Reforma estructuralEn unos cuantos días habrá que elegir presidente de la república y renovar el congreso. Uno de los conceptos más cabalísticos y necesarios para hacerse elegir es el de "Reforma estructural". Es tan sacrosanto este concepto que un connotado economista denigró los logros del gobierno porque ninguno de ellos estaba amparado en una "Reforma estructural". Hasta ayer esta doctrina me había sido subrepticia. Comparaba, inexplicablemente, el trasfondo de la campaña de la oposición y la oficialista, y no llegaba a comprender por qué la de la candidata de continuidad se sentía vacía, carente de todo contenido, aun cuando las directrices obvias apuntan en el mismo sentido que las políticas exitosas del gobierno actual. Mientras la de oposición, aun cuando vaga, imprecisa, a veces excesivamente audaz, casi irresponsablemente audaz, se veía, a pesar de todo, llena de contenido, aun cuando muchas de sus ofertas son irrealizables. Sin embargo enfervoriza y engancha electores, al menos en apariencia. Uno de los conceptos más utilizados en esa campaña, el que más llena espacios, es, precisamente el sacrosanto concepto de "Reforma estructural" de la Constitución, del sistema tributario, de la educación, de las políticas de energía, de medioambiente, de más y más, que yo mismo, sin darme cuenta, había aceptado, sin reflexión, como tal: "Cuestión sagrada". Ante la acusación que aquel economista le hizo a la administración actual, personificado en el presidente, caí en cuenta que un gobierno reconocidamente realizador, cuyos resultados no pueden ser, ni son negados seriamente por nadie, que había logrado enmendar el rumbo de una país que languidecía en medio del peligro de la crisis global, y se acercaba peligrosamente al abismo crítico que asolaba a las grandes economías, sin reformar estructuralmente nada. Nuestro respetado economista, de un plumazo desnudó, por dicha carencia, de todo mérito aquellos logros. Ya no servían, no tenían valor alguno porque este hombre respetado había descubierto que no eran producto de una "Reforma estructural". Toda una realidad palpable dejaba de existir y se convertía, posiblemente, en sólo un delirio surreal colectivo. Al oír esta demoledora verdad sentí que se iluminaba la oscuridad de mi pensamiento político económico. Al centro mismo de éste estaba fulgurante ese concepto tan oído, tan intuitivamente aceptado, tan subrepticiamente lleno de falso contenido: "Reforma estructural". Comencé, entonces, a pensar en él. Quise buscarle una sustancia, una imagen mental, aquella que ampara en esencia cada cosa que sabemos o conocemos. Para mejor explicarme, diré, por ejemplo, que desde muy niño, cuando oía la palabra "alma" imaginaba un asterisco de madera vieja y rústica cuyos travesaños se unían al centro por macizos pernos de metal herrumbroso. Esa imagen siempre me ha permitido pensar, ya sea en cuestiones profundas o superficiales, en el alma y relacionarla conmigo mismo, como con cualquier ser vivo, con su origen y destino, ya sea ético, estético o místico. Cavilé largo rato manipulando la idea de "Reforma estructural", para despojarla de aquellas cuestiones que llevaba adheridas debido a las campañas electorales que van llenándolo todo, de manera que al fin quedara esa imagen mental limpia cruda, esencial, propia, tanto como el asterisco de palo del alma. Después de mucho tiempo, tanto como el necesario para caer en el sueño, tanto como para amanecer un nuevo día, tanto como para caminar muchas cuadras, tanto como para ir y volver, tanto como para fatigar varios cafés, y digo fatigar porque tomados varios, aparecían los primeros rincones de la "Reforma estructural" y eran Borgeanos. Sí. La Reforma estructural era como la ciudad de los inmortales, un gran edificio donde «Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros,en la tiniebla superior de las cúpulas». Una reforma estructural puede ser tan impresionante como un laberinto, de manera que siempre cautiva, tan inexplicable como la dificultad de describirlo, de manera que aparece como algo docto, que sólo puede ser comprendido cabalmente por iniciados, quizás casi inmortales o muy superiores, los demás sólo la miramos con respeto desde la baja lejanía de aquellas altas ventanas e inalcanzables cúpulas. Para aquellos que son o comprenden algo de las matemáticas, una "Reforma estructural" sería un cierto operador que aplicado sobre un deseo de las gentes, lo convierte en una promesa, realizable o no, pero ya incomprensible para quien la observa. Quizás sea como un "Nabla cruz" refulgente y amarillo que convierte un simple valor, en un vector que se agrega a una forma geométrica que constituye dichas cúpulas, aquellas escaleras laterales fijadas a los muros, o los profundos pozos insondables, escondidos tras puertas estrafalarias, o incluso verde. Es tan potente el concepto, y su imagen arquetípica, que le permitió al respetado economista, amparado en la vacía doctrina de la "Reforma estructural", dejar caer, impune, una opinión aviesa y audaz, asaz que ignorante, para negar un logro real. Sólo un dogma puede detener a la tierra en su parsimonioso movimiento en torno al sol. Es así de sólida la imagen, tanto que el periodista que transmite la duda, cree en la falacia, como la creyó Urbano VIII, que renunció a la protección con que amparaba a Galileo. Hay, sin embargo, una diferencia entre la "Reforma estructural" y el bizarro palacio del relato de Borges. Mientras este último ha sido levantado muy lentamente, a lo largo de innumerables años, como un incomprensible fruto del aburrimiento de la inmortalidad, aquella se supone instantánea y se construye en un tiempo muy breve, con la audacia de la ignorancia, con la irresponsabilidad de la ambición. Por eso el relato de Borges es universal y pertenece al arte; la "Reforma estructural" no. Kepa Uriberri |