La perfecta novela
Una cosa va llevando a otra y se establece en el tablero del pensamiento lo que llamamos una divagación. Quizás los grandes inventos, las más locas ideas, nacen así. Cuando escribo ésto, o cualquier otra cosa, voy echando mano de ciertos recursos que ya manejo, que son como unas especies de piezas de relojería, que crean el texto, el argumento, las ideas, los conflictos y acuerdos, que en definitiva deberían (no lo sé) enganchar al lector. Y recuerdo, ahora, no con nitidez, porque quizás no fue una sino varias, las veces primeras en que ese raro concepto se me atravesó en el camino: "Recursos". Hubo recursos mineros, recursos de programación, estratégicos, recursos literarios y más. De pronto, pero no sé cuándo, el recurso fue mío: Comprendí que era sólo una entidad vacía, susceptible de ser llenada con una cosa, una idea, o lo que sea, deseable, útil. Yo voy coleccionando, en cada divagación, en cada conversación, en los viajes cortos o en los largos, en las discusiones, en las tertulias, en el metro, los restoranes, en conversaciones; voy coleccionando recursos literarios. Por ejemplo, me llega un mensaje a mi teléfono personal, ofreciendo participar en el sorteo de un auto nuevo. Ella, mi mujer, me dice:
- Esos sorteos son una estafa. Así es la divagación. Como un campo fértil donde se siembra y cultiva los recursos del pensamiento y la creación. En mi caso, los recursos literarios. Uno de los momentos mejores para divagar, de mayor fertilidad, estoy seguro que para todos, es el momento del retrete. Un filósofo puede sentarse, por la mañana en su retrete y logra explicarse a Dios, o al menos se hace un buen modelo de Él, que después integra, en su oficina, a una nueva teoría de la creación. El creador literario piensa, también, mucho en Dios, por diversas razones: Es que uno es como un pariente pobre del filósofo. Quizás sea el que lanza, sentado de mañana en el retrete, las ideas bastas, sin pulir, sin embellecer en cuanto ideas, que después divaga el filósofo y las organiza en una teoría, en fin. También el creador literario es como un pequeño dios, en tanto crea universos que envasa en historias, novelas y cuentos, así como el Gran Dios los transcribe en esta materia de la que estamos hechos. Sentado en el retrete, divagando, he caído en Dios y a través de esta idea divago sobre los ateos, no tan ateos, que no creen en Dios porque si hubiera un Dios no permitiría el mal, ni la desgracia, ni la tristeza y la miseria, tampoco la guerra y tanto más. Doy vueltas en torno de esta idea y me digo que si yo mismo fuera Dios, desde luego el universo no sería único: Habría tantos universos como obras haya escrito. Cuando escribo una novela, por ejemplo, creo conflictos. Creo personajes llenos de desgracias. El protagonista y el antagonista son contradictorios, llenos de pasiones; a veces de maldad y más. Hay ocasiones en que un personaje es tan vívidamente malo, perverso, que resulta magnífico. Ese personaje se gana todo mi amor de creador. No sólo eso, se gana el recuerdo y favor de los lectores. Si somos la obra de un Gran Creador, es natural que estemos llenos de miseria, de conflictos, sufrimientos, guerras, hambrunas y pestes. De no ser así, la creación de Dios sería un fiasco, un fracaso. ¿Qué editorial de los Dioses publicaría un universo donde todo fuera bondad y dulzura, felicidad y alegría?. En cierta ocasión, aquí en mi retrete, decidí, divagando sobre un creador sólo bondadoso, del talante de lo que cualquier personaje creería que el Autor debe ser; decidí escribir una novela, extensa, intensa, maciza, donde todo fuera bueno; los personajes felices e iguales: Ninguno mejor o peor que otro, sino tan felices unos como otros. Todos ricos y agraciados. Sanos, rosados y rubios. Aquella novela carecía de antagonismos. Todos los personajes eran protagonistas, o ninguno lo era; pero antagonistas no había. Era un cosmos perfecto, donde todos se amaban y respetaban, nadie sospechaba del otro y tampoco las naciones de sus países vecinos. La economía no era global ni local, sino comunitaria y el mercado no era instrumento de abuso, sino por el contrario, ejemplo de justa competencia done siempre se empataba. Por supuesto no había, ahí, en esta novela, el concepto de deportes, o al menos de competencia en el deporte. No se concebía el campeón del mundo, o la reina de belleza, ni la mejor marca, porque todos eran tan bellos y poseían la marca más preciada e idéntica en todo. La gente no era ni más alta, ni muy baja sino precisamente de la estatura de los demás, de modo que no existía la envidia, ni tampoco el afán de prosperar y tener una mejor casa, un auto más rápido y moderno o poseer a una mujer mas bella o sensual, ya que todas eran iguales. Ésto habría sido una aberración cuya idea ni siquiera existía, ni en las más locas teorías, que eran por supuesto todas idénticas, sin ninguna posible preeminencia de una sobre otra. Así, pues, hombres y mujeres eran lo mismo e indistinguibles unos de otros: El sexo y el género eran sólo conceptos ideales que servían, apenas, de instrumento de felicidad y juego. A qué seguir. Escribí esa mañana, sentado en mi retrete, en un poco rato, aunque sin llegar a traspasar, ni al papel ni al teclado, sino sólo en mi mente, una novela de más de dos mil seiscientas ochenta y tres páginas todas felices y perfectas, donde cada deseo de cada personaje bastaba con ser formulado para hacerse realidad, de manera que jamás hubiera, ahí, en esa obra literaria magna, frustración alguna y todo personaje fuera feliz como se merece al ser la creatura de un creador inmensamente bueno. Cuando después de tanto y tanto crear felicidad y perfección, concluí esta nueva y magnífica novela, me levanté del retrete entusiasmado, pensando que había escrito, al fin esa obra universal que había sido demasiado grande para Tolstoi, Dostoievsky, Thomas Mann, Shakespeare, Cervantes, Proust que fue rechazado tantas veces por los editores, Joyce, que casi lo logra con su Ulises, Kundera, García, Vargas, Fawlkner y sus ovejas convertidas en caimanes, Witold Gombrowickz que era enemigo de Bioy y Borges, estos dos amigos juntos o separados, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Sándor Márai, Bolaño y las de detectives, o José Malgrite, que se hacía llamar Iñaki Irizarri de pura vergüenza y pudor, y tantos otros más que no forman, tampoco, parte de la novela; y me propuse transcribirla de inmediato, en una tarea dura pero epifánica. Ya mientras metía la camisa dentro del pantalón, viéndome en el espejo, tuve una vaga y primera duda, que deseché con el breve argumento de una sonrisa. Al abrochar el cinturón, mi imagen, al frente, me mostro como un hombre vulgar cualquiera, que no conocía la felicidad pura y total y me interrogué entonces, casi como una broma: "¿Y si no la conoces, cómo crees haberla alcanzado para esas pobres creaturas atadas a tus personajes?". Pero de inmediato me respondí: "En el ámbito de esta perfecta novela, yo mismo, como absoluto creador, he creado una felicidad perfecta que lo es como ideal, en el ámbito de la novela. No tiene por qué serlo en el entorno de los seres que a mi me rodean" y recordé cuando al fin entendí lo que era un recurso. Para no alargar: Salí del baño con ciertas dudas vagas y poco importantes, que no quitaban, en absoluto, magnificencia a esta obra perfecta. Me senté ante el teclado y miré por el ventanal, a mi derecha, al parque donde ya se hace verde la primavera y aquel árbol humilde, de ramazones peladas, sin importancia ninguna, comienza al fin a llamarse jacarandá, cuando, azul, ya florece, y pensé que alguien había escrito, tal vez muchas veces, esta novela. Me dije que me la habían entregado antes para leerla y alguna vez me sentí obligado a hacerlo, quizás por apropiarme de unos pechos atractivos y tersos, o por cerrar algún negocio que después fue, como la misma novela, un fracaso, o enredado en los halagos que me ponían varios niveles por encima de mi pobre realidad. Entonces me pregunté: "¿Crees que alguien, o tú mismo, leería una novela perfecta, donde la perfección requiere de la tremenda monotonía de la eterna paridad?". En ese momento comprendí un poco más a Dios, amé algo más lo prosaico e imperfecto y decidí esperar, para pasar por el teclado la novela, a terminar, algún día, quizás, de leer el Ulises de James Joyce. Kepa Uriberri |