La reina que murió con la cabeza entre las piernas
Cierto día de comienzos de diciembre, no puedo recordar, o no sé cuál, se lo llevaron y ya no lo volví a ver hasta que su juicio terminó con su condena. Durante mucho tiempo quise obligarme a pensar de un modo diferente, pero la primera señal ya la había tenido a mediados de septiembre, cuando oí la algarabía desde la calle, que festejaba la abolición de la monarquía. Recuerdo que entonces sentí un gran peso en el pecho y los hombros, y me acosté intentando dormir, para no pensar. Ese día me dije a mí misma: "Und alles ist verloren!"[1]. Sin embargo él había ignorado los gritos que entraban por las ventanas y siguió leyendo. Cuando fue condenado, lo trajeron con nosotros ya muy entrada la tarde. Había oscurecido hacía varias horas y en la escasa iluminación que se nos permitía, lo vi arrasado. Nos relató, sin orden ni ilación, los sucesos de su juicio, con Luis Carlos sentado en sus rodillas. En algún momento dijo: "Fue terrible. Felipe que es de mi propia sangre, votó por mi muerte" y se quebró. Ya no pudo dejar de llorar. Finalmente dijo: "Mañana a las once me llevarán a la guillotina en la plaza de Luis XV". María Teresa cree que su padre lloraba por nosotros: No lo sé. Le pedí que pasara la noche aquí, porque hubiera querido reconfortarlo, pero insistió: "Preferiría no hacerlo" y fue llevado aparte. No volví a verlo ni a saber de él. Me quedé sumida en una pena seca, sin llantos ni sollozos, pero tal que parecía afectar el color del que veía las cosas y la luz, tanto que no podía ver nada con atención, todo delante de los ojos era como una sola masa construida por los objetos, que vagaban en el espacio, sin contenido alguno. La mañana del veintiuno casi no se veía nubes en el cielo. Había amanecido hacía unas pocas horas cuando llegó a nosotros, de pronto, el griterío: "¡Viva la república!" y los cantos de las gentes. Pensé en ese momento que ya no había esperanzas para ninguno de nosotros: Luis había muerto; ¡sin duda! No obstante, desde entonces me aferraba a la vana ilusión que la oposición de Austria y de otras potencias, lograran nuestra liberación. Imaginaba que mi amado Axel montaba alguna conspiración exitosa y me rescataba, pero sólo eran sueños irrealizables, ¡imposibles!.
Medido en un calendario, o comparado con aquellos tiempos felices de la niñez, en los jardines de Hofburg, cinco meses no son nada, pero comparados con la nada de la torre del Temple resultan una eternidad, que transcurre sin cesar nunca, bajo el peso del persistente peligro de una condena y de la separación de mis hijos. Hasta julio sólo gravité sobre un denso abismo de incertidumbre, que sin Luis Carlos y María Teresa, mis hijos, habría sido insoportable. Ese día un funcionario, acompañado de los carceleros se llevaron al Delfín: Fue como si me hubieran arrancado un brazo. Quise oponerme, con razones, con órdenes, con explicaciones y por fuerza. No fue posible. "El niño Capet no debe estar con las mujeres" fue la única explicación que se me dio. De ahí en adelante todo sería más y más rápido, como si fuera tomando velocidad en el rodado de una montaña. Unos pocos días más tarde me trasladaron a la Conciergerie. Nunca más volvería a ver a mi hija María Teresa, ni a saber de ella. Tampoco de Isabel, la hermana de Luis, compañera necesaria en tanta soledad.
A veces me parecía que mis pensamientos eran como un fluir de barro sucio y espeso, sin significado alguno. Revolcados en ellos aparecían los recuerdos de mis dos hijos de los que había sido despojada, también los de aquellos otros dos que dejé que me arrebatara la vida. Otras veces lograba serenarme y aparecían recuerdos, siempre cargados de culpas por no haber sabido manejar la estela de mis actos. ¿Qué culpa tenía yo en la estafa del collar de la Du Barry urdido por Jeanne de La Motte? o de la imprudencia de las princesas de Lorena: ¿Por qué, si ellas habían roto el protocolo, la culpable tenía que ser "l'Autriche" [2]? Al fin siempre concluía que Francia jamás me quiso o siempre quiso despreciarme, como si sus viejas y rígidas costumbres fueran superiores. Cuando recordaba aquellos tiempos me llenaba de ira. Yo era la hija del emperador y me había casado con un imbécil, como premio a su colaboración en juegos de poder que no comprendía. ¿De qué me valió? ¿De qué le valió a mi madre? ¿Y a mis hermanos que me abandonaron como si me arrojaran a los lobos porque no era bueno para Austria defenderme?. Al fin, Francia, sus franceses, siempre conseguían humillarme. Me hacían sentir su superioridad intelectual y moral, como la nobleza más luminosa de Europa, como la sociedad más refinada, a la que yo no pertenecía en modo ninguno, sin importar mi origen, que por lo demás creían menor. Yo no tenía, para ellos, un nombre. Era "l'Autriche". Siempre que caía en estos pensamientos terminaba en el recuerdo de la abominable Ceremonia de Coucher en la que toda la corte de Francia debía observar y comprobar que la joven austríaca era desvirgada por el Delfín adolescente. Pero el futuro rey de los franceses no era capaz de cumplir su deber. ¡Vaya luces! ¡Miren que príncipe! Y para eso tenía que soportar la humillación.
Fui recluida en una sala menor, apenas amoblada, donde reposaban, antaño, los carceleros que les correspondía descanso. Para estos franceses, los del pueblo, era "Madame Deficit". Me sentía sometida a venganzas que no merecía, estaba enferma y debilitada por una persistente hemorragia, además del peso de la certeza de la suerte que me esperaba sin remedio. Más tarde añoraría, sin embargo, esta celda, como un aposento regio. Aquí fui rehén y moneda de cambio estratégica para Francia en los conflictos con las otras potencias de Europa; quizás con la propia Austria, pero no le sé. No tenía casi noticias. Me parecía que habitaba una pequeña pecera de piedra que sin tocarme me oprimía. Sentía fuego en el vientre y me invadía la obsesión de que me estaba desangrando con aquella hemorragia mía. Tal vez alguien montaba una conspiración para salvarme, quizás habían descubierto una, o sólo fue una forma de tortura: Un día me sacaron de esa celda mísera y me llevaron a otra peor. Ahora estaba separada de mis guardianes por una cortina inmunda y sólo disponía de un catre de fierro una mesa pequeña y una silla de madera. Aquí, se decía, estaría mejor vigilada. Sólo sé que ya no tenía intimidad ninguna. Por una ventana menor, en un rincón alto, alcanzaba a entrar algo de luz de otoño, durante unas pocas horas. Sólo se me permitía leer, pero no tenía velas, de modo que la mayor parte del tiempo vivía encerrada en la piedra y en mí misma. Se me había requisado todas las pertenencias.
Puede ser que hayan creado, ya, un falso expediente para calmar sus conciencias y condenarme, para desprestigiarme ante el pueblo de Francia; cuestión que no necesitan. Cubierta de mentiras y atroces acusaciones, en algunos días podrán, al fin ejecutarme ante el pueblo, ansioso de sangre. Quizás hayan sido dos meses o más, no lo sé bien, lo que habían tardado. Sólo era otoño, quizás fines de septiembre o algunos días entrado octubre, cuando me llevaron por ese lúgubre pasillo al gran salón donde sesionaba el tribunal. Me interrogaron y me asignaron la calidad de acusada, para someterme a juicio. ¡Cuánto coraje! ¡Cómo mentían con descaro! Enredaban las declaraciones que se supone había hecho a mis interrogadores y las mostraban como si yo me acusara a mí misma. Tuve dos abogados que no estaban preparados ni me defendieron. No tuve oportunidad de elegirlos, me fueron dispuestos por el tribunal. Todas las acusaciones fueron infames, pero llegaron al extremo de presentar, y leer, una declaración escrita, firmada por Luis Carlos en contra mía. Con las más soeces palabras, que él mismo no podía comprender, aseguró que Isabel la hermana de su padre, y yo misma, su propia madre, lo obligábamos a participar en juegos impúdicos e íntimos, que practicábamos desnudas con él en el Temple. Le habríamos enseñado a buscar su satisfacción y la nuestra. Ya nada me importó: Podían llevarme de ahí, de inmediato, al cadalso, o podían decapitarme, ahora, ante mis acusadores y jueces, ante todo el público presente, para quienes éste era un espectáculo que los llenaba de gozo. Levanté la voz con ira y decisión, para hablar a las mujeres que ahí había: "Vosotras sois madres, como yo misma lo soy. Ni vosotras lo sois más que yo, ni esta mujer; en desgracia, es más madre que vosotras" les grité. "¿Alguna de vosotras, cualquier madre, ni yo misma ni nadie, puede creer que una madre enseñará esas cosas a un hijo al que se ama con todo el corazón? ¡Esta es una infamia que las mujeres de Francia no pueden permitir! ¡Hacedlo saber así!". Quise creer que todas las mujeres gritaron a mi favor. Quise creer que todas esas voces se alzaban para defenderme, pero no lo sé. Sólo sé que hubo desorden, que el juicio debió suspenderse, y que me sacaron del tribunal mientras la policía intentaba poner orden entre los presentes. Llevaba la cabeza plena de pensamientos encontrados y el corazón rebalsado de furia. Sólo cuando me dejaron a solas en mi celda tuve conciencia de mí misma y de mi cuerpo. Sentí que tenía empapadas; tibiamente empapadas, las entrepiernas.
Fue peor que cualquier tortura. ¿Quién sabe si algún día, ese niño, llegará a ser el rey de Francia o de los franceses? ¿Cuánto tendrá que renegar de mi, su madre, para lograrlo? ¿Para eso lo habían apartado de mi?. Hoy, otra vez, me habían arrancado un trozo del alma. Era como si quisieran quitarme la vida lentamente. Yo nací, creo que así nacemos todos: inmortales. La muerte era algo ajeno, sucedía a otros, mientras una tenía toda la vida eterna por delante. Cuando vi que el golpe que me habían dado, a través de mi propio hijo amado, en el tribunal, había hecho estallar mi vientre, el mismo que lo había parido, y que ahora manaba en un lento río de sangre tibia, supe por primera vez en mi vida que no era inmortal. Sentí, ahora sí, terror: Estaba muriendo, se me escapaba la vida. Nunca antes, ni siquiera cuando se llevaron al rey para decapitarlo, había dejado de ser inmortal, aun cuando sabía que mi destino cierto era la guillotina, de algún modo lo negaba. Quizás abrigaba esperanzas o quizás ni siquiera las necesitaba: La muerte propia no existía. Sólo nació en este río rojo que cristalizaba lento entre mis piernas, llevándose mis fuerzas y señalándome que estaba irremisiblemente rota por dentro. En este momento tuve miedo. Tuve el miedo que no tenía de morir en el cadalso, quizás porque nunca llegaría a suceder, quizás porque la muerte era hasta entonces algo que sólo sucedía a los otros. ¿Qué más conoce una de la muerte, que la de los demás? Sólo ahora sé que una también muere, sólo ahora que la muerte comienza a cubrirme con su sombra y bebe mi vida de mi sangre. Tuve miedo. Y aunque nada podía hacer, sentí que el miedo nacía de la certeza de perder a mis hijos Luis y María Teresa, en la muerte, como si la muerte fuera la de ellos: Yo los perdía, no ellos a mi. "¿Que va a ser de ellos sin mí?" me pregunté, ahora que estaba muriendo. ¿Cuánto tiempo demoraría en vaciarme? ¿Cuánto me duraría la vida que se me escapaba sin remedio?. Cuando entran a mi celda, de nuevo, siento que el vientre se me recoge y me acucia un intenso dolor. Me llevan otra vez al tribunal y siento terror, no de una condena, sino de ser enfrentada, quizás, de manera cruel, con mi hijo y a verme condenada por él; por su inocencia. Quizás hoy él no sepa cómo me estaba dañando, pero llegará el momento en que esta condena, que arroja sobre mi, sin comprenderla, se convierta en un peso atroz en su conciencia.
Fueron muchas horas. Horas inútiles de testimonios ambiguos, a veces pueriles, las más falsos y sin pruebas y sin embargo me eran agobiantes; agotadores. Sentía que me desangraba y que ya no tenía fuerzas. Por fin terminaron los testigos y el acusador público me conminó a presentar mis últimos descargos. "No se ha presentado aquí prueba para acusación alguna en mi contra" aseguré, "Sólo se me acusa de ser la mujer de Luis XVI; como tal me correspondió siempre acatar su voluntad". Y sin embargo sabía que todo era imposible. Ya estaba condenada desde aquel día en que llegué a Francia. No fue sorpresa oír la sentencia, después de la farsa de la deliberación del jurado: Era su deber y su terror. Jamás podrían haber considerado mi inocencia, aún creyendo fervientemente en ella. Pero nada importaba: Yo ya estaba muriendo desangrada lentamente. La muerte ya había tomado mi mano. Esa noche no dormí: No pude ¿o no quise?. Tal vez vi cómo se repetía el destino que tenía trazado desde que entré a Francia, como si fueran ondas concéntricas que hubiera generado una piedrecilla en el agua. Toda la nobleza debía reunirse en torno de mi compromiso con Francia, en el lecho conyugal: Moría como austríaca y renacía francesa por la penetración del Delfín de Francia. Pero no fue posible. Nunca fue posible. Ahora sería francesa para siempre recostada en el lecho de la guillotina y ya había comenzado a sangrar y morir. Se consumaría por la penetración de la guillotina del pueblo en mi cuello: El círculo concéntrico se cerraría.
Aun no ha salido el sol. Un renegado entra a ofrecerme sus sacramentos. ¿Cómo podría, en esta última hora, la hija del emperador cuya misión de vida es la defensa de la verdadera fe, encomendar su alma a Dios, en las manos de un renegado de aquella fe? El hombre insiste.
- ¿Puedo al menos acompañaros y orar por tu alma?
- Si así es vuestro deseo - digo, y reflexiono: - Ya no soy dueña de nada. ¿A quién podría prohibir o imponer mi voluntad?
Se quedó ahí, tras la cortina que me servía de última intimidad mientras me vestía para ser ejecutada. Había vestido, hasta ahora, un luto casi de harapos desde que me habían quitado todo lo que me pertenecía. Aún, sin embargo conservo un vestido, o más bien un camisón blanco y una cofia. Me dejé cortar el pelo como era rigor, por la muchacha que a veces atendía las necesidades que la guardia no podía cumplir, y me vestí de blanco para simbolizar mi inocencia, renunciando al luto debido. Sospecho un sol helado, que a esa hora todavía no entra por la alta ventanuca enrejada de la celda, cuando entra el verdugo. Es un hombre enorme, "demasiado amable para su oficio" considero. Dice llamarse Sansón, "¿o es su apodo revolucionario?". Me pongo la cofia en la cabeza y me dejo atar las manos a la espalda. El verdugo lleva asegurada, consigo, la otra punta de la cuerda y el tricornio bajo el brazo. Al salir de la Conciergerie, la luz del día, que hace meses no he visto, me hiere los ojos. Sin precisión veo una guardia numerosa, que aparta al público de curiosos, y la carreta miserable que me espera. Noto que el caballo, si bien es enorme, está sucio y descuidado. Su cuerpo macizo se ve surcado por las costillas y siento que su sumisión es una alegoría de mi propio sometimiento. El verdugo me ayuda a subir a la carreta mientras me tortura el silencio raro de los murmullos, de quienes han venido a ver mi capitulación, y de las oraciones del apóstata que se sienta a mi lado.
Soy una cáscara vacía: Nada pienso, nada siento. Sólo sensaciones, murmullos de la gente, oraciones de este renegado a mi izquierda, el ruido y la textura de las ruedas toscas al avanzar sobre el empedrado. La luz que me hiere tiñendo todo de gris, convierte las figuras en una sola cascarilla que ondula al ritmo del murmullo, como si fueran un solo ser, así como las siluetas que se traslucen tras las cortinas tenues. Nada tiene individualidad; ni yo misma. También soy parte de esa nada superficial y vacía en su interior, como un inmenso trapo que flameara agitado por un cierto vendaval. La carreta avanza lenta por la Rue de Saint-Honoré, al poco de atravesar el puente desde la Conciergerie. Alguien, quizás un bufón, se ha puesto delante de la carreta y va recitando algo que no escucho con claridad entre los gritos de las gentes. Se refiere a mi con palabras soeces. Sólo una idea me sostiene: "Soy la reina de Francia. Y si no lo soy, soy archiduquesa de Austria y Lorena. ¡Nadie avasallará la dignidad que me corresponde!". El camino se hace eterno, ensordecedor, enceguecedor. A veces veo rostros. A veces gritan. A veces son irónicos, a veces se acompañan de brazos alzados. Todos son iguales, todos son el mismo rostro enajenado y vacío. Yo estoy vacía y soy parte de esos rostros que nada son; avanzo al centro de esta lenta marea que nunca termina. No hay alegría en esos rostros que quizás algún día buscaron libertad, ansiaban alguna extraña igualdad que los igualaba pisando sobre sus superiores, revirtiendo una igualdad imposible, igualdad no deseada: ¡Venganza! ¡Revancha! El pueblo fraterno asesinando a los que no eran iguales en un absurdo sentido de justicia para construir la libertad que me restaban. Para eso, yo debía pagar el precio. El precio no era mi muerte sino ser arrancada de mis hijos. Todo lo demás: ¡Nada! y esos rostros llenos de fervor falso; de fanatismo, ni siquiera sabían cuál era el castigo que me imponían. ¿La muerte?: La muerte todavía era un concepto; no tenía realidad. Para esa muerte aún era inmortal. Iba al patíbulo, me esperaba la decapitación y sin embargo no concebía mi muerte. Mi muerte estaba en ese lento arroyo de sangre que manaba entre mis piernas, sin detenerse nunca. No sabían que no había, para ellos, en mi muerte, premio ninguno. Siempre, desde que llegué a Francia, estuve rodeada: Hoy de este pueblo de sordos rumores y gritos porque me odian. Ayer, rodeada también, de rumores silenciosos. Siempre estuve sola en Francia, pero rodeada de franceses que no me querían. Vuelve a mi, en la soledad tumultuosa, la tumultuosa soledad de la Ceremonia de la Coucher: Toda la noble Francia, hierática, estólida, observando a su Delfín, tan incapaz de restar la virginidad de su joven princesa: ¿Habrá aumentado el odio de los nobles hacia su futura reina, la torpeza de su delfín?. Llegamos al fin a la Rue Royale, donde a la derecha, al girar la carreta, pesada y lenta, vi mi muerte verdadera, al fin. Se veía como una alta y esbelta máquina, casi bella, casi inocente. Entre mi muerte y yo, sobre el pedestal de la estatua de Luis XV, último símbolo de la monarquía francesa y su absoluto poder, divisé la estatua de una mujer, en yeso pintado, imitando piedra, que me daba las espaldas, sentada en un trono, con una lanza en su diestra. Todavía le tomó, al fatigado caballo, tirar la carreta hasta el cadalso, otra eternidad. Cuando al fin llegamos, y el verdugo, con ademanes de ayuda de cámara, con su tricornio, respetuosamente, bajo el brazo y la cuerda que ataba mis manos a la espalda, varias veces enrollada en ese brazo y sujeta firmemente con aquella mano, me ayudó a descender de la carreta, pude ver, de frente, la estatua de la mujer: Tenía la mirada vacía, quizás como yo misma. Su gesto era severo, aunque tranquilo, y si hubiera tenido pupilas en los ojos habría estado mirado un horizonte lejano, en el sur, quizás si en España, o más allá, pero era ciega. Su mano izquierda caía, tranquila, sobre el reposo para el brazo del trono que ocupaba. Vestía una túnica larga y calzaba sandalias, mientras su cabeza no estaba laureada sino tocada con un birrete frigio pintado de rojo. Sin ninguna duda esa estatua era sólo la cáscara de yeso, vacía por dentro, como yo. El verdugo me tomó del brazo y me ayudó a subir al cadalso, mientras yo miraba a la estatua. Casi al llegar arriba, distraída, en mi observación, tropecé en un peldaño y pisé al verdugo. Me disculpé con cortesía:
- ¡Oh! perdone usted, fue involuntario -. Lo miré por primera vez, a la cara, con cierta atención. A pesar de su tamaño, su cara reflejaba casi la bondad de un niño y su mirada dulce me sorprendió. Dijo:
- Il n'a pas d'importance, Madame.
No obstante, una vez arriba del cadalso, sus gestos y movimientos son duros, tensos, y su gesto completamente rígido. Me empuja y me inclina, para recostarme contra el vientre en el tablado de la máquina. Cuando asegura el marco en torno a mi cuello y me quita la cofia que oculta el pelo recortado la certeza de sus movimientos, me aterra y me muestra una imagen contradictoria de este niño enorme, anciano, a cargo de la máquina de matar. Siento un golpe de sangre que me inunda el pecho de horror y percibo, por fin, que voy a morir. Veo el fondo del canasto dispuesto para recibir mi cabeza. No sé qué me hace estudiar el tejido de esa cesta, manchada de sangre seca. Veo su tramado circular, enlazado con el tejido cruzado de mimbre, con tal nitidez que pienso que quisiera ignorar que esa sangre seca puede ser la de Luis. Y después será la mía. Entonces se me ocurre que esa sangre cristalizada y esa nervadura tejida, que la sustenta, allá al fondo, son como la figura en un espejo de mi matriz profunda y desgarrada. Todo, incluso el borbotear de rumores de la gente, empuja la emoción hasta mi garganta, hasta nublar mis ojos. Me resisto y presto atención al trabajo del verdugo que ata mis piernas al tablado, para vencerla. El tiempo es eterno y lento. Cada segundo es inconmensurable, como si viviera la vida eterna en este momento infinito: ¿Cómo es la vida eterna? ¿Quedarán, por fin, en este castigo, purgadas todas mis faltas? Pero estoy en paz: ¿Entonces por qué este instante se hace eterno, como su fuera el único? Sin embargo esta eternidad, de este momento, es así: Metida en esta trama manchada de sangre cristalizada.
De pronto se hace el silencio. Algo, que no alcanzo a ver, ha sucedido, y concita la expectación general. Vislumbro, a mi derecha, difusa, la figura del verdugo y escucho alguna orden militar. Percibo un movimiento brusco de él, a mi lado, seguido de un ruido seco de madera, como si se cerrara bruscamente un cajón. El verdugo ha activado el cuchillo. Durante una eternidad el corazón me golpea el pecho con fuerza, mientras oigo un zumbido como si alguien pasara las uñas sobre madera. Aprieto los dientes con fuerza y la tensión de todo el cuerpo me resulta dolorosa y aunque no alcanza a pasar una fracción de segundo, siento el tiempo detenido, hasta que de repente me cae un golpe seco en la nuca y caigo en el fondo del canasto sobre la sangre seca de quienes fueran ajusticiados antes que yo. Oigo gritos de júbilo y me siento ahogada. Quiero respirar y no puedo. Siento en la frente y la mejilla, la textura de la nervadura del mimbre del canasto. Alguien me tira del pelo, con cierta dificultad, porque me lo han rapado demasiado y me levanta, jalándome del pelo y una mejilla. Veo, en medio de la desesperación de la asfixia, a la gente vociferando y gesticulando con manos y brazos, como si todos fueran un solo ser, como un gran manto que flameara agitado por el viento. Me arrastran de uno a otro lado de la tarima del cadalso, con una extraña liviandad. En algún momento, al exhibirme, alcanzo a ver allá, a un par de metros, mi cuerpo descabezado, aún atado a la plancha de madera del cadalso. Un hombre lo está desatando y percibo que todavía tiene algunas convulsiones suaves de las piernas y las manos, que, todavía, amarradas a la espalda parecen querer agarrar algo que no ven. El soldado que me sujeta y exhibe ante el populacho me lleva más allá y con tristeza pierdo de vista mi propio cuerpo. Siento una pena infinita, llena de sorpresa. El pecho, que ya no está conmigo, se me rebalsa de angustia. Quisiera aspirar aire por la boca pero es imposible y pienso, en medio de la confusión mía y de la euforia de quienes me gritan, que ya estoy muerta y me pregunto si esta será la forma de la eternidad, si ya estoy purgando mis pecados, si jamás veré a Luis, que quizás haya merecido la gloria de Dios y esté a su lado, mientras yo comienzo a purgar esta angustia para siempre. Quizás él esté junto a mis hijos muertos. Quiero llorar pero no puedo.
El hombre que me tiene en sus manos me lleva hacia la escalera del cadalso, ahí dos hombres bajan el canasto donde caí decapitada y lo arrojan en la carreta que me trajo desde la Conciergerie. Me acercan hasta ésta y veo mi propio cuerpo dentro del canasto, descabezado. Todavía agita con suavidad las manos, como si tratara, ciego, de asirse de algo, para no caer. El hombre que me tiene en sus manos me arroja, también, al cesto, donde caigo entre mis propias piernas, mirando al cielo brumoso. El carretero sube al pescante y azuza al percherón flaco que arrastra lentamente la carreta. Veo la espalda y la nuca del hombre. Ya no me angustia el ahogo. Alcanzo a ver mis muslos y rodillas, y acude a mi memoria un recuerdo tan antiguo: Soy una niña de muy pocos años. Juego en los jardines, no sé que jardines son, quizás los recuerdos los han modelado de una manera antojadiza, de modo que no los reconozco. Madame Brandeiss está sentada, vestida de blanco, en una silla a la sombra de un gran olmo. Corro y me abrazo a sus piernas. Descanso mi cabeza en su regazo y veo sus muslos y rodillas del mismo modo que las mías propias, ahora. Siento un sueño pesado. Ya los ojos no me obedecen. Me parece que se quieren ir hacia atrás, como si quisieran ver mi propio ser interior. Me opongo con las fuerzas que aún me quedan, mientras las imágenes de los frisos y techos de algunos edificios en la Rue Royale se desvanecen lentamente y la nuca del carretero baila y se esfuma. Sé que si me duermo ya no despertaré: ¡Jamás!
Kepa Uriberri
[1] ¡Ya todo está perdido!
[2] La Austríaca