Fracaso
Tantas veces sucede que un pensamiento absurdo ronda la mente y angustia. Se lo rechaza con la razón y sin embargo, por torpe que la idea parezca, la sensación de realidad prevalece, quizás a través del sentimiento, de una emoción vaga, y se va imponiendo sobre la lógica que la refuta. Finalmente se acoge la idea de manera secreta, reprimida, inconfesada, a lo mejor por temor al ridículo si se la llega a compartir. El conjunto de estas ideas van estructurando un pensar mágico íntimo que a veces marca el carácter y la ruta que se sigue por la vida.
Con sorpresa, muy de vez en cuando, de modo tan casual como puede llegar a verse morir a un pájaro, sin razón ninguna, en pleno vuelo, y caer a su perdición, se encuentra a alguien, posiblemente más audaz que uno mismo, que expresa de manera pública y abierta algún pensamiento que uno atesoraba, temeroso de caer con él en el ridículo, y entonces recién se descubre que ese sentimiento íntimo no sólo se comparte con aquel que lo ha reconocido con valentía, sino con muchos otros que también lo reprimían. Se descubre, ahora, en esa idea, un pensamiento universal siempre callado. Así me sucedió hace pocos días, escuchando al poeta Raúl Zurita, tan parecido a mis hermanos G. y J., pero sin embargo de pensamiento y estilo tan diferentes a los míos. Tan diferentes que fue mayor mi sorpresa cuando dijo algo tan cierto en mi intimidad y tan absurdo en la realidad, tan privado, que jamás lo habría expresado casi como un axioma, así como él lo hizo y que nunca habría sospechado, justo de este poeta, que pensara y sintiera como yo mismo. Fue algo parecido a esto, cuya precisión soy incapaz de recordar, y tampoco tiene mucho sentido hacerlo, de manera que lo cito como una paráfrasis: "Cuando el poema que terminas de escribir hoy, a las cuatro de la tarde, así con tal precisión y singularidad, resulta, a tu propio juicio tan malo, es tan malo que contamina de inmediato toda tu obra pasada y la hace pésima. Más aún: es, ya, tan poderosamente malo que daña toda tu posible obra futura y te deja inmóvil. Nunca más podrás volver a escribir un poema, ni una estrofa, o un simple verso. Quizás nunca vuelvas a decir una palabra poética". No recuerdo si lo dijo en esa ocasión, o si sólo lo proyecté yo mismo en mi propio interior, o si no lo dijo explícitamente pero quedó claro de su discurso consecuente: La actividad del escritor, o quizás si la de todo artista, está sin duda alguna, sin excepción y dramáticamente, marcada por el fracaso. Tarde o temprano el escritor fracasa y en ese fracaso queda comprometida toda su obra, de manera irrecuperable. No sólo aquella que ya ha sido dada a luz, sino también aquella que está aún en la tiniebla del incierto futuro.
Este sentimiento de fracaso inminente y persistente es tan fuerte que va opacando, continuamente, cualquier efímero éxito, que siempre termina por ser casual, inmerecido y escaso, hasta que llega el momento en que el escritor, o tal vez el artista cualquiera, es incapaz de resistir el peso de la frustración y la pérdida y abandona definitivamente el intento. Unos no vuelven a escribir jamás; como Rimbaud, otros abandonan la vida como Sándor Márai, Virginia Wolf, o Ernest Hemingway. Algunos más se niegan a mostrar su obra y sólo la producen como una especie de detrito necesario a la economía del ánima, como Franz Kafka. Estos últimos a veces son traicionados por sus amigos. Sólo a veces: bendita traición.
No sabría asegurarlo, pero es posible, aunque más difícil de expresar que lo anterior, a lo mejor por parecer pecado de soberbia, o cuando menos escasez de humildad; es posible que en todo escritor, y desde luego en cualquier artista, pueda darse el caso inverso, y antisimétrico. Quizás sea necesario, para navegar en el fracaso persistente, como el océano cuyas tempestades se debe evitar, que el escritor ame en demasía su obra, su hacer, su estilo, como una manera de alejar la frustración. Con la misma honestidad que se reconoce que se vive rodeado del fracaso y que este es casi la única suerte segura, aun cuando parezca pesimista e irreal, habrá que reconocer que cuando se encuentra, revisando, o corrigiendo, o sólo buscando, ese párrafo singular, escrito cualquier día a las cuatro de la tarde, que se acerca, casi, a una mínima epifanía literaria, se siente un absurdo gozo, que se parece tanto al triunfo, que permite tolerar, muchas veces el rechazo, la soledad y la aparente ignorancia que acosa permanente al escritor y al artista.
Es posible que esta traicionera dicotomía haga más doloroso el fracaso y el abandono que acucia cuando a las cuatro de la tarde no se tiene nada que decir, cuando a las cuatro de la tarde no se es capaz de continuar. Cuando ese relato singular que nos molesta al interior del ánima no logra un curso de acción y permanece como una bruma que oscurece el océano en el que se zozobra y por fin, tal vez, salte la pregunta definitiva: ¿Y para qué escribir?. Entonces tal vez uno se retira como Walser o Rubirosa, a escribir ideas incomprensibles en letras mínimas o enormes una y otra vez repetidas o seriadas, o como Hölderlin se encierra en una buhardilla a escribir relatos extravagantes que firma con seudónimos del todo absurdos. O quizás ya lo haya estado haciendo siempre y sólo ahora, al final, me doy cuenta.
Kepa Uriberri