Este maldito brazo izquierdo
Como todas las noches, me acosté a dormir sobre el lado izquierdo del cuerpo. Siempre me acuesto mirando a mi izquierda, desde que tengo memoria. No sé a que se deba, pero no puedo conciliar el sueño si estoy de espaldas o si me acuesto hacia el otro lado. Cada noche al iniciar la rutina del sueño recuerdo a Proust. Marcel adoptaba hasta cuarenta posiciones diferentes antes de dormir y mientras esperaba que su madre viniera a darle su último beso de buenas noches. No es mi caso: Mi madre murió hace algunos años y yo duermo con mi mujer desde hace tantos como las posiciones que Proust adoptó para dormir. Con todo, no es raro que recuerde al escritor, porque también destino buena parte del tiempo de vigilia previo al sueño, a buscar una posición para mi brazo izquierdo, que queda bajo el peso del cuerpo, o enroscado alrededor del cuello y con la mano colgando hacia atrás por sobre el hombro, o con el codo como un espolón hacia adelante y la mano metida bajo la cabeza, aplastando la oreja, o bien bajo la almohada aumentando el bulto que esta hace y entorpeciendo la comodidad del cuello, o doblado frente al cuerpo, con la mano abierta sobre la frente o empuñada sobre ella, en posiciones que llamo “del pensador”. No voy a ser tan exhaustivo como Proust, pero habría tantas más. Cada cual recuerde sus propios dilemas, que habrá tenido, alguna vez, para lograr la comodidad que le lleve al sueño. Destino, en todo caso, una cantidad de tiempo cada día más angustioso y largo en esta tarea, al punto que compromete el descanso.
A veces despierto en mitad de la noche, con el brazo izquierdo adolorido. Otras muchas sueño con hielo y despierto con el brazo izquierdo desabrigado y aplastado por la cabeza, también amanezco, en ocasiones con ese brazo hormigueando de manera desagradable y debo dedicarle buen tiempo a sobarlo para que deje su malestar y se haga útil otra vez. Hay veces, extremas por cierto, en que al despertar no siento el brazo izquierdo, ni lo puedo mover y entonces lo levanto con algo de cariño y otro poco de odio y lo estremezco como si fuera un muñeco de trapo. La primera vez que me ocurrió me reí de la situación y jugué irónicamente con él, lanzándolo hacia arriba o a un lado, para verlo aterrizar, despaturrado, con la mano al desgaire, sobre las ropas de cama revueltas. Después de varias veces que me sucedió lo mismo, ya no lo encontraba nada gracioso, sino, por el contrario, me fue resultando un estorbo. Pensé en que mi brazo izquierdo me era molesto y me restaba tiempo al acostarme y también al levantarme. Calculé que entre ambas ocasiones perdía un tiempo valioso, cercano a los cuarenta minutos, y a veces hasta una hora completa, sólo dedicada al brazo izquierdo.
Cuando comencé ese proceso, ya no pude detenerme en el juicio que había comenzado contra mi brazo izquierdo. En varias ocasiones, durante el día, se me aparecía ese brazo llamando la atención y pidiendo que me ocupara de él. Por ejemplo, mientras caminaba a la estación del metro, aproximadamente una cuadra y media, en las frías mañanas de invierno, el brazo derecho enfundado en la manga, metía la mano al bolsillo de la chaqueta en busca del calor del cuerpo. El izquierdo, en cambio, siempre llevaba algo tomado, ya fuera el libro que estaba leyendo, o la tableta digital que suele acompañarme, o una pequeña bolsa con un almuerzo u otro objeto pesado. De esta manera, su mano se congela con las temperaturas matutinas bajas, quitando placer a esa saludable y hasta tonificante caminata. Luego, en la estación, mientras espero el convoy, el brazo izquierdo queda colgando de una manera antiestética forzando una nueva preocupación: ¿Encojo el brazo sobre el pecho?, ¿Lo dejo en actitud danzante, pendulando levemente, como distraído?, ¿Meto el libro, o la tableta digital, bajo el brazo y pongo la mano bajo la chaqueta en una actitud Napoleónica? ¿Sujeto el libro con la mano izquierda en alto, en actitud de estar ojeando?, ¿Qué?. Al fin, cierto día le dije, con cierta irritación: “¡Bueno! ¿Tú, de parte de quién estás? y ¿Qué pretendes?”.
Fue una situación de quiebre con el brazo izquierdo. Sin darme demasiada cuenta, dicté ese día su sentencia cuando me dije: “¿Y acaso no tengo, yo, derecho a decidir sobre mi propio cuerpo? ¿Por qué tengo que tolerar ir con este molesto brazo izquierdo a cuestas?”. Decidí, en ese instante, dar a esta cuestión, una solución definitiva: Me lo cortaría. Mientras trabajaba, ese día, sentía un raro contento y también una vaga molestia de conciencia, pero ya estaba decidido: Tomé una hora con un traumatólogo, al que le haría ver mi firme decisión de amputar mi brazo izquierdo. A ratos, mientras escribía, me dejaba llevar de ensoñaciones, en las que me veía apoyando la cabeza en la almohada para caer en el sueño en apenas breves minutos, o caminando en una mañana fría, erguido y digno, admirado de los demás, que quizás pensarían: “Ese hombre puede ser, incluso, un héroe. Habrá perdido, de seguro, su brazo en alguna acción valiente, salvando a otros, o habrá, con valentía, renunciado a su brazo, por cierta causa noble”. Yo pasaba con la mirada alta, la postura hierática, consciente de la admiración de los demás, pero sin prestar atención a nadie. Yo era “Ese hombre manco”, el que había renunciado a su brazo izquierdo, ejerciendo un derecho que nadie, o muy pocos se atrevían a ejercer. Sería el “Adelantado Manco”.
Al fin llegó la hora. Salí de mi oficina llevando el brazo izquierdo a la espalda, para simular, y poder apreciar cómo sería, dentro de poco, ser un manco lleno de dignidad. Preferí bajar a la calle por las escaleras, antes que por el ascensor: Al fin de cuentas ya casi era un hombre distinto, nuevo. Mantenía la cabeza alta y sólo bajaba la mirada para ver los peldaños. Camine las siete cuadras hasta la consulta del traumatólogo. De manera inconsciente, iba mirando desde lo alto a la gente, echando la cabeza hacia atrás, con el brazo izquierdo a la espalda, subrayando mi valía, fruto de esta decisión que quizás iniciara un nuevo movimiento y despertara en las gentes una nueva toma de conciencia. Entré a la consulta del médico y miré casi con desprecio al par de pacientes que ahí había. La joven rubia y de ojos claros que recibía a los clientes, tenía un delantal blanco que casi no le cerraba en el vientre. Distraído, sin pensarlo demasiado, me dije que tendría unos cuatro meses de embarazo. Es posible que eso la hiciera verse, tal vez más bella. Anotó mi nombre y me preguntó, para su registro, el motivo de mi consulta. Le respondí con orgullo que “es por una amputación de brazo”. Su expresión de satisfacción en la vida se ensombreció de inmediato y con gesto compungido me preguntó: “¿Alguna causa?”. Me encogí de hombros. Dije: “¡Aburrimiento!”. Su expresión volvió a cambiar cuando frunció el ceño, pero sólo anotó, me parece que escribió varios signos de interrogación, sin decir nada.
El médico, como todo médico, me saludó con esa afabilidad tan médica:
- ¿Qué lo trae por aquí? -dijo mientras me ofrecía asiento.
- Es por mi brazo izquierdo, doctor.
- ¿Qué pasa con él?
- Vengo a que me lo amputen...
Dijo, sorprendido:
- ¡Vaya, hombre! Déjeme ver... Quítese la ropa, para examinarlo.
Me quité la chaqueta y la camisa. El médico me tomó la mano, la palpó, la apretó; lo mismo hizo con el antebrazo, me hizo doblar el codo, me lo levantó, me tocó el hombro, comprimió con cuidado el brazo, me lo forzó levemente hacia atrás, lo giró en un sentido primero y luego en el otro.
- ¿Duele? - preguntó.
- No.
- ¿Nada?
- No.
- ¿En ningún momento?
- Bueno; sólo a veces, al despertar cuando ha quedado en una posición forzada.
- ¡Ah! pero eso sería normal. ¿O es un dolor especial?
- No, no. Es por la torcedura o el aplastamiento, ¿me entiende?.
- Perfectamente -. Hizo una pausa, volvió a manipular la muñeca, el codo, el hombro, y dijo: - No noto nada extraño. El brazo parece sano. ¿Se ha controlado la presión?
- La verdad: No.
- Vamos a tomarle la presión- dijo y buscó su manómetro en el estante que tenía a un lado. Me puso la banda elástica, con el fono del auricular metido debajo y apretó. Me miró la expresión y preguntó, con cierta preocupación: - ¿Duele?
- No.
Comenzó a bombear la pera de goma mirándome con atención, como si temiera romperme el brazo. Al fin dijo:
- ¿Bien?
- Bien- respondí.
Al terminar el procedimiento abrió mucho los ojos y torció la cabeza a un lado. Anotó los resultados en la ficha que me había abierto y comentó:
- Un niño de quince no tendría la presión tan buena como la suya.
- ¿Cuánto tengo?- pregunté, más por curiosidad que preocupación.
- Once con siete... - Me quedó mirando en silencio, como si dudara de lo que iba a decir. Al fin, como si le costara la pregunta, dijo: - ¿Fuma?.
- No doctor. ¡Muchas gracias!
Se rió de la confusión e insistió:
- No. Me refiero acaso es usted fumador...
- ¡Ah!, comprendo. No, no fumo. Lo dejé hace más de veinte años cuando la sesión de tos, antes de dormir, ya duraba más de veinte minutos.
- Muy bien. Bien hecho, me alegro. De todos modos, aunque está bien, le vamos a suprimir la sal- dijo y anotó en la ficha. Yo pensé: "¿Él y quién más me la van a suprimir? ¿Pensará llamar a mi mujer para advertirle? o si no: ¿Por qué me la va suprimir en plural, en nosotros?". Después de anotar, continuó: - Nada de grasas, ni comida chatarra. Queda prohibido el queso y las frituras, las carnes rojas y el alcohol. Sólo una copita de vino tinto (subrayó "tinto") al almuerzo y otra a la comida.
- ¿Y el whisky, doctor?- pregunté, más por curiosidad que interés: Es que casi no tomo vino ni licores y las copitas de vino "tinto" serían casi como un remedio.
- Sólo en fiestas y matrimonios- respondió-, pero una sola ración.
- ¿Cómo así?
- Se sirve con el dosificador de la botella y cuenta: Uno, dos, tres... hasta diez y se detiene. Esa es una ración ¿Comprende?
- ¿Y el hielo?
- ¡Na!- dijo, riendo. - ¡Hielo a placer!... mientras no le caiga pesado al hígado.
- Entonces: ¿Mejor sin hielo?
- Es mucho más sabroso...
Me quedó mirando mientras sonreía afable. Al fin se puso de pie y dijo:
- Está usted muy bien. ¡Vístase no más! y le cancela a la Martita a la salida-, y me extendió la mano.
- ¡Gracias!- dije- y... ¿Cuándo me amputa el brazo izquierdo?
- No, no. Eso ni pensarlo.
- Pero... yo sabía que estaba sano. Sólo vine para que me amputaran el brazo izquierdo, doctor.
- Precisamente por eso- insistió, - usted no tiene nada: Su brazo también está bien. No tiene para qué cortárselo.
- Pero yo quiero...
- No, mi amigo. Yo no. Yo no le voy a amputar un brazo sano: ¿Para qué?... ¿Por qué?... - y mientras decía esto me empujaba, afablemente, hacia la puerta de la consulta.
- Porque me estorba. Me cuesta conciliar el sueño buscando acomodo para el brazo y aparte de eso, no tiene, para mí, ninguna utilidad: ¿Me comprende?.
- Esas son pamplinas, mi amigo- dijo abriendo la puerta, mientras me empujaba, amable, para que saliera. - Duerma hacia el otro lado. Ocúpese de no oprimir el corazón cuando tome una posición-, y le hizo una señal a la Martita, para que me cobrara la consulta.
Para resumir: Gasté cincuenta lucas para nada. Le pagué a la Martita a regañadientes y me fui sintiéndome abusado en mi derecho de decidir sobre mi brazo. De entrada le había dicho, bien claro, a qué venía. ¿Por qué no me dijo, desde un principio, que tenía reparos en cortarme el brazo?. Me habría ido de inmediato a buscar a otro médico. Me sentí estafado. Me había hecho un simulacro de consulta, me había prohibido y aconsejado, lo que todo médico hace, sólo para justificar que me cobraba su tarifa.
Decidí ir a un hospital público. Ahí, pensé, los médicos tendrán la mente más abierta y no tendrán tantos remilgos. Habrán visto más mundo, mas sufrimiento, en fin, más realidad. Comprenderán que es importante respetar la libertad de los pacientes y sus derechos. Así, entonces, me presenté en el Hospital Traumatológico San Silvestre de la Vera Cruz. Dije a la recepcionista:
- Quisiera ver a un médico para una amputación de brazo.
- ¿Es una urgencia o una operación programada?- me preguntó ella.
- Vengo a programarla.
- ¿Quién es su médico?
- No tengo uno. Por eso vengo: A buscar uno y programar la operación.
- Pero tendrá un diagnóstico. ¿Trae los exámenes?
- ¿Qué exámenes?
- El diagnóstico médico, exámenes de sangre, prognosis... todos.
- No. No tengo nada. El médico que me atienda los pedirá... ¡pienso!.
- Pero: ¿Quién es su médico? ¿Con quién se estaba atendiendo? ¿Trae una interconsulta, al menos?.
- Señorita- respondí, ya algo alterado, - ya le dije que no tengo nada. Supongo que algún médico de aquí, de este hospital público, podrá atenderme, hacerme los exámenes de rigor, o solicitarlos, preparar los pronósticos, hacer los diagnósticos, programar la operación y eso y todo y ¡ya!. ¿O no?.
- Es que... No entiendo... ¿Cómo sabe que le tienen que cortar un brazo, si aún no lo ha visto ningún médico?.
- ¡Cómo no voy a saber! Si yo ando todo el tiempo con el brazo y sé bien que me incomoda, sobre todo para dormir. Para eso no necesito ningún médico- y cometí, pienso, la imprudencia de confesar que ya había consultado: - Por lo demás ya vi un médico que me encontró que estaba bien, totalmente sano, que no tenía nada. Pero él no me amputaría, porque "para qué, si su brazo está sano", dijo. Por eso vengo a un hospital público, que se financia de los impuestos que pago y todo eso y lo demás.
- O sea: ¿Usted quiere amputarse el brazo por puro capricho, señor?.
- No, señorita. No es por capricho. Eso es una cuestión privada que voy a discutir con el médico cirujano traumatólogo. ¿Comprende?. ¿Me puede contactar con alguno, por favor?- Ya estaba bastante exasperado por el trámite a que me obligaba la recepcionista, y me dije que quizás por eso la gente que no tenía recursos se quejaba de la atención pública de salud.
- Imposible, señor, están todos ocupados en Urgencia. Si lo suyo no es una urgencia tendría que solicitar una hora y esperar que lo llamen.
- Entonces: ¿Sería tan amable de darme una hora con el traumatólogo más disponible e indicarme dónde debo esperar que me llamen?
- Aquí no se da hora, señor- dijo seca e irritada, quizás tanto como yo. Es que nuestra conversación había ido escalando en molestia, porque no nos entendíamos, a pesar que la cuestión era tan simple como decirme, por ejemplo: "Pase a la oficina cinco, ahí lo va a atender el doctor Barría" y tomar nota de mi nombre.
- ¡Vaya! ¡Hubiera empezado por eso! Nos habríamos evitado esta conversación tan grata- contesté con sorna. - ¿Y dónde pido hora con un cirujano traumatólogo?.
- Para pedir hora médica, en la ventanilla ocho.
- ¿Y dónde está eso?.
- Tercer pasillo a la izquierda- ladró y se dedicó a los papeles que tenía en el mesón.
Caminé hasta ahí, giré a la izquierda y vi un cartel colgando desde el techo, muy alto, en madera pintada azul, con letras blancas, todo desteñido y pobre, como mal mantenido, al igual que las paredes de color amarillo opaco sucio, que decía: "Recuperación Dr. Brammerhoff". Por el pasillo se veía, hacia el fondo, en un largo, muy largo escorzo, una serie de puertas de vidrios con marcos de madera. Todas tenían a su izquierda, un cartel de madera pintada azul, con letras blancas, muy sucio por el irreparable paso del tiempo, que indicaba el nombre o la utilidad de la sala a la que daba acceso. Caminé por el pasillo leyendo los cartelitos. Casi todos tenían nombres de médicos, de seguro connotados y hoy desconocidos, como por ejemplo: "Recuperación: Sala Dr. Godoy". Alguna otra decía "Enfermería", o "Arsenal Quirúrgico", y también "Preoperatorio", pero ninguna tenía número. Mas allá de la mitad de la larga galería, de pronto encontré una sala muy pequeña, algo más grande que un armario convencional. Las puertas de vidrio estaban divididas en dos: Las mitades de abajo estaban cerradas y los vidrios pintados por dentro, del mismo color que las paredes. Las de arriba estaban abiertas y los vidrios eran transparentes, como se debía. Detrás de las puertas una mujer de blanco, casi amarillento por el uso persistente y el lavado reiterado, sentada en un piso alto, se escarbaba las uñas con un palito de fósforo quemado. Del techo del pasillo, en sentido longitudinal, colgaba un cartel de madera tan grande como el que había a la entrada de la galería. Levanté la cabeza y la mirada para leerlo, porque a la izquierda de la entrada, de esta sala, nada anunciaba su nombre ni utilidad. Decía: "Ventanilla Ocho", nada más. Pregunté:
- ¿Esta es la ventanilla ocho?.- No sé por qué lo hice. Si se supone que bastaba el cartel, bastante destacado, para saberlo. Pero algo impulsa a la gente, incluso a mí mismo, a reiterar y asegurarse. Tal vez sea que en más de una ocasión, a todos les habrá sucedido que le respondan: "No. Aquí era antes. Ahora se cambió a la cuarta ventanilla a su izquierda". No obstante, la mujer, sin dejar de ponderar sus uñas y la caca de bombero que aun le quedaba por escarbar, mostró, con el palito de fósforo el cartel que colgaba del techo y volvió a su faena.
- ¿Aquí se pide hora para el médico?.
- Sí.
- Quiero pedir una hora con un cirujano traumatólogo.
- ¿Para cuál?
- El que tenga hora más pronto...
- ¿Cuál es su nombre?
- No lo sé: Usted dígame...
- Tiene que darme el nombre del médico para poder darle hora.
- No lo sé. No conozco a ninguno.
- ¿Y cómo va a pedir hora con un médico que no conoce? ¿Haga de cuenta que le doy hora con el auxiliar que pone las inyecciones. Cómo puede saber?
-No lo sé-, respondí confundido. - Se supone que usted me dé hora con alguien que corresponda.
- ¿Cómo puedo saber, yo, quién le corresponde a usted? SI ni usted mismo sabe, ¿ve?.
- Eeeh...Dígame que médicos hay y yo elijo uno.
Me pasó un folleto a roneo, bastante sucio y ajado, con un listado de nombres catalogados por especialidad. Elegí, al azar, para no entrar en polémicas, uno cualquiera entre los cirujanos.
- Deme una hora con el doctor Zangrónibir.
Me arrancó el folleto de las manos y lo guardó. Abrió un enorme libro de tapas duras, muy usado, y comenzó a pasar las hojas, casi hasta el final. Ahí hizo unas anotaciones previas y en seguida me preguntó:
- ¿Nombre?
- Zangrónibir-. Dije con certeza.
- ¿Bah? - dijo. - Se llama igual que el doctor. ¿Son parientes?- y me miró con una sonrisa muy feliz.
- Nnno. ¿Por qué?
- Porque se llaman igual.
- Nnno. No me llamo como el médico.
- Pero yo le pregunté y me dijo clarito: Zangrónibir.
- ¡Ah! Yo creí que me preguntaba el nombre del médico. No -. Dije y le di mi nombre. Tachó el error y escribió, en la línea siguiente mi nombre y los otros datos que me preguntó.
- ¡Bien!- dijo, - está listo.
- ¿Para cuándo es la hora?
- Le avisaremos a su número de teléfono.
- Pero en qué fecha... cuándo...
Se encogió de hombros.
- Puede ser para tres o seis meses. Depende.
- ¿Cómo? ¿Y no hay alguien que atienda hoy, o mañana, o en un par de días?
-¡Todos! - respondió. - Pero hay una infinidad de pacientes. Por ejemplo el doctor Zangrónibir tiene todos estos- y pasó el palito de fósforo, sucesivamente por toda la página y después por la anterior y la anterior y otras más. - Debe haber, a lo menos, unas seiscientas personas antes que usted. Pero no se preocupe, ya está andando el proceso.
Me fui desilusionado, dando vueltas al asunto. Pensando en cómo acortar los plazos. Esperar seis meses... No sabré yo que tres o seis meses pueden, en los servicios públicos, significar un año o dos... o nunca. Esa noche casi no pude dormir. Me daba vueltas en la cama, primero a un lado, luego al otro, de espaldas, de vientre, cruzaba los brazos, también las piernas, después las separaba, me ponía los brazos detrás de la cabeza, me sentaba en la cama, encendía la luz, tomaba el libro del velador intentando leer, pero era inútil, sólo pensaba en el sufrimiento eterno de no poder dormir nunca, con un brazo que no quería y que la sociedad se negaba a dejar que me lo cercenara: Venga en dos años a que el médico se lo mire y se lo palpe, a que le prohíba la sal. Apagaba la luz, me quedaba sentado, tosía, me recostaba, me sentaba otra vez, vuelta a encender la luz, arrepentido la volvía a apagar. Encendía la televisión: Los programas eran todos de muertos vivos o pornográficos. Los de muertos vivientes me aburrían, los otros no tenían sentido: Era obvio que esos actores se mordían el labio como si gozaran por indicación del director; ellos no estaban sintiendo nada, o quizás vergüenza. La rubia era bonita, bien hecha. La hubiera metido en mi cama, pero entonces, al pensarlo, sentía que ella sería sólo una farsante fingidora y la imaginaba pletórica de olores, a cansancio, a transpiraciones de tanto filmar, una y otra vez, la misma escena, porque el director la encontraba burda o poco convincente. Entonces rechazaba el pensamiento, la escena y la película. Cambiaba el canal, pero volvía a ser lo mismo. Recordé al estúpido Mircea Eliade y su Eterno Retorno, lleno de la misma frase siempre: El rito, La ceremonia, «in illo tempore» y «ab origine». Tal vez Mircea hubiera gozado estos programas nocturnos y se hubiera distraído: Les hubiera encontrado el sentido que la pornografía tuvo para Kivav, según H.T. Quann, según creían los kvyaruxkes en los tiempos míticos y de ese modo explicaría este eterno repetir de películas pobres. Pero yo no lo podía tolerar. Apagué entonces la televisión y quedé más sobreexitado, no por la pornografía, sino por la velocidad del pensamiento, en un agotador proceso digestivo de conceptos del retorno, la imitación, la leyenda, el mito, el arquetipo. Así llegué a la estúpida conclusión que quizás en algunos cientos o miles de años, si yo lograba que me cortaran el brazo izquierdo ahora, podría transformarme en el eterno retorno de tantos, que en ese futuro eventual, por imitación del héroe (la leyenda podría convertirme en tal) hicieran lo mismo y se amputaran. Se vino a mi la imagen de las amazonas, que se amputaban el pecho izquierdo para favorecer el uso del arco y la flecha en la guerra. Entonces me levanté y fui a mi biblioteca y saqué El eterno retorno de Eliade. Encendí la luz y comencé a ojearlo. Me dije que recordaba vagamente algún argumento que podría favorecerme.
La luz despertó a mi mujer. Me miró con los ojos arrugados de sueño y dijo:
- ¿Qué te pasa? ¡Tanto moverte de un lado a otro! ¿Por qué no apagas esa luz?.
- No puedo dormir- respondí.
- Pero al menos apaga la luz, que no me dejas dormir a mí tampoco.
- Es que estoy leyendo.
- Bueno, pero al menos apaga la luz.
- ¿Y cómo leo?.
- ¡Ay! No sé. Al menos haz un esfuerzo...
- Es que tú no me entiendes. No te importa lo que me pase: ¡Eso es!.
- ¡Por Dios que eres niño! Ya: ¿Qué te pasa?.
- Fui al médico...
- ¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué tienes?.
- Fui a que me cortaran el brazo izquierdo.
- ¿Tú estas loco? ¿Por qué te van a cortar el brazo? ¿Te pasa algo?...
- No. No me lo van a cortar.
- ¡Ah! menos mal. ¿Y por qué dices que fuiste a que te lo cortaran?
- Porque yo quiero que me lo corten...
- ¿Qué? ¡Cómo se te ocurre una cosa así!
- Es que me molesta el brazo izquierdo...
- ¿Sientes algo? ¿Te duele? ¿Qué tienes?
- No puedo dormir.
- Sí. Eso ya me lo dijiste, pero que te pasa en el brazo.
- Es que nunca duermo bien, porque el brazo me sobra: ¿Me entiendes?
- No. No te estoy entendiendo.
- Siempre duermo pésimo. Me despierto en las noches, me doy vuelta, no sé que hacer con el brazo y al fin en la mañana he dormido poco, estoy cansado. Después en el metro el brazo me estorba para sentarme, porque los asientos son muy angostos, entonces dos brazos son muchos; ya no los puedo tener a los dos. Además no sé donde meter la mano izquierda. Me queda siempre colgando cuando estoy de pie y se me ve mal, parezco estúpido con ese brazo. En resumen: Fui al médico para cortármelo, pero en vez, me prohibió fumar, me suprimió la sal, las papas fritas, el alcohol, fuera de una copita de tinto a la comida y otra al almuerzo...
- Pero tú no fumas, ni tampoco tomas vino en las comidas.
- El whisky me lo permitió sólo en las fiestas: Sin hielo, porque es malo para el hígado. También me tomó la presión y dijo que estaba tan sano como un niño de quince y como el brazo no me dolía, me mandó para la casa, me cobró cincuenta lucas y dijo que no me iba a cortar el brazo.
- ¡Uf! Menos mal.
- ¿Por qué menos mal? ¿Tú, acaso, estas de parte de él? ¿Es que yo no soy tu marido?
- No. Sí: Pero... Creo que es una tontera lo que quieres hacer.
- Bueno; igual pedí hora en un hospital para que me corten el brazo.
- ¡No te habrán dado...!
- O sea... me dieron, pero sin fecha fija. Puede ser en un mes o dos o un año. Yo no sé qué voy a hacer mientras. Sobre todo que a lo mejor me piden exámenes y cosas y burocracias y lo mismo que este médico de ahora, no me quiere amputar.
- Seguro que no. Tú me vas a perdonar, pero lo que pretendes es una idiotez.
- ¿Por qué? ¿Acaso no tengo derecho a decidir sobre mi brazo?. Es mío y yo no quiero tenerlo.
- Pero el brazo no tiene nada.
- O sea que tú dices que el brazo tiene más derecho que yo...
- No. No es eso.
- Parece que los médicos piensan igual que tú. ¿Por qué tendría, yo, que andar con un brazo que no quiero tener, porque un médico se niega a cortármelo? ¿Acaso el tiene derecho a decidir sobre mi cuerpo? ¿No tengo derecho a decidir sobre mí mismo? ¿O el brazo izquierdo es más importante que yo?
- No. O sea: No sé. Es raro lo que quieres. Creo que el médico tiene una ética. El tiene un juramento por la vida y al cortarte el brazo está violando su juramento: ¡Creo yo!.
- Pero el brazo izquierdo no está vivo por sí solo. No puede vivir sin mí. ¿Qué culpa tengo yo, de eso? Sería ridículo que el médico pretendiera dejar vivo un brazo sin persona humana. ¿Entiendes?
-¡Ay! qué desesperante eres. No es moral cortar un brazo sano, por que sí, a una persona. Eso pienso. Los médicos también deben pensar así: Es obvio. Y si es cuestión de vida: ¡Entiéndelo!. Tu brazo está vivo mientras está contigo. Al cortarlo se muere. Un médico no puede permitir eso, porque no es ético, no es moral.
- Pero es ético y moral privar a una persona de su descanso, por ejemplo. Piensa que yo nunca duermo bien, por culpa de un brazo que es inútil y no me significa ningún beneficio. Incluso me vería más digno y elegante sin ese brazo. Mira por ejemplo al Manco de Lepanto: El fue un héroe militar y un formidable escritor.
-¿Quién es ese caballero? ¡No lo conozco! Y no creo que se haya cortado voluntariamente un brazo.
- No. Lo perdió en la guerra. Mira: Lee aquí, en este libro. Aquí dice que uno debe imitar a los héroes. ¿Te das cuenta? Nada se hace por primera vez. Todo lo que uno hace repite lo hecho por las divinidades o por los héroes. Es decir, lo que yo quiero hacer, está validado. Un pequeño médico, pequeño burgués, ignorante, con la audacia de su ignorancia no puede impedirme que yo ejerza mi derecho sobre mí mismo.
- Es que estaría por verse si es que tienes ese derecho. ¡Yo me opongo! ¿No soy tu mujer? ¿No tengo cierto derecho a proteger la integridad de mi hombre? ¿Qué hay de eso?. Imagina que el médico te hubiera hecho caso y te hubiera cortado el brazo: ¿Crees que para mí habría sido muy fácil? De buenas a primeras mi marido hace cualquier tontera sin respetar mi manera de ver el asunto. ¿Tú crees que para mi sería muy agradable tener un marido manco, como tu héroe de Lapunta?
- No es de La Punta, es de Lepanto. Es Miguel de Cervantes...
- ¿Y quién es ese? ¡Que se corte lo que quiera! No es mi marido. Pero tú: ¡No!
- Por eso no puedo dormir. Por eso estoy angustiado. Porque tengo que esperar un año y pelear con todos: Médico, mujeres, abogados que hacen juramentos de médicos, legisladores que no entienden a su pueblo. ¡Ya lo veo! Y todo para poder descansar como me merezco. ¿Eso no te importa?, ¿También te vas a poner de parte de los otros?.
Con el tiempo, cada día que pasaba parecía alejar la posibilidad de lograrlo. Cada vez que me sentaba a esperar el tren del metro, o mientras viajaba de ida o vuelta del trabajo, cuando no tenía más de qué preocuparme, me volvía el sentimiento de angustia y los pensamientos circulares. Me acordaba del tiempo de universitario, cuando estudiaba los modelos estadísticos, la teoría de colas de espera, que postulaban que con cada turno que pasaba en la cola, sin ser atendido, era más probable que no me atendieran en el próximo, o sea que mientras más se demoraban en atenderme, más improbable se hacía que me atendieran. Al fin la espera se hizo insoportable y aunque no habían pasado los tres meses mínimos de espera, pensaba que ya nunca me iban a atender y la desesperación me empujó a ir otra vez al hospital.
- ¡Pfff! Ni para cuando...- me dijo la funcionaria de la ventanilla ocho, y se limpió con desinterés la caca de bombero que se había sacado de debajo de las uñas, en el delantal blanco. Después miró el palito de fósforo y comenzó a pasarlo por la lista. Después de un rato cuando había pasado unas tres hojas repasando con el palito quemado me dijo: - ¿Cual era su nombre? - se quedó detenida en mitad de la hoja. Se lo di. - ¿No era Yeibis Rojas?.
- No. No soy Rojas.
Continuó entonces muchas hojas más, hasta que encontró el nombre. Entonces me mostró el fajo que había recorrido y dijo:
- Todos estos están antes: ¿Ve?. Por lo menos seis meses o más.
- ¿No se puede hablar con alguien?
- ¡Pfff! ¡Inútil! Imagine que cada uno de estos empezara a hablar con el director médico, o trajera una recomendación del subsecretario. Se le podría atrasar el plazo hasta un año o más. Así que vienen algunos, hablan, les dicen que no se puede, insisten, les dicen que van a ver que pueden hacer, que vuelvan en un mes. Vuelven al mes, les dicen que no hay novedad, que los nuevos listados están a fines del mes próximo, que pregunten entonces. Vuelven de nuevo en esa fecha, les dicen que sin una recomendación es imposible. "Pero yo traje una", dicen. "Lo siento pero no está en el expediente, debe haber quedado en la carpeta de recepción. Vuelva en un mes haber si la hemos rescatado". Cuando vuelven, la funcionaria ya no está "y yo no se nada de eso. Tendría que traer una copia de su recomendación" le dicen. Así que si usted quiere le pido una hora con el director del servicio y se la tengo para el próximo mes. Pero si le sirviera de algo, ¿quien dice que muchos otros no empezaran a pedir favores y se los concedieran antes que a usted?. ¿Ve?- y sacó el palito del pulgar con un pequeño montoncito de mugre negra, que mordió suavemente con los dientes de adelante.
Me fui de ahí pensando que los pacientes del sistema de salud no tenían derechos. "Menos mal", pensé, "que no tengo una gangrena, porque me podría pudrir entero antes que me viera un médico". Decidí, por lo tanto, acudir al sistema de salud privado, que aunque fuera carísimo, "al menos por plata baila el macaco".
La señorita que atiende la recepción de pacientes en la Clínica Inglesa es preciosa. También es de una amabilidad infinita.
- Buenos días, señor. Bienvenido a la Clínica Inglesa. Dígame: ¿En qué podemos servirlo?.
- Vengo por una amputación de un brazo.
- ¿Cuál es el nombre del paciente?
Le di mi nombre.
Repasó sus registros en una pantalla, donde corría un programa magnífico, al que le consultó por mí. Me dijo:
- ¡Qué raro! No encuentro al paciente... ¿En qué fecha se internó?
- No- dije. -Todavía no me interno.
- ¿Cómo? No le entiendo...
- Yo voy a ser el paciente- dije.
- ¡Aaaah! por eso... ¿Quién es su médico?
- No tengo uno, todavía. Vengo a buscar uno.
- ¿Y su médico de cabecera no le recomendó alguno?
- No. No me recomendaron ninguno.
- Déjeme ver... Voy a buscarle un traumatólogo que pueda verlo.
Entró la consulta en su pantalla y ésta, en forma casi instantánea le sugirió un facultativo.
- Tendría que ser el jueves a las cuatro. Por desgracia no hay ninguno antes.
- Está bien- dije ilusionado. Era maravilloso frente a una espera de un año, si tenía suerte, en el hospital público.
El jueves, a las cuatro, había en recepción otra señorita, tan linda como la anterior e igual de sonriente.
- Tengo una hora con el traumatólogo- dije.
Buscó mi nombre en la pantalla y en unos segundos todo estaba caminando.
- El médico lo va a atender en seguida- aseguró. - Tome asiento- me invitó, señalando unos silloncitos cómodos y modernos. Después de unos diez minutos apareció otra joven de uniforme blanco y ajustado: ¡Era hermosa!. Ella dijo mi nombre y me pidió que la siguiera:
- Por aquí: El doctor lo va a atender de inmediato-. Me llevó por un pasillo, un ascensor, más pasillos, doblamos a la derecha, y después de dejar atrás varias puertas, abrió una donde un hombre de blanco operaba una pantalla, revisando unos datos y haciendo anotaciones. Sólo se sabía que era un médico por el delantal blanco y el estetoscopio, infaltable, colgado al cuello. Sin él, se podría haber pensado en un astrónomo físico, o un investigador de las ciencias del próximo futuro. Todo en su consulta tenía un aspecto aerodinámico, con aroma a futuro.
El médico se levantó y me saludó por mi nombre. Por su afabilidad habría sabido, también, que era un médico, incluso sin estetoscopio. Me ofreció asiento y dijo:
- Cuénteme: ¿Cuál es el brazo que le duele?
- No. No me duele doctor. Es el izquierdo.
- ¿Inflamación?
- No.
- ¿Qué síntomas tiene?
- No puedo dormir, doctor. No sé donde poner el brazo. En cualquier posición me incomoda, a veces se me duerme y me hormiguea, o no se donde poner la mano que me queda colgando sobre el hombro, en fin. Ya no soporto tener este brazo y no me sirve de nada, de manera que decidí cortármelo.
- Pero, hombre, eso es una locura- dijo sin perder un átomo de su afabilidad médica. Agregó: - ¿Se le duerme siempre, o sólo cuando le queda oprimido durante la noche?
- Sí- dije, porque no quería darle argumentos para que se negara.
- A ver. Déjeme verlo. Quítese la camisa-. Y sonreía, siempre afable, pero casi como si se riera de mí y de mi petición. O al menos eso pensé mientras me quitaba la ropa.
Me comparó ambos brazos, ambas manos. Me palpó el izquierdo, me sujetó el brazo y me dobló el antebrazo por el codo, me lo oprimió con fuerza sobre el brazo. En esa posición giró noventa grados hacia atrás, luego noventa hacia adelante y también perpendicular. Al fin dijo:
- Sí, sí. Extienda el brazo hacia adelante.
Lo extendí.
- Gire la mano... la palma hacia arriba.
Giré la mano.
- Mmmh... ¿Siente alguna incomodidad?.
- Sólo estética.
- ¿Ninguna molestia?
- Si me quedo así mucho rato: Sí.
- Sí ¿Ah?.
- Le vamos a pedir una resonancia magnética. Y para adelantar, le voy a pedir un grupo de sangre, y reacción, conteo completo. Orina, azúcar. A veces estas cosas se esconden y sólo se descubren por sospechas que parecen absurdas: ¿Me entiende? De modo que no echemos en saco roto...- mientras me hablaba, escribía en su libreto de recetas una gran cantidad de exámenes, como si me hubiera encontrado gravísimo. Pero yo me fui contento. Casi me veía sin brazo izquierdo y no sé por qué me imaginé como una especie de héroe de mar, baldado en una batalla sin igual, en la que se había jugado el destino de dos civilizaciones.
Ese domingo almorzamos en familia, en la familia grande: Todos los hermanos, sobrinos, algunos primos, mucha gente. Mi mujer, en la sobremesa, cuando todos ya están distendidos, en ánimo festivo, aprovecho un breve silencio y dijo:
- ¿Sabían que mi marido se va a cortar el brazo izquierdo?
De inmediato se desató una enorme algarabía: Cacareo de mujeres, murmullo de hombres, preguntas de todos. "¿Y por qué? ¿Qué tienes?" fue la pregunta definitiva de todos. Mi mujer, con cierta ironía, dijo:
- Es que le molesta para dormir.
-¿Qué? ¿Le molesta para dormir?
- Sí. No sabe dónde ponerlo...
Quizás todos pensaron, entonces, que era broma. Hubo muchos consejos sobre donde meter el brazo; todos festivos. Entonces me sentí ofendido. Dije:
- No es broma. No me deja dormir. Es angustiante.
- Estás loco...
- Este está mal de la cabeza...
- ¡Entonces que se corte la cabeza!
- ¡Jajajaja!- la risotada se hizo general.
Pensé que más allá de la broma, había una falta de respeto de mi mujer y de toda mi familia, que festinaron un drama real, sin intentar comprenderlo. Me dije que en el fondo de la reacción irónica y festiva había un desprecio por el derecho que tenía de hacer lo que quisiera con mi cuerpo. Intenté explicarlo:
- Ustedes se están burlando por dos razones: La primera es que no son capaces de comprender a los demás; eso muestra un egoísmo tremendo. No tienen ninguna sensibilidad para entender el sentimiento ajeno. La segunda es peor: Ninguno de ustedes es capaz de respetar el derecho de los demás e intentan avasallarlo con sus burlas. El día que yo llegara a este almuerzo familiar de los domingos con un brazo cercenado, lleno de dignidad, como un Miguel de Cervantes, o como un héroe de Samarkanda, ustedes se burlarían y criticarían mi decisión, porque la sentirían como una agresión personal hacia cada uno. En el fondo se sentirían confrontados por el derecho que yo habría ejercido y que no son capaces de reconocer. ¿Se dan cuenta?. Y si, de hecho, llegara aquí un héroe de guerra que hubiera arriesgado y perdido un brazo defendiendo sus derechos en una batalla sin parangón, ustedes lo despreciarían y se reirían de él. Quizás si lo encontrarían un idiota por haber arriesgado una parte de sí mismo y haber perdido su apuesta por la dignidad y los derechos de todos. ¿O no?.
- Está bien. Tienes razón. Pero es distinto perder un brazo en un acto heroico que hacérselo cortar para dormir mejor. ¡Yo me daría vuelta para el otro lado!.
- ¡Jajaja!
Preferí callar. Jamás los convencería que es una cuestión de derechos básicos, sin importar sus risas y desaprobación. De cualquier modo nada cambiaría.
Volví, con todos mis exámenes al médico. Los examinó al detalle, uno a uno. A ratos movía la cabeza negando y desaprobaba: "Mmmh". Eventualmente aprobaba y decía "¡Ajá!". Al fin terminó de verlos todos. Me miró con una semisonrisa y en su tono afable acostumbrado, me dijo:
- ¡Es que está demasiado sano! No entiendo por qué se producen las molestias nocturnas. Había pensado en un sindrome de Garland-Eleghart, pero no. Definitivamente ¡No!-. Yo, a mi vez, pensé que no era sindrome sino síndrome y que al fin de cuentas, los médicos son sólo unos charlatanes.
- ¿Y eso, qué significa, doctor?.
- Que no tenemos motivo alguno para amputarle el brazo, se ha librado de tal desgracia. ¡Afortunadamente!.
- ¿Cómo? No entiendo. Yo vengo para que me ampute el brazo: Eso es lo que quiero; no deseo librarme.
- Pero eso es absurdo... ¿por que quiere perder un brazo?
Cansado de la duda de todos, de la incomprensión y la incapacidad de respetar mi derecho a decidir sobre mi propio cuerpo, sin censurar ni imponer criterios que no me atañen, dije irritado:
- A usted le parecerá absurdo. Discúlpeme, pero yo no vengo por lecciones de lógica ni criterios morales. Vengo en uso de los derechos que reclamo sobre mí mismo, para que se me ampute un brazo que no deseo tener. ¡Nada más! Le ruego que me perdone si cree que soy grosero, pero estoy aburrido de las censuras: ¿Me comprende?
- Está bien. Yo no le voy a discutir su derecho. No sé qué le reconozca la ley en ese sentido. Pero a mí, como médico el ejercicio de la profesión me obliga a observar un cierto comportamiento ético, que va en el sentido de preservar la vida y la salud del paciente y no en deteriorarla. En ese sentido, amputarle, a usted, un brazo sano, va contra el código ético al que me veo obligado. Si practicara una operación así, podría perder mi profesión para siempre.
- Tal vez lo entienda; pero al menos haga un esfuerzo...
- ¿A qué se refiere?.
- Bueno, a que usted me hizo hacer una serie de exámenes carísimos, con lo que abrigué la esperanza de ser operado. Gasté mi plata, mucha, a instancias suyas. Si usted me dice de antemano que no me puede amputar, no pierdo el tiempo ni la plata.
- Es que sería un riesgo enorme...
- ¿En que sentido?
- Tendríamos que fabricar un motivo. ¿Me entiende? Por ejemplo una flebitis con alto riesgo de gangrenamiento. Algo así. Pero usted no tiene nada.
- ¿Y una apendicitis?
- ¿Apendicitis? A qué se refiere.
- Usted me examina y me encuentra el apéndice muy inflamado. Programa una operación de apendicitis y en el quirófano, por una negligencia médica, se equivoca y me corta el brazo.
- ¡Ja! Cómo se le ocurre. Eso no puede pasar.
- Mire; el médico es usted. Qué necesita, ¿cómo habría que hacerlo?.
- Tendría que haber un grave riesgo a futuro que obligue a amputar, para evitar un peligro vital más adelante.
- Lo hay. Frecuentemente duermo con el brazo aplastado bajo el cuerpo y al despertar no siento el brazo, está como muerto. ¿No es un riesgo vital futuro, acaso?
- ¡Ah! ¿Sí?. ¡Mmh!. Déjeme ver si hay algo de eso en sus exámenes...- Volvió a repasar los papeles, otra vez entre afirmaciones con la cabeza, "Mmmhs" y "Ahas" o "Sís". Al fin me miró fijo y atento, dijo: - Mire usted. No deja de tener razón, ¿sabe?. Aquí podría haber, eventualmente, varios riesgos futuros que amenazan posibles situaciones vitales. Basándonos en esos indicios, podríamos estudiar una operación. Lo que sí, es necesario advertir que sería una intervención muy cara, por el riesgo del equipo médico de ser acusado por la comisión ética del capítulo médico del colegio. ¿Me entiende usted?.
- ¡Perfectamente!- confirmé, sabiendo que significaba que estaba dispuesto a usar un eufemismo para hacer la operación que yo pedía, pero que el capricho me costaría caro. Así, entonces, me citó para una semana después, a fin de controlarme y también fijar la fecha de la intervención, de acuerdo a la disponibilidad de su equipo médico y de pabellón quirúrgico en la clínica.
Recuerdo que ese día sí que salí ya convertido en un manco virtual, lleno de alegría. Me sentía más alto, más seguro y libre, mis gestos y ademanes eran más certeros y el mundo se veía más luminoso, con todos sus colores más marcados y vivos. Todo eso, pensé, es lo que uno llama "contento". Así estaba yo: ¡Contento!.
Al llegar a casa, alegre, le conté las novedades a mi mujer. Puso el grito en el cielo, se escandalizó, llamó a mi madre para contarle la brutalidad que yo iba a hacer, le contó, entre lágrimas a los niños, que iban a tener un padre baldado. Alegó que ella se había casado con un hombre completo y que no quería tener un pedazo de hombre. Dijo:
- ¡No lo voy a permitir! Si es necesario te voy a demandar, a ti, al médico y a la clínica. Entiende que tú eres uno conmigo, somos un matrimonio y lo que tú hagas afecta mis derechos, de manera que no tienes derecho a mutilarte unilateralmente.
Estaba tan histérica que no le creí nada. La dejé gritar y llorar. Yo estaba en un estado anímico superior y alejado de pequeñeces. Sólo sentía mi propia felicidad en torno a mí mismo: Al fin prevalecería mi derecho sobre mi propio cuerpo, sin que nadie lo conculcara arbitrariamente. Sólo tuve un momento de sentimientos encontrados, al pensar que para hacer valer mi derecho tendría que pagarlo a precio de oro. Era triste pensar en aquellos que no tenían recursos y por lo tanto sus derechos no tenían valor alguno.
Cuando el escándalo de mi mujer amainó, cayó en un mutismo total. No volvió a hablarme. Sólo me escuchaba y hacía un gesto tirante con la expresión y una sacudida de cabeza y hombros, que parecía significar: "Ahí está hablando el imbécil: ¡Tomemos nota!". Yo asumía ese gesto como acuse de recibo y eso era suficiente. No sería ella quien me ensuciara mi alegría, intentando escamotearme el derecho a decidir sobre mi propio cuerpo. Así pasó el tiempo hasta el día que me dieron fecha. Siempre pensando en que ella, al fin, reconsideraría, le dije que ya tenía fecha y se la comuniqué. Esta vez me habló. Dijo:
- ¡Ni te sueñes que vas a hacerte esa operación!- y se fue a encerrar en el dormitorio. Pensé que quizás iría a llorar, pero no. La oí llamar por teléfono y hablar con claridad y decisión con alguien: No sé con quién. Tampoco sé de qué hablaron.
Por fin, ese martes sería la operación. El adagio antiguo dice: «En martes ni te cases, ni te embarques, ni de tu casa te apartes», pero yo no soy supersticioso de manera que salí de casa lleno de contento. Alrededor del las once de la mañana se inició el procedimiento. Preferí y pedí anestesia total. No quería ser consciente del proceso, de manera que no supe nada. Cuando desperté de la anestesia no tenía brazo, pero tampoco había nadie que me informara de los detalles de la operación. En algún momento entró una enfermera, silenciosa, casi hosca, revisó las instalaciones sin decir palabra y se iba cuando la detuve.
- ¿A que hora viene el doctor? - pregunté.
- Va a ser muy difícil que venga.
- ¿Por qué? ¿No tiene que revisarme? ¿Quién me va a informar del resultado y eso?
Se encogió de hombros. Con una sonrisa falsa dijo:
- No tengo idea cómo va a ser eso. Al doctor se lo llevaron y usted está bajo arresto.
- ¡No entiendo! ¿Cómo? ¿A qué se refiere?
- A que llegó la policía en mitad de la operación. Alguien puso un recurso de protección y lo acusó a usted de no sé qué, y al médico de faltas a la ética, abuso de su profesión, y cuasidelito de lesiones graves gravísimas, con alevosía.
- Pero... ¿Quién? ¿Y qué pasó?
- El doctor está acusado de ejercicio doloso de la profesión y parece que usted es cómplice o algo así... Yo soy enfermera no más. No entiendo nada. Pero apenas terminó la operación se lo llevaron y a usted le pusieron una custodia para que no se escape. Aquí afuera están dos policías.
Hoy en día estoy divorciado. Mi mujer se quedó, prácticamente, con todo como indemnización por los daños, principalmente morales e invaluables, que habría significado privarla de un marido completo sin acceder a su consentimiento. Además debo trabajar casi exclusivamente para ella y los niños. A mí me queda muy poco. Pero desde luego tengo mi dignidad y la satisfacción de haber defendido mi derecho. Además duermo bien, excepto por cierto cargo de conciencia por haber destrozado la carrera del médico que me operó.
Kepa Uriberri
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