Gabriel García Márquez no ha muerto
No sé si será fruto de los tiempos o carencia, ya sea mía cuando escribo, o de una cultura facilista y personalista que ya no lee, que prefiere lo que recibe preentendido y llevado a imágenes y breves frases que configuran sensaciones sencillas de percibir. No lo sé. Pero sea lo uno o lo otro, la compulsión que tenemos algunos de decir, más allá de lo elusivo de una conversación, nos lleva a seguir poniendo por escrito lo que queremos comunicar. Antes lo hicimos en papel, con tinta azul o verde, en papel blanco o lineado, con aromas a cuaderno viejo, a guardado y cajón, hoy casi todos ya pasamos sobre los duros teclados de las viejas Underwood, Olympia o Remington, y las carillas de cuarenta y cinco gramos baratas, que se editaban con tijera y corchetes, para mejor expresar un relato o una opinión. Hoy, me atrevo a decir que todos escribimos delicadamente sobre suaves teclados que imprimen momentáneamente una pantalla que se edita a base de comandos y se mantiene limpia de tachaduras y enmiendas. Del mismo modo las manos de quienes escribimos no tienen las yemas de los dedos duras ni las falanges anquilosadas por los golpes: Un escritor puede tener las manos tan delicadas como una bailarina de ballet y, puede ser que tan ágiles como las de ella misma.
Tal vez sea que, tiempo y tiempo ido, ahora se lea menos, quizás el lento camino del papel a la pantalla o también la facilidad de acceder, a través de ella a lo que otros escriben, haya transformado,poco a poco, la publicación en papel, en una aventura romántica día a día más difícil. Hoy se escribe, se pule, se edita y publica, todo en uno, sobre el escritorio personal, sobre el teclado personal y en el medio propio. Cada día es más fácil acceder a ser leído por cientos o quizás miles de personas en torno a toda la vieja bola, tan gastada, y saber casi de inmediato quiénes y dónde nos leen. De este modo he leído a muchos y me han leído tantos, aunque en uno, siempre agazapado, haya un romántico que anhela el papel y la imprenta.
La tecnología, puesta al alcance, y el manejo sencillo de sus méritos permite ir más allá todavía de aquellos quiénes, y de tales dónde. En mi caso, una de las actividades naturales de mi trabajo literario ha llegado a ser la revisión de cómo llegan los eventuales lectores a leer mis letras. Siempre había imaginado, y quizás fuera cierto en aquél tiempo, que el lector llegaba a uno por recomendación o promoción. También muy lentamente por difusión de contenido: "Lee El tambor de hojalata de Günter Grass, es una fantástica versión del vicio de la inmadurez y la belleza del capricho". Una recomendación así nos llevaba a conocer a un autor o una obra que se transformaba después en otra de nuestras biblias personales. Eso era en aquel tiempo. Hoy tenemos los buscadores. Ellos nos conducen por caminitos y vericuetos hacia los más refinados caprichos de la curiosidad, como por ejemplo: "¿Por qué los caracoles tienen cachitos?", con lo que el buscador (motor de búsqueda suena tan tecnológico) se permite interrogarnos: "Quizás quiso decir: ¿Por qué los caracoles tienen cachos?". Hay aproximadamente veintiocho mil setecientas respuestas a esa inquietud, tantas y tantas de las cuales se refieren bien a los cachitos y no a los cachos del caracol, y muchas (no las conté) a una cantinela que no sé aún si sea o no universal: "Caracol, caracol, ¡saca tus cachitos al sol!", pero está en la red general. Recuerdo, en mi niñez, cuantas veces saqué algún caracol de los geranios que limitaban el jardín en el patio; la timidez natural del animal lo hacía esconderse en su cáscara jaspeada de marrones, entonces le cantaba aquella frase: "Caracol, caracol, ¡saca tus cachitos al sol!". De esa experiencia hecha entrañable saqué algún suceso que se habrá hecho parte de un relato y de toda esa mixtura, quizás, haya resultado alguien en algún lugar lejano y mágico, que hoy visite mi literatura, buscando más.
Es bastante. Tengo un lector que siempre me acusa de ser un digresor: "Nunca vamos al grano" reclama. Sí. Parece ser así, no obstante tengo la certeza de ir siempre sólo al grano, aunque reconozco que muy lentamente. Reviso diariamente en el lugar en que publico todas estas cosas que escribo, la bitácora que me da cuenta de quiénes, de dónde, por qué y cómo leen mi literatura. He llegado a saber, con inusitada tristeza que muchos aprecian mi capacidad de ilustrador, a veces de fotógrafo y de creador visual más que mis letras, sin embargo, llegando por una foto de un cementerio inventado, que no es cementerio donde hay cruces que no son cruces y muertos que no son nadie, por ejemplo, leen mi doloroso homenaje a tanta gente que muere abandonada, sin su nombre, sin su esencia de siempre y son sepultados en el patio ciento veintinueve del cementerio general de Santiago, después de una larga espera por un deudo que los rescate de la nada, del nadie. Otras veces encuentro que respondo a cuestiones tan prosaicas como el festejo de los quince años de ilusionadas niñas púberes, aunque "Esos quince años" no responden a la inquietud de la madre que busca ideas para la fiesta de su hija, sino a aquellos quince años de destierro que vivió Rubirosa en los que tuvo una hija ilegítima con la muy joven mujer de su celador. Con todo, todas las preguntas que respondo o no respondo con mi literatura hasta hace unos días nunca fueron ni idénticas ni recurrentes unas con otras. Hubo quizás temas recurrentes pero nunca parecía repetirse la misma consulta con la misma frase, ni tan persistentemente.
Hace unas dos semanas comencé a notar que aumentaban las visitas y lecturas a un artículo que escribí para el centenario del natalicio del ex presidente Salvador Allende. En aquella ocasión, en algún medio me encontré con una narración fantasiosa de la muerte del presidente, según la cual se batía a balazos con el general de división Javier Palacios, a quien, según el autor, hería en una mano. Retruqué dicho relato y a su autor (que sin duda alguna no habrá llegado, ni siquiera, a saber de mi comentario, aunque creo que sí ha de saber que Allende no fue muerto en ninguna escaramuza, pero eso es poco romántico, de modo que su historia lo mitifica, haciendo su muerte épica), y conservé el título original del relator: "La verdadera muerte de un presidente", al que agregué la autoría: "Según Gabriel García Márquez". Pensé, sin demasiada reflexión, que las cercanías del once de septiembre, fecha del golpe de estado, que terminó con el suicidio de Salvador Allende, sería la causa segura de la situación. No obstante, en tanto iba quedando atrás la fecha y sus ecos, cada vez más débiles, las visitas no terminaban de ceder, sino, por el contrario, aumentaban. Puse entonces atención a sus ocurrencias y comprobé que mi artículo no respondía a "La verdadera muerte de un presidente", ni a su comentarista, sino a la muerte de su autor. Todas las lecturas de mi artículo habían sido originadas por la inquietante consulta: "¿En qué año murió García Márquez?". Al principio, con cierto descuido, me pareció que aquellas primeras apariciones de la consulta provenían del mismo origen: Dos o tres venían de la ciudad de Orlando en Florida y por tanto serían del mismo lector que acopiaba información. Pero había otras, más tardías, que venían de Quito en Ecuador y luego otras de Coyoacán o Sonora en México, todas con la misma consulta, como escrita por la misma mano. "¡Por supuesto!" me dije, "pertenecen a algún foro de interés literario que comenta a García Márquez". Pero las consultas continuaban, y siempre en el mismo tenor. Un mes después aún llegan consultas de distintos lugares de España, Argentina, Chile, México, estados unidos. Entonces abrí un buscador y pregunté yo mismo: "¿En qué año murió García Márquez?". Encontré muchas biografías del autor de la maravillosa novela "El general en su laberinto" donde ficciona a Bolívar y de "Crónica de una muerte anunciada". Varias respuestas del buscador apuntaban a esta última. Por el lugar cuarenta en orden de respuestas estaba mi artículo en cuestión, y ninguna anterior, por supuesto, habla de alguna hipotética muerte del creador de la Cándida Eréndira y de América Acuña, donde deduje, alguna vez, su tendencia a la pedofilia, confirmada en su casi reciente y quizás última novela, "Memoria de mis putas tristes".
Vuelvo a plantearme el viejo dilema de París, a partir de este caso. ¿Existe, realmente, París?. A veces pienso que algún día tomaré el vuelo directo a la Ciudad Luz y después de catorce horas de vuelo agotador, al momento de posarse en la losa del aeropuerto, una gentil voz que se aprieta contra los dientes anuncia, en el idioma de la antigua diplomacia y de los viejos nobles rusos: "Mes dames et monsieurs: París n'existe pas il n'avait existee jamais, alors vous connaissez le secret déjà". Después se nos explica que todo partió hace muchos años, en tiempos de Luis XIV, Le Roi Soleil, que necesitaba una ciudad capital tan luminosa como él mismo. A falta del brillo necesario de Avignon, inventó el mito de París, la cité lumière, que estaría en las riveras del Sena. Desde entonces cada peregrino que viajara a París recibiría beneficios y granjerías de viaje, y entraría en el secreto noble y real de París. Se le enseñaría como es la ciudad imaginada por el Rey Sol, que algún día, que jamás llegó, sería construida a orillas del Sena. Muchos franceses, a largo del tiempo han colaborado con el proyecto, entre ellos grandes fotógrafos como Jacques Henri Lartigue o Henri Cartier Breesson cuyos montajes de "citoyens" pescando a media tarde a orillas del Sena han llegado a ser universalmente famosos, quizás sólo porque promovían el gran mito de París, aunque haya quienes aseguren que se debe nada más a las botellas de fresco chardonay blanc que asoman del cesto de pescador, del hombre que mira a la cámara con tristeza. Como sea, la emoción de compartir el mito, de los turistas que son sorprendidos al llegar a ese gran llano, con un pequeño centro de diversiones en la Isla de Francia, y sentirse casi como un griego helénico que podría disparar su arco a Aquiles y destrozarle el talón, revelando una verdad tan sagrada y guardada, ha mantenido esta bella ficción: ¡París existe! Sólo quienes viajan a París llegan a saber que no; que no ha existido nunca y son iniciados en el secreto. Tal vez García Márquez haya muerto y es una verdad privada, como París, a la que sólo se accede después de un largo viaje en su busca. ¿O podría ser que nunca haya existido?. Quizás García Márquez fue un proyecto del Ilustre Ministerio de La Cultura del gobierno de Colombia y sus obras fueron escritas por un cuerpo colegiado y secreto, hoy disperso, desde que ya Gabriel no escribe más. Tal vez murió ese actor que lo encarnaba en los actos públicos y los cófrades del secreto se buscan, unos a otros, a través de esa consigna: "¿Cuándo murió García Márquez?"; para su última misión común: La verdadera muerte, aún no anunciada, del escritor que nunca existió. Que ya no puede existir, habiendo muerto quien lo encarnaba en público.
Gabriel García Márquez, autor de una de las más importantes novelas de la lengua castellana moderna: "Cien años de soledad" ha llegado a ese nivel de universalidad mítico, más que legendario, que no le permite sobrevivir a su propia llegada a éste. Así entonces, ha de haber muerto: ¿Pero cuándo? o extrañamente: ¿No ha muerto?. Y se pregunta uno, entonces, ¿Se puede ser el autor de Crimen y Castigo,o de Los hermanos Karamazov, el creador de Aliosha o de Raskolnikov y estar vivo?. ¿Es posible haber suicidado, bajo las ruedas del tren de San Petersburgo a Obiralovka, a Ana Arkadievna; ser Lev Tolstoi y no haber muerto? ¿Sería posible haber creado a Pop Eye, el gangster de ojos como botones de goma, que viola con una mazorca de maíz a una señorita aristócrata y estar vivo?. Quien haya creado a Zilphia Gant y a Miss Emily Grierson, puede llamarse Faulkner y ser el precursor del realismo mágico latino americano sólo si ha muerto. Los verdaderos escritores, los escritores universales, esos que se permiten crear sólo Arcadios y Aurelios, que viven perdidos en algún lugar donde sólo llegan los gitanos, esos murieron. Tienen que haber muerto. Por eso hoy, algún colombiano, también una argentina y alguien desde Barcelona interrogaban a los motores de búsqueda de internet: ¿En qué año murió García Márquez?.
Pero Gabriel García Márquez no ha muerto. No. Aún no ha muerto. Borges sí, él ya murió. Alejo Carpentier, que decía llamarse Cagpentig, murió. También el bueno y silencioso Juan Rulfo, astuto como un zorro, murió; y su amigo entrañable Augusto Monterroso, a quien siempre sobrevivirá su dinosaurio; García no. No ha muerto.
Kepa Uriberri