El Eunuco Manuel


(o la utopía [mentira] de la libertad)

«Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en mitad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve, me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran mío.»

Miguel de Cervantes


Antes la barbarie era al menos diferente. Si un hombre rico necesitaba cuidar a sus muchas mujeres, castraba a un sirviente de confianza, o a varios, dependiendo de cuantas mujeres tuviera, y los ponía a cargo de su harén. En las viejas catedrales era costumbre tener coros de niños. En algunas, la costumbre ha perdurado hasta hoy. A aquellos niños con las voces más hermosas se les castraba de manera que sus voces se mantuvieran, e incluso se hicieran más hermosas. Había, dicen, una ventaja extra para monseñor, el dean de la catedral en cuestión: Los niños castrados eran más dóciles y producían mayor placer a su excelencia. Hubo muchas otras razones para castrar: Prisioneros de guerra, castigo criminal, en fin.

Hoy en día la castración se practica, principalmente, para evitar la reproducción descontrolada. Un macho castrado suele ser más limpio, más dócil y más.

Manuel había sido castrado a poco de nacer, de manera que nunca comprendió la diferencia de serlo y solía pensar que quizás fuera una ventaja. Además era más grande y mejor desarrollado que sus pares. Era especialmente bello, tenía una piel tersa y suave, y su rostro de niño era muy atractivo. Sin embargo no todo es ventajas en esta vida, porque el Eunuco Manuel (así le gustaba llamarse a sí mismo, pensando que esa forma le daba una imagen poderosa) vivía confinado en un piso desde el cual veía pasar la vida prosaica de los demás, obligados a ganarse el pan con sudor y trabajo, o muchas veces carecer de él, en tanto que "El Eunuco Manuel tiene todo el alimento que quiere", imaginaba gritarle a esos desgraciados que pasaban por allá abajo.

Era frecuente que ahí abajo hubiera conflictos por el libre paso de unos por el territorio de los otros, que muchas veces los obligaba a dar largos rodeos para ir de uno a otro lugar. "Por mi lado, El Eunuco Manuel es perfectamente libre y dueño de todo el territorio, aunque lo comparta con los grandes; pero ellos trabajan para mí y me proveen de agua, comida, cama y lo que necesite".

El Eunuco Manuel miraba pasar la vida de allá abajo complaciente. Aquí arriba no le faltaba nada. Incluso tenía varios lugares para vigilar los sufrimientos de aquellos que vivían ahí en el hambre y la dificultad. Muchas veces corría de la ventana del dormitorio al balcón del estar, para vigilar la huida del Vaca, perseguido por el Fonseca, que era el caudillo del territorio que lo circundaba. O se distraía mirando a alguno trepado en un árbol, que intentaba cazar un pajarito. El Eunuco Manuel los miraba hacer, con desprecio. "El Eunuco Manuel no necesita andar persiguiendo pájaros", se decía recostado en el alféizar de la ventana. Pero, cualquier día, un jilguero distraído aterrizó en el balcón a picar las migas de pan que habían quedado ahí. El Eunuco Manuel dormitaba al sol en un sofá del estar. A ratos, el jilguero, trinaba contento del festín que había encontrado. "Te puedes callar" pensó El Eunuco Manuel, entreabriendo apenas los ojos. El jilguero bailoteaba allá a tres saltos de distancia, picando migas. "Miren cómo brinca el estúpido" pensó, sin moverse y cerró los ojos. Imaginó que de un salto agarraba al intruso y sintió vértigo en el estómago. Era una sensación nueva, como un llamado. Tenía que despertar y acercarse sigiloso y en el instante apropiado saltar sobre el jilguero. Algo hervía en su pensamiento, nunca había sentido este impulso sin freno. Se bajó lentamente del sofá, sin quitar la vista del pájaro, que descuidado saltaba y comía picando. Se agazapó, pegando el vientre al suelo y avanzó con movimientos lentos. Sentía que en todos sus miembros, tensionados, hervía algún fluido que circulaba hasta el pecho, donde se convertía en una emoción desconocida, vertiginosa, placentera, sensual, incontrolable. De pronto, como si todo su cuerpo fuera una entidad autónoma y elástica, sobre la que ya no tenía control, dio un salto preciso, veloz y gozoso, para caer sobre su presa. El Eunuco Manuel ya no pensaba. Sólo un mensaje raro se instaló en su cerebro: "Soy El Eunuco Manuel; el cazador más veloz y sanguinario del territorio". Hincó los dientes en el cuello del pájaro y un sabor alcalino y espeso se deslizó por su lengua. "¡Es exquisito!" pensó. Jugó un rato con el cuerpecito del ave agónica, lamió ese sabor rojo y espeso, nuevo, mientras las plumas se esparcían con la brisa de la tarde.

Pasado un tiempo emocionante y nuevo, el cuerpo del pájaro dejó de tener más atractivo que cualquiera de sus juguetes. Sólo quedó un cierto orgullo interior. Quería que los grandes vieran que "El Eunuco Manuel es un cazador y aquí está su presa", entonces cogió al jilguero, ya muerto, y lo llevó al dormitorio. Ahí lo depositó sobre la cama de su caudillo, ese que lo alimentaba, el que lo acariciaba y lo cuidaba, ese que cuando, a veces, el Fonseca se metía a su balcón, desde el piso vecino, y se comía sus pastillitas de alimento, lo echaba fuera a grandes voces, que para el Fonseca eran aterradoras. El resto de la tarde lo pasó recostado junto a la puerta de entrada, esperando que llegara su caudillo, el grande, para mostrarle su logro y compartir su orgullo.

Cuando el sol ya caía detrás de los árboles que hay más allá del balcón, lo sintió venir: Reconocía sus pasos, el ruido de las llaves, el olor acre a día de calor, entonces se irguió,arqueando el lomo y miró ansioso cómo la puerta se abría.
— ¡Hola bonito! ¿Como estás?— dijo con esa voz aguda que usaba para hablarle. “¡Mira lo que hice!” respondió El Eunuco Manuel y con un ronquido dio media vuelta y corrió al dormitorio. El grande entró al dormitorio donde lo esperaba El Eunuco Manuel, sentado junto a la cama, mirando al jilguero muerto y varias plumas desgarradas repartidas a su alrededor.
— ¡Esa es una presa!— lo celebró su caudillo.— ¡Ya eres un cazador!—. El Eunuco Manuel se sintió más amado que nunca y en el cuello y el pecho sentía el flujo delicioso de la sangre agitada. Con esa emoción nueva se frotó en las canillas del grande y se fue, pavoneándose, al balcón a vigilar su territorio. Desde entonces le pareció algo menos despreciable la vida de los de allá abajo, que trepaban a los árboles para acechar a un gorrión, o perseguían en el pasto a un zorzal. Como sea, siempre veía con bastante desdén la lucha territorial, la disputa por un hueso de pollo birlado a la basura y más. Sin embargo, ahora vigilaba con más atención a los de abajo y se quedaba hasta tarde, cuando ya era noche cerrada, vigilando sus miserias. A veces el caudillo lo hacía entrar a la fuerza para que no pasara la noche en el balcón o en el alféizar de la ventana, más aún cuando lo encontraba en ademán de saltar al jardín desde el segundo piso. El Eunuco Manuel sabía que era peligroso, pero algo en el pecho, un flujo tibio y vertiginoso, algo en el cerebro, parecido a una opresión ansiosa, parecían decirle: “¡Salta! ¡Tú puedes! Por algo eres el poderoso Eunuco Manuel”. Pero sabía de sobra que era un absurdo. No tenía sentido dejarse llevar de la emoción que había desatado un pobre pájaro y correr el riesgo de destrozarse la crisma en el pavimento del jardín, sólo para bajar compartir una vida miserable, que no tenía comparación con la suya. Y con todo, algo había en aquellos que correteaban y trepaban por las enredaderas del muro medianero, para desaparecer al otro lado, en un mundo desconocido y misterioso. Entonces buscaba algún apoyo en medio de la altura que lo separaba de ese universo, para hacer aquella caída en dos o tres saltos.

En esos menesteres estaba aquella noche que pasó por debajo de su balcón esa hembra de suave y lustrosa piel negra. Lo miró con sus ojos amarillos y se detuvo de repente. “¡Oye tú, precioso! ¿Quién eres? ¿Y qué haces ahí, que no vienes?” le dijo con voz nocturna. “Soy El Eunuco Manuel y busco una manera de llegar abajo sin quebrarme las patas” respondió. “¡Vaya si tienes un nombre hermoso!” comento la Negra. El Eunuco Manuel era un ejemplar especialmente grande. Su condición de castrado había influido en que mantuviera ciertos rasgos infantiles y su vida plácida lo había dotado de una mirada serena, a la vez, sus ancestros de seguro algo salvajes, le habían heredado el porte, también le habían regalado un aspecto ágil y elástico. Así pues, a la hembra de allá abajo le pareció en extremo atractivo e imponente, de manera que desató esa emoción que acelera el corazón y desquicia el seso. Sin saber por qué, tal vez arrastrada por el instinto y el deseo, le cantó con voz de noche:
“Ven, escapa de tu prisión
tenemos tanta tierra aquí
para darnos un revolcón
mientras tú te adueñas de mí
y yo de ti”.
"Pero no puedo. ¡Al menos no puedo!" dijo, no sin cierta angustia, El Eunuco Manuel. "Si yo pudiera, amiga, ya estaba contigo". Arrastrando la voz, ella argumento: "Si al menos hicieras un esfuerzo". Algo ansioso, se disculpó: "Qué quieres si yo soy así".

Después de un rato de diálogo tedioso, ella, desilusionada tal vez, siguió su camino previo y se perdió en un recodo. Él, que no había llegado a conocer la ansiedad, pensó que jamás la volvería a ver y corrió, entonces, a la ventana del dormitorio esperando verla aparecer al otro lado. Pero todo fue inútil. Volvió al balcón con creciente prisa, pero fue inútil también. Varias veces lo intentó a uno y otro lado. Cuando al fin se dio por vencido, se tendió en la manta a los pies de la cama a cavilar sobre la inutilidad de su vida.

"Estoy en la atalaya de la torre mirando como los otros viven; pero no reporto a nadie lo que de aquí veo. Soy, apenas, un inútil vigía", se decía y se veía en su imaginación, como una preciosa figura de loza, puesto de adorno en el ancho alféizar: "Eso es el estúpido Eunuco Manuel", concluyo con rabia, antes de dormirse, aburrido de las emociones sin satisfacción. Cuando despertó creía que había soñado. No sabía qué, pero que había soñado que tomaba una decisión definitiva; no sabía cuál pero sí era una definitiva: "El Eunuco Manuel tiene que ser igual a su propia imagen y si no, no soy El Eunuco Manuel". Así, entonces, se agazapó, aunque relajado, atento, junto a la puerta de entrada por donde llegaban o se iban los grandes, que también disfrutaban de su vida allá abajo, "a donde El Eunuco Manuel tenía prohibido ir". No sólo lo tenía prohibido, sino que ahora se daba cuenta, no sin cierto rencor, que todos los demás podían. Mientras esperaba que cualquiera abriera esa puerta, que conducía al lugar "que al Eunuco Manuel se le prohíbe" dio vueltas y vueltas en torno a ésto, y alimentó cierto rencor, cierto anhelo y una decisión definitiva en cada vuelta.

Al fin, ya tarde, cuando el sol, a sus espaldas, moría detrás de los árboles; que los otros, iguales a él, podían trepar para cazar pájaros a placer, "mientras El Eunuco Manuel solo por azar, ha podido agarrar uno sólo y se lo había regalado al grande que le tiraba el puñado de pastillitas de alimento en su plato de lata, casi por obligación"; la puerta se abrió. El grande lo miró sonriendo "de seguro burlón y hablándome con esa voz de pito que usa conmigo". Pero antes que alcanzara a entrar, antes de darse cuenta que El Eunuco Manuel planeaba algo, éste dio un brinco entre sus piernas y corrió escaleras abajo. "Ahora van a ver todos quién es el verdadero Eunuco Manuel" iba pensando en el vértigo de su carrera a la libertad que no conocía o ni siquiera imaginaba, incluso no sabía que esta loca carrera conducía a eso, con sus ventajas y miserias. Tal vez ni siquiera sabía que existiera algo así. Sólo era algo grabado en sus instintos que ahora surgía sin saber por qué.

Abajo había esa alfombra verde a la que ahora pudo conocer su aroma, textura, temperatura y humedad, todo lo cuál era inconmensurablemente grato, mucho más que lo que jamás imaginó, de modo que no pudo evitar olerla hasta la saciedad y revolcarse en ella hasta sentirse ahíto. Sólo interrumpió su inmenso goce cuando el grande apareció corriendo, e intentó cazarlo. “Pero El Eunuco Manuel es más rápido que cualquier grande y más sagaz que el más sagaz de todos los chicos como él” y de una voltereta y dos saltos tomo distancia y se alejó. Ahí había un árbol. Entre sus ramas habría pajaritos. “Siempre se veían gorjeando y jugueteando desde allá en el alféizar. Ahora puedo cazar los que quiera”. De tres saltos estuvo en las ramas. Hubo un zorzal, pero al subir “el muy maldito voló”. Estuvo observando el follaje mientras el grande le gritaba desde abajo:
— ¡Bájate de ahí!— con voz alarmada. “Ahora no usa su vocecita de pito para hablarle al Eunuco Manuel” pensó. Se dio cuenta que podía hacer lo que quisiera. Nadie lo podía obligar y se sintió poderoso, más que nunca. Pero era otro poder: El de hacer a voluntad, sin límites lo que quisiera y de repente sintió que la verdadera vida era ésta: “Aquí está todo el mundo para mí. Al alcance de mi voluntad está todo lo que antes sólo era un horizonte lejano”. Trepó ramas arriba buscando pájaros que no había, hasta que las ramas se hicieron febles y cedían al peso del cuerpo. Percibió la inseguridad que acompaña al vértigo: Un mal paso y no está la certeza plana de la baranda del balcón o del alféizar de su ventana. Sintió esa sensación que nunca antes había experimentado en el estómago. Volvió a oír la voz alarmada del grande que lo seguía:
— ¡Bájate de ahí!— le gritaba. “No puedo; no sé cómo”.

Ya estaba oscuro cuando El Eunuco Manuel con un cuidado infinito logró bajar del árbol con el orgullo muy herido. Así volvió por las escaleras, que se sube y baja fácil, con el orgullo roto y el ánimo sumiso a la puerta del departamento, suplicando que lo dejaran entrar. De todos modos cuando le abrieron la puerta entró haciendo gala de su aventura: “Aquí llegó El Eunuco Manuel, libre como la brisa de la tarde y viene con hambre. ¿Está claro?”. Comió con avidez los granos de comida sintética, que no eran un manjar pero siempre comía con el apetito de la necesidad. Mientras se saciaba iba pensando en la monotonía de sus dos comidas diarias, de sabor rutinario; en las largas horas de ocio obligado que dormitaba en un sillón o una cama, en la vista limitada desde el alféizar de la ventana por un lado y el parque bajo el balcón, por el otro. ¿Que más le permitía la rutina de su vida?: Las caricias torpes de los grandes, perseguir una bola de trapo y ser una especie de juguete. Hasta ahora nunca lo había pensado, pero la verdad era que "El Eunuco Manuel es un prisionero". Nunca lo había visto de ese modo. "Siempre creí que El Eunuco Manuel era un privilegiado que lo tenía todo y desdeñaba la vida de los otros de allá abajo, que tenían que decidir sus vidas". Terminó su comida y se miró en el reflejo borroso del fondo de su plato de lata. "El Eunuco Manuel no es el centro de todas las cosas, es sólo una estatua de loza" pensó. "Sólo es un pobre prisionero de su suerte. Los de abajo lo tienen todo, porque no tienen nada. Tienen que marcar su territorio, tienen que ganar el afecto de una hembra a la que pueden seguir, tienen que cazar su alimento, mientras que al Eunuco Manuel la única hembra que jamás conoció se le perdió en un recodo que jamás podrá ver. Los de abajo viven la emoción de cazar un pájaro, en vez de una bola de trapo, y sienten el sabor espeso de su sangre y la textura de sus plumas, o cuando crujen sus huesos algo duros, algo frágiles: No son galletitas apelmazadas con sabor a nada y olor a nada".

Recordó a la Negra que lo incitó a escapar y pensó que quizás, ahora al anochecer, podría pasar por abajo del balcón, de manera que, no sin alguna desazón, caminó con la cabeza baja y andar lento, hasta el balcón, trepó a la baranda y se quedó ahí mirando el sendero entre las matas de ligustrinas por donde había venido. Tuvo la idea ridícula de querer ser un pájaro. "Si El Eunuco Manuel fuera un pájaro, o al menos se convirtiera en uno, podría volar hasta allá abajo a buscar a esa Negra. O tener alas al menos, para hacerlo". Y se preguntó: "¿Por qué esa Negra me resultó tan deseable, si he visto a tantos otros parecidos y los desprecié a todos?".

Cavilando se le pasó el tiempo. Pasaron varios otros por allá abajo. Algunos se revolcaron gozosos en la tierra, otros olieron los acantos o treparon a algún árbol por mero capricho, unos más sólo siguieron su camino, o se enfrentaron con las colas erizadas, pero ninguno le interesó. Todos esos eran despreciables. "El Eunuco Manuel sólo quiere ver otra vez a la Negra. ¡Eso! ¡Nada más!". Pero no vino. Los grandes apagaron las luces y lo obligaron a entrar. El Eunuco Manuel se quiso oponer, pero no pudo. Como siempre fue obligado a seguir la voluntad de los grandes. Sólo a veces no lo obligaban. En esas ocasiones lo engañaban.

Al día siguiente, después de comer su ración rutinaria de galletitas de la mañana, se sentó junto a la puerta de salida. Cuando un grande la abrió para ir a dejar la basura, saltó, como un felino, y lleno de vértigo feliz, corrió escaleras abajo hasta el jardín. Comió pasto, escapó del grande, trepó un par de metros del tronco de un árbol, se revolcó en la tierra, olió las bolsas de basura acumuladas ahí detrás en ese rincón escondido y encontró miles de aromas exquisitos envueltos en cáscaras plásticas. De alguna, que se había roto al ser arrojada a la esquina, había caído un pedazo de grasa de carne, adherida a un hueso. "El Eunuco Manuel nunca ha olido estos olores fragantes y deliciosos" quizás por eso tuvo el impulso de pasarle la lengua: "¡Diablos! tiene un sabor exquisito: O sea, se puede comer". Fue maravilloso masticar ese hueso hasta triturarlo, y sentir el sabor álcali de la médula y el resbaloso del la grasa, o tragar la fibra de la carne, que le produjo un sabor que jamás conoció, allá en el fondo, casi al caer por la garganta adentro. "¡Esto es el fruto prohibido que El Eunuco Manuel no debía probar!: ¡Maricones! Ahora sé por qué". En algún momento de distracción oyó la voz del grande que lo llamaba. Escapó por detrás de los macizos de cardenales para no ser visto y se encontró en el recodo donde la Negra había desaparecido. Ahí buscó su aroma. Había muchos. Todos distintos: Había aroma a orines y fecas de otros feroces que muerden, también a otras personas como él: muchos; como si ese fuera un lugar de encuentros y celebraciones. Siguió más allá y se encontró en el paisaje que dominaba desde arriba en su balcón. Se metió entre las ramas de los macizos de arbustos donde los otros se escondían cuando "El Eunuco Manuel los perdía de vista y desaparecían. Aquí también va a desaparecer El Eunuco Manuel para que el grande no lo encuentre". Se sentó con las patas bajo el cuerpo y el cogote encogido. "¡Quién hubiera creído que era tan rico!" pensó y cerró los ojos, mientras se le escapaba un ronroneo de satisfacción. El grande pasó varias veces por ahí, llamándolo, pero "El Eunuco Manuel no va a responder porque es tan agradable estar aquí". Al fin los llamados cesaron y el fresco de la humedad vegetal en el silencio del jardín lo arrulló hasta el más profundo sueño. Al despertar el sol ya iba bajando por este lado del jardín. Entonces se fue ramoneando entre las sombras largas y el agrado de la tarde que sólo conocía de tan lejos. Correteó a las torcacitas que picoteaban el suelo duro, se revolcó en la tierra como los otros y de pronto, la Negra pasó a su lado cimbrando el cuerpo como si fuera una onda de la brisa. El Eunuco Manuel la siguió pero ella cambió su caminar airoso por un trotecito ágil. Él apuró el paso para alcanzarla, pero ella cambió el trote por una carrera de saltos largos y se perdió entre las ligustrinas. "No te vayas" aulló el Eunuco Manuel, pero la Negra ya no estaba. "¿A donde fuiste?" preguntó metiéndose, también, entre los arbustos. Pero nadie respondió.

Cuando el sol desapareció detrás de los tejados lejanos y los árboles altos, y las cosas tomaron el color del plomo arrugado, el Eunuco Manuel sintió hambre y recordó las galletitas que le daba su grande. Entonces quiso volver. Pero todos los lugares parecían iguales y no sabía cual era el suyo. Se metió en algún edificio que se parecía. Ahí buscó una puerta que se parecía y comenzó a llamar alegre: "¡Hola! ¡aquí llegó El Eunuco Manueeel!". Pero nadie respondió, ni se abrió la puerta. Al rato volvió a llamar, hasta que al fin terminó con la más lastimosa de sus voces, y nada pasó. Llamó más alto: "¡Eeey! dejen entrar al Eunuco Manuel que ya está de vuelta": ¡Nada!. Sus gritos se convirtieron en aullidos de angustia tan altos, que una puerta se abrió. El Eunuco Manuel entró corriendo con alivio, pero de inmediato se dio cuenta que ahí todo estaba distinto: El sofá donde dormía la siesta no estaba, el balcón al fondo era diferente, de otro color. Miró al grande y no era el suyo. Éste le gritó:
— ¡Sale de aquí, mierda!. El Eunuco Manuel corrió asustado y se metió debajo de una cama que no conocía. De ahí lo sacaron a escobazos; y a escobazos lo corretearon hasta que encontró de nuevo la puerta abierta y escapó.

Con todos los pelos del cuerpo erizados y las orejas gachas, siguió vagando sin rumbo. En cada portal, de cada edificio llamaba con voz lastimera, sin atreverse a entrar. Cuando ya casi era de noche, vio un balcón que creyó que era el suyo. Desde abajo llamó sin atreverse a alzar demasiado la voz. Después de mucho se asomó una persona grande: ¡Era su grande!. "Aquí está El Eunuco Manuel, que andaba perdido" lloriqueó. Su grande salió a buscarlo, lo tomó en brazos y lo llevó a su casa. Lo alimentó con galletitas y le dio agua fresca. Mientras se saciaba lo acarició, cariñoso.
— ¡Pelotudo!— le dijo, —¿Cómo se te ocurre escaparte? ¿Y si te hubiera pasado algo; ¡estúpido!?—. Esa voz acogedora y llena de cariño lo llenó de alegría y tranquilidad, de modo que comenzó a ronronear, satisfecho. Alimentado y tranquilo, salió, orondo, al balcón a observar el paisaje de sus aventuras. "¡Esos son los terrenos del Eunuco Manuel!" dijo con satisfacción y algún orgullo, mientras estiraba todo el cuerpo y bostezaba.

Cuando ya se hizo tarde de noche, cuando los grandes habían terminado su comida y se fueron a sus dormitorios, allá abajo, sigilosa apareció, como si se materializara de la nada, la Negra: "¡Hola hermoso!" dijo coqueta y nocturna, "vengo a buscarte". Al Eunuco Manuel le latió con más fuerza el corazón. "¡Espérame!" contestó, "voy a ver cómo bajo". Se presentó donde su grande, pidiéndole que lo siguiera. Después de mucho éste dijo:
— ¿Qué diablos querrá?— y lo siguió. El Eunuco Manuel lo llevó a la puerta, donde hizo amagos inútiles de abrirla. "Déjame salir. Me están esperando" dijo.
— ¡Ah! Quieres salir. ¿Acaso estás tonto? ¿Te quieres perder de nuevo?.

Para fortuna del Eunuco Manuel, otro de los grandes, la que sacaba la basura, venía con una bolsa y dijo:
— ¡Déjalo! Si volvió una vez, va a saber volver siempre— y abrió la puerta para salir a dejar su bolsa de mugre.

"¡Aquí va el Eunuco Manuel donde su Negra!" dijo, y corrió por las escaleras a encontrar a la hembra. Ahí abajo se trenzaron en una danza de cabezazos, aulliditos, golpes de lomo, mordisquitos, revolcones y más aullidos, cada vez más altos y ansiosos. Al fin, después de tantos escarceos y cantos desafinados, la Negra lo urgió: "¡Súbete! ¡Súbete ya!". "¿A dónde?" preguntó el eunuco. "¡Súbete rápido, imbécil!" exigió ella. "¿Pero... a dónde me subo?" respondió el eunuco mirando en torno, donde no había más que noche, pasto verde y arbustos. "¡Arriba! ¡Encima! ¡Apúrate!" ordenó la Negra. "¡Encima de qué, pues!".

Unos veinte metros más allá apareció El Fonseca, que hizo un breve llamado displicente. La Negra dijo: "¡Pelotudo!" y se fue cimbrando el cuerpo, como una brisa de verano, donde El Fonseca. Éste se montó en el lomo de la Negra y ambos, bailando suavemente, le cantaron, desafinados, a la luna que brillaba redonda y amarilla en el centro de la noche.

Kepa Uriberri