Morir solo
Sentada en la esquina, con el gran ventanal detrás, se movía al ritmo del villancico que intentaba repetir sin demasiado éxito. El aparato de música lo reproducía de manera incesante, entre saltos e interrupciones una vez y otra a lo largo de la tarde. Quizás el disco o el aparato de sonido, o los dos, no estaban en muy buen estado, pero a nadie le importaba demasiado. Tampoco a la Teri, que apenas imitaba el canto con su tarareo. No sé por qué le decían Teri si se llamaba Amparo, pero a estas alturas de su vida ya no tenía ninguna importancia. La Teri apenas si vivía el momento, la alegría vaga que alguna reminiscencia del villancico le traía, posiblemente desde su lejana niñez. El bailecito que acompañaba su canto así lo insinuaba: Señalaba con sus dedos nudosos hacia ninguna parte, mientras movía los brazos y las manos como una niña de cortos años. Su sonrisa inocente acompañaba su mirada perdida en ensueños.
Adolfo preguntó: "¿Hace mucho calor afuera?". No se sabía a quién iba dirigida la pregunta, porque no miraba a nadie. Estaba en la otra esquina de la sala y parecía concentrado en la ventana pequeña que había detrás de Catalina. Por ahí sólo se ve las copas de los árboles intensamente verdes y tupidas en pleno verano, y los tejados vecinos. "¡Pasó un pájaro así: Enorme!" agregó con sorpresa, como si nunca hubiera hecho la pregunta previa, o como si ya se la hubieran respondido. "¡No, no, no, no!" intervino la Marta, a su derecha, y resopló con fuerza: "¡Ffffuuuu... ffffuuuu!". Quizás si se refería a que no hacía calor afuera, o también a que no había pasado pájaro alguno. Tenía las manos metidas bajo los sobacos del chaleco de lana gruesa y pateaba el suelo con sus botines forrados de piel, al ritmo de los resoplidos. "Yo tengo los pies helados; ¿y usted?" le preguntó a Adolfo. "Sí, sí; era de este porte. ¿Acaso no lo vio?" y mostró el tamaño, tal vez muy exagerado, como el de una pelota de fútbol. "Pasó por ahí" y señaló hacia la ventana, trazando el curso del pájaro, "y se paró en ese árbol". "¿Usted no tiene los pies helados?" insistió la Marta clavando su mano en el muslo de Adolfo, a la vez que le ponía su cara delante de la de él, con los ojos muy abiertos. Al otro lado, a la izquierda de Adolfo, en el mismo sillón, gorda como un sapo, matriarcal como una reina, con su bastón metálico sujeto como si fuera un báculo, la Lucila meneó con molestia su cabeza blanca, pulcramente cepillada, con el pelo tomado en la nuca: "¡Que mujer más estúpida!" protestó mientras le daba golpecitos, con el dorso de su mano enjoyada de baratijas, en la otra pierna a Adolfo. Después se dirigió a Catalina: "¿Si tiene tan fríos los pies, por qué no camina, digo yo? Yo caminaría. Me encanta caminar, pero me cuesta mucho. Además que no hace frío. Lo que pasa es que esta estúpida quiere coquetear con Adolfo. Está enamorada de él".
"Campani... campa... sincesar... la navidááá..." cantaba la Teri, de espaldas al ventanal, intentando seguir la música que escapaba a tirones del aparato reproductor. A su derecha un gran árbol navideño de utilería, encendía y apagaba unas lucecitas pequeñas de color verde y rojo. Más allá Catalina, en su silla de ruedas, con la ventana por donde pasó el pájaro de Adolfo detrás, parecía murmurar algo, con los ojos semicerrados. Se echaba hacia adelante y hacia atrás alternativamente. Sobre sus faldas tenía una revista femenina, de modas, abierta en cualquier página, y sobre ésta, una caja de lata, de chocolates, llena de papeles metálicos y de celofán arrugados, entre los que todavía había algunos bombones. De pronto Catalina detuvo su vaivén, escarbó entre los papeles y encontró uno. Con cuidado extremo lo desenvolvió y mientras lo deshacía lentamente en la boca, apartó la caja de lata y comenzó a estirar el envoltorio de papel metálico, sobre la revista. Lo repasó una y otra vez, una y otra vez, sin ninguna prisa, otra vez más, aplastando con los dedos y la palma de las manos el papel contra la revista, hasta que estuvo satisfecha. Lo miró durante una eternidad, como si juzgara cada línea quebrada que no había sido posible alisar. Quizás, por fin se sintió satisfecha o bien juzgó que había fracasado irremisiblemente y tomó el cuadro de papel metálico entre ambas manos, para sobarlo con calma hasta convertirlo en una pelotilla. Después lo tiró dentro de la caja de lata y comenzó a musitar una vieja canción romántica: "Mmmm mmm mmmmm mmm...", a la vez que acariciaba la figura de la modelo, impresa en el papel satinado. Después de un momento pasó lentamente la hoja. "Mmmm mmm...". Luego otra y después una más. "Mm... mmmmmm... mmmm...". Poco a poco comenzó a subir el volumen de la entonación, mientras las páginas se sucedían con mayor rapidez. "Mmmm... no se olvida ni se deja...", pasó dos o tres hojas juntas. Al notarlo, trató de separarlas, para pasar sólo una; sin embargo no podía lograrlo. "mmm... nunca dice adiós. Mmmm... mmmm...". Dejó de cantar y se pasó la punta del dedo cordial por la lengua. Volvió a intentar separar las páginas. Se pasó la punta del cordial y la del pulgar por la lengua y cantó: "Ha pasado mucho tiempo..." mientras fracasaba nuevamente con las páginas. Ofuscada gritó: "¿Por qué no apagan esa majadería? ¿Es que acaso no se dan cuenta que estoy cantando yo?" y lanzó la revista sobre el aparato de música que continuaba, persistente, reproduciendo villancicos. La Teri se calló de inmediato, asustada, y escondió las manos entre sus piernas. Adolfo se levantó y recogió la revista. "¡Que mujeres tan lindas!" dijo mirando las hojas despaturradas. Le devolvió la revista a Catalina y le dijo, sonriendo, "son tan lindas como usted". Catalina tomó un grupo de hojas y comenzó a manipularlas entre los dedos, para pasarlas una a una. Adolfo le buscaba la cara y le repetía: "Son preciosas, igual que usted".
La Lucila golpeó el suelo con su báculo. "Déjala tranquila, es una idiota. Cree que porque canta bien es la reina y puede hacer lo que quiere. Si no me costara tanto levantarme, iba y le daba unos bastonazos de una buena vez". Pero Adolfo seguía hablando con Catalina. La Lucila se inclinó cuanto pudo y estirando el bastón, logró dar unos golpecitos en la espalda de Adolfo. "¡Déjala sola y ven a sentarte aquí!" alegó. Catalina continuaba en su faena sin prestar atención a los otros. Pasó todas las páginas de la revista, aunque ocasionalmente lo hizo de a varias a la vez. Cuando hubo terminado, comenzó a tironear el cierre de contacto del cinturón que la protegía en la silla de ruedas. Intentaba separar las partes adheridas, como si fueran páginas de la revista. Al principio no lo conseguía, pero después de un rato logró separar una punta. Entonces se humedeció los dedos con la lengua e intentaba pasar la página que ya comenzaba a ceder. Adolfo, inclinado sobre ella, buscaba su mirada y le decía: "No, Catalinita. Eso no se hace. ¿No ve que puede caerse así: ¡Pum!, hacia adelante?" e hizo el ademán como si estuviera convenciendo a una niña pequeña. La matriarca gesticulaba con sus manos enjoyadas de alhajas falsas, mientras lanzaba palos con su bastón: "¡Deja a esa vieja tranquila y ven a sentarte!" vociferaba.
Casi ágil, con los hombros muy echados hacia atrás y caminando con certeza, apareció en la sala, don Genaro. "¿Como estás Adolfo, hombre?" saludó. "¡Siempre conquistando a las damas!, ¿No?" dijo y le estiró la mano. Éste se rio y preguntó: "¿Hace mucho calor afuera?". "No lo sé. Todavía no he salido, pero de seguro ésta debe ser la navidad más calurosa de todo el siglo" confirmó don Genaro. "¡Ah! sí. Yo vi unos pájaros así, enormes, pasar volando por la ventana hacia allá" y señaló el tamaño, como de una pelota de fútbol, con las manos. La Marta, resoplando, pateaba el suelo con los pies forrados en sus botines de piel: "¡Ffffuuu! ¡fffuuu! ¿Usted no tiene los pies helados, don Genaro? Yo los tengo congelados". "Ya salió la estúpida" protestó la Lucila. "Está enamorada de todos los hombres". Don Genaro la miró sonriendo, contestó: "En Nueva York, en el Parque Central había de esos pájaros. Se llaman tiuques y son tremendamente peligrosos, ¿sabe usted?. Yo vi cómo uno de esos le arrancaba un ojo a una gringa lindísima. En un santiamén se le abalanzó y se le paró en la cabeza. Recuerdo que traté de sacárselo, pero no alcancé a hacer nada cuando de un solo picotazo le arrancó un ojo celeste precioso, y se fue volando. Ahí se paro en lo alto de un álamo y dejó el ojo celeste sobre una rama. Yo creo que no se atrevía a comerlo, porque el ojo lo miraba fijo, fijo, todo el rato. Así estuvo mucho tiempo, hasta que logré darle un piedrazo, ¿sabe usted?, y se fue volando renqueando del ala derecha. Pero el ojo de la gringa quedó arriba del árbol. Es posible que todavía esté ahí, mirando el paisaje. El Parque central es precioso. ¡Así debería haber parques aquí!, pero no tenemos cultura: No tenemos, ¿sabe usted?". "¿No quiere caminar un ratito conmigo, don Genaro? Es que tengo los pies congelados. ¿Usted no los tiene helados?" y la Marta se colgó del brazo de don Genaro. "Caminamos hasta allá al fondo y volvemos para acá. ¿Qué le parece?". "Qué vieja más estúpida. Se anda ofreciendo a todos los hombres" dijo la Lucila, echando hacia atrás, con dignidad su cabeza alba y matriarcal. "Si no me costara tanto levantarme, yo misma iba y le daba unos buenos bastonazos, por suelta". Don Genaro continuó sus recuerdos del Parque Central de Nueva York, como si los pudiera ver allá al fondo detrás del ventanal y de los villancicos de la Teri: "Las gringas en ese parque son todas rubias y bellas, mi amigo, ¡lindísimas!. Y van vestidas así livianitas para hacer deporte cuando es verano. ¡Y que cuerpos, mi amigo! ¡Que cuerpos! Son preciosas ¿sabe usted?". "En aquel árbol se paró el pájaro" señaló Adolfo. "¿Usted dice que lo vio?". "¡Ah! yo viví mucho tiempo en Nueva York, pues. Otros tiempos: No como ahora ¿Sabe?. Pero esas gringas... rubias... De películas ¿sabe?. Ahí si que hacía frío en invierno, pues".
La Marta colgada del brazo de don Genaro insistía: "¿Vamos?" y lo tiraba hacia allá. "¿Usted no tiene los pies helados?". "Yo me voy a sentar un momentito aquí en este sillon, porque ya he caminado mucho esta mañana, Martita. Acompáñeme hasta allá y lleve a caminar a la Teri que está tan aburrida ahí sola" dijo el viejo, y tomó ese rumbo. Se sentó en el sillón y se quedó mirando la esquina del techo, con los brazos descansando en los del mueble y la boca ligeramente abierta, como si estuviera fascinado con lo que veía en esa arista. La Marta resopló, pateando el suelo, agarró a la Teri de un brazo y comenzó a tirarla. "Vamos, pues Teri. Ya; vamos". La Teri sólo sonreía como una niñita de pocos años, pero no se levantaba. La Marta la tiró con fuerza hasta que logró apartarla de su asiento, aunque ella no quería ponerse de pie y sólo sonreía, agachando el traste hacia el sillón. "Ya" dijo la Marta. "Vamos a caminar hasta allá y volvemos" y la rodeó por la cintura para que no se volviera a sentar. Logró arrastrarla hasta el árbol de navidad. Ahí la Teri dio un giro y se sujetó de las ramazones del pino falso. La Marta trató de agarrarla de las muñecas para que soltara el árbol, pero la Teri con su trasero enorme se oponía a que la alcanzaran, de manera que con el forcejeo, de repente la Marta perdió el equilibrio y para no caerse le dio un empujón a la otra, que se abrazó del pino y fue a dar al suelo enredada en el follaje de plástico del árbol de navidad. De inmediato apareció, de algún lugar fuera de la sala, la cuidadora. "Usted vaya a su pieza de inmediato" instruyó a la Marta. Levantó con esfuerzo a la Teri, que volvió a caer sentada al suelo varias veces, como si fuera incapaz de incorporarse, hasta que finalmente la mujer logró sostenerla a media alzada y dejarla caer sentada otra vez en la esquina del sillón con el ventanal detrás. La Lucila le daba golpecitos en el muslo a Adolfo, meneando molesta la cabeza: "¿No digo yo que esa mujer es idiota?. Tiene suerte que no me levante, porque le daría un buen par de bastonazos". La Marta pasó sin mirar a nadie, resoplando "Ffffuuuuuu... ffffuuu..." con los ojos muy abiertos y actitud de culpa. "Tengo los pies helados" iba repitiendo y desapareció. La enfermera paró el árbol de navidad y arregló algunos adornos. Al momento de irse notó la atención fija y ausente de don Genaro en la esquina del techo. A su vez miró en esa dirección pero ahí no había nada. Sólo el vértice del cielo raso. "¿Qué mira usted ahí, don Genaro?" preguntó, pero el anciano no le respondió. Tampoco parecía oírla. Sólo continúa ensimismado, con la vista fija en la arista del techo. Ella le pasó la mano frente a los ojos, pero don Genaro parece haber descubierto un horizonte infinito y lejano en aquella esquina. La mujer le tomó el brazo por la muñeca, que siente fría, y busca ahí, en la parte inferior, un punto clave con sus dedos. Con suavidad deposita la mano que ha tomado en el brazo del sillón y reinicia su camino. Apaga el aparato de música y va al centro de la sala, da dos palmadas y dice con voz perentoria: "¡Ya, ya! Todos a sus dormitorios".
Adolfo protesta: "Todavía no es hora; antes tiene que venir mi papá". "No es su papá" dice la cuidadora, "es su hermano menor y lo va a visitar en su dormitorio". "Es culpa de esa idiota" dice molesta la Lucila y mete su mano enjoyada de anillos falsos bajo la pierna de Adolfo. "Usted también, Lucita" dice la enfermera: "¡Ya! vamos moviéndonos". Catalina está concentrada intentando abrir el otro extremo del cierre de contacto del cinturón de seguridad de su silla, como si se tratara de las páginas de la revista, que tuviera que separar de una en una. No se da cuenta de lo que sucede a su alrededor. Sólo musita: "Mmm... miraron con desprecio, fríamente y mmm... mm... mmm". La cuidadora le sube los pies a los pedales de la silla y la empuja hacia su destino. Al rato vuelve. Los otros están donde mismo. Adolfo pregunta: "¿Hace mucho calor afuera?". La cuidadora le responde en voz muy alta, como si quisiera que todos se enteraran de la pregunta reiterativa: "Sí, Dolfito, hace una calor enorme afuera. Por eso su papá lo va a visitar en su dormitorio que es más fresquito". "¿Vio el pájaro enorme que pasó volando para ese lado, Corita?". "Sí Dolfito, lo vi. Era un zorzal". "Pero era de este porte" alega Adolfo, mostrando un tamaño muy grande con las manos, como si entre ellas sostuviera una gallina. "Así,no más" responde Corita. "Ahora nos vamos a su dormitorio". "Esta es otra estúpida" dice la Lucila y le da suaves golpecitos con el dorso de la mano en el costado del cuerpo, que más parecen caricias que llamados de atención. La cuidadora le ofrece la mano a Adolfo para que se levante y este la sigue dócil, colgándose de su brazo. La Lucila protesta, como una reina de blanca peluca, golpeando el suelo con su báculo de tres patas: "¡Yo no me muevo! No voy a ninguna parte hasta que no sea la hora. Harto que me costó llegar hasta aquí". En la esquina del otro sillón, delante del ventanal, la Teri repite el villancico que ya no reproduce el aparato de música, a tropezones: "... camino... jaBelén... pastorcitos... su rey... nnn nanina tambor ropopompom",como si fuera una niña de pocos años. Tal vez en su interior haya regresado hasta entonces. Cuando la cuidadora se ha ido, la Lucila le grita: "¡Cállate vieja ridícula!" y luego dirigiéndose a don Genaro: "Don Genaro, dígale usted que no cante más, que no sea idiota". Al rato la cuidadora vuelve y se sienta junto a la Teri. "¿Quiere que la señora Catalina le convide un chocolate, Amparito?". Ella la mira y parece que sonríe. "Vamos entonces" dice y se pone de pie. De inmediato la Teri la sigue. "¡Qué mujer más idiota! Te están engañando, Teri. ¿No te das cuenta?" dice la Lucila. La cuidadora hace caso omiso de ella y empuja con suavidad a la Teri, fuera de la sala. Algo más allá de la entrada está Adolfo. "¿Qué hace usted aquí? ¿No lo había dejado en su dormitorio?". "Sí, Corita, pero es que hay un pájaro enorme que pasó volando por esa ventana" y señala su curso de velo, "y se posó en las ramas de ese árbol". "Está bien, Dolfito, ya lo vi. Venga a contarme de que tamaño era"; y se los lleva a los dos caminando a sus dormitorios.
"Lucita: ¿Se va a quedar ahí sola?". "¡Señora Lucila!. Soy una señora y no le he dado confianza". "Señora Lucila: ¿Se piensa quedar sola aquí?". La matriarca hace un respingo y mira hacia el ventanal. "Estamos conversando con don Genaro. No nos vamos a ir todavía. ¿No es cierto don Genaro?". Don Genaro se había inclinado apenas un poco hacia la izquierda, pero sigue con la vista clavada en la arista del techo, como si estuviera ensimismado en sus cavilaciones. "Como quiera, entonces" dice la cuidadora y se retira. La mujer se quedó sola con don Genaro, entonces le dice: "¿Por qué no se sienta aquí a mi lado un ratito y conversamos?". El hombre no responde nada. Ni siquiera se mueve. La Lucila dice en voz alta: "¡Viejo imbécil! Se quedó dormido" y miró por la ventana las copas verdes del los árboles vecinos. Después de algunos minutos sintió la incomodidad de la soledad y se revolvió en su sitio. Pensó que sería bueno, ya, irse a su dormitorio. Sin embargo, esperó todavía unos minutos que le parecieron eternos. Miró por el vano de puerta de vidrieras de la sala, por si venía alguien, pero todo estaba en calma. Entonces haciendo un esfuerzo enorme, se apoyó con ambas manos en su bastón de fierro de tres patas, e intentó ponerse de pie: Le fue imposible. Se giró, con dificultad, sobre un costado, hasta que quedó casi enfrentando el respaldo del sillón, con el enorme vientre de sapo apoyado en el asiento, entonces se afirmó con un brazo en el respaldo y el otro en el bastón y logró encaramar una de sus enormes piernas hasta subir la rodilla al asiento. Con un quejido estrepitoso, finalmente, se fue empujando en el brazo del sillón hasta que logró ponerse de pie, retrocediendo. Se ordenó, con expresión de orgullo, la ropa, echó la cabeza hacia atrás y se fue caminando pesada y lenta por el pasillo hacia su dormitorio. Al lado de afuera de la sala, sentada en una silla, oculta a la vista del interior, estaba la cuidadora. Pasó junto a ella sin verla, quizás porque no la vio, o tal vez porque quería despreciarla por estúpida. Cuando se hubo alejado unos pasos, la cuidadora se levantó y cerró las puertas de vidriera de la sala y les echó llave con dos vueltas. Después buscó el teléfono y marcó.
"¡Aló! ¿Señora Silvia?... Sí. Soy la Cora. La llamo para avisarle de don Genaro... Lo dejé con llave, en el salón..." dijo, como si hablara de un mueble. "¡Bien!... Sí. La espero".
Kepa Uriberri