Mancha
I
Al desplomarse pensó: "¡Por fin!". Después, mientras caía en el abismo inconmensurable, comenzó a recordar.
Todos los días salía al patio trasero, descolgaba las toallas que habían quedado ahí el día anterior y volvía a entrar mientras ponderaba la humedad y temperatura de estas. Siempre se decía que a partir de ese mismo día las recogería la noche anterior, como debía ser, para que no estuvieran frías y húmedas o incluso, a veces, empapadas si en la noche había llovido. Entró, con ambas toallas colgadas del brazo, al baño y las dejó sobre la repisa junto a la puerta. Echó el cerrojo y la remeció para estar seguro que había quedado bien cerrada. "Con aldaba, pestillo y candado" se dijo, recordando a su madre cuando revisaba las ventanas y puertas antes de acostarse. Se desnudó completamente y se metió en la ducha. Al pasar frente al espejo se vio a sí mismo, grueso, con el pescuezo hundido en los hombros y las carnes del pecho amarillas y blandas. El pelo ya blanco sólo nacía desde la altura de las sienes, dejando encima una calva triste y pálida. Prefirió ignorarse y se metió bajo el chorro de agua tibia. "¡Bueno!" pensó, o pensó que se decía a sí mismo, comenzando esos diálogos eternos e inútiles que sostenía con su intimidad en esas ocasiones, que siempre empezaban igual y trataban de más o menos los mismos pocos temas que componían sus sueños, sus anhelos o sus preocupaciones. Muchas veces continuaba diciéndose: "Lo que tengo que hacer es..." o bien "Supongamos que yo...". También había ocasiones en que no sabía que decirse y por pura costumbre se decía: "¡Bueno! ¡Eso es!" y divagaba libremente sobre cualquier cosa sin importancia ninguna. Mientras divagaba sintió largamente el placer del agua tibia resbalando por la espalda y las piernas. Esta sola experiencia hacía siempre, al menos, más llevadero el día.
Al salir de la ducha, como siempre, tomó su peineta roja. Pensó en que era la misma desde cuando tenía el pelo abundante y negro. Se miró en el espejo y se la pasó por el que le quedaba, canoso y escaso. Giró la cabeza para peinarse sobre la oreja y vio esa pequeña mancha. Era la primera vez que la notaba: "Ayer no la tenía" se dijo en tono casi interrogante. Se acercó al espejo, tratando de verla mejor. Era un poco más oscura que su propia piel, y de casi un milímetro de diámetro. No la pudo observar con comodidad pues le quedaba al sesgo. "Un lunar no crece de un día para otro" pensó y la palpó con cuidado con la yema del dedo medio: No dolía y apenas si tenía relieve, no obstante, era áspera y si su tamaño fuere mayor de seguro se sentiría dura. Al menos eso creyó deducir. Estuvo un buen rato examinando la sien que alojaba la mancha, ponderando la ubicación y distancia desde el borde del pelo, de la ceja, de la esquina del ojo y más. También comparó el color con otras manchas conocidas y estables de su cara y cuerpo, la textura y apariencia, en fin. Por un momento pensó que tenía una superficie y forma irregular y tuvo temor, pero de inmediato desechó la idea: "Es demasiado pequeña para juzgarla tan precisamente" se dijo. Después de mucho, ya no tuvo más que añadir sobre su descubrimiento y con un movimiento resignado de cabeza, abandonó el espejo y el baño.
Se sentó a la mesa del desayuno y mientras esparcía mantequilla sobre el pan, como si fuera algo casual, preguntó, casi distraído, a su mujer: "¿Me notas algo?" y giró la cabeza para asegurarse que el ángulo de vista que ofrecía era el correcto para que ella pudiera ver la nueva mancha. "¿Algo?, ¿qué?" respondió ella sorprendida. "No sé, algo. Algo nuevo, diferente, distinto". Lo miró, curiosa, y no encontró nada. "No. Nada" aseguró. "¿Y esto?" insistió él, pasando el índice por su sien hasta que palpó la leve pero certera textura de su mancha nueva. "Un lunar" dijo ella en tono neutro, sin importancia ninguna. "Sí. Me salió de repente; ahora. No sé, no lo tenía". La mujer sonrió: "Siempre lo has tenido. Una no anda haciendo inventario de cada lunar. No tiene nada raro: Ahora ya sabes que lo tienes, déjalo". Él gruñó con cierta disconformidad y continuó su tarea con el pan y la mantequilla.
A esa hora de la mañana el metro desborda de pasajeros, en las boleterías, en los torniquetes de entrada donde se forman largas filas no exentas de conflictos y empujones, en los andenes donde la gente lucha por entrar y salir de los vagones repletos, en las salidas y entradas que a ratos, cuando el atoramiento es excesivo se cierran hasta que la situación vuelve a cierta normalidad. En medio de este tumulto, protegía con su mano la mancha descubierta esa mañana, temeroso de que un golpe, un rasguño u otro accidente pudiera serle fatal y producir quizás sangramiento, o un reventón, o tal vez otro daño desconocido. Al fin logró subir a un carro y quedar junto a la entrada, donde se acomodó de manera que su mancha quedara hacia el lado de la puerta, a salvo de la lucha por el espacio dentro del recinto. Al detenerse el tren, giraba de manera que la mancha quedaba hacia la jamba, y no expuesta al vano donde se lucha por bajar y abordar el tren.
La estación Baquedano es una de las de más alto movimiento. En ella se cruzan las dos principales líneas del metro y una enorme cantidad de gente sube y baja de los trenes en ambas líneas. Desde la estación anterior alguien a sus espaldas empujaba y pedía paso para alcanzar la puerta a fin de bajar en ésta. Cuando las alarmas sonaron, anunciando el cierre de puertas, la voz que pedía permiso cambio de color y se oyó ofuscada, al punto que se produjo agitación física y, finalmente, un empujón que lo tiró fuera del carro. Las puertas del tren se cerraron, él quedó fuera y la voz quedó arriba del vagón, convertida en unos brazos que se agitaban entre los pasajeros. Sorprendido giró sobre sí mismo, sólo para ver como el tren emprendía la marcha. Furioso, por las consecuencias, dio una patada en el suelo y soltó una grosería dirigida al que lo había empujado. Habría continuado con otros insultos, pero la apretada masa de gente que esperaba poder abordar el metro en algún momento, lo miraba recelosa o paciente y se sintió censurado. Guardó su rabia y resopló resignado. El siguiente tren venía tan repleto como el que había perdido y fue imposible subir. El que lo sucedió ni siquiera paró en la estación y los que vinieron estaban tan llenos que si bajaba un pasajero casi no cabía otro que lo reemplazara.
Así sucedió mientras su rabia sorda aumentaba, hasta que finalmente se acercó a una puerta en la que se apretaba la gente a bordo, a la espera que el tren continuara. Cuando comenzaron a sonar las alarmas del cierre de puertas, se acercó hasta contactar físicamente a los pasajeros. Apenas cesó el sonido de aviso, agarró de las ropas a quien tenía en frente y con la celeridad del rayo lo sacó del vagón y ocupó su lugar. Las puertas se cerraron y el tren partió con él a bordo. Durante el resto del trayecto, con una semi sonrisa, saboreó el gusto de su astucia. Llegó alegre a su oficina y pasó el resto del día de buen humor, tanto que no volvió a recordar la mancha de su frente.
II
La rutina suele transitar por caminos que le agregan peso, de manera que siempre ésta suele rodar sobre sí misma, con una gran intensidad inercial, reprimiendo lo que pueda traer novedad. Cada día, como el anterior, mientras el invierno transcurría lento, se prometía que saldría en la tarde al patio trasero y recogería sus toallas antes que se humedecieran. Pero volvía a salir cada mañana, antes que el sol, y recogía sus toallas frías y húmedas. Entraba al baño, echaba llave y repetía: "Con aldaba pestillo y candado" junto con dedicar un pensamiento a su madre. Se miró amarillo y viejo al pasar frente a su propia imagen, se metió bajo el chorro de la ducha y cerró los ojos "¡Bien!" pensó; "supongamos que pongo un negocio... una tienda de licores, por ejemplo. ¿Cuanto me costaría alhajarla?. Serían dos escaparates, un refrigerador, un mesón para atender a los parroquianos, y tres estanterías: Unas ochocientas lucas". Siguió evaluando el inventario y la posible rotación de este. A partir de esa idea, y con el fin de mejor calcular, quiso dimensionar cuanto beberá una familia promedio, en un barrio acomodado. "Es que una licorería tendría que estar ubicada en un barrio de gente de ingresos medios altos, porque beben más", también se dijo que compraban licores más caros, más finos, que dan mayor margen. El margen le sugirió la idea de una pequeña zanja al borde, por la que corre el agua y se distrajo mirando el hilo de agua que resbalaba por su estómago, rodeaba el ombligo, se perdía en el vello púbico ya muy raleado, y enfilaba montando su sexo, para saltar como desde una gárgola hasta el fondo de la tina. Se dijo que "de seguro esas piletas de las plazas, donde niños regordetes de fierro mean sobre pececitos y rocas" habrían sido inspirados en una experiencia como esta. No todos los días ponía una licorería. Había veces que ganaba millones en un sorteo y otras en que se iba de aventuras a lugares geográficos exóticos que había encontrado en algún mapa y más. Sólo a veces se entretenía intentando empujar agua con el pie, y cazar un pelo desafiente, que se había pegado en la parte alta de la tina, o mojar una pequeña araña que bajaba por los azulejos lanzando agua con los dedos. Pero a pesar de estas variaciones, cualquiera que tuviera la oportunidad de observar su ceremonia del baño durante algunos días, podría predecirlas con bastante certeza.
No sé si decir que pasaron varios meses, pero sí muchas semanas hasta el día en que salieron a almorzar todos juntos, los compañeros de trabajo, para festejar a alguno de ellos. La comida fue intensa, el vino bueno y los bajativos repetidos. Volvieron tarde, con los ojos pesados y el ánimo lleno de cansancio, de manera que se sentó en su escritorio y apoyó la cabeza sobre su mano derecha para disimular los ojos cerrados. Sobre el escritorio había muchos papeles que simulaba examinar con atención y aguda concentración. Al momento de apoyar la cabeza en la palma de la mano sintió un intenso pinchazo en la sien. Retiró la cabeza con cierta alarma y se auscultó el lugar, muy delicadamente, con las yemas de los dedos, hasta que tocó aquella mancha que había olvidado y no había visto desde que la descubrió. Ahora no sólo la recordó, sino que la sintió, tal vez, más grande, o más rugosa y áspera, o con mayor relieve. La oprimió suavemente, varias veces, pero no sintió nada. Se levantó y fue al baño a mirarse al espejo. No sólo le pareció que la mancha estaba más grande, sino también más oscura, pero la posición en la sien no lo dejaba ver con claridad debido a que era necesario mirarla al sesgo. Así mismo creyó notar que tenía mayor volumen, pero después de observarla durante largo rato concluyó que quizás ninguna de sus apreciaciones fuera cierta, sino sólo efecto de la luz bastante más pobre en este baño que en el propio. También palpó y comprimió la mancha intentando reproducir el agudo pinchazo que había sentido antes, pero no lo consiguió. Después de un buen rato tuvo temor de hurgarla tanto y pensó que podía ser pernicioso. Incluso temió que al apretarla reventara. Sintió entonces un escalofrío en la espalda y decidió terminar con su diagnóstico. "Voy a revisarme en mi casa, con mejor luz" pensó. Había planeado dormitar un rato, varios lo hacían ya, con disimulo en sus escritorios, pero él no pudo. Durante toda la tarde divagó sobre el color, el volumen, la textura y el tamaño de esa mancha.
En su casa se encerró en el baño, de manera furtiva, como si tuviera alguna culpa que ocultar. Echó el cerrojo y apoyó la oreja izquierda sobre la puerta para escuchar que nadie estuviera del otro lado, pero de inmediato se dijo que era absurdo: "si no voy a hacer nada ruidoso". Se acercó al espejo y miró la mancha. Ahora le pareció más nítida, mas cortante, de bordes precisos y hasta le pareció más grande que en el baño de la oficina. "Es como si una segunda mancha, algo gruesa, hubiera crecido sobre la otra y le añadiera volumen y tamaño" pensó, pero a la fuerza rechazó la idea. "Es imposible que haya sucedido algo así en tan poco rato". Se argumentó que la preocupación lo hace a uno ver las cosas de manera exagerada, e intentando tranquilizarse con alguna distracción, se miró simétrico el otro lado de la cara, luego bajo la barbilla, el cuello, después la frente y siguió por la calva, hasta donde el esfuerzo de los ojos pudo distinguir. Salvo una rara protuberancia, en forma de pelotilla que encontró al lado derecho del cuello, toda la demás topografía de su rostro y cabeza correspondía a la imagen y recuerdo que tenía de ellos. Comparó la ínfima pelotilla con la mancha, pero ambas eran de naturaleza diferente. Esas pelotillas como si un trocito de piel se hubiera recogido y amontonado en un estrangulamiento, lo había visto cientos de veces, o al menos muchas, en tantas personas, en sus compañeros y compañeras de trabajo (recordó a una, con la que se habían desnudado en los anaqueles del fondo de la bodega, entre risas y lujurias y habían hecho sexo en forma completamente casual, en una repisa de madera. Ella tenía una de estas pelotillas en el pecho y él, bromeando, le había dicho que le estaba saliendo el tercer pezón), también entre sus amigos o algún familiar, había quien tuviera una de esas pelotitas, que no significaban absolutamente nada. Tampoco tenía importancia una marca, como un pequeño bocado bien biselado en la parte superior de la cabeza. Siempre estuvo ahí y posiblemente fuera una cicatriz de algún golpe que no recordaba. De cualquier modo ninguno de estos fenómenos se parecían a la mancha que le había surgido de repente y que no sólo se había extendido de manera subrepticia, sino que también parecía brotar y mutar de color. Volvió entonces, a mirarla, con mayor detención. Quizás sin darse cuenta intentaba memorizar el tamaño y aspecto, el color y la textura, para volver a compararla al pasar del tiempo, pero no tuvo conciencia de eso. Sólo la palpó con suavidad y algún reconcomio, que no llegaba a ser necesariamente asco, pero sí un cierto rechazo. Pensó que si tuviera que besar en la mejilla a una mujer que tuviera esa mancha, haría lo posible por evitarla: "Al menos la besaría al otro lado" se dijo. La conclusión lo inquietó. Empezó a pasar inventario de las mujeres a las que había saludad de beso en la mejilla. Intentó recordar sus gestos. Le pareció, sin certeza ninguna, que varias de ellas habían tenido algún dejo extraño en el modo o el gesto y sintió cierta depresión: "Tal vez soy asqueroso" dijo para su imagen en el espejo, pero en voz tan baja que no era audible sino nada más en el pensamiento. La idea le pareció tan dolorosa que se sintió confuso y creyó haberlo dicho en voz alta, casi a gritos; así fue que se acercó a la puerta y pegó, otra vez, la oreja para oír si no habría alguien detrás; espiándolo. Volvió frente al espejo después de constatar que, al parecer, nadie lo había escuchando. Se volvió a mirar la mancha, pero ahora sintió una sensación de rabia, un impulso difícil de controlar de clavarse las uñas y arrancar esa inmundicia color café con leche de su cara. Conteniéndose, arrugó el puño a unos centímetros de la sien, con tanta fuerza que le tiritó: "¡Mierda! ¡Mierda!" dijo en voz bajísima, con los dientes apretados. Después se sentó un rato con los ojos cerrados y la cabeza baja, en la tapa del retrete. No pensó en nada durante un rato, sólo reconoció las sensaciones del entorno, sobrepuestas a la idea de la condena de la mancha. Sintió su mano fría sobre la cabeza calva, la dureza de la tapa del retrete en sus nalgas, la forma de los huesos, del isquiático, el relajo de las pantorrillas, la humedad de la lengua, cierto ardor en los ojos y casi creyó percibir como se clavaba la raíz de la mancha en lo profundo de la piel, escarbando los órganos vecinos e intentando atravesar el hueso. "¡Basta!" pensó entonces. "No puede ser", y se incorporó y sin pensar en nada salió de la pieza de baño y se fue a sentar frente al televisor.
Intentó distraerse pero no caía sobre la pantalla ningún programa que captara de modo suficiente su atención. Mientras giraba el dial tampoco pensaba en nada, sólo sentía sensaciones difusas y un malestar anímico pesado. Tan pronto se detenía donde una mujer gorda rebanaba unas verduras, cuando la cámara se acercaba a sus manos llenas de anillos ampulosos, o se alejaba hasta incluir su cara, entonces ella hacía algún comentario al espectador que él no atendía y sólo oía como rumor, o en un partido de béisbol quizás cubano, quizás venezolano, proyectado al fondo de una pantalla agobiada de imágenes sobrepuestas con números, banderillas, signos, logotipos e isofitos y más, o un político (seguramente) hablando en alemán, o polaco, o quizás euzkera, a un periodista de anteojos con marcos muy gruesos. Se detuvo un momento en la imagen del periodista y pensó que esos anteojos tan pesados, al menos como imagen, llegaban a hacerse parte, como un todo, del rostro que los llevaba. "Así le pasaba a Salvador Allende. Sin esos anteojos característicos habría dejado de ser él" reflexionó. Se le pasó por la mente que si usara unos anteojos tan gruesos como los de Allende, era posible que el sujetador lateral le cubriera y disimulara la mancha. "Sin embargo no desaparecería para mi". La comparación entre la mancha que para él mismo ya jamás dejaría de existir y su absoluta inexistencia para quienes nunca llegaran a verla lo distrajo con la reflexión del sentido filosófico de la realidad: "Sólo existe lo que he llegado a percibir" dijo, para sí mismo. "Pero ¿de qué modo he percibido mi páncreas?, ¿tengo páncreas o no?, ¿y próstata?, ¿vesícula?". Dio vueltas en torno a la idea mirando sin atención al político alemán y a su entrevistador y de repente entendió que era una transmisión en vivo y pensó que era curioso que para él esas personas tan lejanas y visibles, existieran, en cambio él mismo no existía para ellos. "De este modo", reflexionó, "pudiera ser que yo no existiera en absoluto, o que ellos no existan y sólo sean imágenes holográficas. Pero si ellos existen para mi, y yo no existo para ellos, entonces del mismo modo no existirán los otros espectadores, más aún que ni siquiera yo puedo verlos, o percibirlos. Pues bien, siendo así, a ellos no los ve nadie y por tanto tampoco existen, sino sólo uno para el otro". Miró a su mujer que leía una revista, sentada más allá y se argumentó: "¡Existe!". Volvió a mirar al televisor y se dijo: "¡Ahora no!". Y después de un momento retrucó: "Pero la recuerdo: ¿Existe si la recuerdo? ¿Es una percepción el recuerdo? ¿O quizás sólo existen los recuerdos?". Se quedó mirando largamente la pantalla en la que los hombres intercambiaban sonidos incomprensibles, dejando que su reflexión navegara sola. Cerró un momento los ojos y pensó que su mancha sólo existía cuando él la miraba al espejo, o la tocaba con los dedos. Con los ojos cerrados vio una imagen de sí mismo, mirando su imagen en el espejo y observando la imagen de la mancha. Durante un instante la imagen fue nítida y el alemán de la pantalla borroso, luego todo se hizo confuso y derivó en una niña que corría bajo un árbol de hojas amarillas y una rueda de rayos muy rojos que giraba lenta, no solo en torno a su eje ortogonal, sino también en torno a su propio diámetro vertical, "pero en todo caso no existe", alcanzó a pensar. Después no reconoció más figuras, todas de un color tierra brillante que se fue haciendo opaca.
III
Cuando despertó, toda la familia ya estaba a la mesa, comiendo. Caminó con paso inseguro y al pasar junto al aparador, se miró en su espejo ovalado y encontró que su cara era más amarilla que lo acostumbrado. Giró levemente la cabeza hacia la izquierda y miró de soslayo. Ahí encontró la mancha que parecía más oscura en contraste con su rostro pálido, y por lo mismo, más grande. "Sólo son ideas porque estoy medio dormido" pensó y se encogió de hombros. Mientras comía, cada tanto, se palpaba la mancha, suavemente, con curiosidad y temor. Tenía, quizás, la ilusión que, si bien no hubiera desaparecido, al menos al tacto fuera casi imperceptible; o por qué no, que de pronto no existiera, pero a la vez tenía miedo de oprimirla y sentir dolor. Hacia el final del arroz la palpó con la yema del dedo cordial. Aún estaba ahí, por supuesto. Tal vez no hubiera diferencia con la última vez que la había tocado, pero ahora el tacto de su dedo quedó marcado en torno a la mancha, de modo que sentía un ligero calorcillo en el lugar donde ésta estaba. Era tan nítida la sensación que podría haber puesto con precisión, nuevamente, el dedo en el mismo lugar. Se llevó la mano en esa dirección para comprobarlo, pero en el último momento se arrepintió: "El daño podría ser mayor". El tiempo pasó hasta el café, pero seguía sintiendo el calor de su dedo cordial sobre la mancha y cierta alarma se apoderó de él. Se dio cuenta, también, que no tenía conciencia de nada de lo que se había conversado en la mesa, entonces decidió distraerse participando. Prestó atención, sin embargo le pareció fútil la conversación sobre estrellas de televisión, o sobre las dificultades de movilizarse por la ciudad, o las tendencias de la música popular y eso. Todo daba vueltas en torno a frivolidades o temas livianos, mientras el intentaba encontrar algo más trascendente que el comienzo de su propia muerte. Esta idea sólo lo alarmó más: "Tal vez esta mancha crezca", pensó, "hasta cubrirme por completo, o quizás hasta alcanzar un órgano vital y destruirlo". "¿Alguien ha pensado", propuso en voz alta, "cómo será su muerte?". Todos lo miraron, a la vez que caía, estrepitosamente, el silencio sobre la mesa. "Me refiero", explicó, "a que si alguien tiene motivos o temores para sospechar cómo habrá de suceder, con certeza, su muerte". Después de un silencio helado y largo, en el que todos quitaron la vista, con lentitud y dejaron de mirarse entre ellos, hasta que la unidad gregaria se rompió por completo, alguien dijo, para aliviar la situación: "Bueno: A mi me gustaría morir de risa, cuando menos". No obstante, la sombra negra y profunda que había echado sobre todos ellos no se recuperó más y sólo apresuró el término de la comida.
Entró, como todas las mañanas al baño, semidormido, y con las toallas húmedas colgadas del brazo. Las dejó sobre la repisa, se desnudó y se miró al espejo. Se vio, igual que siempre, amarillo y fláccido. Su propia cara le pareció ajena y cansada. Se miró de soslayo, casi sin pensarlo, como si ya fuera un movimiento acostumbrado y se dijo: "Sí: Todavía está ahí" y creyó, o quiso creer, que no había cambiado en nada. Se metió bajo la ducha y dejó que el agua caliente cayera largamente sobre su cuerpo hasta que sintió agotado el placer de la temperatura. Durante ese tiempo sólo pensó que hubiera querido estar durmiendo aún. Metió la cabeza bajo el chorro, luego cerró los ojos y dejó resbalar el agua por la cara. De manera automática, casi sin un pensamiento de por medio, giró la cabeza hacia la izquierda y dejó que el flujo de agua cayera con todo su estrépito sobre la mancha oscura. Sólo entonces comenzó a divagar, como hacía cada mañana bajo la ducha. "Supongamos" dijo sin subir la voz, "que deje durante mucho rato que el agua le caiga encima: ¿Se reblandecerá? ¿Sería el caso que se deshiciera?"; después de dudar un poco se respondió, no con demasiada lógica "Tal vez muy lentamente, sólo muy lentamente y tan imperceptible como se formó, se deshiciera. O quizás se haga tan blanda que se salga al contacto con los dedos". Recordó el dicho: "Tanto va el cántaro al agua, que al fin se rompe" y también una canción que dice: "El agua rompe la piedra de tanto y tanto caer" e imaginó la mancha mucho más grande, del tamaño de un piedra o de un trozo de roca rugoso y oscuro, que de repente se rompe. Se hizo la idea de los trozos de carne costrosa y dura, desprendiéndose de su cara y cayendo enredados en el chorro de agua hasta el fondo de la ducha, navegando hasta perderse, asquerosos, en el sumidero. "Cristo también habló de la roca y el agua. ¿Qué fue lo que dijo?". Después de rebuscar un rato entre sus recuerdos le pareció que el sentido de la parábola, o lo que fuese, era justo diverso: "Alguien construía sobre rocas y nada, ni el azote del mar, las tormentas y eso, eran capaces de mover la casa, porque estaba cimentada sólidamente, mientras que otro, de manera torpe y descuidada, construía en la arena y era arrasado". De algún modo sintió que esta alegoría lo deprimía y lo hacía sentir que su marca era más y más persistente, entonces sacudió la cabeza y se apartó del chorro de agua. Tomó el jabón y comenzó a pasarlo sobre la mancha, con un frenesí estúpido, como si sólo fuese suciedad. Cuando percibió que la había jabonado suficiente, continuó la tarea con las orejas, la calva, después el cuello y todo el cuerpo, ordenadamente hasta terminar en los pies. Luego, cuando hubo escurrido todo el jabón, se pasó los dedos sobre la mancha, como si la limpiara y se miró los dedos que, por supuesto, no tenían nada.
Subir, viajar y bajar del metro era un suplicio permanente que lo obligaba a estar atento para que los pasajeros no fueran a golpearlo, o raspar la mancha, o empujarla y comprimirla. Era necesario estar en permanente alerta no sólo en los vagones sino, también, en los andenes y en las escalas, incluso en las mecánicas, de manera que finalmente desistió de usarlo y comenzó a viajar en buses, que aunque más lentos, más inseguros en el tráfico, más irregulares y muchas otras desventajas, tenían la gracia de ir y venir más desocupados, al menos a las horas en que él iba y venía. A unas cuadras de su casa abordaba un bus casi siempre muy vacío, se sentaba hacia el fondo y podía elegir el lado que mira a la vereda y un asiento que estuviera en sentido inverso de la marcha. Se distraía mirando la gente que deambulaba con apuros por las veredas, y los negocios que a esa hora comenzaban a abrir sus puertas. Eso lo distraía gratamente y lograba distender su ánimo, al punto que muchas veces llegaba a olvidar por un rato la horrible marca que desde la mañana lo molestaba; entonces se convertía sólo en la imagen móvil de ese paisaje detrás de su ventanilla. No era más que aquellas figuras de mujeres recién maquilladas y frescas, aunque algo soñolientas que con premura caminaban con ese modo, en ocasiones felino, a veces atrevido, otras tímido o delicado, y lo mismo se transformaba en parte de la veredita que pisaban, de baldosas de colores grises o amarillos y a veces rojas; no era otra cosa que esas enormes jardineras de madera, pintadas de verde, con arbustos exóticos o acantos y geranios con sus colores rojos en racimo; no era sino esos hombres de oscuro, con sombreros y abrigos que acudían temprano al banco a solucionar asuntos propios y ajenos. Era todo ese conjunto de aquellas veredas en las que las mujeres bellas lo hacían evocar tiempos jóvenes y las flores y árboles lo hacían divagar sobre vacaciones con soles tibios y arenas blancas. Entonces parecía que los ruidos del tránsito febril del despertar urbano se transformaban en rumor de olas y mar. Distraído y sumergido en esas divagaciones, miró al interior del bus y recorrió a los pasajeros hasta que su mirada encontró a otra, que parecía haberlo estado observando con tanta atención que se sintió sorprendida y bajó, con culpa, los ojos. Era una mujer, en el asiento que enfrentaba al suyo. No era joven, pero sus rasgos eran delicados y graciosos, y aún conservaban alguna lozanía. Iba vestida muy formalmente con un traje de esos que ahora se acostumbra, esos que dentro de su tono masculinizante, obligatorio para el trabajo, o impuesto para dignificar a la mujer hasta el nivel del otro género todavía tienen algún resabio de coquetería en el ajuste que realza el talle, o en los vuelos de la blusa, o quizás en la insinuación de un escote, donde una tiras bordadas quieren recordar una corbata suelta. Una vez que ponderó todo esto, tuvo que pensar en qué era lo que esa mujer miraba en él y de inmediato percibió que la había atraído, morbosamente, su mancha. No pudo perdonar la osadía del juicio que importaba ese examen, porque la mujer no era ni joven, ni bonita, ni le resultaba atractiva; pero eso al menos casi le evitaba la vergüenza de llevar esa marca que de seguro habría encontrado asquerosa, como a él mismo le parecía, cuando se sinceraba en su propia opinión. Giró la cabeza de manera que la mujer no pudiera ver su defecto y quedó mirando hacia el interior del bus, donde intentó distraerse con los pasajeros o el paisaje lejano, más allá de los vehículos que corrían por ambas vías de ida y vuelta, como grandes hormigas en caravana. "Arquitectura" pensó. Divagando concluyo que era absurdo que pretendieran que la arquitectura era un arte más: "Cómo podría ser, si uno ve edificios y edificios todos iguales, todos paralelos, todos sumas rectangulares de colores sucios que no se integran al paisaje o al entorno. Debieran prefigurar a la cordillera que está al fondo" y la buscó, de manera inútil, con la vista entre la bruma inmunda del aire contaminado. En medio de la búsqueda se topó otra vez con los ojos que lo auscultaban, que sorprendidos se desviaron, entre avergonzados y sonrientes al ser descubiertos. "¿Con qué derecho se ríe de mí?" se dijo, y la miró desafiante, pero ella se quedó mirando por la ventanilla hacia el suelo, con cierta rigidez. Al rato la volvió a encontrar con la mirada y así sucedió varias veces más, hasta que llegó a pensar que la mancha estimulaba de tal manera la morbosidad de aquella mujer, que se sintió incómodo y pensó en cambiar de asiento. Sólo un enorme orgullo lo retuvo. Hacia el final de su propio viaje, la mujer se paró y después de sonrojarse levemente, dijo: "¡Adiós!", y descendió del bus.
Durante el resto del día varias veces la imagen de la mujer se le volvió a aparecer y volvía a decirle: "¡Adiós!", pero cada vez esa única palabra era más musical y grata y cada vez que la imagen volvía la evocación mostraba un rostro más amable y casi más bello. No obstante, cada aparición traía aparejado el recuerdo de esa marca maldita y en ocasiones enturbiaba la visión con la duda que aquel "¡Adiós!" ruboroso fuera sólo una última ironía, un desquite por su mirada agresiva y por el desafío de su respuesta implícita. Sin ninguna duda la había mirado con cierto rencor por el examen que parecía hacer de su desgracia. No se podía negar que no había sido amistoso y por tanto no podía pensar que esa despedida que quería parecerle gentil, era tan sólo una sutil venganza. Sin embargo hacía esfuerzos por buscar explicaciones favorables: "Después de todo, es mayor la preocupación por la mancha que su tamaño real" se explicaba a sí mismo, pero después se contradecía y se calificaba de "¡Estúpido!" y agregaba: "Sabes de sobra que es repulsiva y crece a cada momento". En varias ocasiones se levantó de su puesto de trabajo y fue al baño a mirarse en el espejo, para comprobar el tamaño y aspecto, para ponderar a una cierta distancia, similar a la que lo había separado de la mujer, si en esas condiciones era demasiado notoria o no. "Casi no se nota" se decía, pero después rectificaba: "Bueno, se nota pero no tan desagradable". Luego se decía que aquí no sería tan impactante debido a la luz artificial, "en cambio en el bus, la maldita luz intensa de la mañana la mostraría en todo su horrible esplendor" y sentía una rabia sorda en la boca del estómago. Entonces volvía furioso consigo mismo y con su enfermedad a su escritorio y buscaba olvido en los papeles de trabajo. Pero siempre, al rato, volvía la imagen de la mujer y cada vez que volvía le parecía ver, con mayor certeza, la sombra de una sonrisa en esos ojos que se le iban antojando más y más atractivos.
En los siguientes días trató de tomar el mismo bus a la misma hora para volver a encontrar a la mujer "sólo por ver con qué interés me mira". Pero de todas maneras intentaba no pensar demasiado en eso, como si de ese modo cualquier encuentro fuera casual. A pesar de todo no tuvo suerte. La casualidad no quiso que sus cálculos coincidieran con el horario de la mujer y sólo una vez la divisó caminando por la vereda cerca del lugar donde antes había descendido del bus. En la ocasión estuvo tentado de golpear la ventana o llamarla a gritos, pero no sabía su nombre y además se sintió ridículo: "Tal vez ni me recuerda". Sólo después de la primera emoción recordó que incluso podía ser del todo rechazado y entonces agradeció no haber hecho nada. Ahora, en todo caso, al verla caminar le pareció definitivamente atractiva, con la frente muy alta y el cuello largo y elegante, se movía con una dignidad y estilo admirable. Desde entonces la recordó no sólo por el rubor y la sonrisa de esos ojos luminosos sino por el porte que calificó de aristocrático. "¡Me encanta!" pensó emocionado, antes de recordar que él cargaba un estigma que ponía duda a cualquier acercamiento. Se llevó, entonces, los dedos a la mancha y al sentirla demasiado abultada la oprimió suavemente y sintió otra vez el pinchazo aterrador que derrumbó todas las ilusiones casi juveniles que había sentido en su posible escarceo, que jamás llegó. Ya en su oficina se fue a mirar al espejo y le pareció que la mancha estaba más grande, mas oscura, más rugosa y estaba a punto de alcanzar el vértice de la cuenca del ojo.
La alarma inicial fue minimizada luego con mentiras obvias y cálculos absurdos tales como: "Es la falta de sol que hace que la piel esté más blanca y el lunar parezca, entonces, más oscuro" o también: "No. No es que esté más grande sino que al oprimirla nada más parece haber aumentado de tamaño al enrojecer la piel alrededor, pero ya se va a normalizar". Todas estas mentiras traían después una reacción contraria de contrapeso, que terminaba ganando la batalla anímica: "¿Y si hubiera crecido por debajo de la piel?", y "¿No se estará profundizando la raíz?. ¿Y si esa raíz llega al hueso y se incrusta ahí? ¿O si se ramifica hacia los lados?". También comenzaba a hacerse ideas terribles como la posibilidad de que el lunar se hiciera tan enorme que cubriera el ojo y lo dejara ciego o que atacara el nervio óptico y por este llegara, incluso, al cerebro. Finalmente todas estas ideas, del todo exageradas, eran rechazadas y tenían, como un bálsamo, la virtud de tranquilizar el ánimo y hacer despreciable cualquier amenaza, fuera ésta real o ficticia: "Son tonteras... estoy bien. Estoy bien... no tengo nada. Es sólo un lunar como cualquier otro".
IV
A veces, en las noches, se despertaba incómodo como si hubiera estado soñando con algo muy denso y agobiante que no lograba recordar y le parecía que tenía molestias sordas y opresivas al interior de la cabeza, entonces se daba cuenta que había estado durmiendo apoyado sobre la mancha. Muchas veces, cuando le sucedía, no podía volver a dormir y entraba en una vorágine de pensamientos que se iban superponiendo aceleradamente hasta que al amanecer, con los primeros zorzales y sus arrullos caía rendido en un sueño breve, que se interrumpía con el inicio ineludible del día. En alguna de estas ocasiones, al levantarse, notó que con el ojo derecho, aun si lo cerraba, veía figuritas geométricas iridiscentes en el límite exterior de la visión. Si movía el ojo hacia un lado u otro, las figuras con forma de rombos o hexágonos alargados se movían siguiendo al ojo, lo mismo hacia arriba o hacia abajo. "Desde luego las figuras no existen" pensó, "es sólo que el lunar penetró, ya, hasta el globo del ojo". Esa fue la primera ocasión en que pensó que sería imprescindible consultar a un médico y se apresuró en ir al baño y mirarse en el espejo. A través de las figurillas iridiscentes creyó ver que el lunar estaba enorme y sintió terror. "Anoche debe haber crecido un par de milímetros en cada dirección" se dijo con alarma. Tuvo miedo de mirar con más detalle y abrió rápido la llave de agua, se desnudó y se metió en el amparo del chorro caliente de la ducha. Cerró los ojos y sintió un cierto alivio, pero creyó que lo invadía algún mareo y tuvo miedo de caerse, de modo que prefirió sentarse al fondo de la ducha, bajo el agua corriente y ahí se quedó con la frente inclinada hacia las rodillas y las manos enlazadas delante de estas. No supo cuanto rato estuvo así, o incluso si se durmió un instante breve o casi más, pero cuando reaccionó y abrió los ojos que miraban su estómago amarillo y velludo, las figuritas iridiscentes ya no estaban ahí. Más tranquilo, se incorporó y se lavó tratando de pensar en otras cosas, para lo cual se esforzó en explicar las visiones como un alza momentánea de la presión sanguínea, sin relación alguna con el lunar. Desde algún tiempo a esta parte se esforzaba por llamarle lunar, aunque en el fondo de su convicción sabía que era algo más serio. No obstante, cuando salió de la ducha desempavonó el espejo con la toalla para volver a ponderarlo y dijo, casi sin verlo: "¡Ah! Son leseras. Está igual que siempre".
"¿Qué es esa costra que tienes ahí, tan fea?" le preguntó una noche cualquiera, mientras comían, una de sus hijas. Como si fuera una pregunta incomprensible y absurda, se llevó las yemas de los dedos al lunar, quizás con la misma actitud que habrá tenido Adán cuando Dios le preguntó: "¿Y ustedes que andan haciendo ahí, desnudos?". "Nada" respondió con aire de disimulo: "Nada, un lunar". "¿Un lunar? ¿Tan grande y tan feo?. ¿No sería bueno que te lo hicieras ver?". Se encogió de hombros, restando importancia, pero dentro de sí mismo sintió que era negligente; que debía serlo. Para desviar la situación pidió que le pasaran algo del otro lado de la mesa, con un gesto vago. Esa noche durmió pésimo. Se revolvía entre el sueño denso, lleno de imágenes alusivas al lunar que tan pronto crecía hasta cubrir todo el ruedo de la cabeza y la espalda convirtiéndolo, frente al espejo del baño en una enorme cucaracha y despertares pesados en los que sentía la presencia opresiva del lunar en su sien derecha. De nada le servía darse vuelta sobre el lado izquierdo porque entonces sentía como si el lunar presionara su cabeza, produciendo una dolorcillo difuso y suave, que se expandía hacia la frente, el pómulo, la oreja y el hueso parietal. Finalmente lograba dormir algo y se veía, en el sueño, sentado en el bus con un enorme tumor en la sien derecha, como si tuviera incrustada una fantástica mora en la cabeza. La mujer frente a él sonreía todo el tiempo con los ojos clavados en su fenómeno, con mirada cínica. Por fin se ponía de pie y decía, coqueta: "Es asqueroso" y se alejaba por el largo pasillo del bus con la nariz muy levantada y andar garboso. Así lo sorprendió la mañana y no pudo, a lo menos no quiso, levantarse: "No quisiera hacerlo por ahora" explicó y se enroscó, sin poder dormir ni descansar, bajo las ropas de cama. Sentía que el lunar le comprimía la cara por todo el lado derecho. "Tal vez por dentro es todavía más grande" se dijo con temor. "Si lograra no pensar durante un rato, todo volvería a ser como antes, entonces dormiría un rato y podría levantarme" reflexionó, pero no lo lograba. Para distraerse intentaba contar números o recitar poesía, también ver cuántos números telefónicos o direcciones de conocidos recordaba, pero sin saber cómo o en qué momento, estaba otra vez enredado en los pensamientos que se superponían: "Uno, dos, tres... " contó consciente y concentrado. Detrás, insistía, mientras, en aparecer un llano completamente yermo en el que se veía al final la línea luminosa del horizonte. En algún lugar aparecía una irregularidad mínima, "treinta y ocho, treinta y nueve..." contó mientras la irregularidad se transformaba en un brote, lentamente, "sesenta y tres, sesenta y cuatro..." y una hoja minúscula, de color intensamente oscuro, sin llegar al negro, mostró el cielo infinito y resplandeciente. "Noventa y nueve, cien, ciento uno...", el brote se había transformado en un árbol bajo, de ramazones oscuras y copa horizontal. En su base las raíces se hacían notorias formando costrones negros en el suelo, que duplicaban el ruedo de la copa y se extendían con vertiginosa rapidez, "¿ciento...? ciento treinta y dos" contó sin certeza. Las raíces burbujearon sobre el suelo formando un montículo y otro y otro, que llegó a enredar a las ramazones absorbiéndolas, hasta hacer con ellas un solo nudo sólido y oscuro: "Así es este maldito tumor. De esa manera va creciendo e invadiéndolo todo. ¿Hasta donde estarán llegando las raíces?". Imaginó que se transformaban en una especie de cangrejo al involucionar éstas sobre el árbol, con cuyas patas y tenazas clavaba su cara hasta devorarla y remplazar todo el perfil del lado derecho con su propio cuerpo invasivo y creciente, entonces se quejó angustiado: "¡Aaah!... aaay" y recordó que estaba contando pero había perdido la cuenta. Empezó otra vez: "Uno...". "¿Qué te pasa?" preguntó desde algún lugar la voz de la mujer. "No dormí bien anoche... No puedo dormir... Déjame tranquilo". "¿No quieres alguna pastilla? ¿Un calmante? ¿Algo?". "No, gracias. Déjame". Pensó en ese momento que mejor era no dormir: "Si duermo se va a multiplicar y no lo voy a poder combatir". Se estiró, se dio vueltas de espaldas y odió intensamente a esa cosa que se había incrustado en su rostro, como si fuera un ser ajeno a sí mismo que lo hubiera escogido como anfitrión. "¡Muere mierda! ¡Muere!. ¡Déjame dormir un rato!" dijo sin palabras, en su pensamiento y se dio cuenta que ya era imposible. Se quedó un momento en silencio y percibió que se había quedado solo. Todos habían partido. Apartó las ropas de cama y se levantó con un mareo intenso. "Es la falta de sueño" dijo y se fue al baño. Toda la casa estaba en penumbras. Encendió la luz y sintió que le hería la vista. "Me estoy muriendo" pensó, pero sabía que era absurdo. Se acercó al espejo y antes de girar la cara para mirarse de soslayo, notó que el volumen de la mancha ya era suficiente como para ver su relieve. Esta fue la segunda ocasión en que pensó que, efectivamente, debía consultar un médico. No obstante, con rapidez lo negó. "No" se argumentó. "Podría descubrir que es algo grave" y agregó con decisión: "No me voy a exponer". Giró el rostro hacia la izquierda y calculó que, aunque de forma irregular y grumosa, tenía cuando menos el tamaño de una moneda muy grande, e hizo conciencia que estaba creciendo al recordar la primera vez que la había notado, que no tenía más que el tamaño de una cabeza de fósforo.
Frente al espejo se movió girando en diversas direcciones ponderando el calibre del lunar. Cuando levantó la cara notó bajo la mandíbula, en el cuello, otra mancha, aún desconocida, y sintió terror. Comenzó a examinarse todo el cuerpo: El pecho, los brazos las piernas, todo. En el codo izquierdo descubrió que la callosidad que le molestaba a veces, y que no le permitía apoyarlo, tenía el mismo color muy oscuro, además de un aspecto irregular como verrugoso, excepto que la forma era también caprichosa. En la espalda se divisó otro lunar del tamaño de una mosca, que alcanzó a tocar con los dedos. Apenas lo hizo sintió una fuerte picazón. Le bajaron unas ganas incontrolables de llorar y se miró, por última vez al espejo, como quien contempla a alguien que le despierta inconmensurable compasión. En seguida se devolvió al dormitorio y se dejó caer sobre la cama. Lloró. Lloró con una pena profunda y quieta. Lloró como había llorado, según pudo recordar, cuando era niño y vio a su padre por última vez. Estaba tendido, como ahora, de espaldas y él se acercó, le besó la frente, y le acarició, por primera y única vez, la mejilla. Luego le dijo casi en silencio: "¡Adiós! Ya no sé si te vuelva a ver" y le cogió las manos, apretando sus puños de niño dentro de los de él, enormes, según recordaba, y los comprimió sobre sus ojos. Sólo recuerda que pensó, al sentírselos húmedos: "Está llorando"; entonces lloró también sin comprender claramente los motivos. Nunca más lo volvió a ver. Nunca más supo por qué, ni nunca preguntó: Él ya había dicho todo y lloraba. El mismo lloró ahora con un llanto quedo, durante largo rato, hasta que, en algún momento, se durmió. Sólo despertó cuando empezaba a oscurecer y todos comenzaron a llegar de vuelta de sus actividades. Su primer pensamiento le pesó en el pecho: "Estoy muriendo lentamente". "¿Estás enfermo? ¿Por qué no te has levantado?" le preguntó la mujer, cuando lo vio en la penumbra del dormitorio. "Estoy muriendo lentamente" respondió él. Muchas veces después, en el futuro, recordaría esta escena: La puerta del dormitorio entreabierta, por donde parecía escapar con lentitud la penumbra de la pieza, las persianas de la ventana grises a media altura, traslucidas detrás de las cortinas de color amarillo como si cargaran sobre sí el tiempo quieto e infinito, un peso incierto sobre el pecho, que le recordaba su desesperanza y los ojos enormes de su mujer en silueta ante su cama, intentando apagar su sorpresa. "¿Qué dices?" preguntó.
V
Durante los siguientes tres días se quedó acostado en cama, sintiendo lástima de sí mismo, en especial cuando su mujer se sentaba a su lado y le insistía en que fuera a ver a un médico. "¿De qué sirven los médicos?" respondía. "Los médicos son como la carabina de Ambrosio. ¿Acaso alguno de ellos va a morir en vez de mi?". Ignorando su argumento ella insistía: "Tienes que ver a un médico para que te diga que tienes y cuál es el tratamiento". "No tendría para qué hacerlo, si estoy muriendo igual" decía empecinado.
Al cuarto día, cuando se levantó al baño, se examinó minuciosamente y a pesar del gran tamaño de la erupción junto al ojo derecho, le pareció que estaba igual. Se buscó la que tenía bajo la mandíbula y la vio más pequeña que su recuerdo, entonces dijo: "¡Se detuvo! Ya no crecen: ¡Estoy bien!". "Es absurdo" dijo su mujer. "Nadie se mejora solo. Tienes que ir al médico", pero no hizo caso. Buscó entre sus cosas hasta que encontró una navaja de afeitar antigua y volvió al baño. Se untó abundante espuma en la cara y comenzó a afeitarse como desde mucho tiempo que no hacía: Con navaja. Cuando llegó al sector donde había descubierto el segundo lunar apoyó la navaja con decisión unos milímetros más arriba y cerró los ojos. Así estuvo durante un instante, pensando, imaginando que arrancaba de un golpe de navaja el lunar. Imaginó como saltaba sobre el lavatorio el trozo de carne desvirtuado, cercenado, se figuró el chorro de sangre que manaría de la herida por su cuello, arrastrando los restos blancos y teñidos, de espuma de afeitar. Adelantó el dolor intenso de la herida y el ardor de curarla con desinfectante. Impulsó la afilada hoja, pero de inmediato desvió su curso, alejándola de la piel. Abrió los ojos, apretó los dientes y se miró al espejo lleno de tensión, mientras sostenía, trémulo, la navaja apretada en la mano. Con expresión de furia impotente apoyó el filo sobre la mancha abultada de su sien derecha y la oprimió aumentando la presión, hasta que de repente vio rodar una gota de sangre. Asustado soltó la presión y la navaja, y se echó abundante agua fría de la llave, que vio correr suavemente teñida de rojo por el desagüe del lavatorio. Lenta, la sangre no paraba de manar. Buscó algodón y se lo aplicó a la herida. Lento, se fue tiñiendo de rojo. Oprimió contra la herida una mota mayor y la comprimió con la palma de la mano. Al ardor de la herida, que no cesaba de sangrar muy lentamente, se añadió un dolor quemante que se extendió mucho más allá de los límites de la mancha negra. "Por dentro es mucho mayor" pensó, aflojando ligeramente la presión.
Más tarde cuando salió a la calle, para ir a tomar el bus percibió todos los espacios como si fueran mucho mayores y tuvo miedo de perder el equilibrio. "No puedo centrar la vista" dijo y le parecía que todo estaba más lejos. Se acercó, entonces, a una encina y se apoyó con la espalda en ella. "Es sólo una impresión absurda" se argumentó. "No me pasa nada. Ya se detuvo, ya no crece. Estoy bien" se repetía y miraba las cosas a su alrededor, que parecían todas proyectadas en un telón a una gran distancia. "No tengo nada a la vista, no estoy mareado". Se le ocurrió que podía ser efecto de haber estado varios días sin levantarse de la cama y en penumbras. Esa idea lo tranquilizó y pudo seguir caminando, aunque seguía viendo todo como en un telón plano que se iba alejando en la medida que se acercaba a las cosas. Por último alcanzó el paradero del bus y logró abordar uno. Se instaló en la ubicación que siempre elegía, mirando hacia atrás a los transeúntes que caminaban en la vereda y se sintió mejor, aunque le parecía que todos los sonidos provenían de muy lejos, como si entre él y las cosas hubiera una distancia enorme. "Es raro, pero estoy bien. Los lunares ya no crecen. Se detuvieron. Todo era, de seguro, al menos idea mía". Se echó hacia atrás en el asiento y mientras veía alejarse el paisaje de su barrio notó que al lado derecho de su campo de visión estaba lleno de figurillas geométricas iridiscentes y traslúcidas. "Es sólo que me subió la presión con el susto" se tranquilizó.
A medio día aún estaban ahí las figuritas geométricas que seguían persistentes los movimientos del ojo. Incluso si lo cerraba, la visión seguía ahí, igual de intensa. A ratos, sin querer, se frotaba como si ese gesto fuera a despejar la visión. Finalmente se tomó una tableta para bajar la presión, pero no tuvo ningún efecto. Las figuras de pronto tomaban un color más intenso y presente y luego se oscurecían formando un halo negro que rodeaba la visión. "Mientras más pienso en ellas, más presentes están" pensaba, tratando de olvidarlas pero no se podía concentrar en nada. "¿Y si me hubiera contaminado el interior del ojo?" se dijo, tapándolo con la mano. Salió del trabajo después de luchar todo el día con la obsesión de las figurillas geométricas que bailaban al compás del movimiento de la vista, sin poder vencerlas. En la calle notó que la visión ya había superpuesto completamente las imágenes del lado derecho cuando chocó varias veces con quienes pasaban por ese lado, o con objetos que no veía. Sintió otra vez mareo y vértigos. Le parecía que todo era enorme y plano y se proyectaba en algún lugar a distancia indeterminada. Temeroso de caerse a causa de la imposibilidad de manejar el espacio, caminó con las manos extendidas, casi como un ciego hasta que logró abordar el bus que lo llevaría de vuelta. A esa hora era normal que estuviera bastante lleno y no tuviera asientos disponibles. Se aferró de una manilla, con ambas manos y cerró los ojos con fuerza, quizás intentando triturar la visión que lo perturbaba. Una mujer se levantó de su asiento y tomándolo del brazo lo guió hasta sentarlo en el lugar que había dejado: "¿Está enfermo?" le preguntó. "¿Qué tiene?". "No, no, nada" respondió, "es sólo un poco de mareo. ¡Gracias!". Se dejó caer, casi desplomado, con los ojos cerrados, mientras la gente alrededor lo miraba con curiosidad y conmiseración o expresiones interrogantes.
Llegó a su casa y se tiró de espaldas en la cama: "Ya no puedo volver a salir" dijo entre dientes. "No quiero". Detrás de las figuras hexagonales iridiscentes implantadas en su ojo distinguió las cortinas amarillas. Detrás se percibían al trasluz las persianas a media altura. En la puerta apareció la mujer que le preguntó: "¿Te sientes bien?". Veía su rostro borroso y quebrado por la difracción aparente de la luz en su visión, mientras tras ella, por la puerta entreabierta escapaba con lentitud la penumbra del dormitorio. "Nada me duele, pero todo se me está destrozando por dentro. Me estoy pudriendo de a poco". "No digas estupideces" protestó ella detrás de la geometría que la ocultaba en parte. "Voy a llamar a un médico" decidió. "Preferiría que no lo hicieras. Sería una pérdida" respondió y pensó para sí mismo: "Cuando menos no quiero saberlo". La llegada del médico no tuvo ningún efecto diagnóstico. Sólo dijo a la mujer: "Está muy impresionado, asustado. De todos modos debe verlo un especialista" y le anotó el nombre en un papel de receta, junto con el número telefónico. "Pida hora cuanto antes. Esa erupción no se ve nada bien". Ella acompañó al médico a la puerta. Cuando volvió él le dijo: "No me lo digas. No quisiera saber qué nombre tiene".
Se quedó dormido siguiendo las figuras geométricas detrás de los párpados, al que se había añadido un peso incierto al lado derecho del rostro. Durmió inquieto, como si sólo dormitara. En ese duerme velando soñaba o veía moverse caprichosamente los hexágonos iridiscentes dentro de un tubo negro y sentía que estaba consciente. Sin desesperación se decía: "No puedo dormir, estoy siempre despierto" pero luego perdía la conciencia. Cada vez que despertaba sentía que aumentaba el peso sordo sobre el lado derecho de la cara, aproximándose poco a poco a una sensación aguda. A mitad de la noche despertó. Los hexágonos bailaban frenéticos en la oscuridad y tenía un dolor intenso en el pómulo derecho que se irradiaba hacia la parte posterior del ojo y el interior del oído. Quiso moverse sobre su izquierda para acomodarse y evitar el dolor, pero este se multiplicó con el esfuerzo, hasta el infinito, congelando el movimiento. Quiso relajarse y volver a la posición previa, pero tampoco pudo. Cualquier movimiento, por mínimo que fuera, hacía el dolor insoportable. Con cuidado levantó la mano izquierda e intentó alcanzar a la mujer. Tanteó en el vacío sin atinar. Con los dientes casi apretados y sin mover los labios dijo: "¡Ayúdame!". Su voz sonó como un susurro doloroso. "¡Por favor! ¡Ayúdame!" repitió.
Trató de moverlo, de ponerlo de costado sobre la izquierda, pero fue imposible. Le fue dando calmantes y somníferos hasta que, quizás, se durmió como si tuviera un puñal clavado bajo el ojo y un dolor irreductible. Volvió a soñar con un crustáceo que le clavaba unas pinzas de hierro candente y le trituraba los huesos de la cara, a la vez que le devoraba la carne viva. Sentía que quería dormir y no podía, que quería despertar y gritar y no podía. En ese estado el tiempo se deslizó con infinita lentitud hacia el amanecer que no traía esperanza ninguna. En algún momento vio como la cortina amarilla se iba haciendo transparente y dejaba ver, detrás, la persiana a media altura. La luz que por ahí entraba parecía irse como empujada por una brisa hasta desaparecer más allá de la puerta entreabierta, frente a la cual la mujer lo miraba, con ojos de buey. Tenía el pelo desordenado y las manos juntas bajo la barbilla como si tuviera el deber de representar la impotencia. Volvió a caer en un estado casi sonambúlico que no supo cuanto duró. A veces parecía volver en si y sentía que el dolor era más agudo y paralizante. Como si no fuera real, veía que alguien, que no conocía, se acercaba y lo manipulaba como si fuera un muñeco mecánico. Entonces toda la realidad se volvía a hacer borrosa. Otras veces en el sueño inseparable de la verdad, aparecía la mujer, a los pies de su cama. Estaba mirando la mancha en su sien y desviaba la vista al suelo, con culpa. Trataba de decirle algo, pero ella se levantaba, mirándolo con ojos de buey y le decía: "¡Adiós!". Sin mover la cara, consciente del dolor que debía evitar, miraba de soslayo hacia la luz que entraba por detrás de la cortina amarilla, donde las persianas a media altura la fraccionaban en franjas que empujaban la penumbra hacia la puerta entreabierta. Por ahí salía su mujer con andar garboso y arrastraba tras de sí las sombras como si fuera arena que se levantara en estelas de viento. Intentaba fijar el pensamiento en esos hechos, pero después de grandes esfuerzos sólo lograba ver rombos y hexágonos iridiscentes que bailaban ante su vista como si estuvieran dentro de un caleidoscopio esférico. El esfuerzo se transformaba en un agudo dolor que lo vencía: "¡Aaay!" gritaba en un susurro. Entonces se acercaba alguien desconocido, que jamás le miraba a la cara y parecía maniobrar algún mando en la parte media de su cuerpo o en sus brazos. Después volvía a caer en la evidente penumbra de su propio interior. Así estuvo durante mucho tiempo. No sabía cuanto: Una noche, un día entero, semanas, ¿meses?. En ocasiones el dolor lo vencía y no había nadie cuando despertaba. Sólo las cortinas amarillas, la puerta entreabierta, las persianas que dividían la luz y ese dolor que lo congelaba. En esas ocasiones se sorprendía pensando: "Aún no me he muerto". Otras veces creía ver a varias personas que no lograba reconocer. Entre ellas un día vio a su propia madre, que había muerto hacía más de quince años. Le preguntó: "¿Ya estoy muerto?". Su madre lloró y se alejó sin decir nada. Desapareció tras la puerta entreabierta. Le llamó la atención que la luz de la ventana marcaba en su espalda, al alejarse, el dibujo de la persiana a media altura. "¡Mamá!" le gritó en susurros, pero ella no se volvió.
No sabía cuanto tiempo había pasado desde la última vez que tuvo clara consciencia de sí mismo y de ese dolor horrible que le clavaba la cara, como un estilete agudo, cuando despertó y vio la puerta entreabierta, la cortina amarilla, la persiana tras ella, a media altura. Entre las líneas de la persiana entraba una luz intensa que señalaba, quizás, las cuatro de la tarde. Levantó la cabeza con esfuerzo, atajando todo el dolor que le causaba, y vio que estaba solo. Lentamente, con los dientes apretados sujetó el dolor y se fue incorporando, hasta ponerse de pie junto a la cama. La debilidad pareció desplazar al dolor y pudo notar los hexágonos de luces que cubrían todo el lado derecho de su visión. Oyó voces, casi silenciosas, a lo lejos, tal vez en la sala de estar. Caminó hasta el baño. Se acercó al espejo y se miró detrás de las luces iridiscentes. El lunar, irregular y granuloso había avanzado, cubriendo como un mapa hasta la mejilla y la parte alta de la frente. Junto a la aleta de la nariz, donde se une con la cara y comienza el bigote, tenía una nueva mancha del tamaño de una arveja, o algo más grande. Tenía la barba crecida, gris y desordenada. Los ojos hundidos lo mostraban cargado de tiempo infinito. Salió del baño y arrastró los pies lentamente. Entonces percibió que tenía escaras quemantes en las nalgas y los tobillos. De la sala, a lo lejos, seguían llegando voces casi silenciosas. En el dormitorio buscó la navaja de afeitar. Atento a las voces quedas de la sala, volvió al baño, entró y echó el cerrojo. Se echó espuma en la cara y se afeitó sin precisión, con extrema lentitud. Al terminar se palpó bajo la espuma restante en el cuello, con la yema de los dedos, hasta que sintió que palpitaba. Se quedó en ese gesto durante un largo instante, como si estuviera tomando una decisión. Luego levantó la navaja y la apoyó encima del hallazgo de los dedos. Cerró los ojos con fuerza y deslizó el filo, presionando, a todo lo largo de la hoja. Cuando abrió otra vez los ojos la espuma, teñida de intenso rojo saltaba al ritmo del pulso sobre el lavatorio y su pecho. Se sentó en el retrete y apoyo los brazos y la frente sobre éstos, en el borde del lavatorio. Finalmente no pudo sostenerse y cayó de costado sobre un abismo eterno, al fin del cual sólo oyó un golpe sordo en su cabeza: ¡Nada más!.
Kepa Uriberri