Escena IEncendió el tercer o cuarto cigarrillo apoyada en el tapabarro del Pontiac Catalina, detenida en algún lugar entre Tongoy y Los Vilos, donde el combustible se le había agotado. Sólo llevaba encima de la camisa de dormir una bata de levantarse floreada y en la cabeza un pañuelo azulino, cualquiera, que había sacado, del cajón para que no la vieran despeinada. Así había llegado a la mitad de la nada, escapando. Fumaba porque tenía hambre: Todo había sucedido antes del desayuno. Pensó que su café con leche ya estaría frío sobre la mesa del comedor, lo mismo que Willy, ahí tirado en el suelo; y por eso ella tenía hambre. Pero no sólo fumaba porque tenía hambre, fumaba porque estaba nerviosa, porque no podía borrar de su cabeza esa mañana definitiva. Barry Latapia vio desde lejos el Pontiac. Vio flamear el pañuelo azulino que Luisa Saragón tenía amarrado a la cabeza. Primero creyó que era una vieja de vestidos sueltos y demasiado largos, que se habría quedado en panne ahí, y no disminuyó la marcha. Al pasar junto al Pontiac Catalina, azul oscuro, la vieja era una rubia joven en bata de levantarse que le llegaba algo más abajo de las rodillas debajo de la que asomaba una camisa de dormir transparente. La rubia no lo miró, no pidió ayuda, sólo siguió fumando indiferente. Latapia no pudo evitar una cantidad de pensamientos confusamente eróticos que se agolparon en su mente: Rubia, joven, en panne, en ropa de dormir, cama, sola, exquisita, bajo vientre, en fin; más. Entonces detuvo su Edsel unos cuantos metros más allá.
Bajó sonriente y caminó hacia Luisa, con paso elástico de macho seguro y las manos en los bolsillos del pantalón. Quizás acomodaba sus herramientas ahí. La Saragón, sin mirarlo, expelía el humo de su cigarrillo contra el viento que venía de la costa. La Saragón pensó: "¡Qué importa, ya! Sólo es otro. Igual estoy condenada". Guardó el revolver y encendió otro cigarrillo. No le temblaban las manos. Sólo pensó que era curioso cómo el tiro los golpeaba y los empujaba hacia atrás de manera que caían sentados y después con la velocidad del impulso se iban de espaldas y golpeaban la cabeza en el suelo, para quedar tiesos e inconscientes (¿o muertos?). "Y mueren con los ojos abiertos" dijo en voz baja, mirando a Latapia con desdén. Quiso meter sus manos bajo los sobacos de Barry para levantarlo y arrastrarlo, pero era demasiado pesado y resbaloso. Entonces lo tomó de los pies y lo arrastró, con dificultad hasta detrás del Pontiac. Abrió la maleta y con un enorme esfuerzo logró sentar a Latapia apoyado en el parachoques. Al fondo del camino vio aparecer un camión. Calculó que tenía apenas un par de minutos para levantar al occiso y meterlo en el maletero para que no lo vieran desde el otro vehículo. Pero pesaba demasiado. A veces la desesperación tiene la fuerza e inteligencia extra que el instinto de conservación otorga. Luisa paso sus piernas sobre las de Barry, metió, como pudo, sus brazos bajo los de él y lo levantó hasta que logró sentarlo en el parachoques. El camión estaba ya a unos veinte metros, entonces con decisión abrazó a Latapia y lo besó en la boca con afán, con decisión, con saliva. El camión pasó junto al Pontiac y el chofer gritó algo grosero e hizo sonar larga y ronca la bocina cuyo ruido se perdió en el abandono de los cerros pelados del lugar. La Saragón escupió con asco el suelo junto al cadáver, varias veces, y se limpió con repugnancia la boca, con la manga de la bata. Después empujó el cuerpo de Latapia dentro del maletero del Pontiac Catalina y como pudo lo acomodó ahí dentro. Cuando iba a cerrar la tapa se detuvo. Tomó la pistola y le metió el cañón dentro de la boca al muerto y disparó dos veces. Luego limpió el arma con el borde de la bata de levantarse y se la acomodó, como pudo, en la mano derecha a Barry. Finalmente se dijo a sí misma "¡Para que parezca un suicidio!" y cerró la tapa de la maleta. Más tarde, llena de dudas, se preguntaba: "¿Y si el muy imbécil era zurdo?". Pero ya era tarde, estaba muy lejos. Después de suicidar a Barry Latapia, Luisa Saragón iba a arrojar las llaves del Pontiac entre los matorrales a la orilla del camino, pero pensó que no era lógico. Entonces abrió la maleta otra vez y tiró las llaves junto al cadáver y le quitó las del Edsel. Aprovecho de registrar los bolsillos de la ropa de Latapia y se llevó el efectivo y todas las tarjetas que podían identificarlo.
Hacia las nueve de la noche, ya casi sin luz, un lugareño vio al Edsel, levantando abundante polvo, atravesar el pueblito de Mantos, hacia el interior. Le llamó la atención el modelo y, por sobre todo, el color amarillo, poco usual, del auto. Pensó “ese estúpido va a tener problemas en la Quebrada de las Penurias si sigue a esa velocidad”. No pudo precisar si el chofer era hombre o mujer, pero por la audacia dijo que era hombre. La Saragón iba a alta velocidad sin importarle el estado de los caminos y el daño al auto: "Total... no es mío y yo misma ya estoy condenada: No tengo ninguna escapatoria. Pero se lo merecían, los dos". El camino de ripio tiene un solo destino: La hacienda de El Bajo de los Urbina, pasando por el pueblito de Mantos. Serpentea, suavemente entre cerros, subiendo y bajando. Sólo tiene una dificultad en la Quebrada de las Penurias, donde la pendiente de la bajada es abrupta, el camino se angosta y gira en “U” en torno al barranco. La Saragón entró a la pendiente cuando casi no había luz, pero alcanzó a leer el letrero que dice "¡Precaución!. Quebrada de las Penurias. Pendiente fuerte. Enganche en segunda. Velocidad máxima veinticinco kilómetros por hora". El velocímetro del Edsel marcaba ciento diez. Luisa miró el desfiladero de unos doscientos metros de profundidad a su izquierda, apreció vagamente la entrada a la curva pronunciada que ponía el precipicio delante de ella y pudo pensar por un breve instante: "¡Hoy es mi día de suerte! No le rindo cuentas a nadie". Agarró con firmeza el volante y pisó, con decisión, el acelerador hasta el fondo. Kepa Uriberri |