El Aleph de Borges, o de cómo invalidar la ficciónHablar de Borges, o más aun, comentar su obra, tiene varias dificultades añadidas, no porque sea Borges, o porque Borges sea más complejo o difícil, sino por su carácter argentino. Tampoco es que él o su obra sean esencialmente argentinos ya que su literatura y quizás especialmente su prosa, son más europeas que propiamente argentinas y él mismo, de argentino no tiene mucho más que cualquier ginebrino. Pero es argentino y siendo argentino es diferente y único: No hay otro Borges en Argentina. Quizás nunca llegue a haberlo y eso es lo que hace difícil comentar a Borges, dada la conjunción de este hecho y el carácter argentino (no el de Borges sino el de los argentinos). Los argentinos tienen una forma peculiar de ser conservadores, que heredan de los españoles, pero que se infunde del espíritu italiano, haciendo del caudillismo una especie de idolatría, a través del carácter pasional de aquél. Mientras el español avanza del caudillismo personal a un tipo de sentimiento regional, quizás por falta de caudillos; no lo sé, que transforma la idea madre a seguir desde la pasión del guía carismático a un sentimiento de cuerpo global que se asienta en lo que se llama las autonomías, que es una forma de sentimiento más amplio, común, pero hasta cierto punto personal y diferenciador; el argentino, en cambio, lo decanta en un ídolo argentino e identificador. Así nacen Perón y Evita. Por eso es posible un Diego Armando, o también por eso se esbozan los Mennemismos y otros, aunque luego mueren al defraudar con sus pies de barro. Así, hoy, Argentina emprende un nuevo camino "K". Y en la literatura no podía ser de otra manera. El ídolo sagrado ahí es Borges. Eso obliga a hacer una introducción tan larga, cuando lo dicho puede llegar a ojos argentinos y tocar una fibra que va más allá del autor y está conectada al sentir nacional de cada uno de ellos. Borges crece y prospera en el entorno del llamado "Boom latinoamericano" de la realidad mágica, iniciado por Alejo Carpentier con su obra que pretendía contraponer a la gran literatura europea surrealista realzando el carácter americano que él llamaba "Real maravilloso". Nunca he llegado a saber, creo que no, si Carpentier fue influenciado por William Fawlkner como el resto de los latinoamericanos del Boom. Pienso que Borges tampoco. Borges, en términos latinoamericanos, es un lobo estepario. Su literatura no es real mágica sino metafísica, que a ratos puede estar teñida de criollismos, como en El Sur, El Fin y otras obras, pero este está al servicio de una inquietud metafísica y por tanto es un recurso como otro cualquiera. En este sentido Borges utiliza una multiplicidad de recursos, siempre fantásticos, pero no magicorealistas, ni tampoco cosmogénicos como hace, por ejemplo, García Márquez con Macondo y sus omnipresentes generales y caudillos militares, que pueblan su universo literario. Borges en cambio es urbano. Seduce con elementos cultistas, como cuando deja caer la idea que los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres, con lo que siempre está pasando un mensaje en algún plano diferente, y metafísico. Hay dos elementos en Borges, uno declarado y otro él que nunca revelaría, por inconveniente, que le son esencialmente característicos. El primero lo devela, él mismo en el prólogo de su obra Ficciones cuando dice: «Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario». Cualquier lector atento del autor irá descubriendo en su obra una pléyade de autores falsos, con sus falsas obras correspondientes, que constituyen el recurso que se menciona aquí; Desde el tomo tercero de Silas Haslam: History of the Land Called Uqbar, de 1874, a algún manual eventual de estrategia de Clausewitz o F.N. Maude. El segundo quizás lo haya derivado Borges del propio primero, al convertirse en comentarista de supuestas obras de terceros, de manera que el relato suele establecer un narrador en primera persona; aún cuando constituye un recurso literario conocido y utilizado desde, tal vez, siempre en literatura, como un medio de invalidación y destrucción de la resistencia a la ficción, para engañar al oyente en la tradición y uso oral, y después al lector. En todo relato existe un acuerdo entre el relator y el receptor relativo a la fe y confianza entre ambos, que establece que el relator no desea engañar al receptor y que si los hechos del relato son ficticios, el receptor los interpretará como ciertos, en beneficio del relato. No obstante, es frecuente que el relator pretenda, para mejor hacer, engañar al receptor, destruyendo el sentido de ficción de un relato a través de un artilugio que lo haga aparecer verídico. En este sentido, el autor muchas veces apuesta su prestigio como aval del relato, a sabiendas que se hace, más fácil, fe de aquello que se relata en primera persona, que lo que se refiere a un relato recibido de otro tercero, o más aun de uno ofrecido por un tercero omnisciente o más. Así, por ejemplo, Borges comienza el relato de El Aleph del siguiente modo: «La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita». Quien lee esto, no tiene dudas que oponer al relato. ¿Quién es Beatriz Viterbo? ¿Podrá ser Beatrice Portinari? ¿O quizás Helena de Troya?. Alguien lo ha pretendido. Hasta este instante introductorio, esta Beatriz no es más que una mujer que ha muerto. Más adelante será un excelente distractor, más aun para la fantasía necesaria de quienes deben entrar al juego pretendido por el autor. Dentro de esta distracción, Beatriz adquiere realidad por dos hechos sencillos: El primero es que si ha muerto, no la conocemos, y el autor avalado por su prestigio dice que es así, no tendríamos por qué no aceptarlo. El segundo es que Borges no sólo lo relata, sino que lo entrega como un hecho de su experiencia personal. Para un lector más avezado, el relato en primera persona es conocido como recurso, por tanto sabe que el narrador y el autor no son la misma instancia ni, por supuesto, la misma persona. Borges lo sabe y se cuida de cubrir este gambito, no de inmediato, lo que sería obvio, sino más tarde en el relato, bastante más tarde, cuando escribe: «No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije: - Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges». Aquí completa la trampa, aquí la cierra y atrapa a su presa, caza a su pajarito fascinado, con sus dotes de hechicero o de audaz embaucador: El narrador es el propio Borges y Borges es digno de toda fe. Somos pocos, muy pocos, los que leemos consultando y analizando cada instancia. Uno suele leer después de firmado irrenunciablemente el pacto de fe con el autor y a estas alturas puede dar fe: Primero en Borges, después en la realidad de Beatriz, secreto amor de aquél y finalmente en todo lo que de aquí en más se relate en esta historia fantástica, aun cuando hasta ahora sólo haya una melancólica historia de amores desgraciados y de muertos desprecios, que a otros analistas los llevaron por Dante o por la antigua mitología griega, en pos de los, con todo, firmes pasos de Borges. Recién ahora, cuando Borges tiene bien atado y seguro a su lector, cuando Carlos Argentino ya es un pobre aficionado a la poesía, que sólo conocemos por la destructiva descripción de Borges, viejo cazurro, que solía, del mismo modo destruir a muchos poetas y escritores de carne y hueso duro, con lo cual también lo hace casi real y perseguible en textos y enciclopedias; primo hermano de la real Beatriz Viterbo, de la que, quizás, la propia María Codama haya conservado el retrato con el pekinés que le regaló Villegas Haedo, o aquel otro grande, en torpes colores; recién ahora nos revela su Aleph, lugar mágico donde convergen todas las imágenes del universo. En este momento nos lleva, con Carlos Argentino Daneri al cuarto oscuro, en el cual se devela, o se revela, todas las imágenes que han convergido en el Aleph. Al destruir la ficción, a pesar que el lector se da cuenta que ha entrado en un universo fantástico, más allá de la realidad conocida, Borges hace cómplice a su lector de la posibilidad cierta que la fantasía exista en algún punto de realidad. Más todavía, para quien quiera seguir el juego con Borges, la construcción de la historia está trazada y subrayada por varios elementos: La persistente mención de retratos y fotografías, la ubicación del Aleph en un cuarto a oscuras, la mujer que recibe a Borges, que le asegura que: «El niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías» y el propio tamaño del Aleph, que no sería mayor de dos o tres centímetros, como una lente de una cámara fotográfica. A la vez, el Aleph es un punto donde convergen todos los otros puntos, así como en la placa fotográfica converge la luz formando una imagen, punto a punto, en esa convergencia. ¿Quizás, este Aleph de Borges es un homenaje, o un juego en razón de la cámara fotográfica y la fotografía en sí como artilugio? ¿Nos está hablando, el autor, de la fotografía como cuestión genérica, como fenómeno? ¿Eso es el Aleph? ¿O esto es un falso Aleph?. Si así fuera, no habría fantasía ni metafísica alguna, sino sólo el maravillarse ante el fenómeno físico. Ya no habría ficción y la magia quedaría destruida. Hay quienes quieren verlo de este modo. Sólo por alargar la conversación con Borges, sobre este Aleph: Ya hacia el final, el relato establece que «Por increíble que parezca yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph» Quien no crea en el homenaje a la fotografía, siga a caballo de esta frase, y busque el poema épico "La Araucana" de Alonso de Ercilla y Zúñiga, donde en el canto XXVII el poeta encuentra un mago que le muestra un «círculo luciente, donde todas las cosas parecían en su forma distinta y claramente: Los campos y ciudades se veían, el tráfago y bullicio de la gente, las aves, animales, lagartijas, hasta las más menudas sabandijas». Ahí el mago le va mostrando «Mira al principio de Asia a Calcedonia, junto al Bósforo enfrente de la Tracia a Lidia, Caria, Licia y Licaonia, a Panfilia, Bitinia y a Galacia; y junto al Ponto Euxino a Paflagonia, la llana Capadocia y la Famacia, y la corriente de Éufrates famoso que entra en el mar de Persia caudaloso» y así sucesivamente lo hace recorrer todo los lugares en un solo círculo misterioso, donde el mundo entero se refleja. Todo esto escrito más de trescientos años antes que Borges viera el Aleph de la calle Garay. La sola descripción del Aleph va contra la corriente de la ficción y a favor de la metafísica. Quizás Borges lo relaciona con la fotografía y duda, según se insinúa, motivo de sus propias dudas incrédulas. Quizás este sea uno de los únicos cuentos en que Borges no es categórico y deja al lector una misión: «Creo que hay otro Aleph». A la vez revela que su opinión es que este de Garay, sería un falso Aleph. ¿O es otro truco del perfecto oficio de farsante, para mejor convencer? Quizás Borges se burla de nosotros todos sus lectores, hasta la saciedad. Lo digo por la postdata de marzo del cuarenta y tres, a este mismo relato, que en parte dice: «Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura. El primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero al doctor Mario Bonfanti; increíblemente mi obra Los naipes del tahúr no logró un solo voto. ¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen». Incluso más allá del relato mismo, Borges insiste en destruir cada traza de ficción del relato, para hacerlo aparecer real. Ahora sólo restaría por investigar si alguna vez el autor escribió una obra titulada Los naipes del tahúr. ¿O quizás, por qué no, Borges nunca existió y sólo es el nombre del personaje, y narrador en primera persona, del Aleph?. Por supuesto que el autor se llame Borges es sólo una rara coincidencia. ¡Nada más! Kepa Uriberri |