Encuentro fortuito
— ¿Tú todavía eres Camilo B? — le dije en tono más de confirmación que de consulta. Sólo entonces agucé mi mirada, al notar que los lentes de sus anteojos eran bastante más gruesos que los que recordaba. Al examinarlo así, percibí, también, que el color de su piel era más verdoso y que los pómulos eran, ahora, mucho más prominentes.
Al salir del andén, ya en la mezanine, de pronto se detuvo en silencio, como si fuera un autómata al que le habían cortado la energía. Ni siquiera me miró. Sólo se quedó ahí parado, sin decir nada. En fin... terminé pagando diez años de cárcel después de un largo juicio de cerca de tres años en el que me dieron, creo que injustamente, una condena de cadena perpetua. Estoy enfermo, tengo un cáncer avanzado. Pensé volver a mi casa. Pero han pasado trece años desde que salí por última vez. Floriana no me visitó más de tres o cuatro veces al principio. Después, cuando fui condenado por asesinato alevoso y con agravantes, sus visitas se distanciaron y no habrán sido sino tres o cuatro. Sólo una vez la acompañaron los niños. Ni siquiera sé si aún viven en mi casa o si se cambiaron. Tampoco sé si me recibirían o si, al menos por lástima, me dejaría quedarme para morir en una cama limpia. Intentó arrebatarme la cartuchera con mis documentos, pero le sujeté el brazo. Sólo en ese momento vi que en la otra mano tenía una navaja grande, de esas automáticas que tienen una hoja en punta de cuatro o cinco pulgadas. Oí el ¡clac! de la hoja al abrirse y vi el brillo del metal que avanzaba con celeridad hacia mi estómago. Creo que el peligro y la adrenalina aguzaron mi reacción. No se cómo, de repente yo tenía su cuchillo en mi mano y con la otra sujetaba la que tenía mi cartuchera, pero él me empujaba por sobre la baranda que mira al andén y los rieles, a la vez que apretaba mi garganta. Tuve miedo de caer y para evitarlo tenía que herir. Clavé la daga, instintivamente, en su costado izquierdo y entonces cedió. No recuerdo cómo giramos de modo que ahora mi atacante, herido entre las costillas con su propio cuchillo clavado a la altura del corazón, o al menos con un pulmón reventado, estaba contra la baranda. Un instante después lo vi, desde lo alto, tirado sobre los rieles, mientras oía el bramido del tren que lo arrolló casi de inmediato. Eran las ocho y cuarenta de la mañana y no había nadie en la mezanine de la estación. Tampoco se veía gente en el andén. Nadie habría visto lo que sucedió.
El convoy frenó con estrépito. A los pocos segundos los parlantes de la estación anunciaron: "Sigma uno, estación Rodrigo de Triana". Quise irme del lugar. En la boletería le dije a la cajera que alguien había caído a la línea, pero fue un error fatal. Después subí por la escalera mecánica, afuera detuve un taxi y me alejé. Sólo volví al metro algunos días después. Pensé que ya nadie recordaría el incidente. Sin embargo, al pasar frente a la boletería oí que la cajera golpeaba el vidrio que la separa de los pasajeros. Era la misma a la que había informado del accidente. En unos pocos segundos escuché que alguien corría detrás mío; era un guardia de la estación. Me sujetó de un brazo y dijo: "Señor; tiene que acompañarme". La espera no fue breve. Durante todo ese lapso que me pareció una eternidad, el me observó. Tan pronto me miraba fijo a los ojos, con cierta insolencia, como me miraba las manos o la pose de las piernas, o la actitud de los pies, o parecía juzgar el ritmo de mi respiración, o al menos así me parecía. Como sea que fuera, sin ninguna duda estudiaba mi actitud corporal, quizás confirmando en ella el prejuicio que ya se había formado, o tal vez creyendo que de ese modo podía confirmar la culpa que estaba seguro que yo tenía.
Se detuvo. Me miró como si ahora él juzgara el impacto de su relato. Después de un breve momento dijo: Bueno, la policía demoró casi una eternidad en llegar. Fue muy incómodo estar ahí soportando la culpa que se me imputaba sin justicia, sin conocimiento de los hechos, sin poder defenderme, en un ambiente cínico, un crimen que no había cometido. Si hubiera intentado defenderme, habría sido inútil: El jefe de estación no era un juez de mi causa, a pesar que de hecho se arrogaba la prerrogativa y me retenía ahí, a la espera de la policía. Al fin llegaron dos que me preguntaron directamente si yo había apuñalado al hombre y por qué lo había hecho. De modo estúpido mantuve mi mentira: "No sé de qué me habla. Yo sólo vi como un tren arrollaba a un hombre que había saltado a las vías. Eso es todo". Me esposaron, me entregaron al juez que controló mi detención y me puso a disposición de la fiscalía.
La navaja tenía mis huellas y las del muerto: Dijeron que era mía. Dijeron que había intentado evadir la culpa informando a una cajera de un suicidio. Dijeron que el tipo distribuía drogas y que se trataría de un ajuste de cuentas. Dijeron que nadie se suicida de una cuchillada en los pulmones y se arroja a las líneas del metro. Dijeron que lo había apuñalado sin misericordia y que había intentado borrar las evidencias empujando el cadáver al metro. Mi abogado hizo una pésima defensa. Fue negligente. No presentó pruebas de descargo, no solicitó diligencias, perdió los plazos de apelación y creo que nunca estuvo de mi parte. No intentó probar defensa propia porque no me creyó. Me aconsejó declararme culpable, colaborar con la fiscalía e intentar algún acuerdo informando sobre las actividades del tráfico de drogas de la víctima y cualquier otro conocimiento que tuviera en ese sentido. Después de nueve años en la cárcel me detectaron este cáncer. Volvió a mirarme con tristeza por apenas un instante. Creo que por eso, solamente, un abogado tomó mi caso y me consiguió un indulto, que no me exculpa como asesino, sólo libera al estado de hacerse cargo de un tratamiento muy costoso. Me robaron mi honra y mi dignidad.
— Ahora sólo vengo a pararme aquí, esperando ver pasar, si tengo suerte, a alguno de mis hijos. Ellos no me reconocen, pero si aún viven en mi casa, quizás vea a alguno al pasar. Kepa Uriberri |