El acuerdo social se construye sólo muy lentamente
«L'État, c'est moi»: ¡Cuánto poder real habrá acumulado "Le roy soleil" en su mano, en su palabra, en su voluntad, para que haya dicho la frase en cuestión, o la haya sugerido! Es tan fuerte ese poder que su figura ha quedado indeleblemente asociada al significado de ésta. Se requiere, para ello, un acuerdo tan fuerte de cesión de derechos, voluntario u obligado, en forma de abuso gracioso, para que una sociedad entera fuera incapaz, incluso más allá de su muerte de oponerse a ese poder, que sólo pudo contrapesar una de las revoluciones más trascendentes de la historia moderna, casi ochenta años después de su deceso. En fin, esto sólo demuestra que la construcción de acuerdos sociales se produce muy lentamente.
¿Cuanto demoró el degradado imperio ruso en caer despedazado en la revolución de octubre? Quien haya leído Ana Karenina de Tolstoi, o Los hermanos Karamazov de Dostoievski, podrá ver que la sociedad rusa estaba ya corrompida, para la década de los setenta del siglo diez y nueve, hacía un buen tiempo. Ambas novelas y muchas otras, incluso anteriores, lo advierten ya en su prosa.
A veces resulta ilusorio el empeño de algunos que pretenden cambios inmediatos a través de protestas y acciones de presión que llegan incluso a la violencia. Los acuerdos sociales nunca son fruto de una manifestación o de un golpe violento y conciso. Ni siquiera los golpes de estado dictatoriales de extrema fuerza lo logran. Estos sólo reprimen y retardan discusiones que a la largan vuelven a surgir su curso hasta su maduración definitiva. Quisiera poner un ejemplo que puede escandalizar a algunos y que hace algún tiempo pudo escandalizar a muchos: Hace algunos días un científico, en un laboratorio logró producir vida de modo totalmente artificial. La noticia pasó sin casi ninguna notoriedad. Hace un par de décadas, posiblemente habría producido graves discusiones en el ámbito ético y moral. A partir de este hecho, sin duda ninguna, vendrá el momento en que la ciencia devenga a la producción de seres humanos perfectamente programados, y empuje lentamente a la sociedad a la legislación de acuerdos, hasta que el hecho sea una forma cotidiana de reproducción asexuada y cómoda. ¿Por qué no? ¿No será, acaso, un solución para quienes no pueden procrear naturalmente? ¿No permitirá, por fin, el añorado anhelo humano de separar el placer del sexo de la cuestión reproductiva? Será, por fin, el punto de inflexión que permita alcanzar, a la mujer, la plenitud de sus derechos reproductivos y quizás si zanje, de modo definitivo, la discusión sobre el aborto y la contracepción.
La sociedad actual no lo aceptaría porque no hay un lento proceso de entendimiento, proposición, escándalo, discusión, adopción de facto y legislación. Cada proceso social sigue esta trayectoria, lentamente, como un curso de agua más o menos torrentoso o calmo, dependiendo de cada caso. ¿Quién pudo adelantar que la familia humana terminaría fragmentada, desvirtuada y marginada de los procesos legales, para asirse a la decisión libre de sus miembros? En mi país, a modo de ejemplo, en un año, los matrimonios celebrados decayeron a un cincuenta por ciento, sin embargo, las uniones de hecho, aumentaron en más que el crecimiento vegetativo de la población. La permanencia de la estructura familiar tradicional ha decaído violentamente. Recuerdo, de niño, haber recibido la reticencia de mis padres respecto de amigos, hijos de padres separados, mientras hoy, muchos niños nunca han tenido una familia formal. ¿Cuándo cambiaron estas costumbres?: Lo hicieron muy lentamente en el tiempo, tanto que de pronto, sin darnos cuenta, hay otras nuevas, que se aceptan con naturalidad. En algún momento sucedió y fue necesario decantar la nueva costumbre en normas sociales: Ley de divorcio, legitimación de hijos, protección y más. El matrimonio, en tanto, lentamente se extiende como un anhelo de parejas homosexuales, que poco a poco van ganando terreno en este sentido.
Me reconozco un decidido defensor de la vida. Siento que el aborto es una aberración criminal. Sin embargo es un hecho social que lentamente va superando el entendimiento, ha estado plenamente instalado en la fase propositiva, promoviendo sus necesarios escándalos y discusiones. Muchos lo van adoptando de facto y hay sociedades que ya lo han reconocido como una cuestión que requiere legislación. Particularmente, yo mismo, he llegado a reconocerlo como un sentimiento personal sostenible, pero jamás defendible como un absoluto. Lo mismo sucedió antes con el divorcio, sucederá con la eutanasia y la eugenesia, quizás también con derechos que hoy nos parezcan tan absurdos como el del suicidio y quizás otros más sorprendentes. Una gran cantidad de estos procesos resultan calmosos, es decir, que no mueven pasiones tormentosas. Otros sí. En general aquellos que resultan en situaciones colectivas, suelen derivar en su proceso natural de aceptación y adopción en procesos violentos y revolucionarios, como son las formas de administrar el poder, de distribuir los bienes y otros. En la reflexión sobre el devenir de los acuerdos sociales, de las más diversas índoles, ya sea éticos, morales, económicos, o políticos, en un proceso tan largo como la vida completa, he llegado a encontrar la necesidad total de tolerancia, que reconozco cuesta asumir, como para aceptar todo como posible acuerdo de las sociedades, como acuerdo respetable. Quizás el esfuerzo de comprender que muchos piensen y practiquen costumbres diferentes, que pueden parecer inaceptables por liberales o conservadoras, por radicales o relativistas, me lleve a pensar, en lo posible y con esfuerzo, desde una equidistancia necesaria para el respeto. Al analizar, sin pasión, los procesos sociales me parece verlos construidos a base de tupidas redes de pequeñas fuerzas virtuales que empujan y tiran de frágiles acuerdos, logrando pequeños desplazamientos de ellos en uno u otro sentido. La componente final de todos esos pequeños esfuerzos y todos esos desplazamientos virtuales es el gran acuerdo social, nunca estático, siempre variable, pero muchas veces más rígido que lo que tantos quisieran. Ese vector definitivo de cada instante, apunta en el sentido del avance social y permite avistar su proyección.
Una parte, quizás sustantiva, del esfuerzo que mueve y acelera o frena lentamente el progreso social en cualquier sentido, está dado no por un afán de alcance, sino por un esfuerzo de desprestigio o destrucción, ya sea moral o física, de la componente antagónica. A veces es la forma más efectiva, pero creo que siempre es la más perniciosa y me atrevería a decir desleal en relación a la sociedad toda. Este tipo de esfuerzos, además, genera el vicio de la respuesta idéntica antisimétrica: Si se utiliza la fuerza física para sojuzgar, se genera la contrareacción liberadora, produciendo espirales de violencia y destrucción social. Del mismo modo, si se utiliza la descalificación y marginación moral, la fuerza de reacción será de validación alternativa cuyo resultado son las luchas de grupos y clases de la que resultan componentes que tienden siempre a la diametralidad y al freno, hasta el avasallamiento de la fuerza antagónica en procesos siempre violentos. La resultante de estos procesos es menor a la suma de las partes. En este sentido, más que en ningún otro, estimo que siempre es más fructífero un proceso acordado, pacífico, de renuncia negociada, que otro avasallador cuyo resultado es la victoria sobre la fuerza oponente. Dos fuerzas diametrales producen una componente igual a la sustracción de una respecto a la otra, pudiendo llegar al freno total y a la acumulación de potencias en desacuerdo, mientras que otras que presentan componentes comunes, pueden anular diferencias y a la vez producir avances en el sentido de sus acuerdos, por menores que sean.
Lanzando la mirada sobre la gran sociedad global, no es difícil encontrar puntos donde la intolerancia genera procesos diametrales. Casi siempre, estos nacen de un afán centrípeto y egoísta, que mira intereses centrales. Hoy en día es fácil destacar dos. Ambos raciales. Tal vez estos sean los más difíciles de acordar. Para que palestinos y judíos cesaran en su pugna, la geografía en disputa debería estar poblada sólo de judíos o de palestinos. Salvo que ambos lucharan por privilegiar los componentes que los acercan y pueden producir comunidad. En caso contrario, como los palestinos no pueden ser judíos, la única solución sería el avasallamiento que redundaría en la expulsión del grupo más débil, produciéndose así la resultante sustractiva del conflicto. Al otro lado de la bola global, comienza a crecer, como si fuera la maldición de la sociedad angloamericana, la intolerancia racial de los grupos minoritarios o socialmente más débiles. La génesis profunda es la misma que la del conflicto judiopalestino: La intolerancia de las componentes sociales propuestas por la presencia de las comunidades hispanas. La resultante es una fuerza diametral e intolerable: la ley SB-1070. Su sentido centrípeto deja sin alternativa al acuerdo social. La solución que abarque a toda la sociedad requeriría que los hispanos fueran anglos o que fueran anulados. La otra alternativa en ambos conflictos es la pugna violenta y perniciosa para toda la sociedad.
Hay otro ejemplo, que tengo cercano, a partir del bicentenario que se acerca. Nuestra Iglesia ha propuesto, como quien saca castañas con la mano del gato, que se dicte una ley de indulto como parte de los festejos merecidos por los doscientos años de independencia. Propone, que si la sociedad toda cumple dos siglos de libertad, este indulto alcance a todos, sin exclusión, de modo que pueda indultarse, según ciertos parámetros de clemencia no sólo a quienes cometieron delitos comunes, sino también a quienes transgredieron los derechos humanos de las personas, cuando su avanzada edad, o estado de salud precario, y más, lo aconseje. Echa mano, nuestra respetada Iglesia, de su autoridad moral para este consejo al gobierno, con lo que carga las espaldas de este, con graciosa calma. El ministro del interior, acosado por la oposición y por quienes fueron afectados por el avasallamiento de sus derechos esenciales durante la dictadura, creyó y dijo que la Iglesia en ocasiones se metía en cuestiones que escapan de su ámbito. El cardenal fue duro en su respuesta, llegando a declarar que ningún gobierno amedrentaría la acción de la Iglesia, mostrando, por debajo de la sotana, sus denarios con la cara del César y la mano del gato. Es que como quien indulta no puede ser la Iglesia, ni el parlamento, sino el presidente de la república, aparece éste último vestido de improviso, por mano arzobispal, de elegante gato. En fin, el gobierno no puede decir que "No", la iglesia no puede indultar, los políticos se dividen entre los que quisieran favorecer a quienes en el pasado sacaron las castañas por su cuenta y los que se escandalizan con la idea de indultar a quienes cometieron delitos que transgredieron los derechos de las personas y los afectados por aquellos delitos se horrorizan con razón, lo mismo que hacemos muchos otros. La diferencia de este caso, está en que no hay tiempo para que el acuerdo social madure muy lentamente. Siendo así, todas las posturas tiran para lados diferentes y contribuyen sólo a eventuales rompimientos. Quizás también ayude a producir algún avance en algún sentido, muy lento, pero rumbo a un futuro más abierto y promisorio.
Para estos conflictos, para muchos otros y en especial para la mayoría de los grandes conflictos sociales, el gran gestor es el mismo que comenzó a impulsar la gran primera revolución moderna que puede resumirse en la primera frase de esta reflexión: «L'État, c'est moi», que refleja la gran acumulación de poder, que sin importar el régimen, todos los sistemas de convivencia humanos van produciendo en su acuerdo social, muy lentamente.
Kepa Uriberri