Para hablar con él, nosédequé, pero más a gusto

El diez y ocho de mayo de mil novecientos veintidós el matrimonio Schiff: Violette y Sydney, que vivían enredados en el tejido de la gente famosa, disfrutando del chisme y la farándula francesa, gracias al mucho dinero de él, que pertenecía a una familia de banqueros londinenses; organizaron una comida en el Hotel Majestic de París para celebrar el estreno de Renard, ballet cómico de Stravinsky, a la que asistió toda la gente luminosa de aquel entonces. Estaban ahí desde el autor y Diaghilev su productor, todo el mundo del arte y la literatura. Entre ellos estaba James Joyce, con una mano en el mentón y la otra siempre asida a una copa de champagne, vestido de calle y mucho más silencioso de lo que hubieran querido los Schiff. Al llegar se había disculpado por no vestir de etiqueta: "Porque no tengo plata para esas vanidades" y durante la comida sólo había hablado algo cuando le preguntaban sobre el Ulises que había publicado meses antes. El resto del tiempo sólo observaba, displicente, y dejaba escapar ruidosos flatos. Pasada la medianoche, Stravinsky y Diaghilev se retiraron con la disculpa del mucho cansancio por el trabajo que habría significado el estreno y los invitados comenzaron a irse. Se dice que Picasso, con una faja roja alrededor de la cabeza, había bebido demasiado y se había quedado dormido sobre la mesa, mientras Joyce absorto bebía champaña como cualquier irlandés bebe cerveza. Entonces apareció, vestido de pieles, Marcel Proust.

Proust, por ese entonces era una celebridad, en tanto que Joyce era la luminaria emergente. Violette Schiff pensó que esta era una gran oportunidad de ver a las dos grandes figuras de la literatura del momento, juntos, para luego construir los chismes del encuentro, pero fue un fracaso. Proust preguntó a Joyce si conocía a cierta duquesa y a un príncipe nosécuál. Joyce contestó: "No". Violette interrogó, para abrir el tema, a Marcel si había leído el capítulo de "Las piedras rodantes" del Ulises. Proust contestó: "No". Mucho después, Joyce recordaría que la situación fue un insoportable intercambio de "Noes". Finalmente, quizás sólo por cortesía, Proust ofreció llevar en su taxi a Joyce y este aceptó por conveniencia. James se acomodó en el asiento, encendió un cigarrillo y abrió la ventanilla para fumar. Proust que era asmático no soportaba el cigarrillo y las corrientes de aire le hacían mal de modo que hizo cerrar la ventana. El viaje se hizo en silencio y ambos escritores se ignoraron. Andando el tiempo James Joyce reconoció que hubiera preferido conocer a Proust en otro lugar, más íntimo, "para hablar con él, nosédequé, pero más a gusto".

Esta fue la única oportunidad en que estos dos grandes novelistas del siglo veinte se encontraron en vida. Joyce, seis meses después, asistió al funeral de Marcel Proust, del cual se retiró protestando, antes de tiempo, cuando el organista comenzó a tocar La Pavana para una infanta difunta de Ravel. Quizás porque no correspondía a la liturgia acostumbrada, o muy posiblemente porque la Pavana en cuestión es una pieza para piano solo, no para órgano. O también porque se le estaba derritiendo la barra de jabón que llevaba en el bolsillo de la billetera, con la sangre del riñón de cordero que también tenía ahí.

Por mi parte, debo reconocer que siempre he sentido un rechazo visceral a priori por lo francés (creo haberlo dicho antes, en alguna ocasión) y por eso me había negado a leer a Proust, hasta que una editora me dijo que había sido rechazado más de cincuenta veces antes que Por el camino de Swann fuera publicado. Comencé a leer este tomo de la obra del autor francés después de documentarme sobre su rechazo y por una cuestión de curiosidad. Debo reconocer que me pasó lo mismo que con casi todos los autores franceses: Balzac y su Eugenia Grandet, Flaubert y Madame Bovary y a pesar de todo Albert Camus (que no es totalmente francés, sino argelino) y El extranjero, a los que he terminado de leer con especial gusto.

Había comenzado a leer El Ulises de James Joyce una infinidad de veces y había renunciado, enredado en el tráfago de las muchas e inútiles andanzas de Leo, o Leopoldo, o Leopold, o Poldy e incluso Poldo para alguna ira irónica de Molly; también agobiado por el amblar de algún perro en la playa, o por las suciedades, vómitos, desangramientos y más, inútiles de la trama. Es raro, pero, al terminar Por el camino de Swann me encontré, de improviso, sin nada para leer. En tanto me documentaba respecto a los rechazos de Proust había encontrado las trazas de la anécdota que cuento más atrás sobre el encuentro con Joyce y me dije que era la señal que necesitaba para hacer firme la decisión y tragarme el Ulises.

Mirado desde mi sillón de lectura, que enfrenta un ventanal grande, aunque humilde, y da a un parque muy vegetal, detrás del cual hay torres y también un campanario, de aquellos que a Proust le gustaba inventariar; veo muchos puntos de encuentro, más allá de los estilos y respetos muy diferentes de ambos autores. Muchos más, desde luego, que los muchos Noes de aquella famosa comida en el Majestic. Desde luego ambos son grandes inventariadores. Mencionaba el de los campanarios de Proust, para qué recordar el que le valió el rechazo de André Gide, sobre las cuarenta posturas en la cama antes de dormir, o el de las lilas y otras flores en el camino a la orilla de la casa de Swann. Para mi, al menos, uno de los encantos del Camino de Swann son sus muchos inventarios y largas enumeraciones. Hablando en otro artículo de algún autor menor, opiné que entre lo poco rescatable había un fantástico inventario de guerra, de generales, de máquinas, de medallas, de batallas, de grados, y más y más. Después, en el Ulises, encontré su inspiración y la copia de la forma. Si algo hay bellísimo en el Ulises son las enumeraciones magníficas, con una gracia y un desparpajo que casi mueven a aplauso, como el de las muchas y muchas personas que ven pasar el carruaje del virrey y se detienen, o saludan, o se devuelven y se vuelven y se detienen a mirar o se asoman como oro y bronce las rubias prostitutas, que corren la cortinilla de su ventana para verlo pasar; todo lo cual conduce después, mucho después a otro fantástico inventario de todos los presentes en la ejecución de un condenado a la horca, o la que contiene este fragmento con la enumeración de todos los santos: «Elías el profeta encabezados por el Obispo Alberto y por Teresa de Ávila, calzados y descalzos; y frailes, marrones y grises, los hijos del pobre Francisco, capuchinos, cordeleros, mínimos y observantes y las hijas de Clara: y los hijos de Domingo, los frailes predicadores, y los hijos de Vicente; y los monjes de San Wolstano; y los hijos de Ignacio; y la congregación de los hermanos cristianos encabezados por el reverendo hermano Edmundo Ignacio Rice. Y detrás seguían todos los santos y mártires, vírgenes y confesores: San Quirico y San Isidro Labrador y Santiago el Menor y San Focas de Sinopia y...» sigue y sigue con los artefactos que llevaban: «Y todas iban con nimbos y coronas y glorias portando palmas y arpas y espadas y coronas de olivo, con túnicas en las que estaban bordados los sagrados símbolos de sus eficacias, tinteros, flechas, hogazas, jarrones, grilletes, hachas, árboles, puentes, bebés en bañeras, conchas, burchacas, tijeras de esquilar, llaves, dragones, azucenas, postas zorreras, barbas, guarros, lámparas, fuelles, colmenas, cucharones, estrellas, serpientes, yunques, cajas de ungüento...». Como estas hay muchas, tantas que quisiera mostrar y es imposible y sólo me limito a enumerar algunas de las enumeraciones de James, además de la de todos los santos, todos sus instrumentos, todos los milagros que incluye, por ejemplo, «hallazgo de objetos varios que se habían perdido», o todos los títulos que incluye además de «Caballero de la Orden de la Jarretera», el de «Cabrón Meritorio Civil», o el de «Maestre de la Caza del Zorro», lo mismo que la enumeración de creencias sobre el embarazo relativas a anormalidades de labio leporino, verruga en el pecho, dedos supernumerarios, angiomas, casabillos y así. Hasta que por fin, nuestro autor ya no resiste y suelta su aún desconocida Ley atribuida a Mr. V. Lynch (Licenciado en Matemáticas) de numeración hasta ahora no descifrada.

Por razones distintas, de seguro, quizás Joyce porque le resulta más atractivo enumerar, para definir un ambiente y más efectivo que una larga descripción. También porque le permite contrastes, ironías y sarcasmos, críticas más finas que una larga y típica mirada al entorno. Proust, en cambio, enumera con un afán evocativo, que va señalando a la vida interior, a los recuerdos que se conectan con las cosas que entonces adquieren un especial significado. La herramienta parece ser la misma, pero Proust y Joyce apuntan a distintos blancos con ella.

Por supuesto que en este aspecto hay también una gran diferencia, que no obstante los hace también semejantes, claro, mirados desde este mi sillón de lectura: Las enumeraciones de Joyce a ratos me hacen pensar que el autor no está escribiendo una novela, sino que está tomándome el pelo y curiosamente lo hace más amigo, más cercano y apreciado. No es el caso de Proust. Pero Proust amalgama, lo mismo que Joyce, una cuestión que siempre he creído y que manejo como regla de oro al escribir. Marcel, a lo mejor es sólo porque es francés, o porque conoce, como James, la regla, y la ejerce; tiene un mérito que Joyce con cruel ironía se encargó de expresar diciendo que escribía frases tan largas que el lector terminaba de leerlas antes que él las hubiera terminado de escribir, marcando la característica com odiosa. Sí. Proust es quizás más odiado por esto que amado por todos sus méritos. También tiene grandes odiadores de sus digresiones y cavilaciones. Concluyo que Joyce y Proust, cada uno en lo suyo, escriben como les da la gana, sin pensar en el lector, dejando todo pudor y cuidado en algún lugar distinto y lejano de su escritorio. Esta regla la leí explicitada por Faulkner en alguna entrevista y descubro, también, que todos los escritores de los que disfruto, escriben así: Ellos son mis amigos.

Bueno, si Marcel Proust colecciona campanarios y torres de iglesias, James Joyce colecciona santos, liturgias, latines y mucho más, todo relacionado compulsivamente con lo religioso.

En un tomo cercano a las mil páginas del Ulises, leo siempre con la dificultad de no encontrar un sentido al rumbo ni al ritmo, a lo largo de doscientas sesenta páginas. Sigo porque soy tozudo, sigo porque decidí leer la novela completa para poder hacerla mierda con propiedad, a la luz de la nada que nadie había logrado decirme sobre ella, con claridad y verdad. Si hubiera sido André Gide, no habría llegado tan allá y Joyce habría tenido la suerte de Proust. De pronto leo:
«Mientras pisaban por la gruesa alfombra Buck Mulligan susurró detrás de su panamá a Haines:
«-El hermano de Parnell. Ahí en el rincón.
«Eligieron una mesita al lado de la ventana, frente a un hombre de cara alargada cuya barba y mirada caían absortas sobre un tablero de ajedrez.
«-¿Es él? preguntó Haines, volviéndose en el asiento.
«-Sí, dijo Mulligan. Ese es John Howard, su hermano, nuestro oficial mayor del ayuntamiento.
«John Howard Parnell cambió un alfil blanco discretamente y la garra gris de nuevo subió hasta la frente donde descansó. Un instante después, bajo la pantalla de la misma, sus ojos miraron vivazmente, con brillo fantasmal, a su contrincante y cayeron de nuevo sobre el tablero de operaciones.»
Si hay quienes han quedado maravillados, y son muchos, lo sé, con el té con magdalenas de Proust, a mi se me pasó por alto. Ponderé el significado que le daba el autor y el nudo con la emoción evocada que describe; pero no me fue tan claro el concepto como cuando leí a este ajedrecista. ¡Cuántas veces vi a ese ajedrecista y ese gesto de inteligencia astuta, de satisfacción por un tonto logro, que es apenas un juego pero que nos da un momento en que somos felices, como expresa la mirada de brillo fantasmal de John Howard (hermano en la realidad del sheriff de Dublin Charles Stewart Parnell). Fue como si encendieran una luz que iluminó todo el sentido de la novela, porque la escena no tenía sentido alguno en términos de los sucesos hasta ahí relatados, así como ninguno lo tenía en realidad. Pero tuvo la magia, el ajedrecista, de mostrar que un relato ambiguo, aparentemente inconexo, también va dejando una construcción. En este punto comprendí que ese era el intento de Joyce. No narrar una historia, como lo haría Albert Camus, en La peste o El extranjero, sino algo más cercano a lo que hacía Proust en El camino de Swann, donde la historia, claro está, podría contarse en dos líneas, porque la cuestión no es la historia sino el mundo interior que los sucesos estimulan en el narrador y los que asume, en los personajes, según nos los muestra. Aquí también: Bloom sale temprano y se da vueltas por la ciudad para no llegar a su casa. Pero no es lo que importa. Lo verdaderamente importante es que nos vemos metidos en Dublín, en sus bares y tabernas. En ese recorrido al lado de Bloom me voy dando cuenta que es un pobre diablo, por sus actitudes, porque se siente disminuido, porque le hacen el quite o lo desprecian, porque lo encuentran un latoso, porque su mujer lo engaña con medio mundo y mucho más; a la vez voy comprendiendo a Dublín y sus habitantes. Con otras técnicas, con otros estilos, con otras formas, Franz Kafka debería, también haber estado en la misma fiesta de los Shiff, para añadir algunos otros no. La novela que parte, desde estos escritores, da un golpe al rumbo al género que deja de ser una historia y el cómo la enfrentan los protagonistas y pasa el peso de la obra al entorno y como los personajes son afectados por éste. Más aun, para cada personaje, los otros son parte de su entorno, nada más.

Las mujeres de Marcel son fantásticas. Memorable resulta la casi misteriosa duquesa de Guermantes, Francisca, la empleada, la abuela, o la tía Leoncia y por supuesto Odette, que habría hecho buena amistad con Molly Bloom. También en la estructura y definición de las mujeres ambos autores son especialmente virtuosos. Joyce es capaz de construir mujeres no sólo completamente femeninas, lo que ya es un gran mérito, sino que sus mujeres, unas con otras no son iguales, como suele suceder a tantos autores, que todas sus mujeres son la misma. La inocencia y el deseo compulso de Gerty MacDowell, son como una joya. Repaso la escena en que imagina irse de monja dominica y visita, entonces, al padre Conroy, al que le hubiera querido regalar un cubretetera acolchado, porque parecía un santo y tenía las manos tan blancas. A Bloom le muestra las piernas, las ligas y hasta el calzón, llena de ingenuos y ardientes pensamientos. ¿Y Gilberte de Proust? una mujer niña tan perversa como su madre, que curiosamente se llama Odette como el cisne mujer encantada del que se enamora Sigfrido en el Lago de los Cisnes de Tchaikovsky. La Odette del Lago de los cisnes es el lado bueno de la perversa Odile, cisne negro, con la que Rotbart pretende engañar al príncipe. Mirando el campanario de la pequeña iglesia de la esquina recuero, a propósito, la frase musical de Vinteuil; secreto ingenuo de Swann con Odette. ¿Y las prostitutas de Joyce: Zoe, Kitty, Florry, y también la rubia oro y la rubia bronce?. Es cierto que las mujeres de ambos son dominantes y fuertes, manipuladoras y sutilmente dueñas de la acción; sin embargo las de Proust son delicadas y estatuarias, trepadas a su pedestal, donde de seguro las subió la propia madre del autor, incluso Odette, es una prostituta fina y no vulgar como las de Joyce que manipulan con el juego del deseo. Ellas son rudas y fuertes. Las de Proust dominan como matriarcas delicadas y poderosas. Son la madre que se niega a subir a besarlo, porque hay visitas.

Gerty MacDowell a pesar de su aparición breve, instala una cuestión que, al menos a mi, desde mi sillón, me deja vagando entre las jovencitas del parque que se ve desde mi ventanal y el campanario, casi Proustiano, de la iglesia que desde aquí se divisa. Toda la escena de Gerty va cruzada con los ecos y sucesos de la iglesia cercana donde el reverendo Huges y el padre Conroy celebraban oficios a la Virgen de Loreto. Dije Proustiano por el persistente inventario de iglesias, partiendo por la de San Hilario, y una gran cantidad de cúpulas y campanarios que éste cita, como esta que me quedó tan grabada: «En el mismo París, en uno de los barrios más feos de la ciudad, sé yo de una ventana por la que se ve, después de un primero, un segundo y hasta un tercer término de tejados amontonados de varias calles, una campana morada, a veces rojiza, y en ocasiones, cuando la atmósfera tira una de sus mejores pruebas, de un negro filtrado en gris, que no es más que la cúpula de San Agustín, y que da a esa vista de París el carácter de algunas de Roma, por Piranesi»; pero las iglesias y lo religioso, en especial esto último, son en Joyce un tema no sólo recurrente sino permanente y no sólo en el Ulises; pude verlo, con enorme tedio en capítulos enteros en el Retrato del artista adolescente. Todo lo contrario sucede en esta escena de Gerty MacDowell: Es una maravilla muy lograda, todo el cruce de dos temas en contraste como son la celebración en la iglesia cercana a la playa y la mujer que a la distancia seduce a Bloom. Si hay momentos gloriosos en cada novela, o al menos los hay para cada lector en cada novela, para mi esta es inolvidable, incluida su conclusión, abrupta, contradictoria, absurda, inesperada: «Despacio, sin mirar atrás se fue por la playa rugosa hacia Cissy, hasta Edy, hasta Jacky y Tommy Caffrey, hasta el pequeño bebé Boardman. Ya estaba más oscuro y había piedras y trozos de madera en la playa y algas resbalosas. Andaba con una cierta dignidad reposada muy suya pero con cuidado y muy lentamente porque - porque Gerty MacDowell era ...
«¿Le aprietan las botas? No. ¡Es coja! ¡Oh!».

Tanto Proust como Joyce tienen un sólido nudo con lo religioso, aunque en el primero tiene un sentido mítico de lo formal, engarzado con lo místico y lo artístico. Para Proust la fe, la liturgia, los ritos y cánones que aprietan y oprimen a Joyce, casi no existen, son casi una consecuencia del arte involucrado. Lo sagrado, lo trascendente, está infundido en la belleza formal del ábside de las iglesias, de los colores que filtran los vitrales de figuras religiosas y más. Proust es agobiado por la sagrada grandeza de las arquitecturas religiosas, mientras Joyce lo es por la fuerza de la regla, el canon que produce y crea el pecado. Tal vez por eso elige a Leopold Bloom como protagonista, inspirado en un conocido judío de Dublín, amigo del padre de Joyce, que como Bloom en la novela socorre a Stephen Dedalus en una riña con unos soldados, aquél lo hace con James en las mismas circunstancias. Bloom es todo lo contrario que Stephen. Quizás entre ambos representen las caras de Joyce en su rebeldía religiosa recalcitrante. Bloom se defiende y confronta a los católicos irlandeses «porque su Dios, quiero decir Cristo, era judío también y toda su familia como yo aunque en realidad no lo soy». Bloom es despreciado y no lo consideran irlandés, porque es judío, lo que le plantea un conflicto permanente, semejante al de Joyce con lo religioso en un enfrentamiento interno de pertenencias, o al de Stephen con sus amigos por Shakespeare. El protagonista de Proust, Swann, también judío, como su mismo creador, aunque este es socialmente aceptado por su dinero. Pierde su posición y pertenencia a causa de Odette, que mantiene con él una relación de uso y engaño, que lo degrada y lo separa de su núcleo social, tanto como Bloom es degradado por Molly, que lo convierte en un pobre diablo que acepta el engaño y convive con él e incluso mantiene relaciones de bar y cantina y encuentros sociales, con los amantes de su mujer, de los que también hace un inventario, cuando al fin, muy avanzada la noche, llega a su casa.

Joyce es un rebelde, pero no lo es por que sí, sino porque se cocinó en un caldo de irracionalidades y absurdos para una mente tan brillante y por lo tanto de irrestricta libertad. Una mente, una persona así, a la que se intenta imponer una norma como la de su tiempo, donde la letra entra por la buena o entra como sea, una letra que escribe conceptos que van contra la razón, sólo podían, en un ambiente de rebeldías como el irlandés de entonces, forjar un rebelde. Un rebelde puede ser un violentista, si sólo es rebelde, o un recalcitrante opositor a todo, pero si además tiene la inteligencia que tenía Joyce, se tendrá un artista libre, capaz de entender que no hay límites en el arte y que el artista no se debe a nada establecido, sino a sí mismo. Por eso Joyce tiene el desparpajo de escribir una novela sólo destinada a sí mismo, y por supuesto a quien quiera. Por eso Joyce es un innovador para todos los que siguen lo establecido. Para otros, y esto depende del sillón de lectura donde cada cual esté sentado y hacia donde mire su ventanal y qué flores y árboles vea en su parque, o si hay un campanario o sólo hay torres urbanas, o quizás casas bajas de adobe y más; puede ser un genio, un desordenado, un burlador o simplemente una mirada aguda que se expresa con libertad absoluta, porque los viejos caminos ya no tienen más misterios. En verdad, la mirada profunda de Joyce, abre la realidad como un bisturí y la muestra como sale, con un vómito o un perro enorme en una cantina, como un aristócrata rico que se acuesta con su mujer, o con una preciosa jovencita coja que le muestra las pantorrillas, los muslos, los portaligas de colores, los calzones, mientras sueña regalar un cubretetera al padre Conroy, que tiene sus manos tan blanquitas y también como el gesto de una magnífica jugada de ajedrez que llena de placer intelectual a su ejecutante, o el largo trayecto del virrey a quién por páginas y páginas, a medida que va pasando, en su coche oficial, la gente se vuelve a saludar, mientras se dirige a presenciar una ejecución en la horca.

Hay quienes admiran los cambios de estilo que el autor hace a lo largo del Ulises. A qué dudarlo, están ahí. ¿Pero es esa la genialidad de Joyce?. Para mi no. A lo más es una muestra del uso de la absoluta libertad que dispone el autor. Diría que hay dos aspectos que no son el cambio de formato, que no llamaría cambio de estilo, tampoco; que son los innovadores del Ulises. Uno tiene que ver con el ejercicio de una libertad plena, que desecha cánones establecidos hasta ahora en la forma y estructura de una novela. Joyce corta el hilo conductor con Tolstoi, Dickens, Balzac, Flaubert, Dostoievsky y más, hace a un lado a Thomas Mann y sus contemporáneos que cultivaban aún una novela que modulaba siempre sobre una historia, con un principio, un desarrollo y un final, sin importar la motivación del autor, si era moralista, de aventura, costumbrista, de caracteres en fin. Joyce no relata una historia, sino que sigue al señor Bloom a lo largo del día y su noche de farras, lo ve comprar, asistir a un funeral, hacer entregas en un diario, almorzar, caminar por las calles y más. Cortázar quiso hacer una novela, con Rayuela, que tuviera múltiples trazados de lectura. Llegó atrasado. El Ulises se puede leer de cualquier manera y no tiene ninguna importancia. Leer esta novela es como abrir una caja de puzzle, donde las piezas están todas desordenadas. Joyce va entregando trozos del puzzle. Al final, cuando queda armado, sabemos quién es Bloom y quien Stephen. Sabemos cómo es la vida de cada uno, conocemos Dublín e Irlanda, pero no hay una historia que module la novela, o si la hay es tan sencilla como un día corriente en el que Bloom auxilió a Stephen Dedalus y lo llevó a dormir a su casa. Sin embargo, y como en la vida misma, la mirada del autor que refleja su aguda inteligencia, va haciendo la imagen total de la novela con una visión de profundidad en la que Joyce nos regala su capacidad de disección, de juicio, de interpretación, de modo que podríamos estar años leyendo y releyendo el Ulises y encontraríamos ahí, siempre, algo nuevo, otra sonrisa, otra sorpresa, otra lección para quienes pretendan escribir. Joyce abre una puerta que permite a los futuros escritores novelistas, disponer de un nuevo modo de enfrentar la novela y les entrega la libertad como herramienta, además de quitarles un corsé de hierro, que los obligaba, casi, a escribir aventuras. También les levanta el pesado e inútil manto del pudor que significa el lector crítico, el qué dirán, y el cómo decir.

Releo el párrafo anterior y yo mismo, que he ido aparejando a Joyce con Proust, me digo ¿Y ahora como los pongo a uno y otro a cada lado del mismo espejo?. Es que no cabe duda que Joyce no es Proust ni Proust Joyce. Están también llenos de diferencias, aunque esas diferencias, que los distinguen, también, sin hacerlos idénticos, los equiparan. Pero si es necesario mostrar diferencias, habrá que decir que Joyce es esencialmente un talentoso. Es su enorme talento e inteligencia, lo que le permite, con un orden mínimo, llamado Bloom y el Bloomsday como han bautizado los irlandeses al diez y seis de junio, producir una gran novela. En cambio, sin negar el talento, que a André Gide le costó y lamentó no reconocer, Proust es en todo caso un trabajador. Así lo hace ver en su narración, que aunque ficción, muestra su propia vida en muchos aspectos. Uno de ellos es este. Proust siempre quiso ser un gran escritor. Bueno: Joyce también. La diferencia es que a este se le daba y el otro hubo de batallar para conseguirlo. En este sentido, tiene ingenio la frase de Joyce, que revela conocer bien a Proust, sobre el lector que terminaría antes que él sus largas frases; pero revela más bien la irreverencia de Joyce, en cuyo Ulises se ríe del lector y tiene, también, frases larguísimas, tanto que el último capítulo llamado Penélope, en que habla Molly Bloom, pretendía ser una sola y muy muy larga frase.

Quisiera destacar este breve fragmento de Joyce, porque creo haber mencionado más de una vez que este se burla del lector y lo sentí así más de alguna vez a lo largo de la lectura, pero en este trozo se podrá refrescar la memoria en relación a lo dicho:

«UN HERRERO
«(murmura) ¡Por el amor de Dios! ¿Ése es Bloom? Si apenas parece tener treintaiún años.
«UN PAVIMENTADOR Y ENLOSADOR
«Ése es el famoso Bloom, el mayor reformista del mundo. ¡Descúbranse!
«(Todos se descubren. Las mujeres susurran ansiosamente)
«UNA MILLONARIA
«(ricamente) ¿No es sencillamente maravilloso?
«UNA NOBLE
«(noblemente) ¡Todo lo que habrá visto ese hombre!
«UNA FEMINISTA
«(masculinamente) ¡Y hecho!»

Toda la escena es absurda, al punto que me recuerda a Lewis Carrol o a Carlo Collodi, pero raya en la burla (que por lo demás me hace reír), la millonaria, que habla ricamente, la noble que habla noblemente y por último: La feminista habla "masculinamente". Son mujeres. Son las mujeres las que convierten a Bloom en un pobre diablo, y la irrefrenable lujuria, que curiosamente pierde también al otro mujeriego, al mujeriego de Proust, el señor Swann, que se degrada hasta lo último por Odette. Sin embargo el tratamiento de la lujuria es mucho más fuerte, intenso, prosaico, descarnado, en Joyce que sin asco la muestra así: «(Él vacila en medio de perfumes, música, tentaciones. Ella le conduce hacia los escalones, atrayéndole con el olor de sus sobacos, el vicio de sus ojos pintados, el frufrú de su combinación en cuyos sinuosos pliegues acecha la fetidez leonina de todos los machos bestiales que la han poseído)». En Proust en cambio, es una cuestión implícita.

Antes de concluir este comentario quisiera hacer dos alcances: Uno tiene que ver con Joyce, aunque se refiere al escritor chileno Juan Emar, casi desconocido por el gran público, aunque respetado y conocido en los medios literarios. A ratos, casi muy frecuentemente, y en especial en el capítulo Ítaca, de las interrogaciones y respuestas, me lo recuerda mucho. El otro se refiere a la erudición del escritor, que él le presta a Bloom. Para constatarlo, vea el inventario bajo la pregunta «¿Qué admiraba en el agua Bloom, amante del agua, sacador de agua, aguador, al volver al fogón?». También los conocimientos de astronomía que muestra en varios pasajes como este: «En el mar, septentrional, por la noche la estrella polar, situada en el punto de intersección de la línea recta desde beta a alfa en la Osa Mayor prolongada y dividida externamente en omega y la hipotenusa del rectángulo formado por la línea alfa omega así prolongada y la línea alfa delta de la Osa Mayor. En tierra, meridional, una luna bisfénica, manifestada en diferentes fases lunares imperfectas a través del intersticio posterior de la falda imperfectamente ocluida de una carnosa mujernegligente que pasea, una columna de nube por el día». Siendo Joyce quien es, pensé que no sería extraño que sus aseveraciones fueran mentiras (serían mentiras y no ficción, pues habría interés, aunque quizás lúdico, de engañar) y me di el trabajo de revisarlas. Hasta para mentir es hábil y usa su erudición: Lo dicho sobre la Osa Mayor es verdadero. La luna bisfénica no fue habida y es usada en un giro hacia un tema diferente como es la falda de mujernegligente, sin embargo se escuda en la verdad de la otra, para parecer, también, verdad. Entonces me pregunto y dudo: ¿Cuánto de lo dicho, a lo largo de toda la novela, que supone realidad, no en contraposición a la ficción, sino a la mentira, es verdadero y cuanto falso?.

Por fin, para terminar, y excluyendo el último párrafo (o no), Joyce tenía razón: Habría sido preferible que se hubieran conocido con Proust en otro lugar más íntimo. Y no la tenía cuando dice "para hablar con él, nosédequé", porque es claro que tenían mucho de qué hablar.

Kepa Uriberri