Almuerzo
Pensó: "No tengo nada que decirle". Después de tanto años juntos, cualquier cosa que dijera tendría tanto valor como el silencio que cada vez los envolvía de modo más estrecho. "Es que ya nos conocemos tanto, que no necesito decirle que estoy triste, preocupado, alegre, o contento. Ella ya lo sabe con sólo estar aquí, a mi lado", se dijo. Intentó recordar de que hablaban, qué se decían, en aquel tiempo, cuando eran muy jóvenes; pero no pudo. Sabía que conversaban; pero no de qué. No se acordaba.
Tanto silencio le producía desazón. "Tal vez ya no me ama", pensó. Dijo:
— ¿Estás enojado?
— ¡No!— respondió y frunció el ceño sonriendo — ¿Por qué?.
— Entonces ya no te intereso, nunca me hablas, no me miras.
— No es cierto— alegó con un gesto que parecía lleno de culpa. Pensó: "Es que ya no sé de que hablar".
Sintió que a la desazón que los unía se agregaba la culpa que consideraba injusta: "Hago lo más que puedo, pero no quisiera hablar idioteces por romper el silencio" pensó y sintió incomodidad. Para aliviarla tomó la botella de vino y se sirvió media copa.
— ¿Quieres?— le ofreció acercando la botella a su copa que había estado vacía durante toda la comida.
— ¿Te vas a tomar otra copa más? ¿No crees que ya tomaste suficiente?
— No. Es media copita, apenas.
— Pero ya te tomaste una copa antes de la comida y al menos dos copas más durante esta. Ahora te vas a tomar la cuarta. No quisiera que te convirtieras en un borracho.
— ¿Me viste alguna vez borracho? ¿O con la lengua traposa? ¿O algo?.
— Mmmm... No. Pero si te pones a tomar para no hablar conmigo, ya luego te vas a convertir en un borracho... para no hablar conmigo.
Tomó aire en ademán de responder a la suposición que creía injusta, pero finalmente negó con la cabeza y pensó: "Mejor no decir nada. Ya sé como termina en conflicto esta conversación".
— ¡Claro! Te callas porque sabes que tengo razón; ¿no es cierto?. ¡Siempre es igual!— agregó ella.
No dijo nada. Sólo miró su plato, ya vacío. Ella dejó los cubiertos sobre el suyo donde aún había algo de ensalada y se levantó. Preguntó:
— ¿Terminaste?
No dijo nada. Pero hizo un gesto que quizás significaba: "¡Ya lo puedes ver!" o bien "¡Es obvio!; ¿no crees?".
Ella tomó ambos platos y se fue a la cocina. Al rato volvió con un envase cerrado de yogur saborizado y una cuchara en una mano, y una naranja en la otra. Le puso la naranja delante a él y se sentó a abrir el envase yogur. Comió dos cucharadas y tomó la azucarera. Con la misma cuchara con que comía, le agregó azúcar al yogur.
Él pensó que era desagradable que metiera la cuchara chupada y sucia de leche agria, al azúcar, de la que se serviría, contaminada, en su café. "Ella sabe que odio el yogur" se dijo.
Sin hablar, cuando terminó su yogur, tomó su copa y salió a la terraza junto al jardín donde se sentó a tomar el sol del otoño. Ella se asomó al umbral del ventanal que sale al jardín. Dijo:
— Me voy a recostar un ratito. Después podríamos ir a pasear al parque a la orilla del río.
— Bueno...
Desapareció al interior. Se recostó y encendió el televisor del dormitorio. Buscó con el control remoto hasta que encontró un programa donde una mujer gorda y baja se probaba trajes de novia. Una vendedora alta rubia, aún joven, la asesoraba haciendo observaciones crueles e irónicas. Se quedó mirando la pantalla, sin atención. Recordó su matrimonio. "¡Qué felices fuimos!" pensó. Se dio cuenta que había usado una forma pretérita conclusiva, que quizás delatara, sin haberse dado cuenta de ello, que ya no lo eran. O al menos ella ya no lo era. "¿Qué sucedería si se muriera?", se dijo. La interrogante que había saltado al centro de su pensamiento la sobresaltó. Sintió que esa sensación se había instalado en su pecho y creyó que era de miedo. Quiso reprimirla, hacerla desaparecer, pero no pudo. Sintió una soledad angustiosa, como si el hecho hubiera ocurrido en el mundo real. "¿Qué haría yo? ¿Cómo viviría sola?" y después imaginó, a modo de ejemplo, aunque intentaba rechazar la idea, que se dormía y al despertar, salía al jardín y lo encontraba ahí muerto. "¿Qué haría yo?" se preguntó. "¿A quién llamo? ¿A un médico?: para qué si ya está muerto. ¿A su familia? ¿A la mía? ¿A la funeraria?". Sintió una angustia intensa e intentó imaginar cómo se organizaba una muerte y todos sus eventos sociales anexos: Conseguir un ataúd, lavar y vestir decentemente al muerto, acomodarlo en su cajón, llevarlo a algún lugar donde velarlo, una iglesia para la ceremonia fúnebre y más. ¿Habría que sepultarlo? y ¿Donde? o incinerarlo. Todo eso sola, y sólo para quedarse sola para siempre. Los hijos ya no estaban. Se revolvió en la cama mientras en la pantalla la madre de la novia discutía con ella y la vendedora por los detalles del vestido de novia. Pensó: "¿Y para qué? Si después se muere". Creyó que ese pensamiento era frívolo y tonto. Se levantó y fue al jardín. Todavía tenía el control remoto en la mano. Él estaba ahí, semi recostado en la silla en una posición incómoda, con la cabeza caída hacia la derecha. Una mano descansaba sobre el estómago, mientras el otro brazo colgaba hacia el suelo. El cuerpo entero se inclinaba algo hacia aquel lado. La boca abierta, aunque no totalmente y los ojos apenas entornados, como si miraran al infinito, sin ver. La copa de vino estaba volcada en el suelo cerca del brazo que colgaba y proyectaba una mancha rojiza, no abundante, en el suelo.
Sintió terror. Se acercó y lo tocó con el dedo índice en el hombro, casi como si quisiera no hacerlo. No sucedió nada. Entonces le dio un golpecito suave pero seco con el mismo dedo. No sucedió nada. "¡Mierdas!" pensó; "¡está muerto!" y lo llamó por su nombre en tanto le picaba, con el dedo cordial en la frente y luego en la mejilla. No pasaba nada. Con horror pensó: "¿Y ahora, que voy a hacer?", entonces con la mano libre lo agarró del hombro y lo remeció, mientras con la otra lo golpeó en la cabeza con el control remoto y le gritó:
— ¡Huevón! ¡Imbécil! ¡no te mueras!. ¡No te puedes morir!.
De repente el muerto se estremeció, se enderezó y dijo, sobresaltado:
— ¿Ah? ¿Qué? ¿Quién se murió?.
Ella aspiró una sonora bocanada de aire, llena de espanto y dio un salto hacia atrás.
— ¡Idiota! ¡Me asustaste! No estabas muerto...
— Por supuesto que no. Me había quedado dormido. ¿Acaso querías que me muriera?.
— No. ¡Por favor! no te mueras nunca, o al menos no antes que yo.
— Voy a tratar— dijo y pensó: "Pero... ¿y qué haría yo si me quedara solo?".
— ¿Y qué harías tú, si yo amaneciera muerta?
— Me haría el desayuno yo mismo.
— ¡Claro! y te buscarías una más joven de inmediato. Pero no te hagas ilusiones. No tengo planes de morir antes que tú. Los hombres siempre se mueren antes: El mundo está lleno de viudas.
— ¿Por qué hablamos de muerte? ¿Acaso es que ya no tenemos otro futuro? ¿Te acuerdas de qué hablábamos cuando nos conocimos, cuando nos enamoramos, cuando nos casamos?
— Sí. Pero todo lo que hablamos en aquel entonces ya lo realizamos. Mal o bien cumplimos todos los planes. Ahora no nos queda más que planear cómo salirnos del juego.
— ¡Tú estas loca! ¿Es que piensas hacer planes de cómo morirnos? ¿Quieres hablar de suicidio? ¿O qué?.
— No. De ningún modo. Pero a veces creo que nunca hablamos de nuestros miedos, nuestros temores.
— Miedo ¿de qué?. ¿De que me muera durmiendo siesta?. ¿Miedo de que me convierta en un borrachín?. ¿Miedo de que nos estrellemos cuando manejo el auto?, ¿de que me convierta en un viejo mañoso?, ¿o de que pierda la razón y me transforme en un niño o un loco?
— Quizás todo eso... ¿Tu no tienes miedo de nada? ¿Eres de fierro, o de piedra?.
Pensó que tenía miedo del silencio, de creer que ya estaba todo dicho, que ya no había más. Se dijo: "Tengo mucho miedo de haber muerto hace tanto tiempo y no saberlo. Tengo miedo de que hayamos perdido la conciencia y no lo sepamos"; pero no lo dijo, quizás por pudor, o por miedo a decirlo. Se levanto de la silla, la abrazó y dijo:
— Todavía sigo vivo. Vamos a pasear al parque—. Después la dejó y entró a la casa.
Más tarde paseaban en silencio por el parque, oyendo el rumor del viento entre los árboles y de las aguas deslizándose plácidas en el lecho hondo del río. Tal vez ambos creyeron, y lo sabían, que el paseo era agradable, pero no dijeron nada.
Kepa Uriberri
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