El árbolAhí estaba: Desgarbado, mustio, arrinconado a la sombra de la pared del fondo. Parecía una de esas personas que van por la calle rumiando tristezas, que les queda grande la ropa, quizás porque han enflaquecido en medio de las desgracias, aunque siguen luchando por mantener una cierta dignidad. Las ramas largas, escasas, cada una con unas pocas hojas en la punta, medio verdes, medio amarillas, emergiendo de un tronco flaco y sin sustancia. Unos pasos más allá, desafiando lleno de vigor a esta primavera tan accidentada, de lluvias a destiempo y fríos invernales, un manzano pletórico de hojas nuevas, florecido a pesar de todo. Por este lado un ciruelo joven comienza también a echar brotes y muestra las primeras hojitas moradas anunciando el nuevo follaje. En la avenida los ceibos ya tienen algunos manchones rojos que comienzan a caer como lluvia florida. A pesar de todo, de la broza nueva, de la explosión de flores que desafían el clima errático por todas partes del jardín, por alguna razón siempre se detiene a observar ese arbolito raquítico y ridículo. Ahí se queda observando su derrota. Quizás se detiene en los recuerdos antiguos. Puede que en su pensamiento íntimo vea ese tiempo cuando el arbolito dejó de ser ornamental y sus ramas comenzaron a llenar el espacio interior y era difícil ubicarlo en algún lugar del estar. Se estaba haciendo demasiado alto, demasiado frondoso, y sus hojas de intenso verde eran muy grandes y duras. También él mismo estaba en su apogeo, era un hombre maduro pero joven y casi siempre se sentía feliz, lleno de proyectos a realizar. Hoy a veces encuentra esos viejos archivos de fotos de familia de esa época donde aparece tan lozano, lleno de vigor, junto a sus hijos, todos niños y a su mujer, sonriendo entre ellos. Es posible que piense que aquel tiempo fue tan bello. No sería extraño que hoy, detenido ahí en el jardín, otra vez, como tantas antes, recuerde cuando las raíces del arbolito comenzaron a romper su macetero de greda. Hubo que partir el barro reseco, para meter la materia vieja, legamosa, enraizada y fértil en una nueva cama, preparada en aquella jardinera mayor llena de tierra de hojas, para aliviar el crecimiento del árbol. Al fin, algún día cualquiera, ya no recordaba cuál, tal vez cierto jueves de mayo, un día tibio de junio; ya no importaba; entre dos jardineros fuertes, lo sacaron y lo plantaron junto al muro de la casa. Ahí recibiría abundante luz de sol y la tierra era buena: ¡Estará contento! había pensado, acariciando sus grandes hojas de un verde tan poderoso: ¡No fue así!. ¿El frío de las noches, al que no estaba acostumbrado?. ¿Sintió el abandono?. ¿Sienten tristeza los árboles?. Comenzó a perder las hojas, se le caían las ramas desnudas, las hojas nuevas apenas si crecían un poco, se ponían amarillas y caían. Otra vez vinieron los jardineros y lo trasladaron al lugar donde ahora agoniza lentamente. Nunca más recuperó ese antiguo follaje, el vigor que antes tuvo. Las hojas, cuando crecían del tamaño de aquellas de entonces, cerca del tronco que parecía secarse, eran de un color opaco, de un verde que se veía sucio, como de hojas de basura, casi secas. Así fue mermando. Pero no ha perdido la lucha. Aunque triste y fracasado, lo sigue intentando después de tantos años, quizás un par de décadas. En ocasiones, cuando pasa por el jardín cerca de él, cuando se detiene a mirarlo, cuando lo acaricia con esos recuerdos viejos, es posible que le transmita la energía que aún lo mantiene luchando y piensa que como él mismo, todavía sueña y espera tener otros veinte años más, para al fin derrotar a la adversidad y hacer realidad sus proyectos. Mientras mira el árbol, que sólo por su propia porfía no ha sido arrancado, lo recuerda cuando sentado frente a esa mata joven que daba tanta alegría al estar luminoso, recorriendo sus hojas tan verdes, tan brillantes, él mismo veía en ella su posible futuro, lleno de promesas. Quizás si haya creído, entonces, hoy así lo quiere recordar, que cada una de esas hojas grandes, verdes, duras era una promesa que la vida misma le hacía. Sin embargo nunca creyó que hubiera ambición o soberbia en ello: Era apenas una pequeña mata con dos guías, de no más de unos veinticinco centímetros, con un puñado de hojas. Pero el vigor y la certeza de entonces, tanto de la mata como de las propias ilusiones, se convertían, con facilidad, en sueños. Es posible que por eso, en esa época, fuera parte de la magia de su inspiración. Cuando lo mira hoy, y repasa en sentido inverso cómo el arbolito ha sido casi un espejo de su propia historia, se dice que quizás ese mismo jueves de mayo o junio, de hace tantos años fue, también, el día de su propio gran fracaso: Fue, si recuerda bien, o cree hacerlo, el día que el amor comenzó a dar paso a la razón. Fue cuando dejó de verla con los ojos del sentimiento y la pasión, tal vez fue cuando sintió que él mismo era el sinónimo del hastío, cuando el espacio que cada uno llenaba, casi a la fuerza en la vida del otro, comenzó a ser agobiante para cada uno, entonces el amor fue trasplantado al jardín y se dio paso al cariño estable de los muchos años, a la admiración que jamás se había reconocido, detrás de todos los sentimientos locos. Recordó ahora, mirando al viejo arbolito, mustio y pelado, cuando se lo regalaron. Eran tan jóvenes y llenos de ilusión y amores: Se iban a casar. Alguien se los trajo, rodeado de un celofán amarillo, del color del sol o de la dicha, puede ser; en un macetero de cerámica, atado con una cinta blanca con muchas vueltas y orlas. Dijo: "Es el árbol del amor". Kepa Uriberri |