana, para decirle que era gallina, fueron más hábiles, y así como en el cuento de Alicia la morsa y el carpintero convidaron a las ostras a dar un paseo y se las comieron, la izquierda y aquellos demócratas que tiraban maíz invitaron al tirano a medirse en el voto popular y se lo comieron. Cayó y calló el tirano, el pueblo, entonces salió a cantar: "¡Viva, la alegría ya viene!".
Veinte años duró el paseo de la morsa y el carpintero. Duró más que la dictadura del tirano. Duró tanto, que llegaron a creer en su superioridad moral. Creyeron ser dueños del pueblo. Pero de un pueblo que siempre he encontrado raro: Es un pueblo cojo y tuerto. Es un pueblo que no tiene lado derecho. Es un pueblo excluyente. A veces me pregunto: ¿Un billonario que se hizo una cirugía en los párpados, no es pueblo?. Un tercerista consuetudinario, cuya inquietud lo lleva a mirar con cierta distancia los acontecimientos, por mejor ver a izquierda y derecha ¿No es pueblo?. El que no profesa dogmas ni doctrinas: ¿No es pueblo?. El que cree que el pequeño empresario que se esfuerza por subsistir junto a sus diez empleados: ¿No es pueblo?. El patrón: ¿No es pueblo?. ¿Qué son ellos? ¿Acaso inferiores morales? ¿Y el que se cansó de su propia superioridad moral y se hizo moralmente igual?. Las cúpulas, propietarias de ese pueblo tuerto y cojo suelen ser, también, cojos y tuertos que sólo ven la protección social como amparo, pero no perciben las ansias de prosperidad de ese pueblo no sólo en derechos laborales sino en oportunidades. Los anteojos oscuros de la superioridad moral no los deja ver que el amparo magnánimo ha matado la prosperidad, que los aldeanos tienen trabajo pero su trabajo vale menos, que más trabajo más precario no sirve. Que la estabilidad laboral no la da la ley, sino la prosperidad y finalmente que la prosperidad está a la sombra del próspero no del superior moral.
No soy de aquí, ni de allá, de modo que no tengo ideas preconcebidas y sólo razono a base de conceptos precarios y en ese ámbito me digo que si mi familia, compuesta de veinte personas, vivía bien con veinte lucas, entonces ahora, que nació mi nuevo hijo, habrá que vivir con veintiuna. Del mismo modo, una sociedad que tiene un crecimiento de población vegetativo de un cinco por ciento, deberá crecer, económicamente, al menos en un cinco por ciento y si crece más, podrá mejorar sus estado de cosas. Sin pertenecer a cúpula alguna, ni profesar dogmas o doctrinas, cavilo que una sociedad cuya economía crece a una tasa inferior al crecimiento de la población, sólo acumulará malestar, hasta que este llegue a tanto que no sea cuestión de superioridad moral el representar al pueblo, sino que, como en la canción, será cansancio. Así he visto que se fatiga al pueblo de mi aldea. Todo el pueblo: El que andaba en helicóptero y el que lo hacía en bicicleta. El primero, también, creo, tiene derecho a aspirar a un avión y el segundo a una moto o al helicóptero; ¿Por qué no? ¿Acaso la ambición es inmoral?. También creo que tiene derecho el pueblo de mi aldea a decidir quien tiene estatura moral y quien no, sin supervisiones ni presiones. Estas sólo lo fatigan.
En nuestro mito de la rana, en esta aldea lejana, podríamos decir que cuando los que engañaron al tirano salieron a cantar, ni el mismo diablo los haría callar. Ellos mismos así cantaban. Pero no fue así. El diablo, a lo largo de la campaña, prometió aliviar la fatiga popular. Es extraño. El propio canto de quienes cantaban debajo del agua fue pintando al demonio de diablo y cuando al fin salieron a cantar, nuestro llamativo billonario, sonreía como tantos, como muchos de los aldeanos ante la superioridad moral de la flema inglesa, que sin investigar, no miente. El cacique electo se enriqueció durante la dictadura, es cierto, pero no se enriqueció con la dictadura, como informa el Telegraph. En la aldea apartada, con la vieja izquierda, defensora del proletariado, con socialismo marxista, termocéfalo y estridente apenas se podía aspirar a ser digno, pero jamás rico. Peor aún: Cualquier aldeano se empobrecía de una semana para otra, pero teníamos un sueño, nada más que un sueño. Tampoco teníamos el plástico. Lo nuestro tal vez fuera el hule, la ebonita, galelita, baquelita, o también cobre: Sí cobre también: Lo reivindicamos como parte de aquel sueño. Nuestro cacique electo, cuando era joven, cuando el tirano trajo el sistema neoliberal, él nos trajo el plástico. Fue cuando la aldea comenzó a hacerse moderna, claro está que a costa de muchas vidas, aunque era de gente moralmente inferior a ojos del tirano, era apenas gente que pensaba en Marx, o él así lo creía y eso bastaba, porque el era moralmente superior. El futuro cacique en ese entonces, el llamativo hombre de negocios trajo el plástico. Sí claro. La cuestión es que lo trajo en trocitos de cinco y medio por ocho y medio centímetros y todos quisimos tener uno. Entonces él ganó mucha plata y nosotros mucho estatus y deudas, pero él no era superior, no le interesaba serlo, sólo quería prosperar. Diría que hoy, cuando este casi Berlusconi ya no se dedica a explotar el plástico, desde hace mucho, cada uno en esta aldea tiene varios trocitos en su billetera, que lo atan irremisiblemente a su suerte y a su libertad, quizás ya perdida. Nuestro Berlusconi no tiene fiestas exclusivas con muchas mujeres bellas. Vive muy discretamente, pobremente, diría quizás el Berlusconi verdadero. Es que es un Berlusconi de aldea. Nuestro fútbol no tiene el nivel del que practica la Vecchia Signora o el Milan, de modo que el modesto equipo de primer nivel de nuestra aldea quedaría muy sobrado de cariño si se le comparare más humildemente con algún equipo de la vecindad. Pero por desgracia, las pobres superioridades morales, con una mirada pobre, con mirada dogmática, sectaria, excluyente, ve media realidad y en medio pueblo ve al pueblo todo. En esa pobre mirada un hombre rico ha de ser moralmente pobre y despreciable ¿Qué más podría merecer esta pobre Aldea lejana donde jamás se olerá el aroma a sobaco y culo del Eurostar?.
En fin, la superioridad moral siempre fue mala consejera. Tal vez por eso se levanto el muro de Berlín, es raro que cayera por lo mismo. Es extraño que fuera la superioridad moral, también, la que acabara con la utopía marxista de mi aldea y que la misma botara a su tirano verdugo y que ahora derrote a quienes lo vencieron. Sólo espero que este cacique electo, de esta pequeña aldea, que tiene un helicóptero y también una línea aérea y mucho más, de lo que habla con completa humildad, que hasta parece ingenua, no se haga moralmente superior. La superioridad moral es la peor compañera.
Kepa Uriberri