Muerte en un bar
Ya no lo recuerdo bien, o nunca lo supe del todo, quizás; o es muy probable que no me importara en ese momento, para nada. Asumo entonces que fue el martes o el miércoles. Mi mamá había dejado, providencialmente, su cartera sobre el silloncito de la entrada, con la boca abierta. Me recordó esos sapos de fierro enormes, que hay a veces en las ferias, a los que hay que encajarle tres fichas seguidas y te dan una botella de vino ordinario. Creo, por lo demás, que la vi como un sapo enorme, de cuero color carmín oscuro y deprimido. Metí la mano en su boca y comencé a sacar: Las llaves de su auto, cosméticos diversos, un lápiz labial. Lo abrí, el color era extraño y bello. Raro en ella, que usaba sólo maquillaje de vieja. Saqué pañuelos, más llaves, un lápiz de ojos negro, una libreta, el teléfono personal, la billetera.
Salí de la casa con las llaves del auto, el lápiz labial, el de ojos y la billetera. El sapo de cuero saltó con tristeza o ansiedad detrás de mi y cayó inerte al suelo con un sonido seco, metálico, embolsado. Mi mamá salió del baño, al oír el ruido, y me gritó: "¡Oye! ¡Oye! ¿A donde vas?". Sabía que no tenía que apresurarme. "Tranquila" me dije. "Ándate como si nada". Mientras cerraba la puerta dije, sin apremio: "Vuelvo..." Me subí a su auto mientras, imagino, iba, sospechosa, a ver que había caído y qué había hecho yo. Siempre andaba sospechando de mi y a la falta más pequeña: estupideces como quemar una rebanada de pan, o dejar un plato sucio debajo de mi propia cama; me gritaba insultos atroces: "¡Inmunda!", "¿Quién te enseñó a vivir así? ¿Por qué no te vas de una buena vez?: ¡Puta! ¡Puta!". La imaginé, mientras me llevaba el auto, gritando enfurecida cuando viera que la había dejado sin un cobre: "¡Ladrona! ¡Ratera! Ojalá te pudras: ¡Puta de mierda!". No sé por qué me decía puta o mujerzuela, por cualquier cosa. Pero ya no me importaba. Al llegar a la avenida principal, sin ningún motivo, o sí: porque había cagado a la mamá, porque había tomado una pequeña venganza, me bajó un ataque de risa y bajé acelerando el auto hasta la plaza Italia, riendo sin parar y sin parar. Las luces de colores eran como ojos sorprendidos que me vieron pasar airosa, feliz.
En el barrio Bellavista, en el conventillo del "Mocogordo" (Creo que le decían así porque en invierno, con el frío intenso, siempre le colgaba un moco grueso y acuoso, que sorbía rebelde. Una vez, con mucho asco, le dije: "¿Por qué no te sonái?". Me lanzó una mirada terrible y me dijo: "¿Venís a dar consejos, pendeja, o a comprar?"), cambié el efectivo por dos raciones y por las tarjetas plásticas me dio dos más, porque no me sabía las claves, pero estaba el carnet de identidad de la vieja.
No estoy segura, pero creo que dejé por ahí el auto, o a la orilla del cerro. Pero, el más cercano era el Pub del Yac, donde me metí directo al baño. Cuando salí ya estaba tranquila. Otra vez era yo misma. En las mesas de siempre estaban esos amigos con los que compartía. El Martín con su boina y su bufanda árabe, me miró con esa sonrisa irónica de siempre y meneó la cabeza en ese gesto que parecía decir: "¡Sí, nena! Lo comprendo todo, con sólo mirarte!". Le encantaban esas formas de expresarse siúticas, como de fotonovelas. Esas que eran más antiguas que las teleseries. A mi me gustaba, también, ese juego. Sentía como que me burbujeaba el pecho y me excitaba. Era como si me transformara en la Mariné de la historia. Nadie me pregunte quién era la Mariné. Tampoco se lo pregunten a él. No lo sabíamos. Yo era ella, tal vez inventada por nosotros mismos, entre risas y juegos, y Martín era Tiznerre, el pintor bohemio. Ni siquiera sé si existe un pintor con ese nombre. Al principio yo le decía Gogán y Vangó, también Heminguay. Pero finalmente tomó la personalidad de Tiznerre, que le daba más libertad al juego.
- ¡Hola Tiznerre! De qué viene hoy el texto.
- ¡Nada! Sólo sufro un poco, para poder pintar esta madrugada.
Eran conversaciones idiotas y falsas, que me producían una alegría infinita. A veces pienso que me sentía proyectada en un telón de un cine enorme. Los colores intensamente amarillentos, teñidos por la luz de las velas y las pocas ampolletas ocultas, que jamás iluminaban directamente daban a la escena ese ambiente íntimo, de penumbra cálida. Al frente mío estaba ese amigo de Tiznerre que a veces lloraba recitando largos monólogos y poesías.
Ese día canturreaba algo de un circo y una trapecista y me miraba con ojos húmedos. A veces tenía algo lindo y me reía con él. Me miró entrecerrando los ojos y dijo cosas que me alegraron. Me sentí en el centro del telón mientras me vestía de trapecista, paloma loca, sin alas, que el cielo quería tocar. Parece que era de un tango de Gardel o de un corrido mexicano, quizás. Sólo recuerdo que se sentó a mi lado en algún momento y no podía dejar de prestarle atención. Tiznerre se enojó conmigo. Me dijo:
- Desde cuando eres una artista del trapecio - y sus ojos eran como lucecitas de colores que quemaban. Entonces supe que no. Pero Martín ya estaba ofuscado, así es que le respondí:
- Si quieres soy tu modelo ahora mismo Vin -. Le dije Vin porque a veces también lo hacía. Creo que es el diminutivo del nombre de algún pintor excéntrico.
- No sería preciso; ni aunque te atrevieras.
Sentí que esa respuesta era un desafío y me excitó más que si lo hubiera hecho ahí mismo. Se me borran los recuerdos. Tengo alguna imagen de haber ido, después de eso, al baño. Creo que me estimulé y jalé. Creo ver la imagen de Tiznerre y del poeta, ambos muy cerca, ambos queriendo besarme y disputando por mi. Al fin era alguien ese día. Era de cine, era de aquellas novelas a las que jugábamos con Martín, y yo era la estrella. No sé cuánto jalé, pero sé que por seguir el desafío de Tiznerre (¿Era este su apellido verdadero? Nunca me importó) me desnudé. Una vez pilucha me senté sobre la mesa, en ese rincón del Pub de Yac, en Bellavista y todo me palpitaba. Todo el público del cine murmuraba al ver la escena y algunos opinaron en voz alta. Estaba eufórica, feliz.
- Aquí estoy Tulús (algunos también le decían así y a veces hacía ese papel). ¡Píntame ahora! le dije.
Alguien se acercó con escándalo y discreción. Era una mujer con delantal negro y líneas blancas fosforescentes. Tenía el pelo de color calipso y una boca enorme pintada de un tono precioso que no logro recordar, pero sí recuerdo que sus labios eran gruesos y muy sensuales. Unos dientes muy blancos, quizás también fosforescentes, no sé, reían siempre, pero con preocupación.
- Estás en pelota - me dijo - eso no puede ser, no está permitido.
- ¿Y entonces cómo lo hice pa empilucharme? - le respondí riendo. Tengo una vaga impresión de haberle dicho que era bellísima. En verdad que lo era. Pero todo se ponía borroso a ratos, como si las cosas sólo fueran fogonazos de luces de colores que las hacían engordar. Martín se había convertido en un hombre chiquitito, en su sillita, pero tenía una cabezota gorda, gorda, enorme y las mejillas rojas luminosas me parecían esas bolas de navidad que se cuelgan en los árboles. Me reí de él y le dije que de viejo de pascuas se veía ridículo. Me miró sin comprender y le hizo algún gesto al poeta, que podía significar que estaba volada. El poeta lloraba, pero su boca crecía y la mueca era de risa: "Palomita voladora" creo que repetía, "¿donde dejaste tus tristes alas?". Todo esto me produjo una alegría extrema, aunque de repente todo quedó silencioso y de color verde luminoso. Sólo la mujer sensual de pelo calipso estaba al lado mío y trataba de ponerme mi ropa, siempre sonriendo. Intentaba ponerme los calzones, pero yo me excitaba y me reía, recogiendo las piernas. Por fin, parece que lo logró. Le dije:
- Eres tan bella. Contigo no me importaría ser lesbiana -. Tal vez me besó en la boca o así lo quise, sin embargo todo eso está borroso. Podría ser falso, aunque poco importa.
No sé si pasó mucho tiempo, o quizás todo lo soñé; ya no puedo decir nada; de nada estoy segura. Se que en algún momento me desperté porque el universo tremolaba. Temblaba con una fuerza inusitada, pero era extraño, porque abrí los ojos y todos estaban sentados, tranquilos, alrededor de la mesa y no percibían el tremolar. Era como si hubiera un terremoto cuyo epicentro estaba en mi pecho y me presionaba hacia la cabeza por dentro donde las ondas sísmicas se llenaban de ruido sordo, que seguía el ritmo de la conversación de la mesa. A medida que el terremoto crecía, algo se me hinchaba en el interior del pecho, quizás intentando detener, de manera dolorosísima, el tremor. El escenario de la película, que se me imaginaba Casablanca ("Boggie para los amigos" decía Martín cuando tenía que representarlo), se había tornado verde esmeralda y ondulaba a mi alrededor. Al ondular, el techo verde, me oprimía el pecho verde, como una prensa verde que me producía un dolor verde, tan intenso que mi grito verde no salía jamás de mi garganta verde. Entonces agarré de una manga al poeta y le zamarreé el brazo, hasta que me miró. Le dije:
- Neruda; la pajarita se cayó de su trapecio.
Alcancé a ver su sorpresa. No era de esas sorpresas de lo inesperado, que se reciben abriendo muchísimo los ojos y la mandíbula cae, dejando una enorme boca inerme abierta, sino de aquellas sorpresas que se avienen de lo esperado, que al fin sucede, aunque nadie lo desea y todos quisieran que jamás ocurriera, pero se sabe que tarde o temprano sucederá. Era de esas sorpresas de ojos y bocas enormes, pero controlados. La boca no se abre porque la mandíbula cae, sino porque pronuncia, a veces en silencio, la interjección: "¡Oh!". Después no recuerdo nada. Durante un tiempo infinito todo está oscuro y plano. No hubo mas colores, ni más tremolar, el terremoto se detuvo, el aplastante dolor del pecho se detuvo, la cabeza llena de pensamientos palpitantes se detuvo y Casablanca se fue en negro.
Después de infinitas horas, o pocos minutos, no podría decirlo, porque perdí la noción de la medida del tiempo, desperté o recuperé la conciencia, o no sé bien qué. Había una mujer ahí tendida, sobre el asiento de tres sillas, con la piel amarilla verdosa; no sé si sería un efecto de las luces, aunque tal vez no, porque habían encendido ciertas lámparas que borraban la penumbra permanente del pub. El público se había ido. En nuestra mesa sólo estaba Tiznerre, el poeta y la mujer del delantal y el pelo calipso. Los otros se habían ido. Todos miraban a esa mujer amarilla, tendida ahí y cuchicheaban. Yo no la reconocí. No había estado con nosotros antes. Pregunté:
- ¿Quién es?
Pero no me respondieron.
Insistí. Tomé del brazo a la lesbiana de pelo calipso y la interrogué con urgencia:
- ¿Quién es? ¿Qué le pasó? - sentía una compulsión extraña por saber quien era esa mujer y me invadió una angustia feroz. Pero no me respondió. Parecía que no me había escuchado. Quizás, pensé, me tiene temor porque le dije que por ella sería lesbiana. ¿Creería que la podía pervertir?. Bueno: Lo habría hecho, creo. La mujer de las sillas tenía los ojos muy abiertos y hundidos en el rostro cetrino, como ceniciento y una especie de sonrisa irónica, ligeramente idiota, le daba un aspecto como de cine de horror. Tenía la ropa toda desordenada. La camiseta que llevaba encima estaba al revés, el estampado de la espalda se veía absurdo sobre el pecho e imaginé que estaba, como en esas películas de terror, boca abajo pero con la cabeza girada en media vuelta. La nariz era extremadamente delgada y picuda. Me acerqué a Martín para preguntar. Hablaba en voz baja con el poeta. Decía:
- ¡Qué mujer más loca! Quién sabe cuanto había jalado...
- Seguro que se le reventó la cuchara...
- Qué muerte más horrorosa. ¡Te das cuenta, que se te agita tanto el corazón, que te estalla!
- ¿Qué? - pregunté - ¿Está muerta? - pero ninguno me respondió. Ni siquiera me miraron. Me incliné sobre la mujer y la vi parecida a mi, quizás como si fuera una hermana. Eso me sobresaltó y me produjo una pena profunda, aunque sabía que no la conocía. No sé por qué quise llorar, pero a la vez sentí una rara desesperación: ¡Tenía que saber! Le pregunté al poeta: - ¿Quién mierdas es? - sentía una urgencia infinita, pero nadie me tomaba en cuenta, el poeta tampoco.
Después de un rato llegó una médica, con dos enfermeros, que la examinaron. La médica casi apenas la miró y meneó la cabeza, apretando los labios. Martín se encogió de hombros. El poeta hizo unos ruiditos guturales con la garganta y estiró, de manera rara, dos veces la cara. Me hubiera reído de su tic si no hubiera resultado insolente con la muerta.
- Bueno Martín -, dijo el poeta, codeándole un brazo y señalando la puerta con un gesto de los ojos - nosotros no tenemos nada más que hacer aquí.
Uno de los paramédicos advirtió el gesto y le pasó el soplo a la doctora. La mujer consultó con la del pelo calipso:
- ¿Andaba con ellos?
Abrió mucho los ojos y sonrió tontamente levantando los hombros. Sin dudas que era muy bella. Me atraía de alguna forma y recordé qué agradable fue cuando me vestía. La doctora atajó al poeta y a Tiznerre:
- La joven andaba con ustedes - dijo más en tono de confirmación que de pregunta.
Martín abrió los ojos y sonrió como si fuera un niño. Dijo:
- Al menos no lo creo - le encantaba hablar con esa forma de ambigüedad.
-¿Sí o no? - dijo la doctora mirando fijo, con la mirada de las mujeres que han reivindicado su posición frente al macho. Su desafío me encantó, y no sé por qué imaginé que estaba deteniendo una traición de esos machos que huían abandonando a la mujer desvalida, que no podía hablar por sí misma.
El poeta, con su encanto y el manejo de emociones que dominaba bien, dijo taxativo:
- ¡Jamás! Si hubiera estado conmigo nunca habría permitido que esto sucediera - y miró entrecerrando los ojos, a la vez que fruncía el ceño en ese gesto que quería traspasar con la mirada a la otra y que yo encontré tonto, pero lindo.
- Bueno - dijo la doctora sonriendo. Yo creo que la muy idiota había caído subyugada por el poeta. Sólo faltaba que la subiera al trapecio -. Porque si hubiera estado con ustedes, tendrían que quedarse a declarar con la policía.
- ¡Jamás! - reiteró el poeta, no sólo con la interjección, sino con todo el gesto y como el efecto fue el esperado, se fueron de ahí. Yo me iba a quedar, pero me di cuenta que estaba sola y salí detrás de ellos; pero en los quince segundos que me demoré, ya habían desaparecido.
Como una tonta me fui caminando hasta mi casa. Había gastado toda la plata de mi mamá en los paquetitos de droga y no me quedaba ni un cobre. Pensaba en la muerta, que me producía alguna extraña congoja, que no acertaba a explicar, mientras caminaba. No podía rechazarla de mi pensamiento, donde no cabía nada más. En ningún momento recordé que había llegado en auto. Tampoco tenía las llaves, que mucho después, cuando apareció, cerca del cerro, encontraron colgadas de la chapa. Quizás por eso no lo recordé. Tampoco me cansé de caminar tanto, o no sé si lo hice. De pronto, sin saber cómo, estaba entrando en mi casa. Amanecía con colores de plata fría, en ese momento. Al alzar la vista a la cordillera, para ver las luces de la aurora, sentí que estaba llorando, sin saber por qué, pero no podía evitar la angustia. Me tiré en mi cama y lloré, lloré por mi, lloré por la mujer que dejé en el Pub de Yac y no sabía por qué lloraba por ella. Me acongojaba su nariz filuda, sus ojos hundidos y el color amarillo ceniciento de su cara y por eso lloraba. El recuerdo de esa sonrisa tensa, enorme, irónica; me conmovía
Cuando mi mamá entró al dormitorio yo aún lloraba, pero a ella no le importó. Miró a mi cama, hizo un gesto de molestia y salió. Pensé que me iba a gritar como siempre, que me iba a insultar, que diría que ya no me soportaba. Esperé que me dijera puta y mujerzuela y que me pidiera las llaves del auto, pero no lo hizo. Recién entonces recordé que el auto había quedado junto al cerro y que me había vuelto a pie. Que me ignorara me dolió más que si me hubiera gritado como siempre. Como un impulso por desquitarme le grité que su auto estaba en el cerro:
- ¡Tu auto se me quedó allá en el cerro y se me perdieron las llaves!
No respondió.
- ¡Acaso querís; vieja estúpida! - le dije entonces con despecho. La oí salir y entrar. Algo murmuraba y me pareció que estaba exasperada.
Oí sonar el teléfono. Ella contestó. Después que intercambió algunas frases su voz se alarmó. Hacía preguntas cuyas respuestas no parecía esperar: "¿Pero como?... ¿Donde?... Sí pero ¿donde está? ... No entiendo: ¿Qué pasó?... No puede ser". La sentí tan alarmada y descontrolada, que salí de mi dormitorio a escuchar qué pasaba. De algún modo sentí esa sensación como si se me pararan todos los pelos del cuerpo, como si lo que hablaban se tratara de mi. Pregunté:
- ¿Quién es?... ¿Qué pasa?... - pero me ignoró. Esperé que terminara de hablar y volví a preguntar -: ¿Qué pasó? -. Sólo se cubrió la cara con las manos y creo que sollozaba. Se sentó en el silloncito junto al teléfono sin decir nada, con la cara escondida en las manos.
- ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Dime!: ¿Qué sucede? - pero fue inútil. No dijo nada. Sin embargo sospechaba que se trataba de mi. Le grité -: ¡Dime mierda! ¡¿Que chuchas pasa?! - pero fue como si no me oyera. Salí de la casa y vagué por las calles sin ningún rumbo. Ofuscada porque ella me ignoraba, pero a la vez agobiada por una sensación de alarma y de congoja inexplicable. Sentía que algo pasaba, que se refería a mi y que ella me escondía. No sé por qué, porque era absurdo, estaba segura que se relacionaba con la mujer que había quedado tirada sobre las sillas del Yac, y a la vez conmigo. Cuando volví creí que estaba cansada, pero no. No era cansancio sino agobio. Estaba agobiada por algo que no lograba descubrir, por algo que sucedía conmigo, que me llenaba de angustia y que no podía explicar. Algo era diferente y no sabía qué. ¿Por qué busqué a la mamá, si nunca lo hago?. No importa. No estaba. Me senté a esperarla. ¿Por qué lo hice? No lo sé. Nunca la esperaba, nunca me importó qué hacía o donde iba. Mi mamá era esa persona que estaba ahí. Era mi más vecina, por decirlo de algún modo. El resto del mundo era mi vida, mi diversión, mi sufrimiento, mi búsqueda, mi frustración, mis anhelos y eso. ¡Nada más! Pero, mientras esperaba, mientras nunca llegaba, sin explicación, mientras era más y más necesario que estuviera, para saber, para que me dijera, pensé que ella era lo único que tenía. Era el único ser verdaderamente cercano. Sus gritos me eran necesarios. Sus insultos eran una protesta desesperada porque no me daba cuenta que ella era mi más cercana, o la única que estaba siempre ahí. Era quizás, el final de todo, mi refugio. La solución de mi mundo, pero yo no lo entendía y ella no lo sabía explicar. Por eso me gritaba puta y mujerzuela. Eran gritos desesperados, necesarios, que yo no oía. Pero era el puerto. Era el final del día y del camino. ¿Y donde estaba ahora? y ¿Por qué no estaba, si siempre estaba? ¿Por qué justo ahora no estaba, cuando no sabía qué había pasado?
No sé cuantas horas esperé, con la vista fija en la puerta de calle. No me explico cómo lo logré. Estuve ahí sin distraerme un solo segundo, esperando el sonido de esa puerta, esperando que se abriera y apareciera ella. Esperando su explicación. Por fin, ya de noche, apareció. Tenía la cara demacrada y creo que había llorado. Fue extraño. La había visto explotar, gritar, desesperarse y expresar tantas otras emociones, pero nunca la había visto llorar, jamás la había visto así. Creía que no era capaz de tener pena y ahora había estado llorando, sin duda. Entró, no obstante, sin decir nada, sin mirarme siquiera. Sólo me dejó caer su cartera, esa misma de la que le había robado todo, ayer, sobre la falda. La seguí hasta su dormitorio. Se había dejado caer ahí a oscuras y lloraba en silencio, mirando el techo. Me asusté. Le pregunté:
- ¿Mamita: Qué pasa? - pero siguió con la mirada perdida en el techo, sin decir nada. Me recosté junto a ella y también lloré. Después de mucho, quizás había dormitado un poco, se levantó y llamó por teléfono. No saludó. Sólo dijo, cuando le contestaron:
- Tu hija está muerta - su voz era fría y dura, a pesar que controló un sollozo que se le quería escapar.
- ...
- Una sobredosis de drogas...
- ...
- En la morgue. Tú tienes que retirarla.
- ...
- No. Yo no puedo. Me había robado el auto y los documentos. Yo no puedo hacerlo.
- ...
- Bueno... Me pasas a buscar y vamos juntos. También era tu hija ¿o no?
Yo estaba helada. La sorpresa me paralizó. ¿Qué estaba diciendo mi mamá al teléfono? ¿Acaso hablaba de mí? Si yo no estaba muerta.
- ¡Mamá! No estoy muerta. Esa mujer no era yo. Yo estoy viva aquí. ¡Mírame. Por favor!.
Terminó de hablar, sin escucharme. Se metió en su dormitorio y se encerró ahí. No quiso escucharme.
Recién entonces pensé, por primera vez, en mi propia muerte. ¿Cómo podía ser que estuviera muerta? Si yo estoy aquí, viva. ¿Acaso creen que yo soy esa mujer amarilla que estaba en las sillas del Pub? ¡No! ¡Esa no era yo!. Recordé, ahora, su cara amarilla y esa mueca de horror, con los ojos abiertos enormes y hundidos y la boca abierta con esa especie de sonrisa atroz. La había encontrado parecida a mí, como si hubiera sido una hermana, pero no era yo. Yo estaba ahí mirándola, no era yo. Yo me fui de ahí por mis medios. ¡Si hubiera sido yo, me habría dado cuenta! ¿Cómo podría estar aquí, si así fuera?. Me fui a mi dormitorio, encendí la luz y me miré al espejo: Estaba ahí. Era yo. Giré a un lado y al otro. Yo estaba aquí y ahí mi imagen, ¿cómo podría estar muerta? De repente me miré la camiseta que llevaba puesta y me di cuenta que era igual a la de aquella horrible mujer amarilla. También la tenía puesta al revés, como ella, con el estampado de la espalda hacia el frente. Sentí un escalofrío. De inmediato me di vuelta la camiseta y negué: ¡No! Es una broma de Martín, o no sé: Del poeta. Pero yo no estoy muerta. Me di cuenta, en ese instante, que en el último minuto había pensado en la palabra "yo" una docena de veces. Sabía de memoria que la gente hacía eso sólo cuando se encierra en sí misma. Es un indicio de la negación de la realidad y una confirmación de una misma, que se empecina en lo único que cree fiable. "¡Estoy muerta!" dije en voz alta, con horror, pero no me escuché. De inmediato rectifiqué: "Imposible: ¿Cómo puedo pensar en que estoy muerta si estoy muerta?".
Al día siguiente, ese hombre pasó a buscar a mi mamá. Era mi padre, pero no lo conocía. De inmediato lo odié.
- ¿Por qué está aquí? - le pregunté a mi mamá, pero no me respondió.
Salieron juntos y los seguí. Llegamos, en silencio siempre, a la avenida La Paz. Entramos en esa casona, a ese absurdo estar. Después de algún rato, a través de una ventana nos mostraron, desnuda y rapada, a la mujer amarilla, con esa mueca de dolor atroz, con los ojos abiertos y hundidos. Mi mamá hizo un gesto y quitó la vista. Ese hombre afirmó con la cabeza. Entonces se la llevaron: Era yo. ¿Era yo?. Ese hombre me había reconocido. ¿Era, acaso, mi padre? Yo sentía una profunda pena, inexplicable. No podía ser esa mujer tiesa y amarilla, con esa mueca de sufrimiento atroz, por mucho que era igual a mí misma, sin embargo sentía esa pena enorme por ella, por mi, por mi muerte imposible. De repente, inexplicablemente pensé: ¿Y ahora: Qué voy a hacer?
Los seguí de un trámite a otro, de un lugar a otro. De un permiso en otro. Mi padre, si es que lo era, me compró un ataúd, si es que yo era aquella muerta. Esa tarde me entregaron dentro de él, desnuda, sellada y arropada de rasos blancos que sólo dejaban ver el óvalo de la cara rígida. Me habían cerrado los ojos, pero el gesto de la boca seguía ahí. Mi mamá dijo:
- Prefiero que le sellen también la cara -. Yo quería decir que no. Que me dejaran así para verme. Me era necesario. Además sentía que si me cerraban me asfixiaría. Quería abrazarme a mi misma, aunque no fuera yo, aunque yo no fuera aquella mujer color cenizas amarillas, de algún modo, quizás morboso, quería seguir viéndome siempre, hasta darme cuenta que yo estaba ahí, muerta. Aun cuando no sabía cómo estar muerta y aun cuando todavía me sentía viva. Entonces volví a sentir rencor por mi madre
Sellada, me llevaron en un furgón negro, conducida por dos hombres de gris, inexpresivos, silenciosos, hasta la iglesia cercana a mi casa, a la que jamás había entrado. Me pusieron como si yo y mi ataúd fuéramos un altar, en medio de una piececita rodeada de sillas de color negro y se fueron. Quedé sola conmigo misma o con una mujer de color amarillo verdoso, dentro de una caja de palo, convertida en cosa, porque yo estaba aquí, al lado, acongojada, ignorada y viva; aunque nadie me viera. Mi padre y mi madre llegaron después e inspeccionaron la caja. Mi madre se aseguró que no fuera posible abrirla. La congoja que sentía se transformó en rabia. Sentía rabia de su vergüenza, que no quería que me vieran cómo había sufrido para morir. No me importaba si era o no cierto, pero ella no lo sabía: Sólo lo negaba y ocultaba mi sufrimiento posible, con absurdo pudor. Para vengarme le canté en voz alta:
Adiós mamá, reza por mí(*)
sé que fui una oveja negra para ti
y que por eso me morí
Mucha droga y mucho alcohol
era la vida para mi
pero piensa sin embargo
que nunca estuviste aquí
Adiós mamá es difícil morir
si es que te avergüenzas así
pero ahora que no estoy
por fin podrás ser feliz
Pero nadie me escuchaba, aunque gritara. La mamá sólo se estremeció de repente. Dijo:
- No sé por qué sentí tanto frío - y comenzó a llorar. Ese hombre, tal vez mi padre, hizo amago de abrazarla, quizás para consolarla, pero se retuvo. Sólo meneó la cabeza. Después de un rato salieron. Al cerrar la puerta él miró, por última vez el ataúd y me pareció que tenía un gesto resignado. Muy virilmente dijo:
- ¡Qué huevada! - y se fue. No lo volví a ver más. Tampoco yo me volví a separar de mi.
Al día siguiente me hicieron una misa casi solitaria, los mismos hombres grises y silenciosos me llevaron en esa carroza negra y moderna, despacito hasta el cementerio. En una sala absurda se reunió esa gente con caras circunstanciales que no conocía, todos en silencio. Después de un rato todos se miraron, miraron a mi mamá y lentamente comenzaron a irse después de besarla con compunción. Finalmente, otra vez, me quedé sola conmigo, metida en esa caja de palo. Vinieron unos hombres, que cerraron todo, me arrastraron hasta una sala de trabajo y ahí hicieron saltar los sellos del ataúd. Me sacaron, desnuda, sobre el raso blanco. Recordé cuando la gente celebraba triunfos deportivos en la Plaza Italia y subían a alguien a una bandera y lo lanzaban al aire, luego lo recogían y volvían a lanzarlo con jolgorio. Así me sacaron. Me subieron en un latón grande y me metieron a un horno. Entré conmigo en él. Vi cómo se encendía y como se achicharraba mi carne amarilla, mis huesos que no conocía y la humedad que escapó de mí, convertida en un vapor oloroso, "agradable a Dios", como dice la Biblia. Mientras tiritaba de horror me convertí en cenizas. Ya no era yo, ni era esa mujer que se me parecía.
De a poco fui perdiendo el interés y los sentimientos. Ya no se amar ni tener rencor. Nunca disfruté del color de la primavera o de los atardeceres tibios. Creo que jamás deseé o me desearon con lujuria. A veces quise pensar como habría sido y no lo logré. Finalmente me refugié en un viejo reloj de pared que ya no funciona, porque ahí se detiene el tiempo, y a veces, sólo a veces, por ver si me recuerdan, muevo sus manecillas en sentido inverso: De nada sirve.
Kepa Uriberri
(*) Ver Seasons in the sun de Terry Jacks