Si hacer fuera tan fácil
Comenzaré con una paráfrasis muy recurrida, en especial en el mundo de la política: "Si hacer fuera tan fácil como querer hacer, las casas de los pobres serían palacios y las capillas: Catedrales". Tantas veces he usado esta sentencia, desde que la conocí, que su forma original derivó en esta. De seguro que cuando la leí por primera vez, de manera distraída en relación a la sabiduría que encierra, había estado leyendo a Zorrila, porque, equivocado, durante mucho tiempo busqué la cita en el Don Juan Tenorio y en especial en la escena del cementerio, de don Juan con el escultor y también en el diálogo con la estatua: Pieza maravillosa. Muchas veces buscando releí:
«¡Ah! Por doquiera que fui
la razón atropellé,
la virtud escarnecí
y a la justicia burlé,
y emponzoñé cuanto vi.
Yo a las cabañas bajé
y a los palacios subí,
y los claustros escalé;
y pues tal mi vida fue,
no, no hay perdón para mí»
y puede ser que las cabañas, los palacios y los claustros me hayan engañado la memoria. En alguna conversación, con alguien de cultura tan magra como la mía, se me dijo que no, que no era del Tenorio, sino del Licenciado del Quijote la frase tal, en leyendo la novela incrustada del Curioso Impertinente. Así entonces, entre las burlas de don Juan y los desvaríos del Caballero de la Triste Figura, busqué de manera inútil la cita perdida.
A veces cuando se busca y no se encuentra, abandonada la búsqueda, como si fuera por compasión de la vida misma, lo buscado se nos aparece del modo más casual. Se acercaba el cumpleaños de Hermann Hesse y el de Franz Kafka, de modo que mi hija me preguntó qué libro me gustaría recibir de regalo para mi cumpleaños. Hacía mucho que le debía a Thomas Mann la lectura de su Muerte en Venecia, por lo que elegí ese título. Algunos días antes de la fecha, recibo una llamada de ella; me dice: "Papá, El Mercader de Venecia no es un libro, es un cuento en un libro enorme". Sonrío y le respondo: "No es el Mercader sino La Muerte en Venecia". Como soy un creyente profundo de las sincronías vitales, y a la vez me encontraba sentado en mi balcón disfrutando un veranito de San Juan, con mi pececito en las rodillas, creí oportuno dejarme llevar de la casualidad y comencé a leer una versión digital de El Mercader de Venecia de Shakespeare que conservo ahí. Sí. Por supuesto; a poco leer, en un diálogo de Nerissa y Porcia encuentro la sentencia maravillosa, en boca de la última: «Si hacer fuese tan fácil como saber lo que es preferible, las capillas serían iglesias y las casas de los pobres, palacios de príncipes».
Roger Chartier, francés especialista en historia del libro, publica recientemente la obra Cardenio, entre Cervantes y Shakespeare, historia de una obra perdida. Ahí establece que en julio de mil seiscientos trece, se pagó, y ha quedado registrado en los Libros de cuentas del Tesoro de la Cámara del Rey de Inglaterra, algo más de seis libras y trece chelines a John Heminges, uno de los actores propietarios de la compañía de teatro The King's Men, por la representación de una obra llamada Cardenna. No existe un manuscrito ni texto alguno de aquella obra, no obstante, Chartier ha reunido antecedentes suficientes para aseverar que la pieza corresponde a una obra de Shakespeare, basada en la historia del Cardenio de Cervantes, incrustada en el Don Quijote, en la primera parte, desde el capítulo XXIV en adelante. Se entrevera, en Cervantes, esta historia con las aventuras del Caballero de la Triste Figura, y con la reina Micomicona, encarnada por Dorotea, uno de los personajes de la historia de Cardenio, y con la novela del Curioso Impertinente.
Hay otro elemento en este asunto, que engarza en todo lo anterior. Hace algún tiempo escribí un artículo sobre la novelita Estrella distante, de Roberto Bolaño, donde reconozco, quizás como único mérito, alguna pericia del autor en hacer largas enumeraciones digresivas, que alcanzan a cautivar al lector. Al llegar a mi oficina, el lunes, después del largo fin de semana del día de brujas, otra adopción de la cultura de nuestro invasivo norte, que, en realidad, es el de los santos difuntos, me encuentro por una parte con una advertencia de mi agenda sobre el llamado al premio Anagrama de ensayo y por otra con un correo de alguien que había leído el artículo sobre Estrella distante. Me comenta sobre las muchas digresiones de Bolaño, en la novela en cuestión y en otra; y se pregunta cuál es el valor del autor chileno, que lo eleva a la fama. Recuerdo, otra vez, automáticamente, la entrevista con Cristián Warnken que me empujó a conocer más del fallecido autor y su capacidad mediática, añadida a su certeza crítica y polémica al momento de opinar de otros escritores y poetas. Le respondo a mi lector que la digresión es un recurso literario que bien manejado es de gran mérito y, le cito como ejemplos el Cardenio de Cervantes en El Quijote y El Curioso impertinente, en la misma obra. Ambas digresiones se entreveran de manera magistral con la historia de don Quijote y entre sí, constituyendo un pasaje de, quizás una decena de capítulos memorables. En la novelita de Bolaño hay, quizás, al menos para mi gusto, un solo momento epifánico y es una digresión maravillosa y enumerativa en relación al militar ruso Cherniakovski. Debo reconocer mi predilección por las digresiones cuando tienen un sentido de belleza voluntario y bien trabajado.
Busco las bases para el eventual premio de ensayo de Anagrama. Al parecer aún no han sido publicadas, pero me tropiezo con el ensayo ganador del año dos mil diez de Eloy Fernández Porta: Eros. Sin embargo el título no se escribe así, sino con el signo del Euro, y el monetario tradicional, encerrando el de marca registrada seguido de un cero. Una larga, lata, introducción justifica este nombre engendro, a base de juego lingüístico (diría lálico si la palabra existiera, pero soy torpemente respetuoso). El tema se desarrolla a partir de una rara empresa que compra y vende artículos de segunda mano regalados por amor y vendidos por desamor. El autor es un jugador. Juega con los conceptos de manera aparentemente geométrica, razona sin razón, casi como un Quijote cuando en los cueros de vino de la venta ve al gigante que amenaza el imperio Micomicón y se bate a duelo con ellos, transformando en su cerebro, el vino en sangre, los odres en cabeza y las sombras en enemigos. Y digo, pensando en Cervantes y en los evangelios: Si el Quijote y el Cristo, ambos, pudieron transubstanciar el vino en sangre: ¿Por qué no podría, Eloy, transmutar el regalo de amor en signo de los tiempos y en economicismo capitalista? o ¿el Eros en una cuestión financiera de capitales?. Acabo de leer un artículo de Juan Villoro titulado La Claridad como enigma. En tanto que lo leo voy recordando el ensayo de Fernández Porta, donde, como dice Villoro: «En ocasiones, la confusión o el desorden verbal semejan profundidad» y a veces, reflexiono, merece, este recurso, reconocimientos, premio y fama.
Llegado a este punto de la lectura y la reflexión, percibo mi propio colon. Cuando esto ocurre, es porque estoy al borde de la depresión del lunes, casi impajaritable. Para mi inteligencia y razón, el ensayo de Fernández Porta es tan vacío y torpe como la Estrella distante de Bolaño; no obstante este último es, a través de su obra, que desdeño, alabado, considerado y famoso, así como el primero es ganador del premio Anagrama que tengo agendado, con la ilusión de, alguna vez, alcanzarlo. Es decir, el colon se me irrita al ver la enorme verdad que Porcia revela a Nerissa en El mercader de Venecia: Si hacer y querer hacer fueren lo mismo, los mediocres ganaríamos premios y las obras literarias destinadas a la reflexión y no al suspenso, serían acogidas por las editoriales. Para traducir en palabras sencillas: Un estilo inductivo, o deductivo, de pensamiento, traducido en literatura, hoy, es estúpido, no tiene opción frente a un manierismo lúdico aunque vacío de contenido, que trabajado con pericia de prestidigitador parece establecer la nueva verdad de los tiempos de la no razón, basados en lo liviano, elusivo, en el pase mágico vacío que simula un efecto grandioso. Tal vez podría bautizársele como el Neomesmerismo posmoderno. ¡Y estoy tan lejos de aquello!
Me arrepantigo un momento en mi sillón del colon irritable, sucedáneo del Omeprazol, y dejo transcurrir, plácido, el tiempo, mientras otra vez renuncio a escribir nunca más, porque no sería capaz de engañar a un jurado de entendidos en palos con un ensayo sobre la madera noble y el palo basto. Renuncio a escribir nunca más porque no podría hacer una novela vacía que las editoriales vieran llena de vanguardia. Renuncio a escribir nunca más porque no sé vender lo que escribo, ni siquiera gratis. Renuncio a escribir nunca más porque ya no me queda tiempo para ser rechazado tantas veces como aquella directora editorial me dijo que habían rechazado a Proust, como consejo eufemístico, para que renunciara a escribir nunca más. Renuncio a escribir nunca más porque siento que preferiría no hacerlo, como el Bartleby de Melville, al menos ahora. Renuncio a escribir nunca más como renunciaron todos los Bartleby de Vila-Matas y compañía. Renuncio a escribir nunca más porque siento que me están olvidando como a Rubirosa. Renuncio a escribir nunca más porque comencé este texto con la paráfrasis de Shakespeare como una forma de demostrarme a mí mismo que debía renunciar. Renuncio porque en los largos cuatro días de feriado de muertos o brujas me di cuenta que no tenía la fuerza para convencer a nadie que no eran brujas las de nuestra tradición. Renuncio porque la gran sincronía del universo ha reunido los engranajes de la renuncia en torno a mi, uno tras otro, hasta postrarme en este sillón que mira al parque donde se puede ver llegar la primavera, otra vez, y ver cómo vuelve a florecer el jacarandá o se colorean los nísperos en los árboles, mientras se disuelve el ácido que me quema el colon y la boca del estómago. Entonces, en la amabilidad del relajo, cierro los ojos y en la falsa oscuridad ya sé que si bien es cierto que debo renunciar, no lo haré porque no tendría nada por qué luchar en los próximos veinte años hasta que la vida me renuncie o encuentre otro proyecto imposible como los del Quijote de Cervantes.
¡Qué estupidez más grande!
Kepa Uriberri