Qué es la literatura
Ahora bien; supongamos que hablamos de literatura y en especial de la obra literaria. Entonces, a poco hablar, uno se pregunta: ¿Qué es literatura? y ¿Cómo es una obra literaria?. Es que en el camino, leyendo, encontré tanta lectura que no era literaria. Por ejemplo las noticias de los diarios, un artículo médico, un eslogan publicitario, un panfleto político, una arenga y mucho más. Incluso hay ciertos escritos que parecen poemas, que simulan ensayos, que se les cree crónicas de valor literario, pero no lo son. A veces es, con cierto ingenio, fácil estructurar escritos breves que se reputan literatura:
Entre tules y noche negra
el pájaro de la luna
amenaza mi tristeza...
Soy la víctima
de tu ausencia.
Basta tener una cierta colección de palabras clave, como tules, noche, luna, pájaros, tristeza, ausencia. Ya con estas seis podemos fabricar infinidad de poemas:
La ausencia de tu ausencia
en noches sin luna
me convierten en víctima
de tanta tristeza
oculta como pájaro
en un nido de tules negros
También podemos seguir con más y más ejemplos; pero qué dicen: ¿Quizás un sentimiento? ¿Un hallazgo? ¿Es ésto literatura? No seré yo quien comprometa una última sentencia. Hay quienes lo reducen a teoría y sostienen que literatura es sólo una forma de creación lingüista. Todo lo que teje cualquier mensaje, en el sentido amplio, que importa un estímulo en el lector, es literatura. Es decir, literatura es la formulación de un lenguaje. Por este camino transitan las vanguardias y muchas academias. En la otra vereda están quienes niegan de plano esta idea. Sostienen que la literatura es una compulsión vital, inevitable para el poeta o el escritor.
Por mi parte debo reconocer que cuando escribo, literatura es aquella segunda definición. Pero cuando divago, cuando elucubro, cuando mastico y trago lo escrito, al leerlo, ya sea propio o ajeno, la balanza se me carga a la primera. De algún modo comienzo a medir, a pesar, a analizar estructuras, formas y más, para mejor juzgar. Descubro al fin que en literatura, como quizás en todo quehacer humano, se presenta el dilema de la teoría y la praxis. Para escribir El Castillo, Franz Kafka escribió El Castillo: ¡Así de estúpido! ¿No? Sólo hubo una idea central: El mito de la autoridad política; del poder de gobierno, en contrapunto con la vida de todos, de todos los días. Desde ese nudo central se va construyendo la novela a base de la vida misma. No hay teoría sobre cómo decir, ni sobre reglas lingüísticas, o relativas al canon de la academia en su construcción, sino sólo libertad; libertad de escribir, de exponer, de representar. No obstante, salta la pregunta, que lleva de vuelta a la vieja discusión: ¿Por qué Kafka escribió El Castillo? ¿Y qué hay tras el agrimensor? ¿Qué o quiénes son sus dos pertinaces ayudantes? Y yendo más a fondo: El estilo peculiar de Kafka, que nunca se aleja de la frontera de lo absurdo, aunque real, ¿es un recurso muy bien manejado? o ¿es una pulsión inevitable del autor?. Por esta vía volvemos a la teoría y a la praxis en la teoría: ¿Debe la literatura empujar al lector a desarmar la obra literaria, como quien desarma una maquinaria para comprenderla? ¿Es válido leer desde la razón en blanco, sin análisis, dejándose influir por el sentir de la lectura? Entre la postura analítica y la del dejarse ir de la lectura, hay dos obras diferentes, cuando menos. Pero entre el supuesto del autor que escribe, sólo privado de su pudor y el que se supone que escribe desde la compleja teoría de la academia que obliga a estructurar, a normalizar según cánones precisos, o a seguir ciertas rutas a las que empuja el sentido de los tiempos decantados en la sociedad en la que se escribe y para la que se escribe, respetando reglas y compromisos, también habrá dos visiones distintas, al menos, de una misma obra. Así, entonces, dada una pieza de literatura y su autor, en cada lectura de un lector diferente, se tendría cuando menos cuatro obras atadas a las diferentes disposiciones del autor y del lector. O nueve si suponemos que la visión del autor sobre su eventual lector, para quien escribe, no es el lector propiamente tal; ni el autor en sí tampoco es la visión que el lector llegaría a formarse del autor.
Imagino que por la disquisición anterior podría llegar a estructuras de análisis literario complejísimas, que van mucho más allá de lo literario, aun cuando nazca de ello, respecto a cómo mirar este arte, cuáles serían los puntos de vista válidos y cuales no. Un elemento que surgiría de inmediato, multiplicando la visión, es la posición temporal. Imagino, por ejemplo, un lector del Quijote idéntico a mí mismo en todo, excepto en que él esté inmerso en la sociedad del mil seiscientos treinta y no en la de dos mil doce. Sin duda ninguna su lectura, si la hiciera bajo las mismas disposiciones que yo mismo tengo hoy, leería otro Quijote diferente, siendo en todo igual. Parecería que digo algo absurdo, pero al menos Borges estaría conmigo y quien no lo crea, que lea a su Pierre Menard, autor del Quijote. En fin, imagino que aquel lector más o menos contemporáneo de Cervantes, leería su Quijote en Madrid y no en Santiago de Chile. No hay duda que un madrileño del mil seiscientos es del todo diferente y tiene un análisis diferente a un chileno del dos mil. Si unimos y combinamos todos estos factores, de suyo simples, lejanos de la sutil academia, cuyos parámetros y protocolos han de ser inconmensurablemente más multivariados que los expuestos en este artículo rápido; podría asegurar que a vuelo de pájaro tendríamos varios cientos de Quijotes en el mismo Quijote y decenas de Pierre Menard de Borges en su único Pierre Menard y lo mismo en El Castillo de Kafka o en el Crimen y Castigo de Dostoievski y en Guerra y Paz de Tolstoi, también infinidad de Rayuelas de Cortázar; muchas, muchas más que las que el mismo autor quiso imaginar desde el orden en que su Rayuela se leyera.
Así, por lo tanto, ¿tendrá más validez, la teoría, sobre una pieza literaria, que la simple opinión, llana, que considera que la literatura no es más que la expresión de la vida misma? Los hermanos Karamazov de Dostoievski puede ser leída con la mente abierta y desprejuiciada. En ese contexto no es más que un drama en una familia destrozada por la avaricia del padre y la ambición del hijo, cuando ambos se encaprichan con la misma mujer. ¿Dimitri asesina a Fiodor? ¿Fue el criado Smerdiakov? ¿Qué papel jugó en esa muerte el intelectual Iván y el buen Aliosha? Todos son elementos de un drama que apasiona, pero si después de leer la novela, o bien si antes de leerla leo el prólogo del autor, cuestión que muy pocos hacen, posiblemente el foco se aguce en otros puntos diferentes a los que parecen atrapar la lectura abierta: Esta novela, dice Dostoievski, es sólo una primera parte de una historia mayor. El héroe de toda la historia que comienza con Los Hermanos Karamazov, es Alexei Karamazov y esta novela tiene el fin de introducir a los personajes, ponerlos en contexto social, en el ambiente del escenario, para, en una segunda parte, desarrollar la idea definitiva estructurada sólo en la mente del autor, que murió antes de completar sus planes: Nunca llegó a escribir la parte culminante de su idea. ¿Tenía Dostoievski, en ese plan, un afán teórico, de demostrar que la literatura es una construcción lingüística, un mecanismo de relojería verbal? Creo que no. No obstante para creerlo, ¿debo sentarme a la mesa de la tertulia literaria o a la del laboratorio académico? Sin duda alguna, la primera es la mesa del que disfruta la lectura, la del que concluye que el autor construye un modelo de la sociedad rusa, en miniatura, donde el padre es la clase dominante y rica, que despoja al pueblo que aspira a convertirse en despojador. Iván, en tanto es la clase intelectual, que tiene soluciones de escritorio y teoría, pero que jamás actúa, nunca está en la lucha, sino que permanece en las ideas, incluso hasta el delirio. Aliosha es la fuerza moral y Mitia el despojado, el abusado, que además es incapaz de manejar su propia suerte. Todo esto es posible de concluir, pero nada se puede demostrar. Quizás germine en un artículo, en un ensayo, pero nunca en una teoría. Esta se teje en los altos círculos académicos, donde se colecciona fórmulas, se cataloga recursos, se nomina y crea conceptos que se jerarquiza y engrana, hasta el punto de demostrar; y no sé si tienen razón; que la novela es el resultado de una construcción de precisión, donde cada pieza calza con un cuidadoso plan, no para que el lector disfrute del placer de leer y del desafío de comprender una exposición atada al texto, que en este caso podría ser la advertencia a la sociedad rusa de su viaje sutil hacia la que luego fue la caída en la revolución de octubre. No. El plan habría de reflejar una forma de comunicar, es decir la máquina de entregar el mensaje y no el mensaje entregado. Éste no tendría tanta importancia como la forma estructural de hacerlo. Siempre, cuando pienso en estas cosas recuerdo a Dino Buzzati y su cuento de Los Siete mensajeros. Este relato, que fascinó a Ernesto Sabato, quizás por el misterio de su estructura que parece hecha para un hombre de aguda razón científica, de intensa reflexión, como él, deja al final una rara sensación en la que uno no sabe si es más bello el relato formal o lo que el relato propone. Entrando por esta vía me encuentro con el paradigma del automóvil. Éste nace como una manera de reemplazar utilitariamente al coche de caballos. Lo que importaba era su función. Hoy en día, gran parte del encanto del automóvil no está ahí, sino en su estética. De este modo resulta que es más bella la máquina que su producto y que se construye la máquina para sí misma y no para su objetivo. Me recuerda a un ingeniero mecánico, ¿quizás loco?, que abandonó el diseño por la estética de su maquinaria. Construía artefactos, aparatos, completamente inútiles: Sus giros eran estéticos, su operación sorpresiva, pero no tenían utilidad ninguna. Demás está decir que al final hizo más fortuna con esta artesanía que con la ingeniería mecánica.
Después de mucho girar en torno a estas ideas, que de manera alguna dilucidan el problema de si la literatura se justifica en sí misma, como una entidad del lenguaje o si es un vehículo que produce arte eventual y su valor es aquella producción y no otra cosa, y después de, para esto, buscar en autores más bien clásicos, que me den argumentos para una postura tradicional y conservadora, me encuentro con Los Buddenbrok y La montaña mágica de Thomas Mann; en esta última, por ejemplo, recuerdo como un momento gozoso de la lectura la escena del discurso de Mynheer Peeperkorn en la cascada, donde posiblemente se despide de todos, antes de suicidarse y quizás haya intentado exponer sus razones; pero nadie le oye, ni siquiera el lector, debido al intenso ruido de la caída del agua. Esta escena, como tal, como máquina de trazar un significado, es infinitamente más bella, a mi entender, que el significado mismo de la incomunicación, incluso literaria, que expone y expresa Mann a través de su personaje y la escena en cuestión. Si a algún lector de Thomas le pasó desapercibida, le aconsejo releer el fragmento con atención, pensando en el significado de Peeperkorn en la trama y su contraste con la dialéctica de Naphta y Setembrini. Más acá del gozo estético, volviendo al frío análisis, encuentro con frecuencia que mis argumentos en favor de la literatura por el relato o por la vida misma, se dan una vuelta sobre sí mismos para mostrar a cada autor selecto, como un amante de la estética de la máquina literaria, incluso cuando no renuncian al producto de ella. Así queda revelado en este ejemplo de Thomas Mann.
En el límite de esta situación encuentro a mi amigo Joyce que me recuerda a aquel ingeniero loco, que disfrutaba de construir sus máquinas inútiles, no por demostrar que lo inútil tenía belleza, sino porque sólo le interesaba la belleza, sin detenerse en su utilidad. Tal vez así haya construido Joyce su Ulises, que a veces parece una suma de piezas de experimentos, pero casi todos bellos, como me dijo alguien: "Es como un tapiz hindú: Lleno de preciosas filigranas todas diferentes".
Entonces, la literatura, ¿Es el resultado de una compulsión incontenible por expresar algo, o es el resultado del intenso pensamiento, trabajado con esfuerzo sobre un conjunto de reglas y recursos, donde aquel algo expresado es casi innecesario, aunque ineludible tan sólo? Tal vez este dilema, cada vez más presente, haya empujado a tantos autores actuales a escribir tanta novela absurda de detectives o de misterios, de investigadores literarios de crímenes y sucesos y más. Es que la novela de detectives es literariamente lo más parecido a un reloj. Al menos cuando el autor es inteligente y sabe construir un artefacto. Cuando fracasa, no se parece al reloj y muchas veces, tal vez demasiadas, tampoco a la bella máquina inútil, sino sólo a un estrafalario fracaso.
Al final, la única conclusión cierta, que me atrevo a aventurar, es que el resultado literario sólo es arte cuando el autor es inteligente y aplica este recurso con el afán de dialogar con su lector, y sólo si lo consigue, sobre alguna propuesta que de algún modo u otro logre una transformación en él, aunque sólo sea la de interesarlo en cierta reflexión. Sin esta médula central la literatura no es más que la frase al pie de una imagen que vende un producto, o que el anuncio de neón, o que el programa del candidato. La literatura debe lograr que el lector juzgue por qué compra el producto, por qué el anuncio de neón convence más que otro de lata, y también debe mostrar cómo leer, por fin, el discurso político para ejercer sobre él un juicio libre y amplio. De no ser así, la literatura es sólo un ejercicio esteticista, en el mejor de los casos, que ya no me calentaría el ánimo. Es que quizás la literatura sea el arte del pensamiento. Sólo eso.
Kepa Uriberri