¿A dónde marcha la gente?




Hoy no desperté más temprano, ni el día tenía nada nuevo. Así es que no fue sorpresivo que el gato me maullara para que lo acompañara a comerse sus pastillas de alimento de felino neomoderno y que se parara junto a la puerta del departamento para que se la abriera para bajar al parque. Tampoco fue sorprendente, aunque nunca me lo he podido explicar, que al sacar una taza del aparador recordara a Thomas Mann y sus obras: Los Buddenbrook, La montaña mágica, Muerte en Venecia, Doktor Faustus y más, sus maravillosos personajes: El hermano que había vivido en Valparaíso y tenía los nervios cortos, la amante florista de Thomas, madame Chauchat que daba portazos, el maravilloso Mynheer Peeperkorn que hace un discurso de despedida, antes de suicidarse, junto a una cascada cuyo torrente ensordecedor no permite que nadie lo oiga, y muchos más. Mientras echaba la leche sobre el café que me preparaba me pregunté otra vez: ¿Por qué justo al sacar, cada día, la taza del aparador, recuerdo a Thomas Mann?. Y otra vez, mientras volvía a mi cama, a tomar mi desayuno recostado en la semioscuridad del amanecer, no logré una respuesta.

Mirando a la nada, tomando sorbos de café con leche, o mordiendo el pan con queso, ya no recuerdo bien, oí un pajarito trinar sobre mi velador. El gato que ya había vuelto de su paseo por el parque y dormía, plácido, enroscado a mis pies, alzó la cabeza y estiró las orejas. Le pregunté, mientras tomaba mi teléfono personal: ¿Dónde está el pajarito?. No dijo nada, se quedó mirando a mi velador, después de un momento bostezó y volvió a esconder la cabeza. Abrí Twitter y vi la referencia que había trinado. Después vi los temas destacados. Uno de ellos decía: "#No+AFP". Me dirigí a esa referencia y encontré en mensajes de ciento cuarenta caracteres llenos de abreviaciones, faltas a la correcta ortografía y gramática, y otros recursos propios de esta herramienta, quejas tan difusas como el propio lenguaje utilizado e igual de plenas de ignorancia, sobre el sistema de administración de fondos de pensiones, que en general convergían a la convocatoria para el día siguiente, sábado, a una gran marcha nacional de protesta exigiendo el fin del modelo de Administradoras de Fondos de Pensión.

Desde entonces, y después de una serie de marchas a lo largo del país, verdaderamente multitudinarias, el tema de las pensiones excesivamente bajas y del derecho a una vejez digna de las personas que se han sacrificado a lo largo de una vida laboral siempre dura y agobiante se ha convertido en tema obligado.

Ese día, bajo la ducha, pensé que yo era una de esas personas cuya vejez quedaba sujeta a una jubilación miserable, equivalente a algo menos que la mitad de un sueldo mínimo legal. Algo más tarde, en el ocio del viaje a mi oficina, mientras observaba a las jovencitas universitarias, tan lozanas y lindas, a las viejas hoscas y gruesas, a los muchachones desgarbados y peludos, concentrados en sus aparatos celulares, a los viejos tristes y gastados (quizás como yo mismo), que miraban y juzgaban con severidad lo mismo que yo; pensé que si tenía una jubilación ridícula, con la que nadie podría vivir, era mi propia culpa. Siempre fui independiente, no tuve patrones sino clientes y sólo ahorré cuando tuve hijos a los que tenía que asegurar alguna protección de salud, para lo cual me disfracé de trabajador miserable por conveniencia. Después de muchos años, esos ahorros magros me permitieron la jubilación ridícula de que disfruto. Yo era la causa de mi propia desgracia. Así entre jovencitas bellas, viejos tristes, hombrones peludos y mujeres gastadas, me pregunté: “¿Y qué culpa tienen las administradoras de los fondos?”. Como yo sólo escribo, no soy experto y sólo barrunto que una pensión baja provendrá de un ahorro bajo o de un sueldo bajo o de la falta de previsión del afectado: Como en mi caso; decidí preguntarle a alguien más entendido.

Después de intentar introducirme en las series geométricas, en las polinomiales, en algoritmos de cálculo y más, me dijo: “¿Entiendes?”. “¡No!” respondí. En realidad no entendía nada, pero le tenía una fe ciega. Mi experto no me iba a engañar, así es que sólo le dije: “¿La culpa es de las administradoras de fondos? o ¿Es del modelo que inventó aquel personaje al que todos culpan e insultan en las redes sociales?”. Sonriendo, meneó la cabeza. “No es ni de las administradoras ni del modelo” dijo. “La culpa sería, en todo caso de la manera como tu personaje implementó el modelo”.

El entendido me explicó que el error había sido más o menos así: Se supone que una persona a los dieciocho años termina su educación escolar, en siete años más se prepara para ingresar al mercado laboral. Ingresa al mundo del trabajo a los veinticinco y trabaja cuarenta años antes de jubilar a los sesenta y cinco. Si ahorra durante esos cuarenta años un diez por ciento de su sueldo, tendrá ahorros suficientes como para vivir hasta los ochenta y cinco con un noventa por ciento de su remuneración. “¡Es fantástico!” dije, “pero ¿si pierde el trabajo y se queda cesante durante largo tiempo?”. “Le baja la jubilación” respondió, encogiéndose de hombros. “¿Y si su empleador le pone menos de un diez por ciento, porque el afectado se lo pide?”. “Le baja la jubilación”. “¿Y si el empleador le retiene su ahorro pero no lo deposita en la administradora?”. Se encogió de hombros: “Lo mismo”. “¿Y qué tan frecuente es que pase algo así?”. “Muy frecuente. Se estima que en los cuarenta años de vida activa laboral la gente ahorra no más de veintiún años”. “¡Asombroso!” dije. “Mas asombroso todavía, es que se estima que un trabajador debe financiar con sus ahorros hasta los ciento cinco años. ¿Te imaginas?”. “¿Y si eliminamos las Administradoras de Fondos de Pensión?”. “¡Ja!” se rio. “Eso sería como matar al cartero que te trae la noticia de la muerte de tu hijo”. “¿Cómo? ¿Por qué?”. “Porque no arreglas nada y puede ser peor”. “Pero en Francia, España, en los países desarrollados...” Me atajó y dijo: “Ahí los sistemas de pensiones de reparto, administrados centralmente por el estado, están colapsados”. “¿O sea que no hay solución?”. “Tal vez no. En especial en las sociedades modernas donde la democracia gobierna en las calles. Ahí las decisiones políticas se despojan de la razón y se ajustan a las emociones de las turbas: Las mismas que linchan al bandido que le robó la chauchera a la viejita. ¿Ves?”.

Me quedé un rato en silencio, pensativo. Por fin dije: “Tal vez por eso será que cada mañana empiezo el día recordando a Thomas Mann”. Ahora fue el turno de mi asesor para sorprenderse: “No entiendo... ¿Por qué?”. “Porque cada día la realidad supera más a la ficción” respondí. ”¿Por qué?”, insistió. Dije: “Thomas Mann relata historias que pueden ser trozos de la realidad: No hay fantasía en ellas; sin embargo, de repente surgen situaciones o personajes que estallan en una magnífica ilusión casi pura, como Mynheerr Peeperkorn cuyos discursos eran más o menos así: «Señores y señoras... Bien. Todo va bien... ¡Archivado! Tengan ustedes, sin embargo, a bien considerar y no perder de vista un solo momento que... Pero sobre este asunto, ¡chitón...! Lo que me incumbe manifestar es, al menos, eso: ante todo y en primer lugar que tenemos el deber, que lo más inviolable... No, no, señoras y señores, ¡no es así! No es así... que error sería por parte de ustedes, pensar que yo... ¡Archivado, señoras y señores! Perfectamente clasificado. ¡Sé que estamos de acuerdo sobre eso; por lo tanto, a los hechos!» y nunca decía nada, aunque el tono del discurso era tan cautivante que todos creían haber oído ideas en extremo importantes”.

Kepa Uriberri