Muerte de un prócer




El viernes trece de diciembre, día aciago y de mala fortuna, se encontraba en los confines de su hacienda revisando las plantaciones de algodón. Ahí lo sorprendió una tormenta de granizo y nieve. Cabalgó varias horas hasta llegar a su casa empapado, al anochecer. Se sentía afiebrado y se había puesto ronco; sin embargo no se cambió de ropa para cenar. Sólo se cambió los dientes de madera de cedro que usaba para sus quehaceres cotidianos por otros, mas resistentes para comer, que su dentista había arrancado a los soldados muertos en la guerra y montado en una base de marfil. “En un día como hoy” le dijo Martha, su mujer, “Santa Lucía se arrancó los ojos como tú te arrancas los dientes”. Nunca tuvo buen humor, sin embargo no se rio de la broma, no por falta de humor, sino porque se sentía enfermo. Quizás su falta humor se debía a que desde los veintidós años no tenía más que una sola muela en la boca, por lo que jamás reía. Pero ese día de Santa Lucía le dolía la garganta lo que le impedía tragar, de manera que no pudo comer y se acostó con fiebre y tiritando como un perro.

El sábado catorce amaneció, después de una pésima noche, con fiebre altísima, extrema dificultad para respirar y una congestión bronquial grave. El capataz de la hacienda como medida de urgencia le hizo una sangría y le extrajo del brazo un cuarto de litro de sangre mientras llegaba su médico de cabecera. Éste encontró al paciente en un estado de alarmante gravedad y le hizo tomar grandes dosis de calomelano, que el paciente tragó con mucha dificultad. A la vez le aplicó una nueva sangría y le puso cataplasmas de barro con un preparado de escarabajos secos en el cuello y el pecho. Hacia las doce del día el paciente no presentaba mejorías, sino por el contrario, respiraba cada vez con más dificultad, de modo que el médico suministró una nueva dosis de calomelano y volvió a sangrar al enfermo. Alarmado mandó a venir a otros dos facultativos. Uno de ellos, el doctor Dyck, conocía los últimos avances en medicina de Europa donde había estado ejerciendo algunos años. Se presentó en la casa del enfermo hacia las tres de la tarde cuando los otros médicos hacían una nueva sangría, que Dyck encontró excesivamente espesa y viscosa, a la vez que fluía con demasiada lentitud. El enfermo había perdido la conciencia y respiraba con inmensa dificultad y mucho ruido bronquial.

Hacia las seis de la tarde la junta médica sólo esperaban que el abundante calomelano y las sangrías profusas tuvieran efecto, aun cuando ya no abrigaban demasiadas esperanzas. Tal vez esperaban un milagro. ¿Por qué no? El hombre era fuerte y había enfrentado durante las guerras de independencia graves enfermedades y heridas que había superado en condiciones mucho más precarias. Había superado una viruela y la malaria en medio de los campos de batalla. Como no había mejoría y el paciente se ahogaba, el doctor Dyck propuso practicar una traqueotomía. Los otros dos médicos se opusieron terminantemente e influyeron en Martha, para que no autorizara un procedimiento de tal brutalidad.

Algunos minutos pasadas las diez de la noche el enfermo pareció recuperar momentáneamente la conciencia y manifestó su desesperación por la asfixia. El doctor Dyck retiró las cataplasmas de barro y vinagre que se le había puesto en el cuello y el pecho, y en un momento de descuido de sus colegas, en un intento desesperado, arrancó el péndulo del reloj que marcaba riguroso el tiempo que le quedaba al paciente y con el asta de éste intentó perforar la traquea del moribundo, para aliviar su agonía; pero fue detenido por los otros médicos. “Al menos permítele morir dignamente” dijeron.

Pocos minutos después moría asfixiado, envenenado con calomelano y victima de la anemia aguda provocada por el desangramiento. El reloj de la pared, ya sin péndulo, se detuvo a las diez y diez y siete de la noche, mientras afuera arreciaba la tormenta. Incapaz de aceptar la derrota, el doctor Dyck propuso a su mujer e hijastras, a las que el difunto había amado como las hijas que nunca pudo tener, revivir al marido, al padre, inyectándole sangre de cordero en las venas e insuflándole aire de modo rítmico en los pulmones mediante un fuelle de la forja. Por un momento las mujeres dudaron. Dyck propuso descansar el cuerpo en una cama de hielo, para conservarlo, mientras las mujeres tomaban una decisión.

El martes diez y siete, el doctor Dyck volvió a la casa de la hacienda de Virginia para certificar la muerte, pasados los tres días que el difunto había instruido esperar, pues siempre tuvo miedo de ser enterrado vivo. Dyck insistió en la posibilidad de revivirlo pero la familia, con gentileza desecho la oferta del médico. El miércoles diez y ocho fue sepultado en los jardines de su hacienda en Mount Vernon, con una cinta atada a su muñeca y a una campanilla en el otro extremo, de acuerdo a su voluntad, en una ceremonia privada de la que el congreso sólo se enteró mas tarde por la prensa. El gobernador de Virginia en su discurso fúnebre declaró que había sido “primero en la guerra, primero en la paz y primero en el corazón de sus compatriotas”.

Kepa Uriberri