La Silla




Muchos creen que su caminar era elegante y agraciado. Sin duda era hermoso y atractivo, lo que le ganaba el favor de sus subordinados. Pero su andar, por su estatura muy elevada, que imponía respeto, era más bien desgarbado. Esa estatura que llegaba casi a los seis pies y siete pulgadas lo había obligado a usar esa silla personal. Ahí se sentó ahora, agobiado por la soledad y se miró las manos vacías. Su pie izquierdo tocó el travesaño que soportaba ambos lados del mueble. Por alguna razón, que no tenía motivo de analizar, pensó que él mismo era como ese travesaño, que había quedado atrapado entre Felipe y Leopoldo; solo. Intentó desviar la vista hacia ese lugar, pero quedó interrumpida por la tela de brocado que forraba el asiento. Se distrajo con los dibujos amarillos y rojos, que representaban leones rampantes con el corazón expuesto sobre el pecho. Creyó por un momento, o quizás si siempre lo sentía así, el sentido simbólico de esos dibujos era, siempre sería, el motivo de su soledad profunda. Se recostó sobre el respaldo de caoba y sintió en la nuca la textura del dibujo de la cruz templaria, encerrada en un círculo sacro, que adornaba el cabezal de la silla. Observando la serenidad del cielo azul, imagino el color rojizo de la caoba, como de sangre coagulada y en el silencio de ese cielo, en la paz de la soledad le pareció ver todas las escenas bélicas que lo habían llevado hasta esta instancia. Creyó oír el ruido infernal de la batalla, de la furia, de la ira, del dolor, el ensordecedor de la muerte ¿Para qué?, se preguntó y reflexionó que era extraño haber sido coronado rey de un reino en el que sólo había estado para ser ungido. Pertenezco más a esta silla que a ese reino que me enemistó antes con mi padre y hoy con mi hermano, que se reputa rey sin ser heredero de aquella tierra. Pensó que era como si él mismo estuviera sentado sin el asiento que lo sustenta. Recordó que había cargado los tesoros de ese reino para emprender esta aventura llamada por un hombre que nunca conoció y en el que jamás creería. ¿Por qué? ¿Por el vértigo de la conquista? ¿Por seguir a Felipe de Francia?

¿Y de qué me vale? Se reprochó. Miró la ciudad de Tiro a sus pies: Acre lo había recibido antes de llegar. Saladino tuvo noticias de su furia en Chipre y cuando supo que se dirigía al Líbano, se rindió de inmediato. Se inclinó hacia adelante, apoyó los codos sobre las rodillas y sumergió la cabeza entre las manos. Sólo veía el suelo en torno a sus pies y las patas de la silla que lo sustentaba. ¡No tengo nada más! Se dijo. Ganaba fama, ganaba honores y temores pero no amores. Se había casado en Sicilia con Berengaria de Navarra, a quién solo había visto una vez y jamás hizo suya. Felipe fue informado días antes que la madre trajera a su futura esposa en medio de la cruzada que habían emprendido juntos. Su éxito en el sitio de Acre y las negociaciones con Saladino terminaron por cansar al rey de Francia que decidió poner término a su participación en la cruzada y arrastró consigo a Leopoldo, representante del Sacro Imperio. El naufragio del barco, que llevaba a su hermana y a su mujer, en Chipre determinó el tercer y último encuentro que tuvieron con Berengaria.

Los últimos sucesos que sellaron el rompimiento de Felipe Augusto con el Corazón de León fue el apoyo que Ricardo dio a Guy de Lusignan, rey de Jerusalén, en tanto Felipe y Leopoldo apoyaban a Conrado de Montferrato ¿Quizás por despechos?. Se miró, otra vez, las manos rudas y surcadas de cicatrices por el uso del mazo y la espada: ¡Vacías!. Se puso de pie, miro los muros de la fortaleza, de donde había arrancado los estandartes de Leopoldo, recordó a Berengaria que había arrancado el estandarte de Felipe de su corazón de león, antes de volverse a Navarra. Miró el fracaso de su cruzada esa silla solitaria de caoba, tapizada de brocado con leones rampantes y el corazón rojo sobre el pecho: Sólo podía volver a Inglaterra a reclamar un reino sobre el que nunca había reinado pero donde, quizás por eso, siempre fue leyenda.

Kepa Uriberri