Patio Cientoveintinueve




Vagamente recuerdo que en ese entonces me sentía deteriorar cada día más. Había veces que tenía que hacer grandes esfuerzos para recordar cosas sencillas como mi nombre, o bien a dónde iba y por qué estaba sentado junto a esta ventanilla mirando pasar las veredas y las personas que ausentes las circulaban. Después de grandes esfuerzos, o a veces por casualidad, tal vez un cartel pequeño adherido a un poste, o una luz afortunada me recordaba que mi nombre era Almerto o que iba hasta la plaza central a cobrar mi pensión.

Descendía, entonces, de esa ventana. Nunca era cada día más fácil sino al revés. Llegaba a ser un creciente desafío. Siempre existíia el temor que comenzara a moverse antes que terminara de bajar esos peldaños metálicos y siempre más enormes, o que las puertas me comprimieran justo antes de llegar a la vereda, o incluso que en ésta hubiera un agujero o un bache que me hiciera terminar tirado en la acera.

A veces recuerdo que en un cierto pasado, ya impreciso, llegaba a esta misma plaza central conduciendo mi propio vehículo. Hace mucho que ya no era posible. Nunca lo he confesado a nadie pero creo que lo dejé porque en ocasiones no sabía cómo había llegado, o también parecía, alguna vez, haber despertado de algún ensueño, de alguna divagación o recuerdo justo a tiempo de no atropellar a un hombre que empujaba su carretón, o a aquel niño en bicicleta.

De todo esto tengo, hoy, muy vagos recuerdos. A veces dudo de haberlo sólo soñado. Quizás fueron nada más anhelos y no recuerdos: Siempre, con todo, fui un optimista. Ahora, como sea, sólo me queda una enorme soledad. En alguno de aquellos, recuerdo que era de noche. ¿Por qué era de noche, si sólo atienden de día? La avenida tampoco, creo, era tan ancha y los vehículos no corrían por ella. Sin importar mi torpeza lenta, cualquiera alcanzaba a detenerse para que yo alcanzara la otra acera. Pero no esa noche. Cada uno impulsaba un vientecillo oscuro y frío que resbalaba por mi cara, lo mismo que sus luces que casi chocaban materialmente con mis ojos. Por fin bajé a la calzada: Era necesario y avancé con lentitud pero con certeza. Veía luces lejanas que no podían alcanzarme aunque pasaran ululando junto a mi.

Por un instante, creo, estuvo todo negro. No sé cuanto duró: Una fracción o un segundo completo que fue del todo eterno. Al volver a mí mismo tal vez estaba envuelto en esa luz que aullaba. Yo estaba detenido frente a esas luces y quería detenerlas con mis manos, quería ensordecer su grito, pero todo duró apenas una sensación y ya volaba por los aires, ya había desaparecido arriba o abajo, todo precedido de un ruido sordo como un saco que cae, como un fardo , como un bulto con impermeable, como si el tiempo estuviera quieto para siempre, rojo y amarillo, como si los brazos escaparan del cuerpo, centrífugos. Entonces, al caer, creí levantarme ágil y seguro, creí correr hasta la acera, creí escapar de ahí y volver donde Amanda. Creí no decirle nunca que debía soportar aquella vergüenza de ser un inútil, como nunca le dije por qué no volví más a conducir ese Bedford negro, ni que solía olvidar mi nombre o como apagar el televisor por las noches. Todo lo creí apenas un instante. Después estaba ahí, destrozado en el suelo y al mirarme sentí vergüenza, sentí pena profunda y pavor. Me acerqué a mirarme y ya tenía varias personas alrededor. Creo que decían que ya estaba muerto. Me miré los ojos y me los vi velados. Se parecían a los de mi madre cuando se los cerré ese último día: Tristes, resignados, apoyados en alguna imagen imprecisa. Sentí vergüenza de mi, ahí tirado, en actitud de correr, pero tendido en el pavimento. Me tomé una de mis manos entre las mías y aún la sentí tibia, enorme y nudosa entre estas que eran como de niño o quizás eran sólo el recuerdo de cuando acariciaba las de mi padre mientras el dormía a la sombra del castaño. ¡Qué protegido me sentía entonces por esas manos grandes, sólidas, duras!. ¿Cuántas veces me recogieron? ¿Cuantas me estrecharon?. Recordé cuando me tiraba en el suelo de la terraza de baldosas de aquella casa, para sentir la frescura que mitigaba el calor del verano, así como ahora estaba tirado en el frío pavimento. También visité esas tardes de invierno, tirado en la alfombra, viendo deslizarse las gotas de lluvia, fatigosas, en los vidrios y mis padres jugando cartas en la mesa verde junto a la chimenea. Qué desazón sentí al verme, ahora ahí, derrotado por la vida, sin solución. Solo me sentí así una vez, nada más, cuando muy joven, cuando fracasé por primera vez y perdí un año de mi vida. Entonces sentí que todos se alejaban y yo quedaba atrás. Me tumbé en mi cama y lloré, derrumbado como ahora, mientras la vida pasaba sobre mí.

¿Cómo le diría a Amanda que había muerto destartalado en algún lugar que no conozco? Quise tomarme entre los brazos y levantarme, pero no era posible. Quise decirles a los que me rodeaban, curiosos unos, sensitivo otros, atentos algunos, que avisaran a Amanda o cualquiera de los niños. "Los niños" me dije, sonriendo. "Sí. Así sabía que sería. Ellos serían los niños hasta el mismo día que muriera". Quise que me oyeran, pero nadie reparaba en mí, sólo miraban a mi cuerpo inerte, hasta que finalmente alguien se acercó, vestido de verde, con correas en el pecho y mirada fría, extendió sobre mi un plástico de color azul y entonces todo quedó oscuro. Me tendí sobre mi mismo, sobre mi cuerpo roto y me abandoné a una congoja inconmensurable: ¡Ya estaba muerto!.

Mucho tiempo, sentí que había pasado, hasta que me quitaron ese plástico azul de encima. Con absoluta frialdad, dos hombres con ropas de color obscuro y surcadas por barras reflectantes amarillas, me subieron sobre una tabla y me ataron. Hubiera querido ver el rostro cariñoso de ella, como cuando venía a sentarse a mi lado y se apoyaba en mi brazo: "Déjame tranquilo Amanda" le decía, "¿Acaso no ves que estoy leyendo?". Ahora que no lo hacía, ahora que estaba solo, en esta situación, ¡qué habría dado porque viniera y me abrazara para resucitarme!, o al menos para decirle que me disculpara, que había muerto vergonzosamente, en medio de la calle. O al menos los ojos interrogadores de mi nieto Edoaldo: "¿Estas durmiendo?". "No hijo, estoy muerto, solo, en mitad del tiempo y la calle". Entonces querría despertarme con su manito pequeña, agarrando mi nariz. Pero eran sólo dos funcionarios que cumplían, mecánicos, otra vez con su deber. Me llevaron en un vehículo y me dejaron sobre un mesón en la morgue. Ahí miré un techo de color sucio por horas. Alguien, con guantes de goma vació mis bolsillos: Algo, muy poco, dinero; mi pañuelo blanco de hilo que por alguna razón estaba teñido de rojo en varios lugares, esa lapicera Sheffer que siempre amé, unico regalo de mi padre que cargaba con algún significado afectivo: "Nunca te he regalado nada verdadero" me dijo, y me pasó el estuche que la contenía. "Ahora que ya eres un abogado podrás firmar con ella" concluyó. Tal vez por eso nunca dejé de tenerla conmigo, aunque ya hacía tanto y tanto tiempo que no firmaba nada. También encontró un llaverito con dos llaves antiguas, de mi mueble privado y una cartuchera que pretendía cuero, donde estaba mi carnet de identidad y el de conducir vencido hace más de diez años. En un compartimento transparente había fotos de Amanda y de los niños, cuando aún lo eran. Nunca las miraba; sólo de tarde en tarde con una sonrisa melancólica. Metió todo eso en un cartucho plástico, lo corcheteó con una cartulina formulario, de la que cortó una parte que me ató a una muñeca. Después se fue. Mientras se alejaba lo oí silbar: "En Mejillones yo tuve un amor" y sonreí, pero luego me emocioné, no sé por qué.

Bastante después llegó una mujer ataviada con mascarillas y el pelo ensortijado atado bajo un gorro de lona o crea (nunca he sabido distinguir claramente las telas), un delantal del mismo género, ambos muy gastados por el uso y de color tiempo eterno. Se calzó unos guantes de goma amarillos y comenzó a desnudarme. Hubiera querido oponerme, lleno de pudor, pero no fue posible. Me zamarreó de un lado a otro, me rapó el pelo, hizo inventario de mis heridas, miró dentro de todos mis agujeros con instrumentos médicos y tomó notas de lo que encontró, finalmente, como si fuera un pollo, me abrió desde el pubis al esternón, bajo la garganta. Tomó, con increíble paciencia, una gran cantidad de muestras de mi interior mientras yo lloraba añorando el momento en que Amanda viniera a llevarme. Ya no me importaba lo que pudiera pensar de mi, con tal que me sacara de aquí. Por último un ayudante y la mujer me ensobraron en un saco de plástico negro y me metieron en un cajón metálico que deslizron dentro de un refrigerador.

Desde entonces todo estuvo negro, por un tiempo inconmensurable, que ya no sé medir: No sé si unos pocos meses o, varios, muchos años. Al principio me ilusionaba pensando que de un momento a otro ya tendrían que venir a buscarme. Tal vez Amanda, o alguno de los niños y ella estaría, dolorida y tímida, allá más atrás, casi incrédula. Tal vez dijera, con voz quebrada y absorta: "No. No es él". Pero me llevarían y me rodearían todos. Se asomarían a mirarme, amarillo y seco, con el pelo rapado y acariciarían el vidrio sobre mi. Otros llorarían y humedecerían la ventanita de mi última cama. Sentiría al fin ese calor compañero, tan distinto al frío de esta soledad sin misericordia. Tendría ese festejo, lúgubre, pero festejo, que todos merecemos. Todos aquellos que me quisieron, aunque luego me olvidarían como uno mismo olvidó a tantos, me acompañarían hasta el lugar en que me dejarían para siempre, junto al recuerdo de esos llantos y congojas últimas. De cuando en cuando, tal vez llegarían con una flor o una plegaria inútil. A veces, quizás cada año, se reunieran en una ceremonia y se emocionaran al ver mi fotografía, en una fecha fija del calendario. Poco a poco fui perdiendo esa ilusión. Quizás si llegara a suceder y se terminara esta espera miserable ya podría alcanzar el eterno silencio y la acogedora nada con su tibia felicidad. Pero mientras más esperaba, más me fatigaba la espera y más lejana se veía aquella extinguida esperanza.

Ocasionalmente se abría el cajón de metal donde me habían olvidado. Las primeras veces me saltaba el corazón, gozoso. Me levantaban los faldones del plástico negro y sobre mi se pintaba el espejo de la desilusión: Élla no era nadie. Sólo otra pena, ni siquiera tan ancha como la mía. Alguna vez se asomó un hombre que quiso examinarme dudoso, por largo rato. Le hubiera gritado que no era yo y hasta tuve miedo que por tener, al fin, a su pariente tan llorado cualquiera me llevara y fueran otros deudos que lloraran otro corazón destrozado en torno a la desesperación del mío. Con el pasar ineludible del tiempo, cuando hasta estos eventos se extinguieron, añoraba a veces que alguien se hubiera equivocado. Anhelaba que cualquiera, ya casi no importaba quién, viniera y llorara sobre estos huesos quebradizos, sobre este pellejo que ya parecía de papel amarillo. Hasta esa limosna me era necesaria.

No sé cómo muere otra gente. No conozco otra muerte que la mía, pero si la vida eterna es esta eterna muerte mía, no la quiero: No la querría. Tengo la ilusión de pensar que quizás no he terminado, al fin, de morir. Quiero pensar que algún día nadie más me crea todavía vivo y pueda entonces morir y alcanzar la noche eterna, aunque sea por ese engaño de creerme aquel deudo que no soy, aunque tenga que morir en otro. No puedo creer que esta angustia, esta pena, sean la vida eterna. Tampoco llego a creer en ninguna otra. Este limbo en espera de una resurrección final es un castigo absurdo. Quiero creer que se muere cuando se alcanza el descanso eterno, entonces ya no se es más. Sólo eso quiero.

Por fin, un día, me sacaron de aquel cajón frío. Alguien me fotografió: No era conocido y la foto no llevaba sentimiento alguno. Después se fue. Esperé ansioso ver un rostro conocido, pero sólo aperecieron aquellos funcionarios vestidos de generos intensamente ajados y descoloridos, con guantes de goma verdes y mascarillas. Sacaron otros tantos cuerpos que como el mío esperaban de modo inútil e igual en otras cajas frigorizadas. También los fotografiaron. Éramos quizás quince o veinte, vestidos de estas bolsas de plástico negro, sobre esas mesas de lata. Nos había crecido el pelo y la barba, pero eran como de paja, y se nos habían hundido las mejillas y los ojos. Algunos ya no teníamos narices y las orejas parecían de cartón, quizás todo ello justificara la mueca sonriente.

Trajeron varios ataúdes de segundo y tercer uso y nos fueron metiendo en ellos. El mío olía a tantas muertes tristes de otros tantos tristes muertos, entre azumagado y añejo. ¿Fui el tercero o cuarto que era sepultado en este lecho?. Me cerraron de inmediato. No hubo lágrimas ni tristeza, ni cantos o recuerdos. No había un cura en el que nadie creía, ni el amigo generoso que dijera esas amables mentiras. ¡Para ninguno!. Sólo esos rostros fríos y ocultos, esas manos ágiles y esa administración casi eficiente. Tampoco hubo carros negros ni carrozas, ni pompones o pendones, ni coronas ni flores. Ni mencionar las procesiones. Un furgón de color crema nos fue recibiendo a uno junto al otro, uno sobre el otro, hasta que cupimos todos. Una marcha de pocas cuadras por la irónica Avenida La Paz nos metió al cementerio. Nos bajaron en montones en el patio ciento veintinueve. Ahí alcance a ver tantas y tantas cruces de fierro y lata oxidados, de artesanía semiindustrial, todas iguales. Con tiza blanca, en la chapa del centro, muchas decían "NN", sencillamente. Nos fueron metiendo en esos agujeros resecos de metro y medio de profundidad, según exige la ley de sanidad. En la cruz que me pusieron, habían escrito, con tiza, mi nombre y alcancé a notar que llevaba grabado el número doscientos seis. Mientras procedían, los sepultureros, vi que robaban flores de coronas en tumbas aledañas, de otros patios, y se las dejaron a los compañeros. Esa es la última emoción que recuerdo. Después todos se fueron.

Kepa Uriberri