Los oligarcas
Estábamos sentados en torno a esa vieja y fina mesa de caoba, donde tantas veces nos reunimos en largas sobremesas, llenas de algarabía, aromas a café y licores, y cigarros puros de los mayores. El tiempo ha pasado y hoy los mayores somos nosotros. Quienes nos reunimos, ahora, somos cada vez menos. Los más jóvenes van, quizás, perdiendo el sentido de pertenencia en la medida que la sociedad en su globalización se hace más y más anónima, despersonalizada e individualista. Somos, en este momento, sólo tres en torno a la mesa. Ella, en la cabecera, ya no habla de nada que no sean recuerdos, que después de años y muchos años se van alejando cada vez más hacia su temprana infancia.
Hoy, a pesar de haberse encogido con el paso del tiempo y estar deteriorada bajo el peso de tanta vida, es una mujer digna y de carácter fuerte, que se esconde tras una femineidad que la hace parecer frágil. Es la matriarca en esta mesa, cuando está llena o casi vacía y por tanto, todos, debemos adivinar sus deseos. Así, entonces, jamás diría por ejemplo: "¿Me pueden convidar un poco de vino?", sino que insinuaría, en un largo rodeo que sería bueno que alguien le ofreciera una copa.
- ¿Que hay en esas botellas? - dice.
- En esta hay whisky, en esta cerveza, aquí hay vino y en aquella hay bebida gasificada, mamá - dice su hijo, sentado frente a mi.
- ¿Y tú, qué estas tomando?.
- Whisky, mamita - responde.
- Y el whisky: ¿no es muy fuerte?.
- ¿Quieres probarlo, mamá?
- ¿Y no habrá algo no tan fuerte?
- ¿Quieres bebida gasificada o cerveza?
Arruga la cara en gesto de repulsa.
- No, - dice - la cerveza es lo más malo que puede haber.
De este modo desarrolla su protocolo hasta que la oferta es la que desde un principio esperaba. Nunca diría directamente: "Sírveme algo de vino tinto". Ella, gran matriarca, debe ser interpretada propiamente por sus subordinados.
- ¿Te gustaría un poco de vino tinto, mamita?
- Podría ser... pero apenas un poco - responde condicional. Nunca asegura nada, pues podría significar una orden precisa y ella nunca daría una orden. Su voluntad debe ser conocida. Le sirve hasta el cuarto de la copa, entonces arruga las cejas y protesta, apremiada:
- ¡Demasiado! ¡Demasiado! ¡Mucho!. Ahora ¿cómo me voy a tomar todo este vino?.
Reflexiono sobre lo virtuoso de todo el procedimiento que desarrolla y subraya su formación oligarca, aunque ya hace mucho que la dura realidad la ha apartado de aquel entorno social. Sin embargo, quizás la edad, que parece llevar a todos los viejos a los rincones más nostálgicos de su vida, a ella la hace comportarse del modo como se comportaba su abuela cuyas propiedades incluían varias haciendas y algunas chacras, que llegaban hasta los lindes de la nación vecina; las que sus tíos Artemio y Patricio perdieron intentando el negocio de la tabacalera.
Se lleva con extremo cuidado la copa a los labios, la deposita ahí como si estuviera a punto de arriesgar la vida catando una copa emponzoñada de potente veneno. Bebe apenas unas gotas, arruga la frente y cierra un ojo mientras frunce la boca. "¡Qué ácido!" exclama y como si necesitara confirmar su aseveración vuelve a beber dos gotas y a repetir el gesto. Después deja la copa sobre la mesa y se pierde en evocaciones de su niñez:
- En la hacienda Santa Laura, de mi abuelo, cuando éramos niños le decía a Pedro: "Pedro, sírvele un dedo de vino a los niños. A las niñas un poco menos, para que se vayan acostumbrando". Pedro nos servía y detrás la Edelmira, a las niñas, nos echaba una cucharadita de azúcar en la copa. Ese era un buen vino, no como el de ahora, tan ácido -. Pierde la vista en las luces que definen el horizonte, mucho más allá de los ventanales. - Pedro - dice, - era como de la familia. Tan alto y moreno. Era el favorito de mi abuelo: Era el cochero, el que servía los vinos, en fin. Y tenía la mejor casita de todos los inquilinos de la hacienda -. Parece haberse trasladado en el tiempo a ese entonces. Junta las manos, enlazadas sobre el pecho y comienza a musitar una vieja canción, que tal vez se cantara en las tertulias de la hacienda, al atardecer.
- ¿Y le pagaba sueldo? -, interrumpe las evocaciones su hijo.
Él es, no sé si por el destino que lo ha venido a menos, o por su formación privilegiada, que le ha permitido analizar más allá de la superficie los fenómenos sociales, lo que se llama un intelectual de izquierda. Es de aquellos que jamás tuvieron grandes privaciones, pero si pequeños sufrimientos que devastaron a su familia acostumbrada a tenerlo todo, por nada. Así tuvo que sufrir el desprecio de su propia gente que lo descastó con el desaire y el desdén y lo obligó a ganar con esfuerzo lo que de otro modo habría merecido, injustamente, por nacimiento.
- ¿O le daban una linda casita y un trabajo más digno porque era el bastardo de tu abuelo? - agrega, sacando a su madre de sus idílicas evocaciones.
- ¡Cómo se te ocurre! - responde con el gesto demudado. - Mi abuelo jamás habría hecho algo así. El era muy buena gente y un hombre muy justo. Los inquilinos de la hacienda y de los demás fundos tenían de todo. Cada uno recibía un huerto para sembrar sus cosas y tenían algún animal para tener leche, en fin, todo - cortó ofendida de la insinuación.
- ¿Y les pagaban un sueldo por su trabajo? - insiste su hijo.
- Por supuesto que mi abuelo les daba algo de dinero para gastar. Pero tenían de todo. ¿Para qué querían tanta plata?. La mayoría bajaba al pueblo con ese dinero y se lo gastaban en emborracharse y en mujeres de mala vida - asevera casi como una censura a la generosidad del abuelo. - Pero si alguno de los inquilinos, o de su familia se enfermaba y cuando las mujeres iban a parir, él les mandaba el médico y le pagaba todos los gastos, como si fueran de su familia.
- Ese es un tremendo patriarca - sonríe el hijo y agrega: - y cuando había elecciones, los llevaba a todos a votar por el candidato de la derecha.
- En ese entonces sólo votaban los ilustrados. Mi abuelo no acarreaba a nadie - dice ella, con desprecio.
Toma, de nuevo, su copa de vino y con extremo cuidado vuelve a probar. Me pregunta entonces:
- ¿Tú nunca le echas azúcar al vino? -. Tiene un ojo arrugado y la boca fruncida como si no pudiera soportar la acidez. Le pregunto:
- ¿Quieres que le eche un poco a tu copa? -. Nunca dice "Sí. Gracias", en cambio vuelve a preguntar:
- ¿Quedará bueno?.
Allá al fondo, paciente, un televisor recita su cuita persistente. Sin la atención de nadie explica el conflicto de un viejo dictador de izquierda con sus vecinos del norte. La imagen lo muestra, mesiánico y envejecido como un profeta, hablando a la cámara mientras sostiene con esfuerzo su antiguo carisma. Ella lo ve en la pantalla y menea la cabeza con desagrado.
- ¿De qué habla ese hombre, tan antipático?
- Es un gran héroe de su pueblo, un revolucionario - afirma su hijo, categórico. - En su país todos ganan un sueldo por su trabajo y además tienen salud gratis y derecho a la educación y la vivienda.
- ¡Ah! ¿Sí? ¿Y el sueldo se los paga él?
- No. El estado se los asegura.
- ¡Bah! ¿Y no hay otros patrones?
- No hay patrones ahí. En su país se acabó el abuso -. Responde con fervor el hijo.
- Yo sabía que hay mucha miseria - opina ella, haciendo gesto de desprecio.
- Son pobres pero tienen dignidad y son tratados como personas. No necesitan tanta plata porque tienen acceso gratuito a sus necesidades básicas.
- ¿Y ese tipo les paga de su bolsillo?
- No mamá, - dice con paciencia - esa es plata del pueblo.
Mira, como si no hubiera comprendido nada, a través de los ventanales. Su mirada dibuja quizás tristezas, o recuerdos, añoranzas. No ve las luces del fondo, en la ciudad, ni los árboles del parque, ni las personas empequeñecidas que pasan por sus senderitos. Parece haberse ido al interior de sus fantasmas y fantasías. De pronto mira su copa y pregunta:
- ¿De quien es ese vino?
- Tuyo - le respondo.
- ¿Tiene azúcar? -. Tomo el azucarero y le echo una cucharadita, interpretando su voluntad, pero me apresuro en el protocolo, sin esperar cierto número de idas y vueltas de preguntas y propuestas necesarias.
- ¡No! ¡No! ¡No! - dice horrorizada, encogiéndose y arrugando el ceño, a la vez que levanta las manos ajadas y huesudas, pero de una finura tan femenina y noble. - ¿Por qué le pones azúcar a mi vino, si yo no te lo he pedido? ¿Cómo podría tomármelo ahora? -. Se queda largo rato mirando con desagrado la copa frente a ella, como si la ruina se hubiera cernido con el azúcar.
Un silencio pesado, denso, cae sobre la mesa. El televisor continua, sin embargo, el verso de sus cuitas. Después de un lapso, que pudo bien contener el infinito, levanta la vista desde la copa de la discordia y la vuelve a clavar al fondo, quizás del tiempo ido, y dice:
- Nadie; pero nadie, debería disponer de lo ajeno jamás; ni aún cuando su propio dueño no pueda o no sepa disponer de ello.
Quizás para impedir que se le responda, o tal vez sea sólo la edad, que la carga con tantos años, quitándole concentración, o no sé bien por qué, empieza a musitar una vieja canción de cuando era niña: "Mmmmm mmmmm mmm...".
Kepa Uriberri