Una tarde cultural

Abro mi casilla de correo personal; esa que va a mi nombre y no con el seudónimo que utilizo para firmar cuando me transformo en el señor Hyde literario. Suele haber ahí mucho spam, que me empeño en recibir y borrar, por una cuestión de principios: Odio que alguien más decida qué debo recibir y qué no, de modo que nunca uso filtros y siempre decido uno a uno que correo vale y cuál se rechaza. También hay correos de amigos, del banco, relaciones sociales intimas, formales, indeseadas, en fin. A veces, sólo pocas veces, llegan a esta casilla invitaciones a concursos y premios literarios, ya que alguna participación previa me hace candidato a una nueva versión. En esta ocasión, entre correos de reclamo de mi hija que se encuentra en Canadá y me exige que me comunique: ¡ya!, encuentro uno de un remitente que no conozco y cuya referencia, sencilla, dice sólo "Invitación". Antes de tomar ninguna decisión, examino la casilla del señor Brodsky, quien remite: Pertenece al Consejo de la Cultura. Abro, entonces, el correo: Esperan contar con mi presencia en la Ceremonia de entrega de los Fondos de Cultura, en los que estoy postulando a una Beca de Creación Literaria.

Me reconozco tímido. Suelo no participar de estos eventos, que se hacen tan masivos, tan llenos de figurines y figurones, de artistas semi conocidos, de caras tristes; de lindas actrices de teleseries, que de seguro son tan diferentes a sus papeles en pantalla, y muchos, muchos desconocidos, como uno mismo, que deambulan como pollos en corral ajeno esperando que se cumplan los protocolos ignorados de la ceremonia y quizás sus sueños. Algunos se refugian en grupos de conocidos, donde conversan en voz muy alta, como para afirmar su posible importancia, fuman, comen y toman a placer: Son los iniciados, los conocedores, los cófrades de siempre. En fin, yo, que soy un solitario, prefiero no ir. Mientras pienso en estas cosas, me digo: "Como sea, la invitación, en todo caso, ha de significar que me otorgaron la beca que solicité". Sin embargo, de inmediato rectifico mi apreciación: "No necesariamente. Quizás han invitado a todos quienes postularon a algún fondo". Es que muchos invitados no llegan, y el riesgo de invitar a unos pocos es el fracaso del evento. Esta duda tuvo la virtud, después de varias vueltas por el pensamiento, de inclinar la balanza.

La ceremonia era en una de las cumbres del cerro San Cristóbal, en la plaza Antilén, desde donde se divisa el sector oriente de la ciudad, con sus edificios elegantes y modernos, y se accede por un sector fino y tradicional de Santiago, donde pequeños busecitos van subiendo por turnos a una cantidad enorme de público que no sospeché que hubiera. Además, otros muchos suben en sus vehículos propios, de modo que al llegar a la plaza, ésta está repleta. Pero, como a veces soy afortunado, llego justo cuando los mozos parten cargados de bandejas con bebidas y otros con pequeños sandwichitos, todo lo cual alegra el ánimo. Rápidamente me hago de una copa de pisco sour, espirituoso e industrial, y alcanzo a comer dos pequeños pancitos con alguna pasta casi picante y sabrosa. Los mozos desaparecen entre la gente y me encuentro solo en medio de la multitud, con un trago en la mano. Entonces me desdoblo, por un breve instante, y me miro desde la distancia: ¿Soy un ancianito ridículo, tomando solo, en medio de la multitud, con aspecto perdido?. Me imagino a mí mismo como ese viejo actor cómico inglés, que no voy a nombrar por pudor personal, que solía representar estos papeles.

Al centro de la plaza hay una enorme pelota plástica, transparente, dentro de la cual se ha instalado un proscenio, varias pantallas que exhiben íconos y lemas, equipos de sonido que difunden música ensordecedora, y en un rincón una mesa con un pequeño conjunto de trofeos. Me digo que esa veintena de figurillas de acrílico no alcanzaría para los cientos de fondos aprobados, con seguridad más de un millar. Por su parte, las sillas instaladas frente al proscenio, que calculé en torno a las ciento cincuenta, estaban cubiertas con un paño albísimo, que me hizo pensar que quizás no cualquier culo de poca alcurnia podría posarse, honradamente, ahí: Me imaginé sentado en una de ellas. Veía llegar junto a mí al gran poeta Z, premio nacional de literatura, que me decía, con el inconfundible gesto de su cabeza calva y los ojos enormes, que lo hacen tan igual y tan distinto a mis hermanos: "¡Perdona! Estas sentado en mi silla, ¿podrías hacerme el señalado favor de levantarte de inmediato?". Incluso después de terminar de decirlo, el bailecito de su cabeza, donde cabrá tanta poesía, seguía insistiendo persistente. Me vi avergonzado, devolviendo lo robado. Z sacudía la indignidad que había quedado adherida al asiento, con un pañuelo tan albo como el propio forro protector del tapiz de la silla. Estos pensamientos admonitorios a veces son proféticos. Lo comprobaría dos veces durante la tarde.

Mientras pensaba esas cosas, veo a tres jóvenes, bonitas, vestidas elegantes, peinadas con esmero, con carpetas rojas, papeles, y más en las manos. Evolucionan de un lado a otro en el interior de la pelota plástica. A ratos se juntan, conversan, anotan, miran sus apuntes, comparten datos, ríen y siguen revisando las instalaciones; arreglando detalles del acto que luego se llevará a efecto y que presidirá el propio ministro de cultura, el señor L.C. Ellas se ven contentas; todo ha salido bien hasta aquí. Incidentalmente, de repente, se juntan a conversar a un paso mío. Hago un esfuerzo para vencerme y decido preguntarles: "¡Hola! Quisiera saber ¿cómo es la organización de la ceremonia? ¿quiénes recibieron invitaciones? y más". Una de ellas sonríe alegre, me pone su manito en el brazo en que tengo la copa casi vacía y dice: "Es todo confidencial; pero está lleno de sorpresas. Tómate otro pisco sour y espera. ¡Va a estar todo muy bueno!". "Sí, me imagino" respondo, "pero, por ejemplo, toda esta gente: ¿somos los favorecidos con algún fondo de cultura?". "Confidencial" mueve la cabeza, "pero tómate otro pisco sour. En serio. Hay sorpresas muy buenas para todos". "Y, también" insisto, "estas sillas tan blanquitas, ¿son para la gente más cultural? (subrayo "más cultural" para que se entienda el sentido), porque a juzgar por la cantidad de gente que hay, no alcanzan para todos". "Bueno, en realidad, no pensamos que iba a venir tanta gente. El año pasado apenas si vino público. Pero no. Aquí son todos iguales. No hay lugares reservados". Entonces le expongo mi visión: "¿No va suceder que este sentado en una silla y, por ejemplo, venga el poeta Z y me haga levantarme, dejándome en ridículo ante toda la gente?". Se rio de la idea, pero enfatizó: "¡No!. No debería suceder. Tú tranquilo. Tómate otro pisco sour". Las tres se alejaron, riendo y comentando, a revisar otros aspectos de la organización.

Mi copa ya estaba vacía. La dejé encima de una mesita que había instalada sobre el pasto de la plaza y no quise buscar otra, por temor al efecto del alcohol. Es que sin dudas la ceremonia terminaría ya caída la noche y tendría que caminar muchas cuadras por calles solitarias para llegar al metro que me llevaría a mi casa, incluso debería atravesar un puente, oscuro, sobre el río Mapocho, de fama, al menos, no santa. Recordé al lobo estepario de Hesse y la calle tenebrosa, con el cartel elusivo de letras de oro: «Teatro mágico. Entrada no para cualquiera. No para cualquiera. ¡Sólo para locos!».

Deambulé entre la gente, reconociendo mi previsión: Por ahí estaba el fotógrafo L.P. que conocí hace muchos años, cuando yo mismo me dedicaba a eso; me hablo de sus muchos éxitos, su peregrinaje por el mundo; ¡No! ¡Mentira!, su peregrinaje por todo el universo y también por Chile con su exposición sobre los mapuches vistos con otra mirada. L. es un enorme fotógrafo. Su problema, en cambio es una cierta inseguridad que lo lleva a extremar su autorreferencia; pero por fin, es un buen tipo. "¿También tienes un proyecto fotográfico?" me preguntó. "No. Una aventura literaria" dije. "¡Ah!" se recordó, "vienes como Elgato Pardo". Me dio ternura ese recuerdo. L., tan autorreferente, me demostraba un recuerdo emotivo inesperado. Ni yo mismo recordaba ese seudónimo con el que escribía, ya en esa época tan pretérita, en una revista del club fotográfico en que compartíamos. Al fin miré el aspecto gordo y pequeño de L., tan gordo que los ojos quedan casi ocultos, con simpatía. También vi al escritor G.C., al actor R.B. a P.S. del grupo C, con esa mirada que parece siempre sorprendida tras los anteojitos redondos y también a tanto otro famoso, famosito, algún figurín o figurón y así. Entre todos los muchos presentes que luego excederían con creces las sillas albas, instaladas en la enorme pelota plástica, veo a una mujer joven, preciosa, morena de pelo muy negro, boca justo gruesa que la hacía muy sensual, suficientemente alta para conseguir un aspecto flexible y atléticamente tenso. Su rostro me resulta evocador: Se que es alguien, aunque no fuera nadie. ¿Será porque me gusta?: ¡Quizás!. Sigo ramoneando entre la gente, pasada ya, casi una hora desde que llegué y de pronto evalúo si habrá tenido algún sentido venir a dar vueltas solo y tal vez para nada. ¿Y si me trago una tarde negra, un discurso largo, una tediosa exposición de un ministro nuevo, una cuenta de una directora repleta de números sin valor y eso? Pero ya es tarde. Tendría que ir cerro abajo, en la penumbra de la noche que caía, entre perros vagos y oportunistas de lo ajeno: Es claro que no me puedo ir. Ahí va, sola, de rojo, bellísima, C.M. ¡Qué mujer tan preciosa! Hace unos días la vi en un programa de televisión ajeno a su rol de actriz; simplemente una persona común, sometida a la tensión de mostrar su propia cultura sin trampas, sin maquillaje, nada: Ella y su interrogador. Ahí era sólo una mujer y me encantó. Ahora, me distraje viéndola perderse en la multitud.

Otra vez veo esos ojos enormes, la boca sensual, el porte perfecto; una mujer plena, magnífica: ¿Me miró? o ¿sólo paseaba, distraída, la vista, mientras conversaba con sus amigos?. De nuevo me ronda una idea rara, evocadora: Se parece a alguien. Disimuladamente la miro, la examino y de pronto superpongo varias imágenes. Son de una niña, de su mamá, de varios años, y el resultado al trasluz de todo eso es esta mujer: ¡Claro! ¡Por supuesto! es la hija de la S. Decido acercarme y saludarla, pero recuerdo entonces mi experiencia con Oyarzún, que no era Oyarzún sino Lutero Leiva y detengo el paso. Pero después de un instante lo reanudo y me digo: "Lo primero que tengo que hacer es preguntarle si ella es ella y si no lo es le pido disculpas: ¡Eso! ¡Nada más!". Así lo hago, me acerco y le digo: "Discúlpame, ¿tal vez tú eres la C.A.?". "Sí. Y tú eres José Malgrite" me responde con una suave sonrisa tan linda como ella misma. "Lo que pasa es que ahora soy una mujer grande". En fin, no voy a aburrir con detalles, sólo diré que recordamos a su mamá, la patagua del patio de su casa que se veía desde la ventana de la mía, y esos fragmentos de memoria menores que dan tanto sabor a las evocaciones. También me preguntó si estaba aquí por algún proyecto fotográfico, me contó que ella esperaba la aprobación de uno de comunicaciones y fomento de las artes. Fue grato encontrarla. Encontrarla linda.

Mucha de la gente que estaba en el lugar era muy joven. Su inclinación a lo cultural se reflejaba en la libertad de sus ropas, arreglos, tatuajes y maquillajes, de hombres y mujeres. La marca de la juventud, además de la lozanía que casi todos se esmeraban en perjudicar, se veía en las botellas verdes, de cerveza que la mayoría tenía en las manos. Las generaciones mayores se distribuían entre las bebidas, el vino tinto y nada. Este pensamiento me llevó a acercarme, para soportar una espera ya larga, al mesón donde se servía a los invitados y pedir una copa de vino. En el camino me encuentro a un hombre bajito, pelado, con un moño largo en la cumbre de la coronilla, vestido entero de blanco salvo por unos calzones rojos, a pie pelado y completamente pintado de blanco. En las manos traía una bola blanca bastante grande, como si fuera la pantalla de una lámpara, que hacía evolucionar con la misma lentitud exagerada con que caminaba, de modo estrafalario, con las rodillas dobladas, produciendo un efecto de enanismo extravagante. Su rostro se mantenía, además de blanco, completamente inexpresivo. Lo seguía una mujercita en todo similar, como si fuera su perfecta pareja, ambos disfrazados de extraterrestres u otra especie inidentificable. Los vi atravesar la escena y perderse entre la gente, curioso por descubrir el sentido de su presencia, pero cruzaron la plaza, entera, sin que nadie pudiera aventurar una explicación. Sólo ahora, mientras escribo, quizás, sólo tal vez, haya encontrado el por qué de estas raras figuras; pero lo aclararé más tarde. Seguí mi camino a la mesa de servicio. Fue extraño. Había gente que hacía diversos pedidos, todos con su propio vaso o copa. Yo sin nada, pedí una de vino tinto: "Lo lamento no hay copas" me dijo el mozo que atendía. "No importa. En un vaso" respondí. Sólo estiró el gesto de la cara, para expresar que tampoco había. En la esquina del mesón que nos separaba, sin embargo, alguien había dejado cuatro o cinco copas sucias. Le pedí una, y que me sirviera, apenas un fondo, como si fuera para catar. Con ese concho de vino lavé como pude la copa y me hice servir. No sé si este hecho refleja que se estimó mal la cantidad de gente que habría, o una falla logística o un error de banquetería. No importa. Me fui con mi copa de vuelta a mi paseo.

Había cometido un error de cálculo fatal. La gente estaba entrando, en masa, al interior de la pelota plástica y ocupando, en tropel, las sillas cubiertas de blanco. Resignado, me puse en la cola de entrada y apenas logré quedar dentro, cuando ya todo estaba repleto. Tuve sólo un consuelo: A mi lado, en iguales condiciones estaba la actriz C.M. quizás con la misma cara de desorientación que nosotros los seres comunes, aún cuando a ella la acompañaba, fuera quien fuera,gracias a su belleza y garbo, un glamour que yo jamás podría tener. Alguien que pasó, en sentido inverso, junto a ella, bromeando le dijo: "Los que se quedaron de pie no se les asigna el fondo de cultura". A veces uno hace estupideces, quizás son irreflexivos golpes de audacia. Eso hice. Le dije, en respuesta a la broma del otro: "Tal vez por ser los últimos, sólo nos toque primero... ¡y más!". No fue exactamente así, pero también, si no una profecía, aquí hubo una sincronía interesante, que comprobé después. En fin, no sé si ella, por cierta timidez, parecida a la mía, se adelantó un paso. O yo, por mi propia inseguridad no di el mismo paso. O sólo quiso evitarme.

Después de un rato C.M, retrocedió y salió. La perdí de vista. Adelante, en la primera fila, había algunas sillas vacías. Las miré y recordé a la joven que me había dicho: "No te preocupes; aquí son todos iguales". "Sí" me dije, "pero hay iguales a los que les guardan lugar en primera fila". La imagen de la joven, que era bonita y gentil, y además tenía una risa linda, me volvió a tocar el brazo donde tenía la copa de vino, y dijo de nuevo: "¡Todos iguales!". Esas visiones son las que desatan en mi, la audacia, a pesar de ser un hombre tímido. Avancé, entre la gente y me dirigí a una de esas sillas. Aquí comenzó a insinuarse la primera profecía. Hacia la derecha de donde me senté había un gordito de anteojos, desconocido. Conversaba animado con un ex actor, ahora diputado de la república, que estaba a su lado. "Esos", me dijo, haciendo un gesto hacia los asientos donde me estaba instalando, "están reservados para las autoridades". A la derecha del diputado también había un puesto vacío: "¡En fin!" respondí, "en ese caso me siento en este otro lugar". "No, no" dijo el diputado. "Este está reservado para mi señora". "Ajajá. Si algo se de ti, es que estás separado de tu mujer" retruqué, pues él había estado casado con otra diputada, también ex actriz y se divorció no hace demasiado tiempo. Me miró sonriendo cazurro, con simpatía y dijo, abriendo los brazos: "¡Permíteme! La vida continúa. El asiento es para mi señora actual". Me volví a la silla donde había estado antes y dije: "En ese caso, me quedo en esta, mientras las autoridades llegan". Fue un albur. Fue un audaz albur, por lo demás absurdo, que quizás había sido planeado por la mano del gran profeta universal. Quizás la vida sea así, como la ficción, escrita para diversión de los dioses, de alguno de los cuales uno no es nada más que un recurso. Lo creo, no sólo porque ocupé una de las únicas sillas reservadas, según mi propia admonición y profecía: "Toda silla que uno ocupa en un evento público está reservada para alguien más importante", sino porque C.M. había dado la vuelta por fuera de la gran pelota y había entrado por un acceso lateral. Estaba ahí, de pie, al otro lado, sola y preciosa. ¿Escriben los dioses estas situaciones para reírse de la audacia de sus creaturas? Le hice señas y la invité a sentarse conmigo. "¿Yo?" me preguntó con una seña sorprendida. "Sí, tú" respondí con otra.

Conversamos de nuestros proyectos culturales y alguna cuestión general, durante algunos pocos minutos. De repente llega junto a nosotros un grupo de personas, de entre los cuales aparece el ministro L.C. Con una actitud casi diplomática y fina gentileza saludó a la actriz, que de inmediato, después de responder, desapareció de la escena. En seguida me saludó a mi, casi como si fuera su hermano, o un amigo entrañable: "Hola ¿cómo estás? ¿Qué gusto verte?". Sin ninguna duda el ministro había aprendido de "politesse" con alguna abuela francesa. Jamás diría: "Estos asientos están reservados", por el cotrario utilizará una saeta envuelta en perfume de ironías. Durante los cinco segundos en que ocurrió esta escena, quedé rodeado de la comitiva que lo acompañaba, quizás sólo para que todo se consumara según mi propia profecía. Fue divertido. Al buscar por donde retirarme con discreción, me encuentro, de improviso, frente a un hombre alto macizo de pelo tieso, de sonrisa extremadamente amplia y forzada, que me detiene. Dice: "Por favor, debes retirarte porque estos asientos están reservados para el señor ministro, que viene con la secretaria ejecutiva, el señor (ya no recuerdo el cargo) y el escritor Ampuero". "Por supuesto" digo sorprendido de que uno de los integrantes de la comitiva tenga el cargo de "el escritor Ampuero", mientras los otros eran ministro, secretaria ejecutiva y director de algo. Recordé a un conocido figurón, cuyo cargo era ser él mismo. Más raro aún, porque en el ambiente literario culto, a Ampuero se le suele escatimar su carácter de escritor. Pero eso ya es otra cosa.

¡La primera profecía se había cumplido!. En todo caso, mi silla la ocupó el propio ministro y la que había estado usando aquel gordito que me quiso echar, le fue asignada al escritor Ampuero. Me retiré a un costado. C.M. estaba ahí, parecía querer ser anónima: Ella no era, en absoluto, como el escritorAmpuero, y no sólo por eso, sé que la puedo estimar mucho más. También estaban ahí las tres jóvenes que organizaban todo. En tono de broma le digo a la que estaba junto a mi: "Bueno, al final no éramos todos igual de iguales". En tono molesto me replica, sin humor ninguno: "¡Es que era el ministro! ¡Comprende!". Me quedé en silencio, pensando en que la vida es como una enorme mina, riquísima en recursos literarios. Mientras pensaba en esto, apareció una mujer muy maquillada, vestida de dorado, muy embarazada, aunque era evidente que su embarazo era falso. Corrió hacia el escenario, entre gritos estridentes, subió con cierta incerteza la escalera a un costado del proscenio, de manera que recordé a mi prima JM que profetizaba (¿o las causaba?) caídas estrepitosas. Decía, por ejemplo, en tono de completa desidia: "Esa huevona que viene con la guagua en brazos, se va a sacar la chucha" (Esa mujer que viene con el niño en brazos, se va a caer). Cuatro, o quizás seis, pasos más allá la mujer daba un traspié y caía, escandalosamente al suelo. En este momento vi la segunda profecía: "Se va a caer" me dije y sentí miedo, aunque creí que era completamente irracional. Una vez en el escenario, entre alaridos y luces, la mujer parió un horrible muñeco, morocho, vestido de azul con aspecto de adulto enano. Lo acarició, le hizo mimos y le musitó canciones de cuna. Más tarde supe que ese engendro era el poeta Vicente Huidobro. Terminado el parto y los mimos, la madre del poeta, con las mismas prisas con que había llegado, emprendió la huida del escenario. Volví a recordar a la JM: "Se va a caer" pensé. "Incluso viene con la guagua en brazos". Corriendo, bajó por los traicioneros escalones del proscenio. En la mitad de la escalera tuvo un traspié, ahí a un metro de donde yo estaba, y se fue de bruces. Salte hacia ella, sintiéndome culpable y la ayudé a incorporarse. No me miró. No me dio las gracias. Sólo miró su ruta de salida predeterminada y emprendió por ahí, su carrera interrumpida, hasta desaparecer. Su actitud no me extrañó en absoluto: Vi, cierta vez, a un hombre recién atropellado, ponerse de pie y salir corriendo para no perder un bus que estaba a unos cuarenta metros del lugar. A esto se le llama inercia.

En fin, la segunda profecía estaba cumplida. Había botado a la madre de Vicente Huidobro, que apareció después, encarnado en un actor que recitó versos de su Altazor. Siguió un interesante fragmento, acrobático, alusivo a los versos de la obra de la cual la compañía en escena ha hecho un montaje de mismo nombre. ¿Me pregunto si los enanos blancos, con las bolas en las manos, que caminaban con infinita lentitud, representaban algún ser espacial de las alturas desde las que habría de caer Altazor? No lo sé responder. Sólo lo imagino. Terminada esta representación, la joven que me había replicado, con enojo: "¡Es el ministro!" llenándolo de una arrogancia que L.C. demostró no tener en absoluto, sino todo lo contrario; subió al proscenio y lo anunció, cediéndole el escenario. Subió con una prisa que me pareció extraña para un actor, quizás también para un ministro y mejor para un ejecutivo. Subió entre pifias y aplausos. Apenas hubo saludado fue interrumpido por un grupo espontáneo que ingresó a la pelota con un largo cartel, llenaron el lugar de volantes y fueron acompañados de un grupo de peludos de negro, con guitarritas de esas pequeñas; comenzaron a cantar canciones proselitistas, alusivas a los despidos en el sector público emprendidos por el gobierno en distintas reparticiones. Con la misma velocidad con que había subido, el ministro dobló su discurso, bajó del escenario y se sentó en la misma silla que yo había dejado para él. Una mujercita pequeña, también de estatura; muy maquillada en blancos y negros, con un cartelito pequeño, alusivo al tema de sus reclamos se paró frente al ministro, mientras los peludos de negro cantaban, y le paseó el cartelito frente a la cara, a unos diez centímetros de distancia, con evidente insolencia. No es este espacio en que escribo un lugar para discutir (sería unilateral) conceptos políticos. Sólo digo que todo el que ha sido despojado, por cuestiones políticas, de su trabajo, tiene una herida tan profunda, no sólo en el orgullo, sino en su vida misma, que debe tener derecho a expresar su dolor y reclamo. El ministro L.C. tuvo un comportamiento tan tranquilo, ponderado y respetuoso, que se ganó mi admiración. Esperó que el grupo agresor (a pesar de sus razones, de su dolores y de sus derechos, sin duda eran agresores, sin importar las simpatias o conceptos de unos y otros) terminara su manifestación, hasta agotar todos sus reclamos y recursos, hasta que se detuvieron los aplausos y algunas, pocas, pifias y silencios, y volvió al escenario. Volvió a saludar, agradeció, como tenía programado, al grupo que representó el fragmento de Altazor y a los manifestantes que lo habían interrumpido, en tanto su protesta había sido una manifestación de arte "y todo arte merece agradecimiento", opinó. Más adelante, de algún modo, introdujo en su discurso el concepto de tolerancia: "El arte debe ser tolerante y comprender todas las expresiones". Diré que lo encontré mejor ministro que actor. Como actor nunca me convenció demasiado. Como político me sorprendió.

En representación de los muchos favorecidos por los fondos de cultura, se eligió a un breve grupo, que recibió los trofeos que había en el escenario. Subieron y bajaron por la escalera por la que había caído la madre de Huidobro, unas cuarenta personas, enfrentando el peligro, pero nada pasó. Entonces la joven que conducía la ceremonia anunció, con gran pompa, el último de los que representaría a los ganadores de algún fondo, quien nos dejaría disfrutar de una de sus piezas musicales, acompañado de su guitarra. Antes de dejarnos con este último acto, nos informó que al término de la ceremonia se nos repartiría un folleto con la lista completa de los favorecidos por los fondos de cultura de este año. "Bueno; espero estar ahí" le dije a la joven que estaba ahora a mi lado, la misma mujer bonita que me había dicho: "Tómate otro pisco sour y espera. ¡Va a estar todo muy bueno!". Con una sonrisa linda me respondió: "Yo creo que sí".

El artista que nos cantaría al cierre se presentó con una guitarra acústica, pintada de un feo celeste, que me recordó el color de los antiguos catres de guagua, de fierro o palo. Fue agasajado con abrazos y remezones de mano, con un ejemplar del trofeo acrílico igual al que habían recibido los otros, y se le dejó el escenario a su disposición. Si los alaridos de la madre de Huidobro habían sido atroces al parir al poeta, que muchos años después viajaría a Francia con un vaca, que su madre insistiría en incluir en su equipaje para que no le faltara leche; los del artista de la guitarra celeste no fueron menores. Además, después de algunas horas de pie, me sentía cansado y adolorido de cintura. A mis pies, un poco más allá, se había sentado la actriz C.M. La miré con envidia. Pensé entonces: "¿Por qué no?" y decidí sentarme en el suelo. No sé si fue la irregularidad del terreno bajo la alfombra sobrepuesta, algún largo clavo que la sujetaba, un error de cálculo, o todo junto; o quizás fue el pago de la vida que siempre lo equilibra todo, por botar a la madre de Huidobro: Al sentarme me fui de espaldas y quedé, ridículamente tirado como si fuera el Gregorio Samsa de la Metamorfosis de Kafka, junto a la actriz, con las cuatro patas hacia el cielo. En fin, no me quedó más que reírme con ella y decir: "Los gritos del cantante, allá arriba estaban peores".

Por fin el músico terminó su actuación y la actriz a mi lado, haciendo gala del dominio del cuerpo que tiene la gente de teatro, se paró como si fuera un resorte. Me tendió una mano y me dijo: "¿Te ayudo?". El gesto fue grato, pero al menos sombrío para el orgullo. Respondí: "¡No, gracias!. Para pararme soy mucho más airoso". Sonriendo desapareció entre la gente, mientras me incorporaba solo.

Al lado de afuera de la enorme pelota plástica conseguí un folleto con los resultados de la asignación de Fondos de Cultura. De modo falso, aquí se cumpliría otra admonición profética. Estaba demasiado oscuro para leer nada de manera que aunque me esforcé no me fue posible saber si me habían favorecido con la beca que esperaba. Me rendí. Me acerqué a la ruda competencia por abordar uno de los busecitos que nos bajarían al pie del cerro, mientras intentaba llamar a mi casa para que me vinieran a buscar. Después de muchas dificultades logré ambas cosas. Al interior del bus con la tenue iluminación de este, logré ubicar la categoría "Becas de Creación Literaria", pero la letra que especificaba a cada favorecido era tan pequeña, que apenas distinguía, en las líneas que hurgaba, que ninguno era mi proyecto. Al fin llegamos al pie del cerro. La gente bajó del vehículo y desapareció con increíble velocidad. Me fui a parar bajo un poste de alumbrado para leer la lista de favorecidos mientras esperaba. No estaba ordenada por región, tampoco por nombre de autor, ni por título del proyecto. Tampoco me encontraba a mí mismo de manera azarosa. Recorrí a golpe de ojo la lista, un par de veces. Después descubrí que ese método nunca consulta los extremos de la lista. Bajaron dos, tres pequeños buses, de los cuales descendía la gente y desaparecía casi al instante. Algunos abordaban sus propios autos, otros conseguían que los llevaran y algunos más emprendían el camino en grupos a pie. De pronto los buses no subieron más. Se fueron bordeando el cerro hacia ningún lado. Sólo quedé yo bajo mi farol y una mujer allá a lo lejos, sentada en una piedra junto a la entrada del parque. Aburrido, decidí leer la lista completa buscando nombres conocidos. El primer proyecto de ésta era "Así se muere". ¡Era mi proyecto! Se había cumplido, aunque sin significado alguno, la admonición: Había entrado al último y era el primero. Más abajo estaba el escritor G.C. a quien había visto en la plaza con cierta tristeza en la mirada, que debe haber sido parecida a la mía. También encontré a otros varios escritores y poetas. C.M., estaba entre los favorecidos, lo que me alegró.

Después de un rato apareció, bajando el cerro, un furgón grande, de esos que uno imagina que manejan los hombres, pero siempre son de las mujeres, al llegar junto a mi encendió las luces intermitentes y se detuvo. Se asomó un sonrisa linda que me preguntó: "¿Cómo te fue?". Le hice una seña con el pulgar y le devolví la sonrisa: "Del uno" dije. La joven que me había dicho: "No te preocupes; tómate otro pisco sour" dijo: "¡Bien!" y siguió su camino.

Al día siguiente apareció en internet la evaluación del jurado. Ahí había otro profecía, esta vez del evaluador de mi proyecto. Espero que se cumpla, pero eso ya fue al día siguiente.

Kepa Uriberri