Fatigando Ficciones




Toqué a la puerta varias veces, con insistencia. La casa, una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía, parecía abandonada por lo silenciosa, pero yo sabía que estaban ahí, porque después de mucha insistencia enviándole mis cuentos y relatos, me había devuelto una notita, que yo quisiera imaginar de su puño y letra, aún cuando la mano era, obviamente, de alguna mujer, y muy distinta a su propia letra que yo vi tantas veces: "Está bien, Irizarri; lo espero mañana después de la cena, a eso de las diez" decía la nota y su nombre escrito con la misma mano, más abajo, iba acompañada de un garabato que evocaba su rúbrica.

Al fin sentí que alguien, con cierta dificultad, fatigaba el picaporte del otro lado. Cuando la puerta se abrió, se asomó un gato de color anaranjado, que se restregaba contra una pierna, acompañada de un bastón. Mientras el dueño del gato, el bastón y la pierna terminaba de aparecer, pude ver al fondo de la galería un espejo antiguo que no sólo nos miraba sino que multiplicaba la figura de ese amigo de siempre, que, ahí, se estudiaba con deleite, y también hoy lo acompañaba. El ciego (sin embargo creo que podía ver bastante más de lo que parecía), apartó al gato con el bastón y me invitó a pasar. Nos sentamos en la biblioteca, en la que se siente el enorme peso de los libros; me ofreció té, después de beber unos sorbos rompió el hielo con el siguiente comentario, en su voz arrastrada y casi monótona:
- Es algo más pequeña que la de Babilonia o la de Alejandría, pero todos estos volúmenes podrían resumirse, cada uno en un breve relato que los asumiera- e hizo un gesto abarcante con el bastón.

Me llamó la atención entre todos aquellos libros, casi sacros, la edición falsa de mil novecientos diez y siete, de la Enciclopedia Anglo Americana. Faltaban en los estantes los tomos XLVI y XLVII, que más tarde vi abiertos sobre la mesa de trabajo. A modo de justificación absurda le digo, ofreciéndole el librito que le traía:
- Quisiera creer que usted no me ha malquerido, o que al menos le hubiera gustado que le gustara alguno de mis trabajos-. Sé que jamás ocurrió, pero ahora toma el libro y hojea sus páginas que no lee o no puede. Me responde así, con su voz fatigada:
- Pediré que me lo lean; en el intertanto puede estar seguro que este libro pervivirá más allá que cualquier cosa que haya escrito en el texto.
- Sólo me queda el consuelo de saber que al menos ese trabajo puede ser el contrapeso de alguna obra inmortal-. Esa respuesta dolida me volvió a la reflexión, más que a la realidad y prefiguré nuestro futuro: El mío quizás no existiera. A él lo vi en aquella tercera ciudad desatinada donde nada tenía sentido, como si hubiera sido construida por los dioses que no se parecen, en absoluto, a los hombres. Un pájaro anidaba desde hacía siglos en su pecho, mientras colgaba de las ramazones de un viejo árbol que crecía de manera extraña en un barranco. Ya hacía mucho que habían desistido de lanzarle cuerdas para rescatarlo.

- ¿Para qué?- me respondió, con la barbilla apoyada sobre las manos que sujetaban el bastón contra el suelo. - Si al fin todo suceso, todo lugar, concurre y converge a un solo punto, aunque quede oculto en un viejo sótano en la calle Garay.
- ¡Dos!- le interrumpí.
- ¿Qué dos?- preguntó hacia un lugar que divergía de la silla que yo ocupaba.
- Son dos puntos, al menos. Usted mismo lo consagró. El otro se encuentra en el canto XXVII de la Araucana de Alonso de Ercilla.
- Todos los recuerdos son el mismo recuerdo- dijo, como si estuviera evocando alguna antigua obra.
- Entonces todos los hombres son el mismo hombre y todos los tiempos son el mismo tiempo y en este instante infinito, se está creando El Quijote al promediar dos mil diez y seis y usted no ha muerto hace treinta años en Roscommon. Tampoco el suplemento literario del Times ha publicado apenas media columna de piedad necrológica, en la que no hay epíteto laudatorio que no esté enmendado o definitivamente amonestado por un adverbio-. Esta reflexión que me nace casi sin pensar y la que recuerdo haber recordado tantas veces antes, me devuelve a la realidad y a la biblioteca que no está en la casa quinta de la calle Gaona: Estoy en la Biblioteca Nacional de Santiago, en Alameda con McIver y usted está muerto desde mil novecientos ochenta y seis. Tal vez en muchos años más, alguien confundido por el paso del tiempo, quiera buscar la obra que yo le he regalado, y usted recibió condescendiente, entre los tomos de su biblioteca y de modo alguno la encontrará.

I.I.I.
Santiago, 14 de Junio de 2016

Kepa Uriberri