Escena II




Encendió otro cigarrillo más, apoyada en el tapabarro del Pontiac Catalina, detenida en algún lugar entre Tongoy y Los Vilos, donde el combustible se le había agotado. Sólo llevaba una bata de levantarse de satín negro, encima del negligee del mismo color. Apenas tuvo tiempo de tomar las llaves del auto del bolsillo del pantalón tirado ahí en el silloncito del dormitorio. Antes que él, furioso, abriera la puerta rompiendo la chapa, saltó por la ventana. Echó a andar el Pontiac y salió en reversa, rompiendo el portón y escapó. "¡Ya no vuelvo más!", se dijo, aunque no tenía dónde ir. Condujo hacia el norte, sin rumbo cierto. Sólo quería aumentar la distancia, mientras pudiera, y no lograba pensar en otra cosa. Miraba el asfalto que el auto se iba tragando y pensaba, a veces en voz alta: "¡Nunca más! No vuelvo nunca más. Nunca más me van a golpear". Así, después de horas, el Pontiac Catalina azul oscuro se negó a seguir y dando toses murió al borde del camino.

No pidió ayuda ni intentó hacer nada: ¡No sabía qué!. Sólo se apoyó en el tapabarro a fumar, mientras pasaban, cada tanto, un camión con acoplado cargando petroleo, una moto conducida por alguien anónimo envuelto en hule negro, un auto con una pareja de viejos, que tal vez iban a Copiapó, otro camión cargando un contenedor que imaginó repleto de cajas de cartón con mercadería china, un camión más, lento, en el que contó, quizás equivocada, diez y siete autos japoneses nuevos, algún vehículo petrolero chino, a gran velocidad, una vieja citroneta azul que le recordó el primer auto que tuvieron, un Thunderbird verde metálico, descapotable, con dos mujeres que parecían cantar moviendo las manos alzadas, un pequeño citycar conducido por una rubia teñida con un perro peludo y pequeño asomado a la ventanilla, ladrando al viento que le azotaba el hocico, un camión viejo y rústico, cargado con tres vacas y así, tantos más diferentes, pero todos iguales, sólo que unos iban y otros venían. Luisa los miraba, aunque nadie parecía mirarla, lo que no tenía ninguna importancia para ella. Cualquiera que la hubiera estado observando podría pensar que no le importaría estar ahí para siempre, hasta formar una parte persistente del paisaje local. A veces había, también, largos minutos en que no pasaba nadie, como si el tiempo se hubiera detenido y entonces Luisa Saragón encendía otro cigarrillo.

Sólo rompió la cadencia mágica un punto amarillo que apareció al fondo del camino, deslizándose como una elegante anacronía mientras se acercaba, hasta convertirse en un Edsel clásico de mil novecientos sesenta. Barry Latapia vio de lejos el Catalina ahí detenido y a la mujer apoyada en el tapabarro. A la distancia pensó que se trataría de una vieja, quizás adinerada, por el auto que conducía, pero vieja. Antes de notar que vestía ropa de cama, el largo de la bata le pareció del vestido demodé de una anciana. "¡Vieja pelotuda!" pensó, "quedarse en panne en la mitad de ninguna parte". Pero en la medida en que se acercaba notó que era una mujer joven vestida con un negligee negro bajo una bata de cama liviana de satín del mismo color. Redujo, entonces, la velocidad y la quedó mirando con atención al pasar a su lado. A pesar del pelo suelto, desordenado por el viento, a pesar de la falta de maquillaje, a pesar del gesto contrariado y ensimismado, la mujer era exquisita. O así lo imaginó Latapia, quizás por la oportunidad que significaba, por el abandono, o porque todo eso lo excitó; también la mujer era, tal vez, exquisita de verdad, a pesar de todo. Entonces lo decidió. Detuvo el Edsel, pesadamente, a unos veinte metros. Bajó del auto abrochándose el botón del medio de la chaqueta azul. Se pasó ambas manos por el pelo, de seguro para verse más bello, mientras se acercaba a la Saragón.
- ¿Te quedaste en panne?- preguntó, obvio, señalando el Catalina. - ¿Qué te pasó?.
La Saragón tiró el cigarrillo al centro de la calzada y se encogió de hombros, en tanto que con la cabeza hacía un gesto señalando hacia atrás con la barbilla. Dijo:
- Se quedó sin comestible...
- ¿Comestible? ¿Cómo es eso?.
- Bueno... ¡Combustible! ¡Bencina!.
- ¡Ah! ¡Ja! Ya entiendo comestible: combustible. ¡Sí!. Lo malo es que aquí no hay ninguna estación de servicio hasta llegar a Tongoy.
- No tengo ningún apuro. No voy a ninguna parte- dijo encogiendo los hombros y sacudiendo algo la cabeza para que el viento le ordenara el pelo.
Barry Latapia sintió que se le agitaba la respiración. No tener apuro, no ir a ninguna parte, le sonó a disponible, a llevarla a alguna parte. Sugirió:
- Te puedo llevar a Tongoy. Ahí podemos comprar "comestible", descansar un rato y volver a darle de comer a tu auto. ¡Ja!.
Luisa lo miró de soslayo, tal vez insinuante, Barry creyó que sí. Sin disimulo miró la abertura de la bata que tenía vista al escote del negligee, que dejaba ver buena parte de unos pechos blancos y tersos. Los deseó.
- Es una alternativa...- dijo la Saragón. Latapia creyó que se refería a sus deseos y entonces dijo:
- ¡Vamos!- y la tomó de la cintura con delicadeza y con deseo para llevarla al Edsel. Le abrió la puerta, galante. La ayudó a subir, le preguntó: - ¿Te bajo la ventanilla para que no te dé calor?
- ¡Por favor!- dijo Luisa, sorprendida de ser tratada como mujer, con delicadeza, y pensó que aunque todo en este hombre era recargadamente siútico, era muy superior al hombre al que pertenecía, que le daba una vida miserable, aun cuando era envidiada por las otras, porque tenía a su lado un verdadero macho hermoso. Latapia bajó el vidrio de la ventanilla que crujió suavemente, cerró la puerta de la acompañante dos veces: Una con delicadeza y la otra con fuerza para que cerrara bien.
Ya en camino, Luisa preguntó, quizás para iniciar una conversación, o tal vez porque lo creyó necesario:
- ¿Y tú: Cómo te llamas?
Latapia hizo un ademán de decir algo, pero se detuvo durante una fracción de tiempo imperceptible y después de una sacudida de cabeza que la Saragón no pareció notar, o no le importó en absoluto, dijo:
- Bernard Le Mur...
- ¿Francés?- y pensó en Pepe Le Fou.
- Mis abuelos... Yo no. ¿Y tú?
- ¡Tampoco!
- No. No. Me refiero a tu nombre...
- ¡Ah! Luisa Saragón. Tampoco soy saragonesa... ¡Jaja!
- ¡Ah sí... saragonesa! ¡jaja!.
A partir de ahí, la conversación continuó fácil y fluida. A poco andar, alguna frase ingeniosa de la Saragón motivo que Le Mur, entre risas, posiblemente fingidas, le diera unas suaves palmaditas, casi más caricias en el muslo, que se dejaba ver terso y suave al sesgo de la bata y el negligee. Luisa reaccionó sujetando la mano de Le Mur y retirándola de su pierna, sin brusquedad ni violencia, sino más bien insinuando una acción protocolar de buenas maneras. Bernard retomó el volante sin acusar el gesto como de rechazo o ni siquiera censura, sino como una cuestión normal. La situación volvió a repetirse más adelante, con una respuesta morigerada, aunque siempre decidida. En la tercera instancia, Luisa sólo sujetó la mano de Bernard con firmeza, sin retirarla de su pierna, y quizás sólo para impedir el progreso erótico del gesto. Le Mur, entonces, intentó forzar el avance, más como insinuación que como voluntad y la Saragón sugirió más que estableció una censura, que a la vez le pareció, a Bernard, una expresión de deseo. El viaje continuó, siempre distendido, pero con las posiciones ganadas y cedidas en acuerdo tácito, aunque la resistencia de ella, poco a poco se fue convirtiendo en simple forma. Le Mur percibió el abandono y notó que su respiración se agitaba, también la de Luisa. Avanzó, pues, suavemente en busca de su objetivo, que produjo un juego de impedir y dejar hacer, delicioso, tal vez para ambos.

Al llegar a Tongoy Le Mur condujo, sin explicar, hacia el apart hotel que da al muelle y metió el Edsel en un estacionamiento protegido de miradas indiscretas, frente a una cabaña. Mientras Bernard se registraba, dejó a Luisa instalada en la habitación. Nunca aventuró ninguna explicación que Luisa no pidió. Poco después Le Mur entró, sonriendo, a la habitación, donde encontró a la Saragón despojada de su bata de noche, tendida en la cama luciendo el esplendor de su negligee negro. Sonreía.

- ¡Vaya!- dijo Bernard - Me sacaste mucha ventaja- y se despojó de su chaqueta azul con notorio apuro. Sin pausa siguió con la corbata amarilla y la camisa blanca, los pantalones gris oscuro que arrastraron a los zapatos con los cordones amarrados, los calcetines algo menos amarillos que la corbata y los calzoncillos de lycra fucsia con pretina verde y se lanzó sobre la Saragón como el niño que al fin puede zambullirse en la piscina. Ella lo recibió llena de risas y ansias. Se dejó desnudar con la respiración agitada y se dejó llevar de los apuros de Le Mur. Tal vez su experiencia sexual consideraba aquello como lo normal, aunque menos feliz. Quizás en menos de seis minutos se había consumado un plan fraguado con cuidado y audacia durante muchos kilómetros. Bernard cayó a un costado de Luisa con un bufido satisfecho. Ella se sintió satisfecha de sentirse largamente deseada y de satisfacer a Bernard con tanta intensidad que enredado en su bufido le pareció oírlo decir alguna expresión grosera de amor carnal.

Después de lograr tranquilizar el ritmo de su respiración, Le Mur entonó, en voz bajita y ronca algún bolero romántico que dejó caer en el oído de la Saragón, mitad sabido, mitad improvisado, mientras iban cayendo en sopor, hasta que ambos terminaron roncando, ella sobre el pecho de él llena de ensueños tontos. Cerca de una hora después o más, pues era ya noche cerrada, Bernard despertó y se montó sobre Luisa. La Saragón sonrió entre sueños y se dejó poseer.
- ¡Muévete! ¡Muévete!- ordenó él. Ella lo hizo, sonriendo, pero sin despertar del todo, es posible que contenta de ser deseada. La rutina se repitió varias veces, ella no supo cuantas, a lo largo de la noche, sólo le parece recordar, aunque sin demasiada claridad, sus afanes y órdenes:
- ¡Muévete! ¡Muévete mierda! ¡Muévete!.
Le parece haber dicho algo absurdo, en algún momento, como:
- Yo también, amor, también te amo...- pero no está muy segura.

Al amanecer, o pudo ser bien entrada la mañana, despertó y lo vio a él que terminaba de vestirse.
- ¿Es muy tarde?- preguntó.
- Ni tanto. Yo voy al centro a comprarte algo para que te pongas y vuelvo para ir a comprar comestible para tu auto. A la pasada voy a ordenar que te traigan desayuno... también necesitas comestible- dijo sonriendo franco y salió de la cabaña. Luisa oyó el bramido del motor del Edsel y cómo se atenuaba al alejarse. Cerró los ojos y se dispuso a dormitar la espera, para reponerse de la noche agitada. ¡Sonreía!. Entre sueños creyó percibir que alguien se asomaba a la cabaña y se iba de inmediato. Dos veces sucedió lo mismo. A la tercera percibió a dos personas. Abrió los ojos y vio a los pies de la cama a una mucama, avergonzada, con la vista baja y un hombre de mirada severa. Éste último le dijo: - Señora Saragón, lo siento, pero debe dejar la habitación...
- ¿Cómo? ¿Qué hora es?
- Pasa de la una de la tarde. El señor Saragón sólo pagó por la noche...
- ¿Saragón...? él no es Saragón es el señor Le Mur. ¿Aún no vuelve? Tiene que volver...
- No tengo idea... vimos salir temprano al señor Saragón. No sabemos más y la cabaña está pagada hasta las doce del día.
- Pero... pero... tiene que volver. Me fue a comprar ropa y tiene que volver.
- Lo siento, señora Saragón. Si desea lo espera en la recepción, pero la cabaña tenemos que prepararla para otro huésped.

Hacia las tres o más de la tarde, la Saragón tenía hambre y vergüenza. Sentada en un rincón de la pequeña recepción del apart hotel, sentía que cada tanto el hospedero la miraba, primero con curiosidad, luego con algo de lástima y ahora, ya, con franca conmiseración. Al fin le dijo:
- Si quieres, puedes hacer una llamada...- y le señaló el teléfono. Añadido a lo demás, el tuteo le resultó altamente vergonzoso, pero agradeció el gesto y tomó el teléfono.

- ¡Aló! ¿Telma?... Sí. Soy yo... Me fui de la casa... abandoné a Willy.
- ...
- En Tongoy... Mira es difícil de explicar... Me escapé con el auto y me quedé sin bencina entre Tongoy y los Vilos...
- ...
- Estoy en unas cabañas aquí cerca del muelle, en Tongoy. Telma, tienes que ayudarme...

Kepa Uriberri