Esperando el bicentenario

Edificio Diego Portales visto hoy desde la Remodelación San Borja. A la derecha se ve las faenas de reparación.

El edificio Diego Portales ha tenido en su historia tres nombres. El primero, obviamente se debe a su razón de origen: UNCTAD III. Fue construido para albergar la tercera conferencia sobre comercio y desarrollo de las Naciones Unidas. También durante un breve período llevó el nombre de la poetisa Gabriela Mistral y derivó finalmente en Edificio Diego Portales. En dos mil seis sufrió un violento incendio que gatilló su reconstrucción y redefinición, ya que retomará su destino cultural y quizás el nombre de la premio Nobel. Ciertamente el Diego Portales es un símbolo de la historia política del Chile del último tercio del siglo pasado y el primero del actual. Para subrayar, quizás, esa imagen se planea su reinugaración para el año dos mil diez como parte de las fiestas del bicentenario de la independencia del país.

El edificio no está en ninguno de los dos corazones actuales de Santiago: Uno está en el centro antiguo de la ciudad, denominado "El Centro" que abarca las llamadas ocho manzanas donde se desarrolló, tradicionalmente, la vida económica de la sociedad y el otro está en el barrio Providencia entre las avenidas Pedro de Valdivia y Los Leones. El edificio Diego Portales está más o menos equidistante de ambos grandes centros urbanos, más cerca, a unas dos cuadras, del hito geográfico y social de la ciudad: La Plaza Baquedano y la Plaza Italia. Este punto divide geográficamente en cuatro a la ciudad, ya que a su vera corre el río Mapocho que históricamente ha dividido a Santiago. En épocas pretéritas, el río separaba el barrio de la Chimba, actual barrio turístico Bellavista, donde habitaba la gente más pobre del resto de la ciudad que se desarrollaba hacia el sur. A la vez la Avenida Vicuña McKenna separa el barrio alto de los bajos de la ciudad, dejando al oriente a los sectores adinerados y al poniente los populares. El Diego Portales está un par de cuadras al poniente.

Si bien el edificio fue construido íntegramente durante el gobierno de Allende, el Diego Portales fue proyectado junto a la remodelación San Borja que lo rodea, por el gobierno de Eduardo Frei Montalva (padre del actual candidato a la presidencia). Los edificios que ya se había comenzado a construir, de dicha remodelación, antes del gobierno de Allende, fueron utilizados como hoteles para albergar a la enorme cantidad de delegados que concurrió a la conferencia.

Paseo Ahumada en el centro de Santiago. Uno de los corazones de la capital
El Diego Portales, en el tiempo, es como la plaza Baquedano (y su confusa vecina la Plaza Italia) en el espacio: Marca un hito trascendental en la historia cívica de la nación. Para poner las cosas en un lugar apropiado de la visión, es necesario tener a mano algunos antecedentes de la vida política de Chile, que la frágil memoria de algunos olvida cuando recuerda los sucesos de mil novecientos setenta y tres, la muerte de Salvador Allende y los desgraciados eventos que sumieron al país en el régimen de facto que escindió en dos la historia cívica de la nación, hoy ya, en vías de hacerse leyenda. Desde los años cincuenta del siglo pasado, las fuerzas políticas estaban divididas en tres tercios, no iguales, sino ligeramente cargados hacia la derecha. Esto había permitido elegir en mil novecientos cincuenta y ocho a Jorge Alessandri, candidato de conservadores y liberales, y en mil novecientos sesenta y cuatro a Eduardo Frei Montalva, demócrata cristiano, que representaba el tercio del centro político. Desde entonces el apoyo creció hasta posicionar a la Democracia Cristiana como la primera fuerza política. No obstante, la erosión de militantes que consideraban que las reformas del gobierno demócrata cristiano habían sido apenas más que tibias, hacia posiciones más recalcitrantes como el Movimiento de Acción Popular Unitario y luego la Izquierda Cristiana cargaron las cosas apenas lo suficiente hacia el tercio de la izquierda, que unía a Socialistas, Comunistas y Radicales en la Unidad Popular, para elegir a Salvador Allende el cuatro de septiembre de mil novecientos setenta, con un treinta y seis por ciento de la votación ciudadana. La Democracia Cristiana había comenzado la reforma agraria como un proceso progresivo de traspaso de tierras a cooperativas de campesinos, había iniciado también la estatización del cobre, adquiriendo un porcentaje mayoritario de la propiedad de los yacimientos y había impulsado el cooperativismo como solución económica para la distribución de la riqueza de capital social. En gran medida las reformas del gobierno de Frei Montalva prepararon el terreno a la acción más radical que intentó Allende, aunque éste, empujado por los socialistas que querían apurar el paso a la toma del poder económico, ya conseguido el político, como instalación del socialismo marxista, se empeñó en medidas y reformas excesivamente extremas: Expropió el cobre, profundizó la reforma agraria con una fuerte oposición de los propietarios tradicionales y violentos conflictos armados, inició la intervención y expropiación de industrias, muchas veces de manera mañosa, y más. Estas medidas fueron fuertemente resistidas por los dos tercios que no habían apoyado su elección, produciendo una polarización e intolerancia política insostenible. El país se sumió en un intenso conflicto que fue lentamente llevando a la paralización económica y empujando la situación política hacia la violencia sin retroceso. La oposición unió fuerzas para empujar la renuncia del presidente. En este empeño se unieron Liberales, Conservadores y Demócrata Cristianos; es decir los dos tercios opositores de los tres tradicionales. Como estrategia política, por demás irresponsable, la derecha comenzó a empujar a los militares a intervenir para zanjar el conflicto. Grandes sectores moderados también esperaban esta intervención como una forma de evitar una guerra interna. Ninguna de las señales políticas y sociales, ni internas ni externas, apuntaban a la posibilidad de sostener una posición a ultranza y no negociable, como sostuvo el gobierno de la Unidad Popular, que intentó, a su vez, captar el apoyo de los sectores militares que le eran favorables, entre ellos el padre de la actual presidente, el general Alberto Bachelet, en un peligroso juego de división interna de las fuerzas armadas. Me pregunto: ¿Podía Allende transar, en busca de la paz social, su proyecto político?. Claro que sí. Podía. Pero habría frustrado de la peor manera a sus seguidores y habría pasado sin pena ni gloria por su cúspide política. Tal vez su dilema fue siempre ético y eso lo fue empujando a su destino no eludible. Si no transaba, creo que llegó a tenerlo claro, su proyecto terminaría por fracasar, pero podría dejar una semilla que germinara a futuro. En el otro caso sería totalmente estéril. Pienso, nadie lo sabrá con certeza, que esa fue su disyuntiva real. Esa misma disyuntiva lo llevó al suicidio, evitando una salida frustrante, personal y social, si era sacado como prisionero y exiliado. Siempre queda flotando la última pregunta: ¿Valió la pena?.

Salvador Allende no estuvo exento de culpas en su propio derrocamiento. La soberbia propia y la de sus partidarios lo perdió. No podía gobernar con un apoyo inferior al treinta y seis por ciento, y con la oposición de las fuerzas económicas no sólo de la oligarquía sino la pequeña y mediana empresa, que siempre ha sido la que ha movido laboralmente al país. Poderosos gremios de pequeños empresarios como los del transporte de carga y pasajeros cerraron filas en oposición al gobierno junto al comercio detallista y muchos otros, hasta que la situación se hizo insostenible. Había ya sólo dos vías, con el país prácticamente paralizado: La renuncia del régimen que ya no tenía conducción real posible o la guerra civil. Al gobierno no le alcanzó el tiempo. El pastel y la fiesta estaban preparados para que el once de septiembre del año mil novecientos setenta y tres las fuerzas armadas, tradicionalmente postergadas en cualquier reivindicación, ya fuera económica, o militar y profesional vieran su oportunidad histórica. El país, en su mayoría, cerca del setenta por ciento, pecó de iluso y festejó la llegada de los militares. Entre las fuerzas políticas, los hoy concertacionistas demócrata cristianos apoyaron el golpe. Creían que nuestros militares eran excepcionales. Creían que una vez restablecida la paz en los espíritus las fuerzas armadas le entregarían el gobierno. No olvido la llegada a mi casa, la casa de mis padres en ese entonces, para un largo encierro en la queda posterior al golpe. Le dije a mi padre: "¡Qué lástima la salida que tuvo finalmente todo este conflicto! Ahora vienen veinte años (me equivoqué por tres) de dictadura militar" y no suponía, en ese momento la violencia política que imperaría durante tanto tiempo. Mi padre escandalizado me acusó de ser tan joven (tenía veinticinco años en aquel entonces) y me replicó que en unos cuantos meses los militares entregarían el poder a los civiles: "En Chile tenemos militares, no gorilas" subrayó enfático y con cierto orgullo que me impidió discutir con él.

Monumento ecuestre a Pedro de Valdivia, fundador de Santiago, en la PLaza de Armas de Santiago, en el centro.
Relato lo anterior porque cansa oír una y otra vez la leyenda mítica del héroe mártir. Allende fue un soñador y se perdió en sus sueños, así como fue un soñador el Che Guevara que se enredó en los suyos hasta el martirio en las selvas de Bolivia. Fidel Castro, en cambio, fue (es aún) un pragmático que cuando los sueños de Guevara amenazaban contaminar su revolución real, lo envió a hacer la revolución a la América del sur. "Allá aún son necesarios los guerrilleros. Aquí hay que construir la sociedad" le habrá dicho. Guevara y Allende estarán abrazados en algún lugar de la leyenda, mientras Castro sigue su lucha. No me meto a juzgar los resultados. Todo esto, se me entrelaza en la memoria, mientras, visto por los amantes de la leyenda, desde fuera del escenario, como espectadores de la obra, ignoran los costos de llevarla a cabo, en sufrimiento, trabajo, frustración de vidas completas que no llegaron a ser el proyecto que tenían en los años setenta, y mucho más. Desde la butaca cómoda del espectador, sólo se ve al héroe, no sus miserias. Sólo se ve el sueño y no la irrealidad.

¿Tienen sueños los dictadores?. Sí. Los dictadores tienen sueños. Pinochet soñó ser el nuevo padre de la patria. Hoy en día en los avatares de la vida cotidiana, a veces aparece por los noticiarios Augusto Pinochet Hiriart, hijo del dictador. Qué padre feroz se vislumbra en ese hijo. Basta ese antecedente para imaginar qué padre de la patria podía ser el capitán general, qué voluntarioso, qué dominante hasta la tortura, la que con sonrisa buena, de niño, negaba a los medios, hasta ganarse el apelativo absurdo de "Tata Colores" (el verdadero Tata Colores era un personaje de continuidad de la televisión, que enviaba con canciones y ternura a los niños a acostarse, desde la pantalla, al atardecer). A la vez, ingenuo, como el verdadero Tata Colores, se sometió a la cansada e ilusionada voluntad del pueblo que le gritó a la cara su fastidio. Uno de los pocos méritos que se debe reconocer a este dictador terrible, fue la hombría, quizás muy militar, de acatar sus errores y, aunque a regañadientes, entregar el poder cuando el pueblo le dijo: ¡No!. Otros sueños, testarudos sueños, forzudos sueños, dolorosos sueños, fueron convertir a Chile, cuando el ya no estuviera sino en los altares de los padres de la patria, en una democracia estable, protegida de desastres cívicos como el que lo habría forjado a él mismo como nuestro segundo padre patrio, en un país moderno y desarrollado. Será necesario reconocer que a pesar de todos los odios y heridas en la patria y el pueblo entero, él sentó las bases que permiten al Chile de hoy tener una democracia estable y un sistema económico y social que es mirado con respeto en el mundo. Las transformaciones de su dictadura jamás podrían haberse hecho en democracia. Para ello puso a trabajar a los Chicago boys que son tan subrayados como odiosos neoliberales y en lo político a Jaime Guzmán y otros constitucionalistas que forjaron la constitución, que negociaron nuestros misceláneos gobernantes actuales, que apoyaron y también combatieron a Salvador Allende unos y otros. Es raro que los demócrata cristianos, despechados por la dictadura militar, de quien se pensaron apoyo y continuación posible en su momento, hoy se postulen por tercera vez a la presidencia de la república, después de dos socialistas, en coalición con ellos, habiendo sido pieza fundamental del derrocamiento de Salvador Allende. Este pecado demócrata cristiano hay tantos que lo quieren olvidar. Sí. Los sueños sólo son sueños. Pinochet no subió a los altares de la patria, no se le recuerda como padre de nada, sino sólo como un dictador atroz. Es que no merecía más. Sin embargo, Salvador Allende, forjador del desastre político más grande de la nación y de la historia de nuestra democracia, sí subió a los de la leyenda, aunque no estoy seguro que haya sido ese su sueño, o quizás sólo sí.

Para mil novecientos ochenta y ocho, año de plebiscito, en el que no participaron los Comunistas, considerados una facción social antidemocrática, no sólo por la dictadura sino también por los partidos políticos unidos bajo el signo del arcoiris del NO; Sebastián Piñera era un simpatizante demócrata cristiano, hijo y hermano de militantes demócrata cristianos que trabajó y votó por la opción No a la continuidad del régimen. Posteriormente, ya vuelta la democracia, no consideró honesto (tampoco lo vi así, yo mismo) después de haber estado por el término anticipado del gobierno de Salvador Allende, seguir los pasos algo cínicos de la democracia cristiana y se unió a los liberales que formaron Renovación Nacional, su partido de siempre. Es cierto que ahí concurrieron muchos que apoyaron de algún modo, unos más o otros menos, al gobierno de la dictadura. Es curioso, mirar a los actores políticos y verlos, a todos, sucios de la misma mierda sin importar de que lado hayan entrado a ella. Unos porque sostuvieron a la dictadura, otros porque fracasaron intentando imponerla por magras mayorías, otros porque se opusieron y luego les convino, en fin, como dijo San Francisco de Asís: "¿Quien conoce los motivos del hermano Lobo?".

Avenida Providencia desde la estación del metro Pedro de Valdivia.
Aquel plebiscito fue establecido en la constitución de mil novecientos ochenta encargada por Pinochet a destacados constitucionalistas, con la sola advertencia que debía construir una democracia estable (aunque al dictador más le gustaba el término "protegida" que casi significa tutelada). Fue aprobada, en mil novecientos ochenta por el voto, virtualmente obligado, de todos los chilenos mayores de diez y ocho años. En el momento de votar la aprobación (o rechazo) se hacia una marca en la cédula de identidad personal. Cualquier trámite civil posterior, sería virtualmente imposible para aquellos que no tuvieran dicha marca. Una altísima mayoría votó a favor de la nueva carta fundamental, que permanece en lo central y principal, hasta hoy. Sólo se negoció, para acceder al poder político democrático, algunas reformas cosméticas. A veces sonrío con el recuerdo. Las urnas, las casetas de votación, los lugares e incluso los métodos de control han seguido en uso. La forma de obligar el voto: No. Se entraba a una caseta secreta y se marcaba el voto en la opción libremente elegida. Se doblaba el voto igual como se hace hoy para asegurar el anonimato. Se inscribía, como hoy, los datos del votante en un libro testimonial para que no hubiera doble votación. Sólo que no había registros electorales. Pero el voto, incluso, estaba confeccionado en papel grueso para evitar la transparencia. Ingresé a la cabina y marqué confiado la opción "Rechazo". Doblé y pegué mi voto, salí y lo entregue al vocal, tal como siempre se había hecho, para que este estampara su firma en el dorso, señalando su validez, para evitar fraudes durante el conteo y revisión. Al momento de devolverme el voto para que lo introdujera en la urna, el vocal miró al presidente de la mesa y le dijo: "¡Boing!". Quedé extrañado por esa expresión y mientras volvía a mi casa intentaba explicarme el por qué. Le conté el suceso a mi mujer, que sorprendida me respondió: "¡Bah! Me pasó lo mismo. Incluso le pregunté a la vocal, pensando que me había dicho algo que no escuché bien: ¿Qué?. Las tres personas que atendían la mesa se rieron". Después supe que la expresión no era "boing" sino "Boeing" y aludía al modelo de avión comercial, pero lo hacía como una clave, referente a la traición del general Gustavo Leigh, ex miembro de la junta de gobierno, que distanció su pensamiento de la línea de los otros integrantes y fue separado de ella. Esta clave indicaba, a quien escribía el libro de testimonio, que el votante había elegido rechazar la nueva constitución. Me pregunté y pregunté: ¿Como podían saber mi preferencia?. Lo comprendí de inmediato: El papel del voto, tres veces reciclado, blando y grueso, mostraba en relieve la línea de la preferencia en el voto de modo que era notorio por el reverso donde firmaba el vocal. Primero tuve miedo, me sentí marcado. Después recordé que a los pocos meses de avenido el régimen militar fui exonerado de mi trabajo, en una empresa del estado, por motivos políticos. Desde entonces nunca más tuve un trabajo y fui, digámoslo así: Un empresario independiente, políticamente opositor, pero además tampoco era un activista político, de manera que seguí, hasta hoy, como todos, en lo mío y anónimo. Muchas veces he pensado y reflexionado en esto y concluyo que ser una víctima de la violencia de estado o más aún un muerto o desaparecido requiere de un trabajo y un mérito no fáciles de alcanzar. Se requiere mucho más que una breve línea de rechazo, quizás muchas y muchas líneas, tanto más largas, de rechazo, sin contar la valentía, la capacidad de riesgo y el efecto real.

La doctrina de la estabilidad política se implementó, en dicha constitución, fundamentalmente a través del sistema de elección binominal de los cargos de representación popular. Este consiste principalmente en que para cada locación de representación se deberá elegir a dos representantes. De este modo no tendrá sentido, para ninguna institución política, presentar tres o más candidatos. A la vez la elección se hace en base a listas de postulantes, de modo que se elige un primer representante de dos, al más votado de la lista más votada. El segundo, se elige, descontando los votos para ser electo el primero, de la lista más votada; al candidato que pertenezca a la lista con más votos remanentes. De esta manera, la única forma de elegir los dos representantes posibles, es que la lista en cuestión duplique, al menos, los votos de la lista que le sigue. Así, pues, la única forma de competir electoralmente es conglomerar fuerzas, hasta acercarse lo más posible al cincuenta por ciento de la votación. Se obliga entonces a las fuerzas políticas a congregarse en dos grandes bloques, que se reparten los cargos, uno para cada conglomerado mayoritario. Las minorías quedarán sin representación, salvo que suscriban los pactos de unión. Este sistema que se practica en muchas democracias a lo largo y ancho del planeta, suprimió los tres tercios que conformaban la política chilena y los reunió en dos grandes alianzas: La Concertación de Partidos por la Democracia y la Alianza por Chile. Estos conglomerados dejaron fuera al Partido Comunista, que representa algo menos del diez por ciento de la votación, acusado de antidemocrático. Pero logró su objetivo de estabilidad. Curiosamente los candidatos, una vez consolidados dos bloques mayoritarios, saben que su opción de ser elegidos no es derrotar al candidato de la otra lista, sino al compañero de la propia, ya que siempre, salvo excepciones rarísimas, se eligirá uno de cada lista.

Creo haber compartido en gran medida, desde fuera de la lucha política, el criterio central del Partido Comunista, que le ha valido su marginación. Creí que no era lícito y menos aún ético, si se acusaba de no democrática a la dictadura (no lo era) y a la constitución que estableció el plebiscito del año mil novecientos ochenta y ocho, participar en él y acceder, o intentar hacerlo, al poder político a través de él. Hacerlo equivalía a dar un espaldarazo a la obra política de la dictadura. Es cierto que no había muchas otras alternativas, excepto la vía violenta a la que el Partido Comunista no renunció. De esta manera se constituyó en una gran minoría marginada políticamente, aún cuando pasados los años y probada la estabilidad del nuevo régimen democrático, no se le ha cobijado ni ha querido cobijarse al amparo de la mayoría establecida por sus antiguos socios de ruta.

Barrio Providencia, en el sector Once de Septiembre.
Los comunistas que hoy logran pactos con los despojos de la concertación, para levantar la exclusión, antiguos compañeros de siempre de los socialistas, han sido los chivos expiatorios de muchas culpas en nuestra historia. Es cierto que no resulta decoroso sostener el derecho a la lucha armada, sin embargo su pensamiento de fondo quizás sea menos oportunista y más ético que el de quienes los dejaron en el camino y hoy los recogen sacando cuentas sobre el difícil momento político.

No me consta que los comunistas hayan ejercido violencia alguna. Creo que no, aunque tal vez sea ingenuo. Creo que quienes ejercieron la violencia con la disculpa de la violencia oficial, sólo promovieron el terror de estado y lo prolongaron o al menos fueron el argumento para sostenerlo. Hubo quienes continuaron ejerciendo la violencia después, en extrañas venganzas de muy mala causa. Entre ellos están los que asesinaron a Jaime Guzmán, principal autor de la Constitución política de mil novecientos ochenta. Hoy, he oído la noticia que la causa por su asesinato queda sobreseída por haber prescrito. El caso queda cerrado sin culpables. El senador Guzmán fue asesinado por extremistas de izquierda en plena democracia. ¿Sería alguna revancha? ¿Se buscaria empatar muertes? ¿Qué?. A nadie le cabe dudas que Guzmán no era violento, no participó en violencia alguna, y su única relación con la dictadura fue la de colaborar en la gestación de la Constitución que hasta la fecha nos rige. Me equivoco; también fue pilar fundamental en la liberación de muchos partidarios de la Unidad Popular que habían sido detenidos por el régimen. De esta manera mitigó el horror de la tortura y el crimen oficial. Su asesinato fue incomprensible. También fue incomprensible la fuga desde la cárcel de alta seguridad de los culpables materiales del crimen, rescatados con un helicóptero. Pero ellos no eran militantes comunistas, pertenecían a movimientos de extrema izquierda. Es bueno mantener separados ciertos conceptos: No es lo mismo un extremista de izquierda que un militante comunista, así como no es lo mismo un político de derecha que un miembro de los organismos de represión de la dictadura. Tampoco todos los militares y las fuerzas armadas pertenecían a los organismos represivos, ni la represión es la doctrina de las fuerzas armadas. Tampoco la violencia es la de los comunistas, así como no creo que sean enemigos de la democracia.

El sistema binominal, tan manoseado y pretextado en ataques a la derecha política, por parte de la Concertación, conviene a ambas coaliciones. En los hechos, las cúpulas políticas designan a quienes representarán a los votantes y estos no tienen alternativa. Así, la elección democrática de los representantes se torna una pantomima que termina siendo una herramienta de estabilidad laboral para los representantes políticos. No existe en ninguno de ambos conglomerados un interés real de cambiar ese sistema. La izquierda gobernante acusa de falta de voluntad política a la derecha, sin embargo en el momento de proponer una reforma, el gobierno, único autorizado para hacer el proyecto, le añade alguna medida que sabe será rechazada por la oposición. Por ejemplo, se ata el cambio del sistema binominal al derecho a voto irrestricto a los chilenos que viven en el extranjero. La derecha apoya el cambio del sistema binominal pero no el voto a chilenos que a veces jamás han vivido en Chile y no conocen su país. Entonces la negociación fracasa y se acusa a la derecha de obstruccionista y más aún, de falta de vocación democrática. ¿Quienes resultan gananciosos?: Los partidos políticos mayoritarios y los representantes designados por estos. En realidad, falta voluntad verdadera en todos. Se mantiene la estabilidad democrática y se cultiva la indiferencia de los jóvenes que se marginan de la política porque ven claras estas maniobras que son ajenas a sus intereses verdaderos.

En Providencia, barrio Suecia.
Patricio Aylwin fue el primer presidente del nuevo período democrático inaugurado con jolgorio en mil novecientos noventa. Recibió, en una ceremonia solemne y emotiva, el mando de la nación y sus símbolos tradicionales: La banda presidencial y la piocha de Bernardo O'Higgins, primer dictador supremo de la nación. Ver aquella ceremonia me recordó la lógica cinematográfica de Fellini: El nuevo presidente lloró. Patricio siempre llora, es un hombre emotivo. Cuando no lloró fue cuando, como jurista avezado, maquinó el llamado gambito Frei, en mil novecientos setenta, para evitar la toma de poder de Allende, y asegurar la continuidad de Eduardo Frei Montalva en la presidencia. Tampoco lloró cuando asociado a la derecha de los años setenta, junto a la Democracia Cristiana, declaraban ilegítimo el gobierno de Allende y pedían la intervención militar. Le sucedió el hijo de Frei Montalva: Eduardito. Sí. Así le llamaban no sólo en su casa, su propio padre y hermanos, sino en el partido Demócrata Cristiano y luego en los medios políticos concertacionistas. Pero claro, tenía el peso político heredado en el nombre de su padre. Más en confianza, e incluso cuando ya era presidente, muchos decían de él que era un huevón. Terminó su período con un desastroso manejo de la crisis asiática y un apoyo muy inferior a la fuerza electoral de su conglomerado político. Ricardo Lagos, sin embargo, había sido derrotado por Frei en la postulación primaria como candidato a la presidencia. ¿Le bastó a Frei el nombre de su padre? Es que en ese entonces, la Democracia Cristiana era todavía la primera fuerza electoral, ahora no con el treinta y cuatro por ciento que tenía al término del gobierno de Frei Montalva sino con un más humilde veinticuatro. Ricardo Lagos sucedió a Frei hijo y terminó su período con varios logros y algunos escándalos: Su apoyo se empinaba sobre el sesenta por ciento, y forjó de la nada política a su sucesora Michelle Bachelet. Había en la concertación dos precandidatas: Soledad Alvear de fuerte currículo político, ex ministra de justicia de Frei Ruiz-Tagle y de Relaciones exteriores de Lagos, presidenta de su partido y más, y MIchelle Bachelet que había sido ministra de salud de Lagos, con la misión de corregir en sesenta días los males endémicos del sistema público de salud. Fracasó. Renunció, pero Lagos le dio su apoyo y la mantuvo. Después, en una emotiva medida, ya que su padre, general de la fuerza aérea había sido funcionario del régimen de Allende y víctima de la venganza de la dictadura, fue nombrada ministra de defensa. Ahí se le construyó una imagen de mujer entrañable, asequible y popular. Ricardo Lagos entrevistado por el canal católico de televisión reconoció que era su preferida. Alvear se vio forzada a renunciar y Bachelet accedió a la presidencia de la república, envuelta en la glamorosa imagen de la primera mujer que lo conseguía, casi como si se hubiera elegido a la gran madre universal. Entre los escándalos de Lagos están los desvíos de fondos destinados a obras públicas al financiamiento de partidos y candidatos. El destino de fondos al deporte que jamás llegaban y otros muchos relacionados a la proliferación de los operadores políticos y el clientelismo así como el nepotismo.

Nuestro país es extraño. O quizás sucede lo mismo en toda nuestra América morena: Mientras más errores se descubre, mayor es la popularidad del que los comete, sin importar que estos puedan comprometer la honestidad. Ya decía que Lagos terminó su período con una popularidad muy superior a la votación de los partidos que lo apoyaban. Otro de los escándalos que logró sujetar y que su delfina no comprendió, fue la reforma al transporte público de pasajeros de Santiago. Fue una de sus promesas, pero siempre la pateó hacia el futuro y postergó su puesta en marcha. No le alcanzó, finalmente, el tiempo y la fecha de puesta en marcha terminó por caer al comienzo del período de su sucesora. Bachelet tenía una fe ciega en el gran guía de la izquierda, más todavía vista su popularidad. Ingenuamente respetó la fecha que le heredaba Lagos y echo a rodar al Transantiago, nombre del utópico proyecto. El rotundo fracaso, que hasta hoy se arrastra, aunque a fuerza de ajustes dolorosos se ha logrado mermar su pésimo efecto se sumó a la mala gestión en educación y salud. Todo junto le pasó la cuenta a la presidenta, cuya imagen declinaba peligrosamente. Entonces con alguna asesoría de imagen y glamour, que ha trascendido, antes que penetrar localmente, a los medios internacionales, ha ido logrando hacia fines de su período ajustarse al raro fenómeno nacional que otorga popularidad según el manejo del fracaso y no del triunfo. Bachelet disfruta de la mayor popularidad que jamás tuvo presidente alguno.

Pero claro, las cosas son de dulce y agraz. Si bien la mandataria goza de cerca del setenta por ciento de popularidad, Eduardo Frei, que pretende acceder por segunda vez a la presidencia, no alcanza ni al treinta. Entre los cuatro candidatos salidos de las filas de la fracturada y agonizante Concertación por la Democracia no reunen siquiera el cincuenta por ciento. Frei viene de las filas demócrata cristianas, siempre miradas con cierto recelo por sus compañeros de ruta, nacidos del socialismo y la izquierda de otros orígenes. Los otros tres son ex militantes socialistas. El más extremo, viejo militante, Jorge Arrate, derivó hacia los comunistas y otras minorías. Tiene, Jorge, mucho de poeta y escritor, casado con Diamela Eltit connotada poeta chilena. Su postulación tiene mucho de poesía como lo tiene el comunismo romántico de hoy.

Eduardo Frei Ruiz-Tagle, el mejor posicionado de los candidatos de la destartalada Izquierda chilena, no es de izquierda. Nunca la Democracia Cristiana lo fue. Su fuerza y presencia política se encontraba en la moderación del centro, donde llegó a representar uno de los tercios que produjo el quiebre democrático de los setenta. Al momento de decidir, tradicionalmente, el militante demócrata cristiano se doblaba a la derecha. Los que no, se fueron a otros rumbos hace más de treinta años. La mala ambición política que le ha costado derivar asintóticamente, desde un tercio de las preferencias y la envidiable posición de partido mayoritario, hacia un doce por ciento aproximado, siempre le jugó en contra. Es así que Frei, que siempre ha tenido ambición de repetir su presidencia, quizás para reivindicar el mal término de su período anterior era, en principio, el más improbable representante de su sector. La descomposición interna de la Concertación frustró las intenciones del ex presidente Lagos (hoy capitán planeta) de recibir sin competencias, la oferta de postular. El secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, navegaba, entre tanto, en mitad de dos aguas: Su cargo internacional y la postulación a la presidencia de la república. Frei, muy solitario en su rincón, se ofrecía y no se ofrecía, hacía guiños y no los hacía: Ni siquiera era la opción de su partido, donde pasó de ser Eduardito, a ser un huevón que terminó haciendo un mal gobierno. Finalmente nadie fue a pedir a Lagos que fuera presidente. Insulza vio dudosa una posible elección apoyado por una coalición en decadencia y Alvear, en el lado demócrata cristiano era vista como causa de la declinación de su partido. De pronto, alguien dijo, desde fuera del partido: "Tal vez Frei sería un buen candidato en estas circunstancias". Así se gestó esta candidatura que no termina de prender en la ciudadanía, ni en sus propios partidarios. Quizás pesa la imagen que ellos mismos le han forjado a lo largo de años a él y a su gobierno. Quizás pesa la descomposición del conglomerado que lo apoya. Quizás las candidaturas no deban levantarse como suma de ambiciones políticas y de poder. Quizás sea que Chile, políticamente más maduro que sus políticos, sienta que ya es el momento de la alternancia en el poder, tan sana para la democracia. Quizás sea que la ciudadanía vea en Bachelet, antes en Lagos y antes en el mismo Frei la declinación en pésimos gobiernos, con más glamour que peso.

En mucho tiempo la derecha no ha logrado consolidar su esfuerzo de ser gobierno en Chile. En buena medida ha arrastrado el estigma de la dictadura, con la que muchos, tampoco todos, colaboraron. En Chile, con este estigma se ha demonizado a la derecha. Se le demoniza también en todas partes del mundo con la imagen nada subliminal del fascismo. Son pesados fardos que huelen a sórdidos pasados europeos en Alemania, Itaia y España. Se alimenta la imgen de abuso económico y social de poderes de facto que aportan lo suyo y por desgracia, el candidato de la derecha actual, es un destacado representante del poder económico. Quisiera analizar muy superficialmente, por un momento, la cuestión política desde el punto de vista no del apoyo, sino del rechazo. Los dos candidatos con posibilidades reales de acceder a la presidencia, juegan a ganar apoyos, pero ni uno ni el otro trabajan sobre el rechazo, que en ambos casos bordea el cuarenta por ciento, superando con creces los respectivos apoyos. Es claro que estas elecciones decidirán por el menos malo y quizás por eso mismo, no decidirán necesariamente bien.

Dentro de todo este raro juego político del cúlpame que te culparé y de la descomposición ineludible del sistema político, que a los que piensan con algo más de futuro les produce ya cierta angustia hay señales que no se debe descuidar. Ha comenzado la polarización de ideas irreconciliables, cuyo primer paso es la desorientación en la descomposición. Es así como llegó a haber seis candidatos salidos de las mismas filas, de los que las férreas cúpulas sólo toleraron dos. La variedad no obedece a variadas propuestas u ofertas, sino a la tosudez en la búsqueda de identidades y a la intolerancia de las ideas sustentadas por las hegemonías. Las grandes mayorías pierden sus puntos de encuentro, de modo que un proyecto de la derecha no puede ser aceptado por la izquierda y vice versa.
Vista antigua desde la Plaza Baquedano. Al fondo, detrás del farol y a la derecha, está el emplazamiento donde hoy se levanta el Edificio Diego Portales.
El debate ajeno a las ideas se aproxima a las calificaciones personales y se enseñorean las pasiones como método de lucha política. Finalmente la acción política está más basada en la imposición que en el acuerdo: Así comenzó por allá por mil novecientos cincuenta y seis el desastre cívico de nuestro país, cuando había casas bajas y pequeños edificios con locales comerciales donde hoy se encuentra el edificio Diego Portales.

Kepa Uriberri