Más allá del final




Foto: Arizméndi autor: Juan Luis Pinedo

Hoy, finalmente, terminé de escribir la novela. No fue fácil crear y guiar un protagonista que debía llegar a ser entrañable, pero a la vez debía luchar con impulsos deleznables que lo empujaban al vicio más despreciable y quizás al crimen. El protagonista debía enfrentar una lucha interna persistente consigo mismo y con las consecuencias de sus pasiones irrefrenables. A la vez, su calidad humana debía llevarlo a ser admirado y seguido, de modo que siempre viviera en el filo del éxito y el fracaso, del afecto y el abandono. Su pensamiento y opiniones lo llevan a la disidencia política, al exilio, al fracaso y quizás al amor verdadero o tal vez a la más baja de las pasiones y al crimen.

La novela se desarrolla a través de la voz del narrador, que da testimonio ante el juez, que encausa al protagonista por el asesinato de su amante, casi niña, y del marido de esta. El narrador ha sido uno de sus más cercanos y leales amigos, según su relato, pero en la visión del protagonista, ha sido, en cambio, casi su peor enemigo, aun cuando muchas veces, en el curso de la narración, ha de recurrir a él.

Quise que el lector estuviera permanentemente sometido a la disyuntiva de redimir o condenar al protagonista, hasta el punto que casi cualquier acción de éste desequilibrara la balanza en uno y otro sentido, hasta llegar a un clímax en el cual el personaje es condenado dentro del ámbito de la opinión pública de la novela. Sin embargo, esta condena no es tajante, así como nunca lo es en la vida real, pero sí lapidaria. El juicio que se sigue al protagonista lo condena, en primera instancia, aun cuando la sentencia es puesta también en duda debido a la animadversión del juez. Así, en las apelaciones y recursos siempre se dilata el cumplimiento de la pena y se mantiene la duda de su justicia.

El objetivo de la novela es promover la reflexión del lector, no entregar un juicio de autor, de manera que su final es abierto. En este punto del trabajo de creación, me llené de dudas. Revisé obras de otros autores que no cerraban su obra y las consecuencias literarias de este acto. Finalmente, y no quisiera que sonara pretencioso, ya que las distancias son, por supuesto siderales, pero, por lo mismo habría que considerar la lección; analicé la primera parte del Quijote de Miguel de Cervantes, que fue continuado por varios autores ajenos, que escribieron segundas partes apócrifas, hasta que el propio Cervantes se vio obligado a escribir la continuación de la novela en la que se ve compelido a hacer morir a don Quijote. Terminé entonces de convencerme que debía escribir el Epílogo que acabo de terminar, cerrando definitivamente la novela.

En el epílogo, el protagonista es abandonado incluso por su pareja, que huye con su único amigo verdadero, y el más cercano, que jamás tuvo. Antes de huir deja al protagonista encargado al narrador, que lo acoge en su casa. Él jamás le habla y vive ensimismado sus últimos días, mirando por la ventana todos sus sueños desvanecidos. Finalmente, en el momento de su muerte, el protagonista mira al narrador y sólo le dice "¡Perdona! Todo fue mi culpa". No es claro si se refiere a su proceso judicial, o a los motivos que lo han llevado a considerarlo su enemigo, o a ambas cosas. Sin embargo, es un acto final y emotivo de contrición. Después muere. A sus funerales, además del narrador, sólo asiste su primera mujer, que maneja sus asuntos económicos, junto a su amante francés, su abogado y la hija de aquella amante que supuestamente asesinó. Al terminar el funeral la hija de la amante abraza al narrador, llora en su hombro y reconoce que el protagonista es su padre, a la vez que sugiere su inocencia.

En fin; repaso la conclusión de la novela, este epílogo, y me siento satisfecho. Son algo más de las nueve de la noche y mi mujer se asoma y me avisa que la comida ya está servida en la mesa. Noto una extraña expresión en su mirada, que no se dirige a mí, sino ligeramente a mi derecha. "¿Qué sucede?" pregunto. "No..." responde. "Son tonteras sin importancia" concluye y se va. Miro a mi derecha y no logro ver qué ha llamado su atención. La sigo al comedor y me siento con mi familia. Todos me miran con cierta extrañeza, entonces pregunto: "¿Sucede algo?". Mi hijo Joseba me responde: "¿Quién es ese vejete, sentado a tu derecha, que no deja de mirarte?". Me río divertido, y miro a mi diestra. Por supuesto no hay nadie, pero respondo irónico: "Tal vez mi inspiración". Mientras comemos y conversamos de esos temas familiares y cotidianos, casi sin contenido alguno, siento que todos me miran de modo raro, e insisten en mirar a mi derecha, tanto que termino sintiendo que quizás hay alguien ahí y siento, aunque muy levemente, su mirada o su presencia, a mi diestra. Poco a poco, todos, cada uno, se van levantando de la mesa, y como siempre, quedo solo, al fin, acompañado de mis reflexiones y una última copa de vino syrah, de Santa Eulalia. Repaso, entonces, otra vez, en mi mente, el epílogo y la muerte del protagonista. Siento que yo mismo, con todo, lo he perdonado y redimido, y me pregunto si he hecho bien en permitirle ese último acto de contrición, que de seguro habrá de empujar a muchos lectores a un perdón emotivo. Cavilo un rato sobre aquello y me digo que sí, que hay un sesgo al lector, sin embargo a lo largo de toda la novela no he hecho más que eso: Empujar al protagonista hacia sus pasiones, o al lector hacia la imagen de estas, que casi nunca se explicitan, sino se dan a entender, de manera que al mostrarlo, también como un hombre lleno de compasión y comprensión por sus amigos, se mantenga siempre al borde de la condena y el perdón, del rencor y el olvido y más.

De repente, en medio de estas divagaciones siento la presencia nítida de alguien que me observa con tranquila atención, quizás desde más allá de la ventana que hay a unos pasos a mi diestra. Pienso que quizás sea mi mujer que ha salido al patio por los ventanales del estar, o tal vez alguno de mis hijos. Intento ver a través del reflejo de las luces interiores hacia el patio, pero sólo percibo formas difusas. Me levanto, me acerco a la ventana y hago sombra con una mano, para ver mejor: No hay nadie. No hay nada. Abro las ventanas y me asomo: "¡Hola!" digo hacia el patio, pero no hay respuesta ninguna. Siento que alguien se acerca por mi derecha y me doy vuelta para hablarle, a lo mejor para contarle, que me pareció sentir a alguien ahí en el patio. Pero no hay nadie a mi diestra. Miro hacia atrás y tampoco hay nadie. Sólo veo la penumbra que ha dejado el abandono de todos, cada uno retirado a sus dormitorios, a sus propios asuntos. Siento una sensación extraña, que puede ser de alerta y prefiero apurar mi copa de syrah, para retirarme también. En el dormitorio, mi mujer ya se ha metido a la cama y dormita, con los anteojos aún puestos y un libro que ya casi cae de sus manos. Me acerco, tomo el libro que se desliza con suavidad y lo dejo sobre su velador, le quito los anteojos y abre los ojos, pero no me mira a mí, sino a mi diestra y se sobresalta. Sólo después me ve y sonríe. Dice algo como: "¿Quién es?" y se acurruca en la cama, dormida. Me desvisto, me pongo el pijama y me meto a la cama también. Apago la luz y me acomodo, como siempre sobre mi lado derecho, para dormirme. En ese momento siento que alguien se acomoda, sentado a mi diestra a los pies de la cama. Abro los ojos sobresaltado y lo veo, por primera vez, ahí, difuso y casi transparente, con las manos, grandes, enlazadas sobre el vientre, mirándome plácido y sonriente, con los ojos empequeñecidos por su sonrisa persistente. Creo haberlo reconocido de inmediato, aunque es imposible, y tal vez por eso lo niego. Sólo me sobresalto y me enderezo en la cama. Siento que el corazón me salta fuera del pecho. Le digo, o dije para nadie, o para mí mismo: "¡Qué diablos! ¿Quién eres?". No responde nada. Sólo sigue observándome, lleno de placidez, como si hacerlo le reportara al más enorme placer posible. "¡Ándate!" le digo, "no tienes nada que hacer aquí. Este no es tu lugar". En ese momento percibo que el sobresalto que me había conmovido en un principio ha desaparecido. He asumido que era el protagonista de la novela que acabo de concluir, al que había muerto hacía apenas unas horas, un par de páginas atrás. Era estúpido: No podía ser él. Él pertenecía a otro ámbito, no al mío, sino al de mis creaturas y por lo tanto es imposible que adquiera presencia física: ¡Pero está ahí!, a los pies de mi cama y me mira con persistente beatitud. Insisto: "¿Quién eres? ¿Qué buscas?"; pero no dice nada. Sólo sigue contemplándome. Me quedo entonces en silencio, viéndolo durante un rato largo, cavilando. Trato de buscar una explicación. Reflexiono que podía ser alguna reacción psicológica, algún mecanismo, que me advierte de algún fallo o error en la novela. Enciendo la luz y me voy al baño a tomar agua, pues sentía la boca seca. Tomo un sorbo de la propia llave y al levantar la cabeza, me veo en el espejo. Ahí, a mi derecha, difuso aún, aunque con más realidad, está él, siempre mirándome, con una sonrisa plácida y los ojos casi cerrados por la expresión de beatitud de su rostro.

Recordé, y creí que era una mejor explicación, no sé si más real; que el padre de familia de los anteriores habitantes de la casa había muerto aquí, de un ataque cardíaco fulminante. A veces, mi hija Eloísa, creía haberlo visto parado bajo la lámpara de la entrada, justo donde había caído muerto. La ampolleta de esa lámpara siempre se desatornillaba, misteriosamente, y la luz se apagaba. También, un adorno de un caballito con balancín, se echaba a andar solo, sin que nadie lo impulsara, en el arrimo que ahí había. Eran fenómenos raros pero que pertenecían a nuestro mundo imaginario y por eso, sin creerlos del todo, los aceptábamos como posibles y no les buscábamos más explicación: Sólo suceden. Sin embargo, a pesar de todo, aunque su imagen es difusa, su aspecto, los rasgos que alcanzo a vislumbrar, las manos muy grandes y algo deformadas, la manera de sonreír casi con los ojos, eran característicos del protagonista, mientras que al antiguo ocupante de mi casa no lo conocí. Trato de buscar razones para que se materialice uno y otro, y así decidir cuál de ellos es. Desde luego uno de ellos vivía desde siempre aquí. Su tiempo se había detenido en esta casa, ahí bajo la lámpara de la entrada. En ese lugar murió sin tiempo de asumir su muerte y tal vez nunca terminó de asumirla y al fin después de mucho estaba aprendiendo, de esta manera, a comunicarse con nosotros, que compartíamos su casa. Pero él había muerto joven. El mayor de sus hijos, a veces, aún pasaba al frente de la casa, mirando hacia adentro con nostalgia y no tiene más de quince años, de modo que no pude ser él. La edad no lo acompaña. El protagonista, en cambio, había muerto anciano y gastado, como la imagen que persistía a mi diestra. No obstante, él no tenía vida propia y por lo tanto no podía tener, en caso alguno, un fantasma o un espíritu materializable. Si estaba ahí era, no se por qué razón, una proyección mía. Tenía que corresponder a algo que no alcanzo a percibir con el consciente, y está encerrado en la novela. Quizás alguna inconsistencia, un cabo suelto, un error mayor que había pasado por alto en las tantas revisiones. Creí que eso debería ser y decido que al día siguiente revisaré otra vez el epílogo. Si ahí no encuentro nada, comenzaré a leer, en orden inverso, para que no me engañe la rutina, capítulo a capítulo, hasta encontrar la situación de conflicto. No fue fácil dormirse con esa figura complaciente, que me miraba, sentado a mi diestra.

- * -

Al despertar todavía estaba ahí, sentado con las manos enlazadas sobre el estómago, a mi diestra, a los pies de la cama, como velando mi sueño. Me pregunté, con cierta ironía, si no sería mi propio ángel de la guarda y sonreí. Él, por su parte, siempre sonreía beatífico, como si la visión persistente que tenía ante si le produjera un placer místico infinito. Decidí ignorarlo, ya que era apenas una visión, o una advertencia, que ya tomada en cuenta, cuando revisara la novela, tendría que desaparecer. Me bajé de la cama y al hacerlo mi mujer despertó también. Dijo: "¡Todavía está aquí!". No me quedó claro si su exclamación encerraba una pregunta o sólo la constatación. Me encogí de hombros y expliqué: "Cuando encuentre el problema con la novela, de seguro se va". Arrugó el ceño y me preguntó: "¿De qué hablas?". "Es Armendáriz", le explique, señalándolo. "¿Y quién es Armendáriz?" dijo. "Es el protagonista. Algo quiere decirme, pero voy a revisar la novela, porque él no lo puede decir". Me miró con expresión preocupada, que comprendí plenamente. Entendía que ninguna explicación serviría, así que me fui al baño y me metí a la ducha con Armendáriz". El se sentó al borde de la bañera, a mi derecha, a contemplarme con su mirada de beatitud. En ningún momento su expresión fue curiosa, ni menos pareció encerrar juicio ninguno sobre el físico mío, de hecho poco cuidado y quizás demasiado blando y amarillo para mi edad: Aún soy un hombre joven y de cierto vigor, aunque mi actividad es más bien sedentaria. Pero en su mirada no había juicio alguno: Solamente gozo místico. Mientras me jabonaba me pregunté: "¿Por qué su mirada es así? ¿Por qué no muestra alguna preocupación si su misión es advertirme de algún error en mi trabajo?". Volví, entonces, a cuestionarme su identidad. Quizás no fuera Armendáriz sino el fantasma del antiguo habitante de la casa. Tal vez esa placidez era producto de su eterno descanso. Era posible que todos los fantasmas tuvieran esa expresión después de algún tiempo, cuando ya habían asumido su propia muerte. En esas circunstancias, si era posible vivir la vida plena, como un observador, sólo disfrutando el acontecer de la vida de los mortales, de seguro la expresión del rostro después de un tiempo tendría que ser beatífica como la de este espíritu. Pero ¿por qué velar mi sueño, sin quitarme la vista de encima?, ¿por qué sentarse, como un estúpido, a mirar cómo me ducho?. Pensé que en su lugar tal vez me instalaría a ver ducharse a mi hija Eloísa, que está en la flor de la edad y es preciosa. También mi mujer es joven y, al menos a mí, me mueve intensamente la líbido. Concluí que no, que no era el antiguo habitante de la casa: No podía ser. Además Armendáriz era tal cual yo había imaginado a Armendáriz. Tal vez cuando otros lean la novela lo vean diferente; pero para mi, sin duda alguna, éste es Armendáriz.

Me eché al bolsillo el dispositivo donde tenía grabada la novela, con los antecedentes, apuntes, investigaciones y todo lo necesario y salí a la calle con Armendáriz a mi derecha. La estación del metro estaba llena a esa hora, pero como me sentía solo, me detuve donde siempre, bajo el cartel electrónico con los horarios. Ahí, justo, abría las puertas el carro que me dejaba en la estación Pedro de Valdivia, frente a la escala de salida. De repente sentí esa sensación extraña de ser observado y recordé a Armendáriz, a quien casi había olvidado. Pero sentía que me observaban desde otro ángulo. Miré al lugar de donde provenía esa mirada diferente. Los ojos de una mujer joven, no bella pero sí lozana, se desviaron de inmediato. No por eso dejé de percibir que no era sólo a mí a quien observaba, sino también a Armendáriz, que no dejaba de verme, gozoso, sonriente, y por qué no decirlo, con un aire casi místico. Entonces me avergoncé. Soy un escritor, vivo de entender sugerencias en pequeñas actitudes y de relatarlas, de convertirlas en hechos sugerentes, que no se puede, muchas veces, expresar en palabras sino apenas en sensaciones, en sugerencias y comprendí de inmediato cual había sido la lectura que aquella joven habría hecho. Es posible que aquella incomodidad me haya hecho sentir que todos los ojos de la estación me observaban. Miré entonces a Armendáriz y fruncí el ceño, a la vez que le hacía un gesto casi imperceptible, pero notorio para él, de que no me mirara más. Él, impasible, desde mi diestra, sólo marcó ligeramente más la sonrisa beatífica de su boca y ojos. Pude ver cómo se surcaban una infinidad de arrugas mínimas en la piel ajada de su rostro, con este ligero cambio de expresión. Quise darle la espalda, pero de algún modo, siempre conseguía ubicarse, otra vez, a mi diestra. El tren se detuvo y abrió sus puertas justo frente a mí. Rápidamente entré y me senté en el mismo asiento de siempre. Vi aparecer a esa mujer alta rubia y elegante, a la que nunca veía en el andén, pero que siempre quedaba sentada frente a mí y leía a lo largo del viaje, gruesos libros de literatura universal. Yo la observaba y podía adivinar el tono de la trama y si a mi vez había leído esa obra, casi, por su expresión, podía adivinar en qué escena iba: Esa sonrisa pequeñita era posible que surgiera de los consejos del boticario al señor Bovary, o esa expresión desdeñosa a alguna conducta impropia de madame, en fin. No obstante, no me cabe duda que en su concentración, ella jamás se haya fijado en mi. Es que yo escribo y ella lee. Siempre lo pensé de esa manera. Esta vez se acomodó en su asiento, y mientras abría su cartera para sacar su Madame Bovary, que quizás estuviera leyendo por tercera vez, ya que el tomo no era nuevo; mientras yo ponderaba su escote y sus senos pecosos, mientras las pulseras de sus muñecas tintineaban suavemente, ella clavó la vista azul, quizás con sorpresa o tal vez con comprensión británica (quizás fuera británica), en el pasajero sentado a mi diestra. Después de un par de segundos desvió su vista hacia mi, creo que con cierta curiosidad, y luego abrió a madame y se concentró en la lectura. Yo miré entonces a mi derecha, y ahí estaba la mirada gozosa y beatífica de Armendáriz. Sentí que el color me subía, como a una colegiala, a las mejillas. Más allá había una mujer gruesa, de cara agria, vestida con mal gusto, aunque su ropa era de buena calidad. La llamé y le cedí mi asiento, sólo para evitar la vergüenza de la mirada fija de mi protagonista. La mujer agradeció y se sentó al fondo junto a la ventana, en el asiento de mi derecha, que había quedado vacante. De inmediato un hombre que cargaba un bolso con herramientas de trabajo se sentó a su izquierda, donde había estado yo mismo. Miré a mi alrededor y junto a mí, muy cerca, de pie a mi derecha, estaba Armendáriz, que se había levantado conmigo. Hice, durante el resto del viaje, un esfuerzo por ignorarlo, aunque sentía que todos los ojos nos miraban, la mayoría con rechazo y unos pocos con curiosidad.

No creo que nadie haya abrigado ninguna duda, a pesar de mi ignorancia forzada, que Armendáriz estaba conmigo y tenía conmigo alguna relación, pero no sabía cómo evitarlo y la propia situación me impedía reflexionar sobre alguna forma de ocultarlo. Al fin, no sé si para alivio o mayor vergüenza, llegamos a la estación Pedro de Valdivia. Bajé del tren y apuré el paso para dejarlo atrás, pero fue imposible y casi peor. Armendáriz iba al trotecito, con sus manos enormes tomadas en la espalda, a mi lado, mirando con adoración. Imaginé que una mitad de él era la imagen expresada por mi hijo Joseba: "Un vejete a mi diestra" y la otra era como un niño o un perrito obediente que corre junto a papá o al amo, observando sus actitudes con admiración y cariño incondicional. Me imaginé a mí mismo visto desde unos metros, descrito por un tercero: "Venía ese tipo caminando rápido, como si quisiera dejar atrás al idiota que lo acompañaba, que de seguro sería su padre ya limitado, que lo avergonzaba. El padre no dejaba de mirarlo con cariño mientras el hijo sólo expresaba su fastidio". O quizás otro lo vería de modo más íntimo: "¡Qué desagradable! A la salida del metro venía un maricón viejo, mirando con ojos libidinosos a su mariquita que intentaba disimular. ¡Era asqueroso!". No soy homofóbico pero tampoco me resultaría cómodo recibir, injustamente, la homofobia de otros. Es como Constanza, que en Suecia era discriminada en su colegio por negra, aunque ella no lo era ni tenía nada contra los negros.

De repente me di cuenta que mientras más pareciera que escapaba, más notorio era para los otros y mientras más tratara de ignorar a mi adorador, más extraña resultaba la escena. Entonces frené el paso y a mi vez miré a Armendáriz, sonriente, y le dije: "Mira, imbécil, no se por qué estás aquí, no entiendo como puede un personaje ficticio materializarse de manera tan torpe, silenciosa, estúpidamente gozosa y persistente, pero sólo te pido que adoptes una actitud menos notoria, ¿me entiendes?". No me cupo ninguna duda que no me entendería. Me sentía absolutamente absurdo hablando con una ficción de mi última novela y por un momento pensé si no estaría volviéndome loco. "¿Estaré delirando?, ¿Me estaré volviendo esquizofrénico?" me pregunté. Pero de todos modos percibí que al hablarle con tal dureza gramática, había actuado como si departiera amistosamente con mi ficción, como si estuviéramos sosteniendo una amable conversación que justificara su mirada llena de gozo. Entonces me miré, otra vez, desde fuera de mi mismo, pero asumiendo que mi ficción sólo era visible por mi y que cualquier reacción de quienes me rodeaban era fruto de mi propia paranoia. Me percibí hablando a un ser imaginario, en tono amabilísimo, pero empleando los insultos y la ironía que no podía atajar dentro de mi ira por el ridículo al que me sentía sometido por parte de Armendáriz. ¿Cómo me vería hablando solo?, ¿Qué dirían esas personas que me veían, tan contenidamente agitado, insultando a un ser imaginario en un tono tan delicado?. Sólo entonces pensé que era necesario comprobar la materialidad de mi acompañante y lo tomé por un brazo, temiendo que ahí no hubiera sustancia alguna, sin embargo, quizás por oposición psicológica, o también por porfiada realidad, no lo sé, aferré un brazo duro casi como madera, impropio de un viejo, aún cuando recordé que la imagen literaria de Armendáriz siempre fue recia. Ese había sido uno de los cuidados muy especiales que había tenido en la construcción del personaje: En todos los ámbitos, incluso hasta el final, ya cerca de su muerte, y a pesar de su abandono, su imagen fue siempre completamente valente, ruda, fuerte. Armendáriz se había materializado aquí en este mundo, trascendente del suyo, con toda su potencia física ficticia. Pero claro, fuera como fuera, él era mi creatura, no podría, jamás, percibirlo diferente a cómo yo mismo lo había creado, sin importar que esta materialización fuera producto de un ataque de esquizofrenia o una extraña realidad, o una manifestación, para mi, metafísica, con algún cierto significado que todavía no lograba discernir. Continué entonces hablando con él, aun cuando jamás respondía, pero si su brazo era perceptible y duro, el tendría que ser visible para los demás; ¿O no?. Decidí, como último recurso, probar su existencia con un acto audaz. Miré de pronto a una mujer que pasaba junto a nosotros y la saludé con tal familiaridad, de manera que a ella misma le cupiera la duda de que tal vez me conociera. Ella me reconoció, es posible que haya visto alguna fotografía mía en algún libro, o incluso, quizás me había leído: "¡Irizarri!" me dijo con alegría y me besó en ambas mejillas, a la vez que me abrazaba. La miré afectuoso y luego a Armendáriz. "Él es Armendáriz" le dije, presentándolo. Él no la miró. No me quitó los ojos gozosos de encima. Ella le tendió una mano dudosa y me miró con extrañeza. ¿Se habrá sentido sorprendida por mi excentricidad?: "Irizarri está loco, iba por la calle con su amigo secreto. ¡Y hasta me lo presentó!" le contaría a sus amistades. ¿O su extrañeza se debería a la actitud de Armendáriz, que la ignoró y sólo tenía ojos para mi?. Ella retiró su mano con una risita tonta y me miró sin saber qué decir. La prueba no había sido del todo efectiva. Bien podía, la reacción de ella, deberse a la sorpresa de descubrir que yo estaba loco y al temor de contradecirme. Entonces desvié la cuestión y le pregunte por ella, como si fuera una antigua conocida: "¿Y cómo ha estado usted? ¿y su gente?". Le hice alguna pregunta general sobre su madre (todos tienen madre), sobre su salud (que siempre es un tema estimable para la mujer), algo más y la despedí de manera cortés: "Bueno, querida amiga, ya le he quitado su tiempo. Usted estará apurada... En fin, ha sido un gusto verla; ¡Adiós!" y continué mi camino con Armendáriz. Ella se alejó sonriendo. Yo, dudoso.

Continué un acto histriónico forzado y absurdo, mientras llegaba a mi oficina, tratando de aparentar un diálogo interesantísimo con mi interlocutor que tal vez no estaba ahí y a la vez intentaba disimular que hablaba con nadie y me esforzaba en aparentar que me hablaba a mi mismo como cualquiera hace cuando olvida algo y de repente se da cuenta en la calle. Entonces se detiene, mira a un lado, sonríe, se mete la mano en un bolsillo y luego en otro, y se dice a sí mismo: "¡Vaya! estoy seguro de haberlas tomado de encima del arrimo de la entrada". En seguida mira al infinito, que yo colocaba en el rostro de Armendáriz, de modo de hacer el doble juego del diálogo y el monólogo, que me permitiera pasar bien por la locura y la realidad, y seguido de un breve silencio, como si el otro, imaginario, hubiera respondido, dice: "Pero no las tengo", y abre los brazos. Después continué un trecho largo, siempre con una sonrisa leve hacia Armendáriz o al frente, como si escuchara sus razones o quizás cavilara, solitario, como hace mucha gente normal. Así seguí en esta angustiosa ambigüedad, hasta que llegué al reposo de mi oficina.

Armendáriz se sentó en el sillón que mira al ventanal, hacia el lado del parque. Parecía ese Armendáriz de sus últimas páginas, sentado silencioso, mirando a sus sueños por la ventana de la casa del narrador, mientras alimentaba a los zorzales que se subían a sus manos enormes, en la infinita confianza de su bondad. Pero ahora, libre de las ataduras del papel y la pantalla del computador, miraba con infinito gozo e inefable atención a su creador. Yo, en tanto, sentado en el escritorio, rodeado de papeles, apuntes en servilletas de restoranes, trozos de papel arrancados de algún cuaderno ajeno, frases mínimas anotadas al reverso de una boleta de alguna compra, fajos de pequeños desechos sujetos con un pescador de lata, cuadernos con trozos de novela escritos mientras me sentaba en el mismo bar donde transcurría la acción, y tanto más, revisaba, en la pantalla del computador, el texto de la novela. Recordé haber recurrido a la exageración en varios pasajes, como la referencia a la cantidad de hermanos de Armendáriz, o al número de sus obras. Busqué aquellos pasajes, ante la mirada atenta y silenciosa del protagonista. A ratos creía ver cierto brillo de angustia en su mirada, como si temiera que encontrara algo, en el relato de su vida, que pudiera llegar a estropear el gozo que ahora sentía, ahí a mi diestra, mirándome para siempre. Me sumergí en aquellos pasajes de la novela y volví a revivir el profundo placer de crear aquellas ficciones. Sí. Muchas eran absurdas. Quizás un lector atento y riguroso, como yo mismo soy cuando leo a otros, encuentre todas esas magníficas fallas que dan sabor a la obra. Podría haber alguno que no las tolere y en ese instante abandone el texto, pero yo mismo, si fuera mi lector, y quizás suene arrogante o autocomplaciente, encuentro mágico y magnífico que Armendáriz sea, por ejemplo, el único representante de su generación, porque después de la guerra, un acuerdo tácito de la humanidad haya suprimido los nacimientos hasta el año cincuenta y cuatro. Él era sólo el fruto de un acto de rebeldía, o lujuria imperdonable, de mil novecientos cuarenta y ocho: El único conocido. ¿Sería, por ejemplo, éste un yerro insoportable? ¿Estaría, mi íntima conciencia de autor señalándome estas exageraciones con la presencia persistente del protagonista? También disfruté, otra vez, bajo el atento examen de mi protagonista, aquella fiesta de cumpleaños en la que todos, absolutamente todos, le regalaban cajas vacías, paquetes de nada, preciosos envoltorios sin contenido, que él simulaba que eran los más finos y estimables regalos, para no poner en evidencia a cada amigo frente a los otros. De la misma manera volví a recorrer aquellos pasajes en que él atraía, como imán a las niñas pequeñas, y aunque nunca se explicita su vicio, muchos que leyeron los borradores, confesaron sentir un profundo rechazo que no por ello dejaba de atraer abriendo la morbosidad que todos tenemos. ¿Podría mi conciencia estar avisándome de un profundo fallo moral, al construir un héroe con un pervertido? Como sea, el manejo que el personaje hace, en su texto es, sin ignorar el rechazo y la repulsa del lector, o al menos el mío como lector, absolutamente delicado y nunca impúdico. Este era el lado sombrío del protagonista: Aquí debería encontrar la condena del lector, pero una condena tal que a la vez fuera digna de perdón a la luz de los actos de nobleza entrañable que hacía en amparo de sus amigos y de sus propias mujeres a quienes jamás culpaba de nada. Revisé cuidadosamente toda la novela y nunca encontré en toda su extensión un sólo momento en que el protagonista culpara a nadie de nada. Ni a sus peores enemigos y detractores, ni a quienes ejercieron las peores traiciones. Sólo el narrador es sujeto a un cierto rechazo, que lo aleja del protagonista, aun cuando tampoco es del todo definitivo. Tampoco nunca lo acusa.

Durante varios días trabajé revisando la novela. Armendáriz estuvo siempre junto a mí, a mi diestra, mirándome con atención e inconmensurable gozo. A veces, en los momentos más difíciles del análisis, o cuando me sentía más cansado, el se levantaba del sillón junto al ventanal, donde se posaban los pájaros a descansar y algún gorrión lo atravesaba para ir a picotear junto a sus zapatos, y se acercaba a mi lado y miraba sonriendo aquellas escenas que parecía evocar con más placer que yo mismo. Entonces parecía iluminarse, aquel nudo de la trama, y volvía a contar con mi aprobación. Después de algunos días, cuando iba a la oficina, o cuando volvía por las tardes a casa, cuando me sentaba en algún bar o me reunía con amigos, siempre con Armendáriz a mi diestra mirándome con alegría infinita, yo ignoraba la sorpresa o la extrañeza de la gente, de mis amigos o familiares y restaba importancia a sus comentarios y preguntas. Me acostumbré y de a poco comenzó a parecerme natural su presencia persistente y silenciosa. Muchas veces los extraños se daban codazos disimulados y nos señalaban, a la vez que se hacían comentarios, quizás, insidiosos. Mis amigos me interrogaban y se extrañaban de que no presentara a este contertulio que me acompañaba. A veces se reían con cierto desdén, como si me compadecieran, cuando, sin dar importancia al hecho, les explicaba que era el protagonista de mi última novela. "¿Y qué hace aquí?" se reían.

Cuando la revisión de la novela estuvo minuciosamente terminada, sentí que esta era mi obra más entrañable y pensé que Armendáriz era el mejor de todos los personajes, entre protagonistas y antagonistas, secundarios, narradores presentes o ausentes, en primera o cualquiera persona. No obstante, gracias a él y ésta, había ido quedándome solo. Algunos pensaron que finalmente yo había mostrado una faceta íntima que no querían compartir: "No me importa que seas maricón" me dijo uno, "pero si al menos hicieras un esfuerzo y fueras algo más discreto". Otros quizás sólo lo pensaban, y sin decirlo se alejaron. Sé que algunos, menos perceptivos, ni siquiera lo veían, pero les parecía que yo había enfermado de la cabeza y no comprendían que les dijera que no, que no se sentaran a mi derecha, por respeto a Armendáriz. "Este huevón excéntrico siempre reserva una silla para su amigo imaginario. Yo ya no lo soporto" sé que dijo otro. "Sí. Incluso le puso un nombre, algo así como Arismendi o no sé qué" explicaba extrañado y preocupado de mi salud mental.

Mi mujer, mis hijos ya no lo ven, o es tan cotidiano, que ya lo han asumido. Yo mismo ya no me preocupo demasiado, ni me molestaba que, incluso, al acostarme, se siente a los pies de la cama a mi derecha. Sólo mi mujer resiente su presencia, cuando tenemos intimidad. Entonces me dice: "Es raro hacer sexo con dos a la vez". "No te preocupes" tengo que convencerla, "Armendáriz no es de verdad. Es sólo una proyección inevitable". No obstante, casi nunca me resulta. Con el tiempo ella dejó de verlo. Sólo aparece en los momentos más indiscretos y sonríe más que nunca, como si reflejara mi propia alegría. He vuelto, entonces, a preguntarme ¿qué era lo que lo había traído a materializarse a mi derecha?. Jamás llegué a saberlo. Y sin embargo, la duda me llevó a archivar la novela sin buscarle un futuro, me dije que algo podría haber en ella que no llegaba a comprender y quise ser comedido: Ahí quedó; entre papeles, entre archivos de computador, entre notas en cajones y carpetas: Olvidada. Pero Armendáriz me la recuerda con frecuencia, de modo que se ha convertido en una especie de defecto que se arrastra y no se puede olvidar. A veces creía que era como el jorobado, que acostumbrado a su joroba, no la recuerda, pero cada tanto algún percance se la hace notar. Día a día, siempre hay alguna situación que recuerda al jorobado su defecto y a mí me evoca aquella novela archivada, aunque ya casi sin precisiones de su contenido, desdibujada; nada más carga la vergüenza de aquel defecto ignorado que no he podido encontrar. Cargo, sin un motivo real, la sensación que aquella novela es indigna. A la vez, si hubiera podido, habría borrado a Armendáriz y la enfermedad o locura que por él he contraído.

El tiempo ha pasado como el agua tranquila de un silencioso arroyito, que se lleva, lentamente, la arena hasta descubrir las piedras de colores del fondo. De pronto miramos el agua, casi sin interés y descubrimos su belleza olvidada. Cualquier día, buscando no sé qué, también miro el fondo de los cajones y por casualidad encuentro un borrador con correcciones. Leo: "¡Perdona! Todo fue mi culpa". A mi derecha está Armendáriz mirándome gozoso y siento que esa frase me produce una emoción infinita. Entonces busco la novela completa, ya olvidada, ya despejada de la arenilla del fondo, cuando sólo quedan las miles de maravillosas formas de colores de los guijarros bajo el agua. Imprimo sus más de trescientas páginas y comienzo a leer, como si fuera ajena, mi obra propia. No quiero emitir un juicio porque los juicios que emito de mi obra son dudosos y sólo me pertenecen. Nada más diré que no puedo abandonar la lectura. Se me hace de noche y sin embargo continúo, hasta que al final llego, de nuevo, a ese nudo preciso: "¡Perdona! Todo fue mi culpa". Leo el epílogo con los ojos húmedos y un nudo que de pronto ataca mi garganta. Casi avergonzado miro a Armendáriz. Solo me observa ¿más atento?: No lo sé, pero, sí, siempre con inconmensurable gozo.

Al día siguiente comienzo a recorrer editoriales. Una tras otra reciben copias en un acto secretarial indiferente: "Llene este formulario; déjenos su original. ¿Sólo trae una copia?... ¡Mmmh!", "Muchas gracias por preferirnos", "No, no. La señora María Paz está en la feria de Guadalajara... Pero si gusta le deja su manuscrito. Llámela después de julio. Sí" y más. Una sonrisa fría, el estómago recogido, lleno de ese vértigo eterno de lanzarse al abismo. Casi el único mérito es sentir que me he reconciliado con aquella obra tan olvidada, tan guardada. Pasa el tiempo sin respuesta ninguna. A veces al mirar a Armendáriz, que sonríe, me asalta la vieja duda, aún inexplicada y vuelvo a leer la novela, no siempre de la primera a la última página, pero sí al azar. La abro en una página cualquiera y lo encuentro en el destierro, desaparece en el desierto con su amante joven, la mujer niña del coronel, examinando fósiles de caracoles transformados en piezas de romance casi infantil. Vuelvo a enredarme en mis propias emociones, las que me llevaron a creer que así, este personaje se hacía entrañable. Lo juzgo otra vez y sí: Me resulta entrañable, aunque no olvido sus vicios y una cierta soberbia que he sabido darle: No es extraño. Yo mismo soy un soberbio; es uno de mis defectos. No me canso de repasar el momento de su muerte y esa frase que lo redime, finalmente, de todos sus pecados cuando ya no podrá defenderse más. De repente creo que amo esta novela y a su protagonista. Lo miro a mi diestra, silencioso, sentado ahí con sus enormes manos enlazadas sobre el estómago, sonriendo gozoso con los ojos empequeñecidos por el gesto y le sonrío también, por fin. "¡Perdona! Todo fue mi culpa" dice por primera vez desde que está a mi diestra. Un pajarito picotea la punta de su zapato. Hay quienes creen que el escritor tiene momentos permanentes de epifanía y que su virtud es el invento con que las musas le favorecen. A veces lo creo, a veces no. Pero en el pervivir del escritor, en todo caso, sí está siempre presente ese tizne que habrá quedado en algún lugar del pellejo de su cerebro, del barro del gran demiurgo, que lo hace, a su vez, un creador, aunque sea de ficciones. A veces los sucesos, las ideas, las cuestiones atraviesan ese trocito de pellejo y uno comprende, en última instancia, qué es la máxima creación a que podemos aspirar: La ficción. En ese momento epifánico, después de tanto tiempo, comprendo, al fin, por qué Armendáriz ha venido a estar, para siempre, a mi diestra a mirarme lleno de dicha.

Kepa Uriberri