¡Absalón Absalón!
Las lecturas y comentarios literarios se me van encadenando de manera automática, enlazados a algún tipo de sincronía cuya energía de movimiento no es caótica, sino que sigue algún artilugio que determina una cobertura que ya, ahora, ha llegado a sorprenderme. Casi creo que hay un tipo de determinismo, del cual no se puede escapar: Es la sincronía universal, donde, por algún motivo que inexplicable, todo se engrana. Escribí de Borges y su Aleph, que de seguro él mismo descubrió en La Araucana de Alonso de Ercilla y Zúñiga: ¡Qué mágico ojo! Pero Borges era metafísico, no mágico, contra el impulso literario de su entorno en América. Apareció, por la magia, o más por la maravilla de la realidad americana, lo real maravilloso de Alejo Carpentier, mucho menos conocido que lo que merece. En ese momento, cuando hacía aquel comentario, Vargas Llosa recibió el Nobel de literatura y me empujó a leer La casa verde y así, como quien cavilara las lecturas, como si fueran producto de digresiones personales, empujadas, muchas veces, por algún engranaje externo inesperado, fui derivando de uno a otro. Llegué a Bolaño, que quería ser Borges. No sé si lo quería él mismo, o lo querían sus amigos. Me recordó, su Bibiano, a un homónimo, que fue acusado de tener vocación de admirador y me ocurre lo mismo con Echeverría. Bolaño inicia su Estrella distante con una cita falsa de Faulkner. La obsesión, algo casi natural, me llevó a escarbar la obra de este autor, sus entrevistas, citas notables, grandes citadores que lo citan, curiosos que lo consultan y mucho más. Sólo puedo decir que hasta ahora no encontré la cita, salvo la amplia constatación de que es citado por Bolaño con aquella frase que ya se le endilga, sin haber pruebas de que la haya dicho o escrito. Tal vez haya sido mejor. O quizás era la necesaria sincronía, para descubrir alguna entrevista y opinión de Faulkner, un cuento en formato de carta a su amigo Anderson y más. El cuento que envía como una carta, a Sherwood Anderson, es una muestra de que Faulkner es un precursor de lo real maravilloso, que a través de Carpentier, después, se difunde en la literatura latinoamericana. En busca, siempre, de la frase perdida o falsa, me encuentro hurgueteando ¡Absalón Absalón! cuyo título, demasiado poderoso quizás, lo había marginado de la lectura ante la alternativa de El sonido y la furia o Santuario, Mientras agonizo y otros del autor. Resulta extraño cómo cierto modo de pensamiento que no se maneja, pero que es raciocinio de algún nivel primario, empuja a veces a decisiones cuyos argumentos nunca llegamos a conocer cabalmente. Federico García Lorca, uno de los poetas que más aprecio, tiene un bello romance, llamado Thamar y Amnón, que jamás leí hasta hace un par de meses, cuando buscaba de manera loca y sin sentido ninguno, en relación a una novela que voy hilvanando, sueños con pájaros. Entre otros, me llama la atención una frase del poema de García: «Thamár estaba soñando pájaros en su garganta al son de panderos fríos...». La potencia del título, algo mágico escondido en el nombre bíblico de sus personajes, me había mantenido al margen de este poema magnífico, último del Romancero Gitano. También la obsesión, me llevó por su camino, entonces, hasta llegar al libro segundo de Samuel, donde leí el mito de Thamar y Amnón y la venganza de Absalón, hermano de Thamar y medio hermano de Amnón. Fue preferible que las cosas, en su rara sincronía, se dieran del modo que sucedieron. Fue, sin duda ninguna, un mejor regalo haber leído Thamar y Amnón en relación a una compulsión personal, que me condujo a Absalón, a quien iba a encontrar, a poco andar, de la mano de Faulkner, justo en un entorno de lecturas que me han hecho adentrarme en el análisis del realismo mágico de la literatura americana y sus descendientes putativos, como Bolaño, a quien habrá que agradecer el retorno a Faulkner. Ya he hablado, antes, de la pedantería de Bolaño y de su afición por hablar mal del resto de los escritores, especialmente de sus compatriotas, y quizás por esa cosa rara que hace que uno jamás vea acacias en las calles, hasta que sorprendido de su ausencia en una ciudad que en algún momento estuvo llena de ellas, se encuentra con alguna; y la pondera, la admira por un momento, le roba una ramita de hojas, de esas que sirven para sacar la suerte así: "Me quiere, mucho, poquito, nada, me quiere..." y después sigue contento de la nostalgia que esa única acacia nos ha regalado. Entonces viene la extraña magia: Un par de cuadras más allá hay otra acacia, ejemplar raro entre plátanos orientales o jacarandás y después de unos metros hay otra más, y al frente: una gran plaza, llena de frondosas acacias; y luego nos pasamos días y días encontrando todas las acacias perdidas. Sí, por esa cosa rara, encontré un breve párrafo, en un artículo, donde Borges habla mal de Sabato y para complemento, una anécdota de Antonio Skármeta cuando conoció a Borges y éste por eso tan agrio de su carácter, al saber que había escrito Ardiente Paciencia, que se hizo famosa como Il Postino, o El Cartero de Neruda, le dijo: «¡Ah! sí. En Chile dos poetas han ganado el Premio Nobel; una de ellos era buena». Borges gustaba de hablar mal de los otros escritores: En eso se parece a Bolaño. Pero no sólo Borges hablaba mal de Sabato. Cortázar dijo, en una carta a Porrúa, su editor, referida a la reciente publicación, en ese momento, de Sobre héroes y tumbas: «Lo que hay que hacer es denunciar a gritos esa "seriedad" de pelotudos ontológicos que pretenden nuestros escritores» y en seguida agrega: «... nos leímos la novela de Sabato. Mi impresión es que el hombre está completamente piantado (chiflado). Le ha salido una especie de folletín, pero sin el interés de un buen Ponson du Terraill. Me asombra que una punta de amigos porteños me haya dicho que se trataba de "un libro importante". La importancia en la Argentina se está poniendo irrespirable». En fin, parece que es frecuente que los escritores latinoamericanos se despellejen a placer, unos a otros. En Faulkner por su parte, a pesar de la abundante información encontrada y examinada, no encontré una sola letra en que hablara mal de otros. En alguna entrevista le preguntan, por ejemplo: ¿Lee usted a sus contemporáneos?, y en vez de lanzarse al pescuezo de sus colegas responde: «No; los libros que leo son los que conocí y amé cuando era joven y a los que vuelvo como se vuelve a los viejos amigos: El Antiguo Testamento, Dickens, Conrad, Cervantes... leo el Quijote todos los años, como algunas personas leen la Biblia. Flaubert, Balzac -éste último creó un mundo propio intacto, una corriente sanguínea que fluye a lo largo de veinte libros-, Dostoyevski, Tolstoi, Shakespeare. Leo a Melville ocasionalmente y entre los poetas a Marlowe, Campion, Jonson, Herrik, Donne, Keats y Shelley. Todavía leo a Housman. He leído estos libros tantas veces que no siempre empiezo en la primera página para seguir leyendo hasta el final. Sólo leo una escena, o algo sobre un personaje, del mismo modo que uno se encuentra con un amigo y conversa con él durante unos minutos». No sólo me gusta Faulkner; me gusta su forma de enfrentar la vida y la lectura. Brevemente recuerdo el mito y la trama argumental de ¡Absalón Absalón!, tomada de aquél: Amnón, primogénito del rey David, se enamora de su media hermana Thamar, hermana de Absalón tercer hijo del rey, y la desea con desenfreno. Aconsejado del propio hermano del rey David, Amnón tiende una trampa a Thamar y la hace suya por fuerza. En la novela, el drama se va presentando sólo muy lentamente. La forma de presentación me va recordando, siempre, a Vargas Llosa. Faulkner, no obstante, tiene un relato más claro, en el cual estructura grandes tramos secuenciales. Mientras Vargas Llosa es más fragmentario. La aparición de Sutpen en la escena es curiosamente similar a la de Anselmo en la Casa Verde. Ambos vienen de algún lugar desconocido, por motivos desconocidos y construyen su casa, mágica, en el lugar. De alguna manera, la casa construida se transforma en un polo poderosísimo en la trama. Uno construye en los arenales de Piura, y el otro en la ciénaga de Mississipi. El carácter salvaje de ambos se parece, aun cuando uno construye una casa de remoliendas y el otro busca posición social y reconocimiento. Pero ambos establecen su ley. Dentro del estilo costumbrista de los paisajes sociales de los dos, hay una fuerte carga hacia la pintura criollista, al comportamiento de la sociedad. Más allá de la trama de una y otra historia, en ambos casos se está cabalgando sobre el costumbrismo, en un lugar suspendido de la visión cósmica del autor. Es tanto así, que uno tiende a pensar, sólo porque hay diferencias estilísticas indesmentibles, que son diferentes autores, pero que sin embargo, si Faulkner hubiere sido peruano, quizás Sutpen hubiera construido la casa verde en aquellos arenales, como su mansión y Vargas habría actuado a la inversa. Pero hay todavía más: El condado de Yoknapatawpha me recuerda a Macondo. Claro está que en ambos casos estos lugares cosmogónicos son de espectro más amplio que una sola obra. En ambos autores, García Márquez en Macondo y Faulkner en Jefferson, el pueblo del condado donde se desarrolla la historia, están surcados por la guerra y la sociedad militar. Todos los hombres van a la guerra, donde quedan para siempre marcados por el fracaso y la derrota. El país completo, en la mirada de Faulkner, queda fracturado para siempre. El norte vencedor, de gente superior y triunfante, y el sur fracasado, destruido, atravesado para siempre por los fantasmas de la segregación, de la riqueza perdida, de las costumbres irrenunciables. En el sur, en Yoknapatawpha, en la ciudad de Jefferson, sólo les queda la dignidad feble, que luchan por sostener. En medio del ambiente de crisis social que comienza con la guerra civil, se va desatando el drama de los Sutpen, que Faulkner relata a través de varios narradores, cuyo relato se desarrolla en la forma de conversaciones de personajes que vivieron el drama o que lo conocen, a su vez, por testigos de aquella época. De esta manera, el lector va conociendo la historia de modo fragmentario, como si fuera un gran puzzle que se va armando pieza a pieza, con las distintas narraciones, que siguen secuencias cronológicas por tramos, pero donde cada pieza del mosaico completo no es descubierta en secuencia temporal estricta, sino de acuerdo a un plan dramático, donde el autor va reservando piezas claves de manera que el lector sólo hacia el clímax planificado, finalmente, puede comprender el panorama total. De algún modo este es un recurso recurrente en Faulkner: En Mientras agonizo, donde también, pero de otra forma, se echa mano del narrador múltiple, de modo que cada uno carga una historia, la trama central queda oculta hasta el desenlace, como si la novela fuera un cuento largo, cuyos componentes se van torciendo hasta hacerlos converger en el desenlace sorprendente, donde la mujer que agoniza, al fin muere y el lector descubre que el marido la cambia por una nueva, una plancha de dientes y un gramófono pequeño. En Santuario, como en Absalón, también la trama se va develando de manera fragmentaria, a ratos parece absurda, oscura, hasta que al final se descubre que el contrabandista de licor ha violado a Temple Drake con una mazorca de maíz; del mismo modo que en ¡Absalón Absalón! por fin se llega a descubrir de hecho, lo que se sospecha y se elucubra, desde que Sutpen repudia a su primera mujer, que ésta y por tanto su hijo, que encarna al Amnón en la tragedia bíblica, tiene sangre negra y que Enrique, su hermanastro, el Absalón de las antiguas escrituras, lo asesina no porque pretende casarse con la hermana, sino porque no puede aceptar que lo haga teniendo sangre negra. El autor tiene un fuerte sentido de la importancia de las castas sociales del sur de los estados unidos, que queda intensamente reflejada en esta novela. La motivación de Tomás Sutpen para construir el mundo que construye para sí y su familia, está motivado en la diferencia instintiva entre el negro y el blanco. Pero va más allá de esta, cuando descubre que no sólo hay diferencias entre ellos, sino también entre el blanco y el blanco; pero, sin embargo, el blanco puede llegar a saltar sobre esa diferencia, mientras el negro no. Una escena crucial de la novela, que supone el disparador de toda la trama, muestra a Sutpen, de niño, blanco y pobre que lleva un recado al dueño de la plantación. Él va por la puerta principal. Ahí el mayordomo negro, impecablemente bien vestido, lo detiene y le dice que debe ir por la puerta de servicio. Es brutal la diferencia entre el negro y el blanco, pero también entre ambos blancos: El dueño rico, el negro educado, sirviente y esclavo, y el niño blanco, pobre y rudo. Entonces el niño blanco, humillado por el negro esclavo, decide saltar el abismo y construir un imperio personal. Toda la obra de Faulkner, que influye en la forma del relato que desarrollará Vargas Llosa, en la puesta en escena y cierta cosa casi barroca de García Márquez, en la abundancia de elementos de las estructuras de Carpentier, y en el manejo de la narración de todos ellos; está surcada de cierta truculencia que más tarde es heredada por muchos escritores angloamericanos, por su cine de suspenso, y casi por toda la cultura literaria de norteamérica. No obstante tiene cierta maestría en los matices, en algo que flota entre la acción narrativa y el carácter de los personajes, que casi no se puede mencionar con otra palabra que no sea magia, y que no llegó a los norteamericanos. Mientras leo la novela, sucesivamente van adquiriendo casi un estatus material, tangible, primero Sutpen, luego Rosa Coldfield, más tarde Elena Coldfield, su hija Judith, también el medio hermano y por fin, hacia la conclusión de la novela, Enrique, el hijo de Sutpen, quizás a través de su ausencia y su aparición postrera, lo mismo que Clite, también hija de Sutpen con una esclava negra. Todos ellos se van revistiendo de esa extraña magia y a la vez construyen algo que va más allá de la historia narrada, que es una visión del sino sureño en los estados derrotados en la guerra civil, que conforman el carácter diferencial de la gente que aquí ha sido destilada en Yoknapatawpha y sus habitantes, tanto en ésta como en las demás novelas del autor. Finalmente debo decir que en mi itinerario de lectura entraron, ahora, varias novelas del viejo Faulkner, algunas de ellas ya leídas y repasadas. Este es uno de esos autores con el que uno se encuentra y conversa con él, como con un amigo, tal como él mismo lo dice. Kepa Uriberri |