La mirada en el espejoSuelo alivianar los viajes en el metro, leyendo. Así leí a Günther Grass, en sus reclamos políticos sobre Alemania, también a Kafka y su inconclusa América, bajo su verdadero nombre "El desaparecido" aunque hay quienes la llaman "El Fogonero", releí, siempre con satisfacción, Crimen y Castigo de Dostoievski, y A la sombra de las muchachas en flor de Proust y leí dos versiones distintas de Hamlet, muy distintas aunque iguales; encontré en esas lecturas a Harold Bloom y su Cómo leer y por qué. Ahí menciona al menos unas cinco veces a Lewis Carroll y sus libros de Alicia, de manera que me dije que si había disfrutado, también en el metro, leyendo Pinocho de Carlo Collodi, ¿por qué no leer Alicia en el País de las Maravillas?. Para fortuna mía, encontré en un libro electrónico, el texto original, con las ilustraciones de sir John Tenniel, aunque estaba en inglés. Por un momento dudé, pero después decidí emprender la carrera sin fin y leer Alicia en su original. Fue de ese modo que venía concentrado en Alice in Wonderland, en tanto que ella cometía la estupidez de hablar de su gata Diana y lo buena cazadora que era, en medio de la fiesta de los animales pequeños, haciendo que todos huyeran aterrados, por lo que quedaba sola en mitad de un país desconocido; cuando llegamos a la estación de término alternativo, en Manquehue. Ahí baja mucha gente y el tren queda casi vacío por un instante. Después sube mucha que venía en el tren anterior y quiere continuar el viaje hacia las estaciones siguientes. Distraído vi subir una mujer de vestido blanco, al uso actual, muy corto, que se sentó al frente, al otro lado del pasillo. Interrumpí la lectura y acaricié sus piernas macizas y bellas, con la mirada. A mi lado se sentó un hombre grueso, de anteojos ópticos, que vestía una llamativa polera roja; tenía el pelo claro muy corto, de manera que daba el tipo de lo que aquí se dice: "Una persona decente de ojos claros". Cualquiera lo juzgaría como un hombre recto e inteligente y lo preferiría para darle un puesto de trabajo. La joven de blanco y el hombre a mi lado, como tantos otros, venían concentrados en sus teléfonos personales, a lo que no le presté mayor atención, ya que yo mismo leo en un artefacto de pantalla electrónica, de manera que he terminado por entenderlos. Había un tercero, al que no presté atención en absoluto. Estaba de pie, aun cuando había suficientes asientos, al costado opuesto del hombre de polera roja. De repente comenzó a vociferar. Sólo entonces me percaté de su presencia. Era un hombre de tez oscura, mal vestido, de aspecto vulgar, su ropa de colores castaños oscuros parecía muy usada y posiblemente la había comprado cuando pesaba muchos kilos menos. Su aspecto general era el de un hombre al que no se le daría con facilidad un puesto de trabajo; al menos uno que requiriera alguien de confianza. Le gritaba al hombre de anteojos: - ¿Por qué le tomó una fotografía? ¡Con qué derecho va y hace eso! ¿Le pidió permiso para fotografiarla? ¡Degenerado! ¡Infeliz! -, y luego dirigiéndose a la mujer de blanco: - ¡Este degenerado le tomó una fotografía! ¡Mire! ¡Dígale que le muestre! ¡Es un degenerado!. ¡Dígale! ¡dígale!
El hombre de rojo no decía ninguna palabra y se esforzaba en parecer tranquilo y concentrado en su aparato electrónico, sin embargo la expresión de sus ojos, tras los lentes demostraba su alteración. Lo vi mover los pulgares de manera frenética e imprecisa, quizás ocultando la imagen que había capturado, o tal vez intentando borrarla. La joven de blanco se levantó y se acercó gritando al hombre de rojo: «"¡Hubiera querido no mencionar a mi gata Diana!" se dijo Alicia, a sí misma, en tono melancólico. "Nadie parece quererla aquí abajo, pero estoy segura que ella es ¡la mejor gata del mundo!"» continué leyendo mientras retomaba el camino del parque a mi casa. Kepa Uriberri |