Conferencia en Buenos Aires

A Cynthia Ruiz Sunico

Los nombres argentinos tienen algo que me fascina. No sé bien qué es; si su sonoridad rotunda o ese afán de empuje, o quizás sea, en muchos casos que me hacen vibrar la fibra ancestral cuando sus calles se llaman Hipólito Yrigoyen, Amancio Alcorta o Sabino Goicoechea. Quizás. Pero también es muy argentino llamarse Néstor Imperatore o Adolfo Ragliantte. Sin importar la ascendencia, de alguna manera todo argentino va marcado por un nombre que lo empuja a buscar cierta grandeza, en lo que sea y aun cuando no lo logre. Es así que, por ejemplo un poeta chileno tiene un nombre cotidiano como Gonzalo Rojas o Violeta Parra, mientras que una poeta argentina se llama Alfonsina Storni, aunque ambas murieran víctimas de tragedias similares; pero la argentina tiene un nombre que suena con la fuerza del mar que se la tragó para siempre. Si Violeta Parra hubiera sido argentina, su nombre no habría estado compuesto de una delicada flor y una dulce enredadera. No. Se habría llamado, por ejemplo, Rústica Mora, Estrella Nopal o quizás Felina Urbana. Así, entonces, no me extrañó nada que mi editora me informara que mi contacto, allá, en Buenos Aires sería Violenta Cabral. "Ella lo estará esperando en Ezeiza", aseguró.

Abril es para muchos como llegar, al fin, a los cuarenta, cuando aún se es joven pero ya adulto. Se cuenta con la experiencia y se ha conquistado la libertad y por lo tanto uno es dueño del mundo, de su vida y ha aprendido a disfrutarlos. Es posible que los que vivan en la otra mitad de esta añeja bola piensen así del mes de Octubre cuando, para ellos, se evidencia el otoño. Para mi, en cambio, es el mes más temido. Es el mes del claustro, el mes en que debo prepararme para otros y en que por alguna rara maldición representa el ícono de mi fracaso anual.

"Irizarri; este año vamos a Buenos Aires" anunció mi editora. "Quiero que haga su conferencia sobre el ensayo de Rubirosa: «Por qué los argentinos cantan Rock». Quiero que hable de tango, de cultura, de valores profundos. ¿Entiende la idea?. Reservamos para el veintitrés en la noche el Bar El Chino, donde desafinaba José Sacristán y Paloma San Basilio cantó Volver, donde Joaquín Sabina jamás cantó tango, donde Massiel enamoró al verdadero Chino Garcés cantando Brindaremos por ti, que parece tango y no lo es. ¿Comprende?". De inmediato sentí como se me recogía la boca del estómago y empezaba a quemárseme el esófago hasta la misma garganta. "Parte usted mañana a las siete de la tarde y llega a comer al mismo Bar El Chino para que vaya preparando su conferencia" concluyó. Pensé: "Maldito abril, al menos agradezco haberme librado de Packi y la Boricua y su rara bohemia, siempre inesperada, que fueron mi maldición en España".

Ezeiza, como recepción, no fue muy diferente a Barajas. La única diferencia es que aquí ya había esperado antes y conocía esa sensación de ridículo de estar frente a quince o veinte imbéciles que levantan cartones o pizarritas, hojas de papel u otro elemento cualquiera donde escriben con pésima ortografía y letra el nombre de otras personas y miran con interrogadora expectativa al último pasajero abandonado a su suerte: A mi. Entre ellos ninguna mujer, que por lo demás no sería difícil que, a estas alturas, conociera mis señas. Después de casi una hora paseándome a la llegada de los vuelos internacionales, apareció un tipo, con un pucho humeando en la boca y las manos en los bolsillos hurgando algo que se niega a salir. De repente saca un papel verde que mira por ambos lados y devuelve al mismo lugar, después un botón color canela, enorme, que traslada a otro bolsillo, hasta que por fin aparece un papelillo blanco muy doblado, que abrió con lentitud mientras cierra un ojo para evitar que le entre el humo del cigarrillo. Leyó con calma y duda, como si le costara entender lo que había escrito. Cuando al fin creyó saber lo que decía, levantó la mirada y gritó con voz potente y ronca, muy de barítono argentino: "¡Mal grito!; José Malgrito". "Malgrite" corregí con paciencia y levanté la mano. "Por aquí, por favor, señor Mal Grito" me pidió quitándose el pucho de la boca, del que cayó una ceniza larga. Cuando nos subimos al pequeño bus que conducía, donde ya había otras tres personas, me aclaró que "la señora Violenta no pudo estar aquí, pero lo espera en su hotel". Reconozco que sentí alguna vieja inquietud. Todo parecía ir repitiéndose. Ya eran casi las diez y media de la noche y tenía que pasar al hotel, dejar el equipaje, darme una ducha y después salir, agotado del viaje, a comer a un lugar turístico y cumplir los protocolos exigidos.

Me duché, ordené mis cosas y cuando ya había pasado casi una hora desde mi llegada, me eché sobre la cama, a esperar que apareciera la representante de la editorial. Creo que me dormí de inmediato y de inmediato me pareció que sonaba el teléfono. "Diga" murmuré mientras buscaba mi reloj para ver la hora. "En recepción está una seniorita ¿Violenta?" dijo como pidiendo confirmación. "Sí, sí. Violenta Cabral dice que se llama... ". Le mandé recado que me esperara, que bajaba en seguida. Era la una y cuarto de la madrugada. Bajé del ascensor y en recepción sólo había una mujer medianamente joven, con la boca pintada muy roja, hasta lo erótico, subrayado por lo sensual de sus labios casi gruesos. Los ojos los resaltaba prolongando la línea natural del párpado hacia la nariz, casi hasta tocarla por un lado y por el otro llevándola hasta rozar la sien, de modo que le daba a su mirada, casi azabache, un aspecto ligeramente turnio, que llevaba su mirada, siempre, a un cierto infinito vago y misterioso. El pelo, casi más negro que los propios ojos, es muy liso y lo peina abombado, como un merengue en torno a la cabeza, con algunas mechas casuales que se disparan hacia afuera, todo lo cual le da un aspecto muy sofisticado, tal vez de geisha, que recuerda a Madame Cho. Pero viste toda de Lycra, de colores fuertes, que comienzan en el fucsia en la camisola, muy escotada, al punto que tangencian los pezones, que sólo imaginé negrísimos, por lo blanco casi transparente de la piel, y va derivando a través de una faldita absurda y muy corta por el violeta, hasta llegar al rojo sangre y brillante en unos pantalones muy ajustados, que llegan a la canilla y que coloquialmente las mujeres, en mi país, llaman patas. Todo cierra, después de la franja blanquísima de las canillas, en unos coquetos calcetincitos de encajes y vuelos del mismo color que la camisola y unos zapatos de tacos muy, muy altos, del mismo color que las patas. Al verme sonríe ampliamente, con sus dientes enormes y blancos, tan blancos como rojos los labios que los enmarcan y tan enormes como la boca misma. "Sos Irizarri, ¿no?", me dice abalanzándose sobre mi, con una mano larga y flaca de uñas pintadas negras a juego con los ojos, extendida. Al darle la mano siento que me pongo estúpidamente rojo, pensando en el tipo de la recepción que me observa asombrado. "Bueno, ¿y...?" agrega, "vamos a lo del Bar el Chino" y me mete su mano bajo el brazo arrastrándome hacia la calle. Salimos a la 9 de Julio y subimos a un taxi. "¿Ubicás el Bar El Chino?" pregunta ella, al chofer. "¿En Nueva Pompeya?" pregunta éste a su vez girando todo el cuerpo para vernos bien y después de un momento se estira por sobre el asiento y abre la puerta trasera, con dificultad. "Está fuera de mi zona" afirma y mira a Violenta Cabral de arriba a abajo, a la vez que espera que salgamos de la cabina. Paramos otro taxi y ella se asoma por la ventanilla: "¿Nos llevás a lo del Bar El Chino?" pregunta. El taxista niega con la cabeza y sigue su marcha. La historia se repite varias veces hasta que ella detiene un taxi que se ve bastante más ordinario. "Por cuánto nos llevás al Bar El Chino" dice en tono perentorio. "A Nueva Pompeya la tarifa es doble" asegura el taxista con voz aguardentosa y ronca.

Extraño viaje, que me pareció que el taxista amañaba más de lo necesario, desde la 9 de Julio, metiéndose por callecitas, hasta que, por recovecos y vereditas caímos en una avenida más amplia en la que el chofer no respetó ningún semáforo y la gente por los aledaños se veía cada vez más y más proletaria. Supe que íbamos por Amancio Alcorta cuando divisé el glorioso estadio de Huracán. En el camino ella me preguntó: "¿Conocés la película?". "¿Cuál?" respondí a mi vez, desorientado. "Yyyy... cómo: ¿De verdad no la conocés?" me lanzó sorprendida y estoy seguro que también rencorosa. Entonces supe por qué se llamaba Violenta. "¡Sos boludo!" me disparó. "¿Y como pretendés ir a hablar de tango a Nueva Pompeya, al mismísimo bar del chino Garcés y no habés visto la película?. ¿Y sabés dónde nació el tango?" terminó subrayando, desafiante. Me encogí de hombros sin comprender. Después supe que el Bar El Chino tenía una historia mítica, que su dueño, Jorge García, se hacía llamar Jorge Garcés y había inspirado una película premiada que había elevado a la fama su bar. Ahí se cantaba tango como debía cantarse. En Nueva Pompeya se suponía que había nacido el tango, el canyengue en las caderas, las paicas y las grelas y el ansia fiera en la manera de querer. Esa tradición la había conservado el chino Garcés, que se hacía llamar así para que sonara más a tango, más a Gardel. Cuando lo supe me pregunté: ¿Qué hacía yo con una rockera colorinche, o gótica, en la cuna del tango?.

Finalmente llegamos al bar. Para más sorpresa, el boliche era de un kitsch tan lejano al tango como se quisiera, y el interior era tan turístico como las tanguerías de la calle Corrientes o Balcarce en el centro, pero más reducido. Nos instalaron en una mesa cercana al escenario, que casi no lo era. En las paredes habían colgadas fotos del Chino Garcés y algunos famosos con él. A la mesa nos trajeron unos bifes muy argentinos, vino Malbec, y un señor vestido de Gardel ajado y envejecido. Se presentó como Omar Lauría, compadre del Chino y mano derecha de su mujer, Delfina Muñoz, cuando aquél murió de pena por la tragedia de su hijo Gustavo. Todo muy de tango, ya que Delfina también murió, abandonando a Omar en todas sus pasiones: Tango, bar, mujer y compadre. "Ahora el propietario de la casona, viendo el negocio, se hizo cargo de todo. Reconstruyó, arregló para el turista y todo cambió", dice Lauría con un dejo amargo de desilusión. "Y usted, entonces, ¿qué hace aquí?" le pregunto. "¡Y...!" responde con un gesto hacia una mesa repleta de amigotes, casi todos viejos y viejos amigos, "¿qué íbamos a hacer?. Si no sabemos otra cosa" y deja caer, blandos, los puños apretados sobre la mesa. Entonces su amargura comienza a evocar otros tiempos que me aburren y me evado de su voz de doce whiskies en la figura de una joven que comparte la mesa con los amigotes. Maquillada para actuar, peinada con el pelo muy tirante atado y sujeto en un moño en la nuca, mira aviesa a un rufián que no se quita el sombrero, calzado a lo Gardel, en una cabeza pequeña y huesuda. Él lleva un pañuelo de seda, muy blanco, al cuello, que resalta del traje negro con finas líneas verticales blancas. Tiene sujeta a la joven de un brazo, por la muñeca y con vehemencia le dice no sé qué, como si le diera instrucciones y le pidiera cuentas. La línea del cuello largo y moreno de ella continúa hasta la suave curva de los pechos y se pierde en un escote rojo punzó. Yo me pierdo en ese escote, en los hombros redondos y desnudos, en la boca sensual y roja, y su gesto de desprecio hacia el bacán que la sujeta. Admiro la cadera que asoma de la silla, envuelta en ese vestido de vivo rojo y mi mirada ha de haber sido tan intensa y cargada de tanto deseo, sin darme cuenta, que quizás ella la sintió como una caricia imprudente y abandonando las admoniciones del rufián; me mira directo un momento, para después, envuelta en la sospecha de una sonrisa, soltarse del yugo que la sujeta de un tirón. Mientras, un bandoneón gime su nota más larga y aguda y "La Calandria", una mujer de más de ochenta años, que recién había abandonado la misma mesa de los amigotes, comienza suavecito con su voz de pajarito mañanero, casi a recitar: "Con este tango qués burlón y compadrito batió sus alas lambición de mi suburbio". La muchacha se levanta como una pantera, ágil y nerviosa, y amaga una bofetada al Gardel de pacotilla, que aquél caza antes de ser alcanzado e incorporándose a su vez, con un gesto duro y seco la gira y la lanza contra el mesón de la barra. Ella queda ahí, quieta, herida, mientras el bacán se acerca con pasos de gato y la gira, decidido pero suavemente, hasta hacerla caer sobre su pecho; entonces, ambos enlazados evolucionan por la estrecha pista entre las mesas bailando "El Choclo". Bailan; pero es todo tan confuso y fluido entre acto, ficción y realidad, que a pesar que esos finos límites son, precisamente, la herramienta de mi profesión, me siento confundido y envuelto en el drama. "Conjuro extraño de un amor hecho cadencia" canta con voz de pajarito "La Calandria". "¡Qué mujer! ¡Que voz!" oigo decir a Omar, "quien creyera que a los ochenta y cuatro tiene la misma voz que a los treinta y seis cuando la conocí". No me interesa. Estoy sumido en la ondulación del cuerpo enfundado en rojo punzó, que de pronto da pataditas rápidas hacia un lado o entre las piernas de su compañero de baile, como una yegua a punto de desbocarse, llena de fibra, nervio y fuego, sin mirar jamás a los ojos de su dueño que la somete inclemente. Justo entonces me pregunto: "¿Por qué los argentinos, ahora, cantan rock?". Tengo la sensación que ella, en su baile, escapa del hombre y el la persigue. Girando así, lo trae hasta nuestra mesa y al pasar junto a mi, ella me roza su perfume dulce y me lanza un gesto casi imperceptible, o tal vez sólo lo imagino. Le respondo sutilmente con una sonrisa apenas dibujada y un pestañeo largo. Ella dibuja un desprecio fingido y traza su ruta de retorno al pequeño escenario donde concluye la Calandria: "Misa de faldas, kerosén, tajo y cuchillo, que ardió en los conventillos y ardió en mi corazón". El coro de turistas estalla en aplausos, Omar dice "Esta pareja promete, ¿viste?, promete", los amigotes de la mesa de donde salió la Calandria y la pareja de bailarines conversan a grito pelado de sus propios asuntos, sin ocuparse de nadie más. La bailarina sonríe y agradece, el bacán mira serio a la muchachada, ella me mira y me lanza un beso que simula dirigido al público, ¿o sólo lo imagino?, y luego lo reparte a la concurrencia. Yo le lanzo un gesto de agradecimiento y de inmediato siento la punta de un zapato bajo la mesa que me empuja una canilla. Miro a Violenta y siento sus ojos turnios envueltos en un gesto furioso de celos que se me clavan impositivos. Levanto las cejas interrogador y ella desvía sólo los ojos para señalarme a Omar Lauría que sigue hablando de sus recuerdos.

Me concentro en la historia de Lauría, a la fuerza, aunque cada tanto siento la mirada intensa de la joven del vestido punzó fija en mi. Me vuelvo y la miro justo cuando ella desvía la vista. El rufián, su pareja de baile, esta echado hacia atrás en su silla, amurrado, en medio de la algarabía de la mesa de donde van saliendo a actuar cada uno de sus contertulios por turnos. A veces lo sorprendo lanzando alguna frase, que parece agresiva, a la joven que sólo sonríe devolviéndole un desprecio. De pronto, de la mesa de los artistas se para un hombrón grueso, de pelo canoso y barbita breve que hace silencio entre su gente, a la vez, este se extiende por todo el bar. El hombre sube al proscenio y rechaza el micrófono que le ofrecen: "Aquí siempre se cantó sin micrófono" dice con voz profunda. Lauría y la mesa de los artistas aplauden; el público los sigue, como debe ser. Omar me dice: "Este sí es un cantante de tangos. ¡El mejor!" y agrega para subrayar una verdad: "Es el Toto Acosta, ¿sabés?". El bandoneón comienza a gorjear "La calesita" y mientras introduce al cantante, la joven de rojo punzó se levanta, al ritmo de la música y viene a nuestra mesa. "¿Bailás conmigo?" me pregunta. Violenta me da una patada en la canilla que hace honor a su nombre. Arrugo los ojos por el dolor y veo su gesto de furia, de mirada turnia, pero no me puedo negar, ni por cortesía ni por gusto. No sé bailar tango, pero siento una corriente eléctrica en todo el cuerpo de sólo pensar en estrechar esos pechos rotundos y rojos contra el mío y sentir el canyengue de esas caderas de felino poderoso. "Tú verás qué hacemos, pero yo no bailo nada de tango". "Vos seguí, nada más, el ritmo" dice, "que yo hago lo demás". El Toto comienza a cantar y su sola voz llena todo el local: "Gira la calesita su larga cuita maleva y hace sangrar las cosas que fueron rosas un día", mientras ella se aprieta a mi y evoluciona y baila como si yo la guiara, aunque es ella quien me lleva. De pronto me mira, ceñuda, como exige el tango y en contrapunto, que me parece pueril, me pregunta: "¿Cómo te llamás?". "José Malgrite ¿y tú?". "Astra" dice ronroneando como gata, suavecito, "Astra Cabagliari" completa y da unas pataditas de yegua encabritada alrededor de mis piernas que me hacen temer, sin fundamento, por mi virilidad. De repente me animo, y cazo una de sus piernas con la mía. Siento la exquisita tesitura de su pantorrilla, que hace juego con su reclamo que no me mira: "¡Dejá!" dice. "Dejá que todavía tenés mucho que aprender". "Ya casi lo sé todo" le respondo bacán y farsante. "¡Carancanfún! y el taconear y la lustriá sobre el pantalón cuando a tu lado, tirado tuve mi corazón" canta con énfasis el Toto Acosta.

Al terminar la calesita sus cuitas, de modo mágico, estamos junto al escenario. Ella, junto con el público, aplaude. Pero me aplaude a mi y apenas sonríe. La acompaño a su mesa, donde su pareja de baile, hosco, la fulmina con la mirada. Vuelvo a la mía y Violenta ya no está. Lauría, indiferente, mira con ojos cansados la mesa o el vaso de whisky que tiene atrapado entre las manos. Le pregunto por ella. "Dijo: Decí al cafiolo que está todo pagado, se levantó y se fue, rabiosa". Miro la hora y ya pasan de las cuatro y media de la madrugada. Me siento perdido. No sé donde estoy. "¿Cómo llego desde aquí a mi hotel, cerca del obelisco?". "Caminás por Alcorta a ver si encontrás taxi" me aconseja. "Si llegás al Palacio, tomás por Colonia hasta Caseros donde está el subte: A las cinco parte el primero". Me da alguna indicación más, me despido del socio del dueño, que se acerca a nosotros, y busco a la bailarina para despedirme de ella también, pero no está en su mesa, ni tampoco su pareja. Salgo caminando hacia Amancio Alcorta y atravieso el parquecito del centro. A mitad de camino entre las sombras de los árboles, a unos cuarenta o cincuenta metros diviso dos siluetas que parecen discutir y siento saltar la adrenalina al pecho, que me despierta el alerta. En algún momento una de las figuras se desplaza hacia el borde de la acera y le da la luz tenue de algún farol: Es una mujer vestida de rojo punzó. Varias imágenes pasan por mi mente, pero las rechazo pensando que es imposible. Trato de evadir el encuentro con ellos pero la otra figura, de traje oscuro camina en diagonal como para forzar el encuentro. La mujer le dice algo, casi a gritos, que no alcanzo a entender, pero el rufián sólo apura el paso para evitar que lo evada. De pronto diviso en su mano el brillo de una navaja y me detengo, aterrado. Desde unos quince metros me grita: "¡Y...! ¿Ahora sos un amargo?. Vení que te amasijo y te marco el paño". Astra corre detrás de él y lo tironea de la chaqueta para atajarlo mientras yo doy la vuelta y aprieto el paso en retorno. En ese momento sale del bar un grupo de turistas y me mezclo con ellos. Todos caminan alegres y cantan tango entre risas y bromas. Alguno me mira extrañado como si se preguntara "¿Y este quién es?". Mezclado con el grupo paso a unos metros de Astra Cabagliari que sujeta a su pareja y forcejea para que no se vaya encima nuestro. Los turistas los ignoran, o no se percatan, y siguen caminando. Sólo yo los miro de reojo cuando él se suelta y se viene hacia nosotros; aparta a alguno y con la navaja en ristre se abalanza hacia mi. "Con vos, cusifai, tengo que conversar" dice y me lanza un corte que logro esquivar. Entre los turistas lo agarran, le quitan la navaja y logran neutralizarlo. Lo botan al suelo y lo inmovilizan. "¿Qué está pasando aquí?" pregunta uno. Astra se acerca y explica: "¡Nada! ¿viste?. Nada. Que está un poco ofuscado. Yo me lo llevo, y ya". Los hombres lo sueltan y ella lo sujeta de un brazo y se lo lleva mientras él se sacude la tierra del traje y me grita "¡Ya te vi a encontrar boludo, ya te vi a encontrar!".

Apretados, compartimos un taxi que aquellos turistas tenían llamado. Me dejaron junto a mi hotel cuando la luz del sol saltaba desde abajo, proponiendo otro amanecer. Cuando salgo del taxi uno de ellos me pasa la navaja del gavión de Astra, cuya hoja, de cinco pulgadas, brilla amenazadora. Dormí entre sueños tormentosos, llenos de imágenes eróticas y sangrientas, hasta muy entrado el día. Veía a Astra bailando desnuda, con un juego de caderas y hombros delicioso, pero cuando la tomaba y hacía un giro, la veía vestida de rojo desde uno de los pechos y hasta los tobillos, y al mirarme luego las manos, descubría que las tenía llenas de sangre. Su vestido punzó era sangre que se derramaba desde un pecho en cascada hasta los tobillos. También me veía en el parque, en Amancio Alcorta, trenzado en una riña feroz, en la que asesinaba a su compañero de baile. Los turistas me sujetaban a mi y me tiraban al suelo, como lo habían hecho con él, entonces Astra y Violenta lo levantaban y se lo llevaban en dirección al riachuelo. Violenta me miraba, mientras se iba y me gritaba destilando rabia por sus ojos turnios: "Esta todo pagado. Lo has hecho". Cuando al fin me levanté eran más de las cuatro de la tarde y sentía un cansancio atroz.

Me vestí lleno de pensamientos extraños y cruzados, entre el deseo cuando recordaba a Astra Cabagliari, el temor cuando veía la navaja que aún estaba sobre el velador y alguna preocupación por la molestia de Violenta Cabral, que había partido sin despedirse. De algún modo raro me sentía en deuda con todos. Con Violenta, que era, de cualquier modo que lo vea, mi compañera en el bar de modo que no fue gentil coquetear y bailar con otra mujer. Con Omar Lauría porque no le escuché nada de sus recuerdos y nostalgias y ni siquiera le agradecí su gentileza. Me sentía deudor del dueño del Bar El Chino, a quien apenas saludé y me despedí casi de pasada. De alguna manera me sentía en deuda con el rufián que quiso acuchillarme por bailarle la mina sin pedir siquiera permiso. Dentro de sus códigos tenía razón para querer clavarme esa navaja y yo tendría que ir, en algo menos de una semana, otra vez a su escenario, a su casa, a dar una conferencia sobre su modo de vida a sus clientes: ¿Podría hacerlo?. Por último, me sentía en deuda conmigo mismo y con Astra Cabagliari, porque si no me había conquistado el corazón, ya me había conquistado, al menos, el deseo y los anhelos que me volvían en los recuerdos y los sueños. Quería verla otra vez. Hubiera querido abrazar de nuevo su cuerpo de cintura estrecha, acariciar su hombros redondos, sentir sus pecho duros contra el mío, seguir el surco de su espalda joven y morena y tener su pelvis bailando al ritmo de sus caderas muy cerca de la mía, kerosén, taco y cuchillo que ardió en mi corazón.

Bajé al vestíbulo, pregunté en recepción si alguien había llamado o venido, pensando, con vana esperanza tener al menos la compañía de Violenta Cabral. El hombre me miró con un gesto casi rotundo, abriendo los brazos, pero giro y miró el casillero de la habitación, vacío, antes de confirmar: "Nada". Salí a la calle y caminé hacia Corrientes. Al atravesarla, en la esquina de Cerrito, había un enorme mojón, muy largo y de una envergadura tal, que no podía ser de perro. Es raro que la caca de perro, sin importar el porte del animal, resulte ser siempre de menor tamaño que la humana: Esta mierda era humana, sin ninguna duda. ¿Pero qué hacía ahí en la mitad de la acera?. Me respondí que era lo mismo que yo: ¿Qué hacía yo evaluando un pedazo de mierda, justo en el centro de Buenos Aires?. Sentí cierta vergüenza y caminé por Corrientes, como escapando, hasta que encontré la estación Uruguay y me refugié en ella. Sólo sé que me metí al subte y cambié de línea a tientas y a tientas llegué al terminal. Caminé curioso, distraído, por calles y callecitas, por la cuadra de Garay donde vivió Homero Manzi, por el parque Patricios, por Caseros y Sáenz hacia el sur, pensando que habría de llegar al Bar El Chino, pero no fue así. No sé por qué me pase de largo y de repente estaba en el Puente Alsina sobre el riachuelo; esa maravillosa construcción a la que París le queda chica, con o sin Pernó. Aspiré el aroma de yuyos de la ribera, de huesos antiguos de vacas muertas hace tantos años en el matadero allá en Patricios y de aguas lentas, que van cansinas a la Boca. Mirándolas se me hizo tarde y la luz se hizo frío. Antes que anocheciera volví caminando a buen paso hasta la terminal del subte. ¿Por qué todos los trenes subterráneos son iguales?. Todos huelen a gente, nunca a perfume de mujer, siempre a restos y calor, a humedad, a ausencia. Nadie mira para decir te veo, me gustas, sino miran furtivos, tal vez comparando angustias, comparando carencias y pensando en los destinos que nunca llegan por conocidos que sean. Así llegué otra vez al obelisco. Al salir pensé que el aire era delicioso y fresco. Fue un regalo en el par de cuadras que caminé hasta el hotel, cuando ya Buenos Aires era todo monumentales neones colgados de altos edificios.

El lunes y martes no sucedió nada. Nada que valga la pena de mencionarse. Intenté en vano ubicar a Violenta Cabral, para disculparme o para tener compañía, pero nunca estaba en los teléfonos de la editorial y decían no conocer sus teléfonos personales. Deambulé por las calles, por donde los turistas compran, por donde pasan asombrados, también visité el Ateneo en la calle Santa Fe. Casi por molestar, pregunté por Ficciones de Jorge Luis Borges, "¿lo conoce?", dije al dependiente. Me miró divertido y con confianza me devolvió: "¿Sos colombiano?". Solo sonreí, entendiendo el gambito. En unos cuantos segundos fue y volvió con la edición de Alianza del dos mil dos. La tomé, la abrí por el centro, me la acerqué a la nariz, le examiné las costuras y pregunté el precio. Lo traduje a lucas y lo encontré módico. El libro se veía firme y decidí comprarlo ya que mi edición de Eme Ce se ha deshojado como árbol de otoño y cada vez que lo leo debo volver a compaginarlo. "Me lo llevo a Aracataca" dije. "¿Tenía buen aroma ¿eh?" se rió el vendedor. Me llevó al despacho para el pago y al despedirse me alargó la mano: "Fue un gusto atenderlo, Irizarri" dijo y desapareció antes de ver mi cara de sorpresa satisfecha.

El martes por la tarde me fui al paseo Lavalle, hacia el lado de Florida, escarbando con pausa en todas las librerías de usados, donde los libros se amontonan en rumas de un metro de alto, en mesones que se desordenan en el día y se ordenan por la noche, donde hay revistas de Patoruzú y Dragonball, libros de Rafael Sabatini y de Valerio Manfredi, y conviven Rulfo y Bolaño aunque en vida alguno habría despreciado al otro, casi con seguridad. Encontré lo que en mi país, también el suyo, nunca conseguí: Una antigua edición de "Mar" de Augusto d'Halmar, con las hojas del color amarillo del tiempo y redondeadas en las puntas, de cansancio y "La última niebla" y "La amortajada" de María Luisa Bombal. También encontré las "Memorias de Adriano" y "Cuentos orientales" de Marguerite Yourcenar. Vagando con estos tesoros por el paseo, tropecé con una vitrina en la que había un fuego de brasas que en el anochecer me sedujeron. Sobre ellas en un artilugio de palos en pirámide habían dispuestos unos cabritos que se asaban con paciencia exquisita, cuyo aroma apetitoso salía a la calle a llamar a los paseantes. Después de la agitada noche del sábado, tanta tranquilidad y soledad ya me estaban matando, de manera que entré acompañado de Marguerite, María Luisa y Augusto y pedí una mesa y luego un teléfono. Marqué el número de la editorial y dejé recado para Violenta: "Dígale que estoy en Lavalle casi cerca de Suipacha y le pedí chivito al asador. Que se apure para que no se le enfríe". Me tomé un par de aperitivos, leí la historia del mandarín cuyo palacio se inundaba y se salvaba en un barquito pintado a propósito, que mágicamente se hacía real, mientras Violenta no llegaba. Seguí entonces conversando con Marguerite el chivito que pedí para mi, mientras nos bebimos una botella entera de Malbec Luján de Cuyo que saboreamos con tranquilidad. Ya casi a media noche, sin nada que hacer, ni ganas de recluirme, atravesé la avenida 9 de Julio y rodeé el teatro Colón, por Tucumán, Libertad, Viamonte y volví por Cerrito. ¡Qué arquitectura maravillosa!. Al llegar a Corrientes, encontré el mojón, que no era de perro, y que seguía intacto y solo, esperando ser pisado. Al verlo sentí una rara molestia, como si esa caca estuviera ahí especialmente por mi.

En el hotel el recepcionista me atajó y me preguntó si yo era Iñaki Irizarri o José Malgrite. Le confirmé que ambos y me dijo, entonces, que "una señorita lo espera hace rato en el bar". Pensé que era Violenta y lamenté que estuviera aquí, en vez de haber comido conmigo un chivito a las brasas. Me asomé al bar y no la vi. Una joven de pantalones de mezclilla y una blusa blanca sencilla, de pelo oscuro y largo sobre los hombros, se paró de un silloncito y caminó con pasos de gata, enfundados en unas botas altas, directamente hacia mi. No reconocí a Astra, detrás del pelo suelto y sin las galas de baile, sino hasta que me lanzó los brazos al cuello. La besé en ambas mejillas buscando las esquinas de la boca, con el ímpetu del deseo. "¡Tenés que ayudarme!" me dijo mirándome a los ojos sumisa. "¿Podemos subir a tu habitación?". Subimos en silencio. Ella inquieta y yo presa de emoción erótica. En la habitación se dejó caer sentada en la cama como si estar de pie le resultara muy agotador. Escondió la cara entre las manos y en un sollozo dijo: "Nito está muerto". "¿Nito?" repetí yo, sin comprender. "¿Quién es Nito?". "Mi pareja" respondió. "Lo encontraron flotando en el riachuelo. Lo asesinaron de tres puñaladas y lo tiraron al agua junto al puente Alsina. Le dieron una puñalada certera en el corazón: Cinco pulgadas de metal se lo atravesaron y tenía otras dos en el bajo vientre". Me sentí sobrecogido y me senté, turbado, junto a ella. "Y yo, ¿qué puedo hacer?" pregunté. "Me maltrataba" dijo arrasada en lágrimas; "era demasiado celoso. Mirá lo que me hizo por bailar con vos" y se abrió la blusa, de pronto, dejando al aire dos pechos morenos exquisitos. En el derecho tenía un tajo en la base, desde las tres a las seis, aún rojo oscuro por el proceso de cicatrización. "Dijo que si volvía a bailar así con otro, me lo cortaba". Inconsciente, se me escapó un gemido, y con más sensualidad que compasión, comprimí suavemente su pecho: "¡Qué horror!" dije, pero sentía una corriente intensa y grata que me atravesaba el vientre. Con su mano sujetó la mía sobre el pecho desnudo e insistió: "Tenés que ayudarme, ¡por favor!". "Sí, sí" respondí sin saber qué decía. "Yo lo maté" agregó entonces. Yo seguía sin entender del todo, tal vez obnubilado por el deseo que despertaba en mi, por la tibieza de ese pecho, que era como un fruto suave, de seda, aprisionado en mi mano, no sé. "Tuve que hacerlo. Después lo llevé al puente y lo tiré. No se de donde saqué la fuerza. ¡Tenés que ayudarme!. ¡Qué voy a hacer!". "Sí, sí" volví a repetir como un estúpido. "Sí; no tengas miedo. Desde luego te quedas aquí". Ahora no sé si lo dije sólo por deseo o por qué. Era una torpeza albergarla. La haría parecer más culpable y me hacía cómplice de su asesinato; pero lo hice y se quedó esa noche conmigo.

¿Cómo dice García Lorca?: "Esa noche cabalgué en potra de nácar, sin bridas y sin estribos. Ni nardos ni caracolas tiene el cutis tan fino". Muy temprano, en la mañana, sin embargo, sonó el teléfono de la habitación. "¿Señor Malgrite?" dice el recepcionista, "aquí hay uno señores que desean subir a verlo". "¡Imposible!" respondo tajante. "Todavía no me levanto. Que esperen. ¿Quienes son?". "Lo lamento señor Malgrite, ya van subiendo. Son de la policía" dice en tono alarmado. "¡Mierda!" alcanzo a decir antes de cortar. Astra esta ahí, dormida en la cama, desnuda. La remezco y le grito que tiene que irse, "¡rápido!", la urjo mientras ella me mira sin comprender. "Es la policía. ¡Ándate!". Pero antes que alcance a reunir sus cosas, ya están golpeando la puerta con premura. La empujo al baño, le tiro toda su ropa dentro y le digo: "Quédate ahí y no hagas ruido".

"¿Sabe por qué estamos aquí?" pregunta uno de los dos policías, después de identificarse, mientras el otro ramonea con la vista por toda la habitación. "¿Tiene compañía?" pregunta de repente, señalando una bota de caña alta que asoma por debajo de la cama. Estúpidamente me siento enrojecer hasta las orejas y sonrío tontamente. El primero retoma la palabra y pregunta: "¿Conoce al señor Mariano Palenza?". "No. ¿Quién es?". No me responde, sino que afirma más que pregunta: "Estuvo comiendo en el Bar el Chino el sábado último". "¡Ah! Sí, sí!" respondo. "¿Tuvo una riña, en Alcorta con Beazley, esa madrugada con Mariano Palenza?". "Ah" comprendo, "él es Palenza. Sí. Me atacó cuando venía saliendo del bar" reconozco. "¿Lo volvió a ver después?". Niego con la cabeza. "¿No?" dice aparentando extrañeza. "¿Qué tal el domingo por la noche?". "No. No lo he vuelto a ver". "¿Y qué hizo usted el domingo por la tarde, al anochecer?". Otra vez sentí que enrojecía, pero antes que dijera nada pregunta: "¿Conoce el Puente Alsina?". "¿El del tango El Choclo?" digo, sintiéndome un imbécil, "sí, sí lo conozco". "¿Cuándo estuvo ahí por última vez?". Trato de ganar tiempo, para responder del mejor modo posible mientras el hombre que ramonea se ha acercado al velador y encuentra el puñal de Nito que aún está ahí, olvidado. Saca un pañuelo y lo toma con cuidado: "¿Es suyo?" pregunta, sosteniéndolo en alto, para que también lo vea su compañero. En ese momento supe que estaba perdido. Preferí responder que el domingo por la tarde había estado en Alsina. "¿Se encontró ahí con Palenza?". Digo que no. Que no lo he vuelto a ver, pero como si hubiera respondido que sí, el otro añade: "¿Fue entonces que lo apuñaló tres veces con esto?" y otra vez, como si no fuera necesaria la respuesta, mira a su compañero y dice: "¿Cuanto creés que mide esta hoja?: ¿Cinco, seis pulgadas?". Este mira al suelo y agita la cabeza, como si ya no hubiera nada que hacer. Después me mira y dice: "Nos tendrá que acompañar a la delegación. Si gusta le avisa a su visita" y hace un gesto hacia la puerta del baño. "Preferiría no hacerlo" digo.

Ambos esperan que me vista, dentro de la habitación, como si pudiera salir volando por una ventana, al menor descuido; pero cuando estoy listo, me dice el que me interrogaba: "Si no se porta mal podemos sacarlo sin esposas hasta el carro policial". Se lo agradezco y salgo con ellos como si fuéramos amigos. Saludo al recepcionista con una actitud imbécil, que después me recrimino, pensando que no vaya a tener una mala impresión. En el auto policial me esposan como un criminal y en la delegación me encierran en una pieza de ventanas altas y cerradas, con olor a guardado. Sólo hay una mesa maciza y tres sillas de madera. Casi no hay luz. Después de mucho aparece un tipo de bigotes, en mangas de camisa. "¡Y bueh!" dice. "¡Comencem!", comiéndose los finales de las palabras, o diciéndolos tan bajito que se diluyen. "Hebés declarad que diste tres punzaso a Palenza y lo habé arrojad cerca de Alsina al riacho". "¡Ah! no no" digo sintiendo que se me llena el cuerpo de una corriente intensa de adrenalina. "No he declarado nada y le exijo que me permita llamar por teléfono". "Y bueh... en ese caso" dice y grita hacia la puerta: "¡Maramb! llevalo que hable por teléfono". Marambio (supongo), me lleva junto a un escritorio donde hay un teléfono y me hace una seña con la barbilla. Tomo el aparato y lo miro, esperando que se aparte, pero no lo hace. Sólo me mira con cara de perro San Bernardo. Comprendo que se quedará ahí, sin moverse, entonces marco el número de la editorial. Pregunto por Violenta y la telefonista me interroga: Quien soy, para que la llamo y si es urgente. "Soy Iñaki Irizarri y es muy urgente" digo. "Señor Irizarri: Me da su teléfono para que ella le devuelva la llamada". "Sería imposible" le digo. "Estoy en una delegación de policía, detenido por asesinar a un tipo de tres puñaladas". "¡Mirá que bromista!" se ríe y agrega algo que no me interesa oír. Le paso el auricular al policía y le digo: "Explíquele donde estoy". El tipo habla con la telefonista, le da las señas y cuelga. Me toma de un brazo y me mete otra vez a la pieza donde me tenían encerrado. El tipo de los bigotes se sienta frente a mi y dice: "Mirá: Tenem el arma, la novia del occis te acus; dice que vos lo apuñalast a la subi del puente Alsina, tenés el puñal en la mesita de noche. ¿Qué más querés? ¿Que te mostremo fotos?. ¡Andá! Confesá ya, para no tené que darte".

Casi no me importó que dijeran que yo había estado en el puente Alsina. Era cierto, después de todo. Tampoco que tuvieran el puñal de Nito y si hubieran tenido fotos tampoco me habría importado tanto como que Astra me hubiera culpado y no sólo eso, sino que fue a pedirme ayuda, me confesó que lo había apuñalado ella misma y además pasó la noche conmigo: Me sentí mas estúpido que nunca. Para colmo de males no me hacía ninguna ilusión que Violenta Cabral fuera a ayudarme. Me encerré en el silencio total, esperando, no sé si un milagro, o la ayuda de Violenta, o que Astra dijera que yo no era culpable. No sé qué esperaba mientras me sentía torpe, negándome a delatar a Astra, pero pensaba, a la vez, que si lo hacía ahora no serviría ya de nada y sólo daría una pobre imagen de mi mismo culpando a una mujer.

Se hizo de noche. Muy tarde, no sé a qué hora, apareció el hombre de los bigotes que hablaba trunco y dijo "¡Tené visita!" y desapareció. Después de varios minutos volvió con Violenta Cabral. Tenía el pelo teñido de color verde, cortado en una melenita garçon y vestía entera de amarillo, como si fuera un canario. Incluso los zapatos y una enorme cartera que le colgaba, bajo el brazo, del hombro; eran amarillos. Sólo el collar de enormes bolas y una pulsera a juego, eran de color verde esmeralda como el pelo. Llevaba los ojos pintados con gruesas líneas negras que le daban forma circular, como de anime japonés y una base de maquillaje muy blanca que la hacía parecer enferma, en especial por el color verde de los labios y los párpados. Casi sólo la reconocí por su aspecto completamente loco y porque no esperaba a nadie más. Apenas me vio se me tiró encima y comenzó a golpearme el pecho con sus manitos apretadas mientras me decía: "¡Sos un imbécil! ¡sos un imbécil! ¡Mirá lo que hiciste!". Finalmente, quizás agotada de darme, se largó a llorar con la cabeza apoyada en mi pecho y abrazándome con fuerza. Entre los espasmos del llanto decía: "Y ahora ¿qué vamos a hacer? ¿Viste? ¿Qué vamos a hacer?". Después de mucho rato se tranquilizó, por fin y mirándome con ojos tiernos me preguntó: "¿Vos no fuiste, verdad?". Cuando le aseguré que no, me soltó y se fue. Desde la puerta me dijo: "A ver que se puede hacer" y desapareció.

Dormí en esa pieza, sentado en la silla de palo, con la cabeza recostada sobre la mesa. Muchas veces, no sé cuantas, desperté durante la noche con los ruidos y alborotos que pasaban fuera de mi encierro. Por momentos pensaba que si me paraba y salía por esa puerta, en medio de los griteríos cuando pasaba alguien que parecía tironear a otro que se resistía, tal vez nadie se daría cuenta y podría ir a dormir a mi hotel. Pero sabía que era pura fantasía. Si lo hubiera hecho, habría sido otra anotación para culparme, aunque ya me sentía condenado sin remedio. De pronto desperté y ya había amanecido. Noté, con sorpresa, que había dormido mucho rato sin despertar y que me dolían los brazos, los hombros, el cuello, que me costaba enderezarlo y la espalda. Me puse de pie y comencé a pasear alrededor de la mesa. Después de mucho rato esperando que alguien se asomara por la puerta, decidí hacerlo yo. Abrí, asomé la cabeza y no vi a nadie. Salí y llamé en voz alta: "¡Aló!". No hubo respuesta. Elevé la voz: "¡Alóóó!". ¡Nada!. Grité entonces: "¿Quién atiende en esta librería?". Apareció recién un tipo grueso de enormes ojos claros y aspecto malhumorado: "¿Te divertís vos?" dijo con voz que recordaba el licor barato. "Necesito ir al baño" dije. "Te esperás el turno" contestó y agarrándome de un brazo me metió otra vez a la pieza. Mucho más tarde apareció el tipo de los bigotes del día anterior, como recién compuesto, limpio, bañado, con chaqueta y el nudo de la corbata ajustado. "Y..." dijo, "Tené suerte con las mujer" y me hizo un gesto como lanzando un desprecio o algo. "Quedás libr. Vamo a buscar tu equipaj al hotel y te llevamos al aeropuert". Sorprendido, protesté: "No me puedo ir todavía. Mañana doy una conferencia". "¡Y que va! llegás al otro lad y llamás que no hay conferén". Después saliendo de la pieza dijo: "Por acá tené baño".

Pasamos al hotel, siempre con un policía de civil al lado, vigilando, recogí mis cosas, revisé con la ilusión de encontrar alguna notita de Astra o qué se yo; pero no había nada. Sencillamente se fue, después de cargarme la culpa. Tuve ese sentimiento, pero en seguida pensé que tal vez había confesado y por eso me dejaban libre. Recordé el desprecio del tipo de bigotes que creí que se refería a Violenta Cabral: Quizás no.

En un auto de la policía me llevaron a Ezeiza. Al iniciar la marcha le pedí al hombre que me acompañaba si sería posible dar un rodeo por Cerrito con Corrientes. Sin decir palabra le hizo una seña positiva al chofer. Pasamos despacio por la esquina. Entre la gente que transitaba pude ver, ya no del color oro del primer día, sino envejecido, más oscuro y seco, el mismo mojón de entonces. Me despedí de él al pasar, ante la indiferencia de los policías que no sabían a quien saludaba.

Ya en el avión, cuando remontábamos sobre el cielo de Buenos Aires, recordé el tema de la conferencia que no iba a dar: "Por qué los argentinos cantan Rock" y me dije "¿Por qué no, si el mundo entero canta Tango?" y me vine entonando bajito: "She whispered «Uno» in my ear".

Kepa Uriberri