Las luminarias de la empresa
Fragmento de La Sociedad

Para octubre el piso siete ya había sido desalojado y clausurado. Tal como quería Manzano, don Pancho había llegado a descubrir, por sí mismo, que el departamento técnico no tenía nada que hacer en el edificio de La Sociedad, si la producción estaba en la planta de Bravo de Saravia y "para eso es el departamento técnico. Para ver problemas de la producción, pues hom". José Manzano, con sabiduría, supo oponerse débilmente, para no acosar una decisión que él mismo venía trabajando con tanto esfuerzo y urticaria, durante meses y meses. Hizo llamar a Cubillos, que apareció lleno de papeles y cifras confusas destinadas a parecer que defendían mal una posición destinada al fracaso. "Ustedes no saben nada de manejar una empresa" dijo taxativo el presidente. "¡Páseme ese informe!" agregó arrebatando los papeles que traía Cubillos. Dando una ojeada por encima, tomó su lapicera Shaeffer y, fue visando y tarjando, rayando y corrigiendo números, cifras, conclusiones y más con una velocidad que en un subordinado habría juzgado irresponsable. A la mitad de su análisis se detuvo. Dejó caer la lapicera sobre los papeles y abriendo los brazos miró a sus asesores un rato largo, meneando la cabeza. "¡Nada!" gritó. "¡Aquí no hay nada!. Me hacen perder el tiempo, pues hom!". Tomó otra vez la lapicera y empezó a pasar uno tras otro los papeles: "¡Nada!" decía y rayaba una gran cruz del tamaño de la página. "¡Nada!" y rayaba otro y otro y "¡Nada!" otra vez más, hasta que rayó con tinta azul radiante, que daba una prestancia de seriedad a sus trazos, todo el resto de los papeles. "Está decidido" concluyó en tono triunfal. Ya lo había analizado y llegado a una conclusión que jamás un par de inútiles como ellos podrían haber obtenido. José Manzano sentía en su nuca el sarpullido que lo torturaría durante los siguientes cuatro días. Se rascó con decisión y se sobó el cogote debajo de la barbilla, en silencio. Don Pancho comenzó a justificar su decisión y a desviarse por recovecos y senderos que no eran argumentos, sino más bien evocaciones de don Pancho Viejo y su concepto fundacional. Mientras hablaba dibujaba florecitas azules radiantes en los márgenes del informe de Cubillos. "¡Ah! el papá" exclamó don Pancho, por fin. "Era un tipo grandioso pero a veces tan ingenuo: Por él hubiera traído toda la empresa y la hubiera metido en el edificio. Si fuera por él, habría construido un galpón en la azotea y hubiera instalado la planta ahí". Dibujaba en la mitad vacía de una hoja de cifras una estructura de pilares y techos voladizos, cruzados de líneas representando un galpón. "Se va el departamento técnico a la planta y finanzas con contabilidad se meten en el piso seis, con control de ventas: ¡Eso es, pues hom!", dictaminó y le entregó el montón de papeles dibujados, rayados, enmendados y desordenados a Cubillos. Sintió una íntima satisfacción de triunfo mientras guardaba su lapicera de pluma de oro, finísima, y se ponía de pié para despachar a sus empleados.

"¿Qué hacemos con el piso siete, desocupado?" se atrevió a preguntar Manzano, cuando don Pancho ya estaba de pie. "¿Lo ponemos en arriendo?", agrego, aventurando todavía otra decisión. Don Pancho enrojeció, lleno de furia, y golpeó con el puño cerrado la cubierta del escritorio: "¡Cómo se le puede ocurrir, pues hom!. ¿Acaso cree que quiero tener intrusos dentro de mi organización?. Se cierra y se deja clausurado: ¡Nada más!".

Para octubre de ese año, cuando la primavera vestía de verde las ramazones de los álamos que flotaban entre los humitos de las micros, el piso siete había quedado desocupado y a oscuras: Clausurado. A pesar de todo, cada tarde, al oscurecer, Ramón encendía las luces de ese tramo de la escala para pasar a la azotea a iluminar el cartel de neón de la sociedad. Era un breve paso, de subida, una revisión de los trastos ahí tirados, encender los interruptores en el orden apropiado, a veces mirar el Puente del Arzobispo, el parque Gran Bretaña, o el obelisco del presidente que cerró el siglo anterior y dio paso a los sueños parlamentarios liberales; otras, ver el palacio de gobierno, cada vez más convulsionado. Y sin embargo, nada de esto le hacía sentido a Ramón en su ingenuidad casi de niño, cumpliendo estos deberes apenas mecánicos. Nunca tuvo interés en pensar las cosas, en concluir o deducir. Para él, el monumento del gran suicida de fines del diez y nueve era sólo algún prócer envuelto en una capa, con su calva y su mirada nobles: Sólo eso. Por más que el Labios Negros hubiera tratado de explicarle, para él eso de que el palacio de gobierno fuera la casa en que se sufre, eran sólo palabras como las que se escribían en los carteles de propaganda política: "Pan y techo para el pueblo. Vota Pastrana", "Andrade dijo ¡Basta!", "Iriarte barre con la corrupción" y así. Él era pueblo, lo sabía, pero era ese pueblo que apenas tenía tiempo y saber para su cotidiano. Lo demás era para los activistas, o entretención para discutir. Otra vez bajar las escaleras y apagar las luces del piso siete.

Alguien, alguna vez, habrá visto esos cinco o diez minutos de luz en el piso clausurado. Sumado a las historias de otros que aseguraban haber oído ruidos u otras extrañas manifestaciones, y añadidas dos o tres historias que al circular iban adquiriendo elementos fantásticos y relatos maravillosos, más la muerte violenta y sorpresiva del Labios Negros, nadie supo cómo, o en qué momento había nacido la leyenda que decía que el antiguo mayordomo aún vivía en el edifico y hacía sus rondas nocturnas, echando a los que trabajaban hasta tarde, como si todavía viviera y administrara el edificio de la Sociedad. Unos empezaron a asegurar que lo habían visto pasar por las escaleras, otros que lo había oído tintinear, como siempre, las llaves, por los pasillos apagando luces. Incluso algunos aseguraban haberlo oído cantar, a media voz, "Contigo en la distancia", imitando a Lucho Gatica, como siempre hacía.

Quizás a partir de esos eventos mínimos, de la extrañeza de algunos y a partir de los equívocos, sumados al interés de tener una mejor historia, o también de relatar sin certeza el testimonio ajeno, o a lo mejor, quien lo sabe: Todo era verdad. De algún modo, la historia del Labios Negros recorriendo el edificio, comenzó a incluir en especial al piso siete, completamente iluminado y también a un personaje no definible que recorría el edificio, después de oscurecer, revisando puertas, cierres, luces y cuyos pasos se acompañaban siempre del tintinear metálico de un llavero grande. Algunos testigos, incluso, aseguraban haber oído al propio Labios Negros preguntando desde el pasillo de algún rincón de oficinas: "¿Queda alguien aquí?", antes que se apagaran, sin razón ni motivo ninguno las luces de un sector. Hubo un trabajador tardío, que siempre se quedaba mucho más allá de la hora de salida, que aseguraba haber amanecido en la oficina porque alguien le había cortado la luz y había cerrado las puertas del piso con llave. No obstante la clausura, muchos de los empleados de finanzas aseguraban haber oído que en las tardes alguien subía y abría las mamparas de vidrio del piso siete. No sólo eso, sino que se corría el rumor que a eso de las ocho o nueve de la noche, todos los días se encendían las luces en el piso, como si alguien estuviera revisando las oficinas y luego se le oía bajar las escaleras. Eran muchos los que aseguraban haber oído que así sucedía, sin embargo nadie decía claramente "Yo lo vi, yo lo oí". Sólo había rumores, historias o referencias a terceros.

A las ocho de la noche ya había terminado la actividad en el local comercial del primer piso y en la oficina de ventas, al otro lado del edificio. Entonces comenzaba, el Labios Negros, el cierre diario. Como siempre, salía al exterior y hacía un aseo rápido del entorno, luego revisaba las aldabas, los pestillos y candados de las cortinas metálicas que cierran el local. Más tarde, por el interior ingresa al salón de ventas y revisa luces, puertas, y más. Ramón está haciendo el aseo interior, que el Labios Negros juzga minucioso y corrige: "Esta vidriera está llena de polvo, pues Ramón. Pásale el trapo y no te olvides de revisar el baño". Ramón parece no oírle y sigue en lo suyo. Sale al pasillo, después de apagar las luces, con todos sus implementos y enfila al segundo piso por las escaleras. No alcanza a subir tres peldaños, y se detiene. Se queda pensando, como si alguien lo hubiera llamado desde el salón de ventas. Deja sus escobillones, bolsas de basura, palas y más, arrinconadas, y vuelve a ingresar al salón de ventas. Se dirige al baño y mira el ventanuco que da a la calle: Está abierto. Lo cierra, apaga la luz y sale. Afuera el Labios Negros le dice: "¡Cabeza de pajarito! Si no te digo las cosas, se te olvida la mitad". Ramón no le oye, no puede oírlo, pero piensa que alguna intuición le advierte y se dice: "Menos mal que me acordé de la ventana". El Labios Negros sube tras él intentando explicar: "Esta empresa, pues Ramón, es como un relojito; ¿me entiendes?. Todos los engranajes, todas las piezas son importantes. Si uno falla, falla finalmente La Sociedad toda, ¿te das cuenta?". Recordó a don Pancho Viejo que siempre enseñaba eso a todos sus empleados: "Él sí era un presidente" se dijo, "no como don Panchito, que es voluntarioso nada más y al fin don José Manzano y ese Cubillos hacen lo que quieren con él. De a poco, de a poco lo van engañando siempre. La única que habría sido buena para reemplazar a don Pancho Viejo habría sido la señorita Victoria. Además habría entendido a los trabajadores, mientras que don Panchito no sabe nada de eso, no entiende nada. Lo malo es que uno tampoco puede hacer nada y menos ahora que quizás estoy muerto". Entró a las oficinas de la presidencia, detrás de Ramón, donde las luces todavía encendidas daban la impresión que don Pancho trabajaba hasta tarde, más aún porque su auto permanecía en el estacionamiento detrás del edificio, sin embargo el presidente no había vuelto del almuerzo, enredado en los planes gremiales de estorbar al gobierno que tenía al país tan agitado. "Hay que pararlos Panchito" le decían. "Tú no te das cuenta que le estás regalando el país a los comunistas. No le vendas repuestos para los tractores a la Reforma Agraria". Sobre el escritorio de don Pancho había varios billetes debajo de un vaso vacío. El Labios Negro los vio y le advirtió a Ramón: "Hay que comprarle cerveza a don Pancho. Tienes que sacar las botellas en una bolsa de basura negra, que no te vean. ¿Entiendes?". Ramón, después de asear toda la oficina, mientras ordenaba los adornos de las mesitas y el escritorio de don Pancho, encontró el vaso con los billetes debajo. El vaso lo puso sobre una bandeja junto a los ceniceros sucios y otras cosas para lavar y los billetes los metió en el bolsillo de la cotona. "No se te ocurra traer vuelto" le advirtió el Labios Negros. "Pondrías en duda tu lealtad" agregó. Pensó, entonces que era bueno explicar a Ramón por qué le advertía esto: "Mira" empezó, "don Panchito no es como don Pancho Viejo. Don Pancho Viejo era un patriarca, un aristócrata. Para él, su gente era de su propiedad, pero él era responsable por ellos. Nunca te habría dejado una propina, pero si necesitabas algo, él te lo daba. Se sentía obligado a darte lo que te fuera necesario, como si fuera un padre enorme". Se quedó pensando un momento y agregó: "Don Panchito es bien distinto. Es un capitalista: ¿Te das cuenta la diferencia?. Es moderno, así que la gente que trabaja para él no es de su propiedad. A él le pertenecen las cosas. A las personas las compra de a poco, con una propina, un beneficio o lo que sea. Pero si no te puede comprar entonces estás en su contra y para ser leal te tienes que dejar comprar".

Ramón terminó el aseo de la presidencia y salió con las botellas vacías de cerveza en una bolsa oscura, rumbo a la fuente de soda de don Misael. El Labios Negros siguió escalas arribas, piso por piso revisando luces y puertas. En cada piso abría las mamparas con su enorme manojo que tintineaba como campanita. Si no veía luces en el interior gritaba desde la puerta: "¿Hay alguien?". Repetía el llamado un par de veces; si no tenía contestación cortaba las luces y echaba llave. A veces dejaba gente encerrada la noche entera, que al día siguiente culpaba a Ramón. De este modo el nuevo conserje fue adquiriendo fama de lerdo, aun cuando otros aseguraban que era el Labios Negros el que hacía esas rondas. Incluso algunos insistían en que a la hora del cierre de las oficinas, por la noche, se le veía deambular por el edificio. El temor cundía, con la leyenda.

El Labios Negros llegó hasta el piso siete. Ahí la puerta estaba siempre cerrada con doble llave y la luz permanecía cortada. Abrió las cerraduras y conectó la corriente eléctrica. Luego fue recorriendo el piso vacío, oficina por oficina, encendiendo todas las luces y evocando el tiempo en que don Pancho Viejo dirigía La Sociedad. "En esa época no se clausuraba oficinas" pensó. "Al contrario, todas permanecían iluminadas y llenas de gente". Fue entrando en cada una y recordando a quienes trabajaban en ellas: Gutiérrez que siempre tenía trabajo hasta tarde, o don Sergio al que le decían el Cueca, la señorita Lali que se pescaba las medias con el cajón del escritorio: "¡Qué piernas más lindas!". Los podía nombrar a todos, los recordaba a todos. El analista de cuentas que hacía horas extras hasta tarde con la dactilógrafa. Los solía sorprender besándose en la oficina que da hacia el cerro. "Esos eran buenos tiempos" pensó, "y ahora todo tan muerto y vacío". Se asomó por una de los ventanales que dan al cerro. Por el frente había un piquete de carabineros cerca de un bus verde oliva blindado, como si esperaran que de pronto una rebelión cierta surgiera del ambiente aparentemente pacífico de la noche. Desde el lado del centro de la ciudad llegaba un aire acre, picante, producto de los gases lacrimógenos disparados para dispersar a los manifestantes que frecuentemente organizaban protestas. "Antes no era así" dijo como si no pudiera comprender el mundo que veía y se devolvió, apagando las luces y cerrando puertas. Por fin cerró con llave el piso siete y cortó la luz. "¡Por Dios que hace falta gente como don Pancho Viejo!" dijo y subió a la azotea del edificio. Desde ahí vio venir a Ramón con una bolsa de lona negra. Traía un par de docenas de cervezas. En el bolsillo de la cotona azul traía la plata sobrante de la compra, unas ocho lucas, que incluso superaban el monto de la compra. Palpaba los billetes arrugados y sucios con los dedos y sentía una sensación de culpa contradictoria. Sabía que don Pancho se indignaba si le dejaban vuelto de las cervezas: "¡Saca estos billetes asquerosos de mi escritorio!" gritaba frenético. "Quien sabe quien los habrá manoseado y donde se los habrá metido" decía. "Es que las cervezas son más baratas, don Pancho" se justificaba. "¡Mira!: Si te sobra plata bótala a la basura. Me da igual. Pero no me la pongas en mi escritorio: ¿Entiendes?. ¿Está claro?. Te dejo suficiente para que no falte, pero no quiero vuelto". Con esa plata compraban su silencio y eso le molestaba, aunque no lo llegaba a pensar así del todo; sólo sentía fastidio por ese dinero que tenía que quedarse por obligación. "Hago mi trabajo y me pagan por eso" pensaba. "No es necesaria esta propina. Es casi como si me obligara a robar". Sentía que le ensuciaba la dignidad o bien lo transformaba en una especie de esclavo, una pertenencia de don Pancho. Por otro lado el pago que recibía era despreciable para su comprador, tanto que si no quería aceptarlo tenía que botarlo a la basura: "Saca esta inmundicia de aquí".

En el camino de regreso le pareció que alguien apagaba una luz en el último piso. Se quedó mirando un rato, pero no pasó nada: "Son sólo ideas" se dijo y siguió. Él también había oído las historias del Labios Negros y se reía de ellas con su risa casi de niño. Seguro de que no había nadie se metió a la oficina de la presidencia y metió las cervezas en el refrigerador. Una vez que terminó, metió la mano en el bolsillo de la cotona y sacó los billetes sobrantes de la compra. Los tiró sobre el escritorio y los sobó por toda la superficie, después los dobló y se los metió al bolsillo del pantalón con un gesto de desprecio dirigido a la sombra de don Pancho sentada en su escritorio. Luego salió y continuó su ronda de aseo hasta el piso seis. Subió, en seguida, a la azotea y encendió el cartel de La Sociedad. El Labios Negros lo estaba esperando. Miró la hora y le dijo: "Bien. Justo a tiempo" y añadió después: "Si no: ¿Quién encendería las luminarias de la empresa?".

Kepa Uriberri
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