Sojepse




Hace algunos días, desde el interior de un gato, que se creía niño porque nunca se había relacionado de manera íntima con otros gatos, reflexionaba en que los espejos son perversos porque muestran la realidad que no queremos ver. Borges dijo que eran abominables, lo mismo que la cópula, porque multiplicaban el número de los hombres. Yo no soy un misántropo como tal vez lo fue Jorge Luis, con cuyo único amigo verdadero, Bioy Casares, descubren este postulado en una versión Falaz de The Anglo-American Cyclopaedia. Quizás el hallazgo sea también falaz. Barajando, de algún modo, las ideas concluyo que en cualquier caso en los espejos se encierra la esencia de la falacia, que Borges sin darse cuenta plantea en su historia en «Tlön Uqbar Orbis Tertius»: La multiplicación de los hombres por la cópula es eventual; puede o no suceder (no diré que es azarosa, porque hoy la realidad es muy otra), en tanto que en los espejos se multiplican de manera cierta, pero elusiva, lo que sí sería «monstruoso» como sostiene el autor.

La perversión de los espejos estaría en la falacia que su reflejo encierra, ya que ahí se ve si se es gato o niño, sin importar si soy niño o gato. A partir de esta extraña duda, Loreto, dueña del gato que se cree niño, me envía un video donde diez y ocho individuos: Nueve verdaderos y nueve falaces niños o animales domésticos, comen separados por un espejo, sin nunca mirarse unos con otros, quizás porque todos ellos, los nueve niños y los nueve gatos, reniegan de su realidad.

Ayer noche, veía un programa de televisión, en que un entrevistador bizarro conversaba con una cantante, su manejador y su profesor de canto. Sin quererlo, quizás haya sido un hallazgo, aunque no como el de Borges y Casares, descubrí que la televisión tiene algo de monstruoso similar a los espejos: Como la cópula y éstos, también multiplica el número de los hombres y siempre, al fin, termina por mostrar la realidad que no queremos ver, aunque su reflejo de vidrio la muestre siempre disimulada.
- ¿Y nos podrías cantar un trocito de alguna canción? - preguntó, no sé si con malicia o timidez verdadera, el animador bizarro. La cantante reflejó en su expresión, no sólo su satisfacción de poder mostrar su arte, sino también el sentimiento de su propia valía e importancia en la situación. Tomó el micrófono y comenzó, con una voz que habrá que reconocer que era hermosa, a cantar con un pésimo manejo de la afinación y de su don vocal, una canción conocida y querida. Se me pasaron por la imaginación una infinidad de visiones, desde la "Castafiore" de "Tintín el aventurero" hasta ciertas escenas de Proust, delineadas en las tertulias en casa de Madame Verdurin. La cantante no sólo entonó (desentonó sería más exacto) un trocito, sino toda la canción. El espectáculo consistió más en la magnífica actuación del animador mientras ella cantaba, o del profesor embelesado y del manejador exultante de alegría. Hacia el final de la canción, el animador, simulando estar prendido con la interpretación sublime, comenzó a dar alaridos siguiendo el tono desafinado de la melodía en tanto parecía seguir el disritmo con las manos. Cuando al fin concluyó la interpretación, aplaudió con un entusiasmo inconmensurable. El manejador sonreía feliz, el profesor miraba interrogante y la cantante paseaba la vista por los espectadores y la cámara con orgullo.
- ¡Excelente! ¡Excelente! - dijo el entrevistador, mostrando su ancha sonrisa atravesada en su quijada de fierro, mientras aplaudía - ¿y tienes otra?
- Por supuesto - y sin esperar a nadie, se lanzó otra vez a regalar su arte.

Miré a Paloma, mi mujer, que no dormitaba a mi lado y me dijo espontánea:
- ¡Que bruta la mujer desafinada! - le contesté:
- A veces, creo que soy igual. Que escribo tan mal que no soy capaz de darme cuenta cuando me leo, pero que no me faltan los aduladores que se asoman conmigo a mi espejo y halagan mi traje nuevo, mientras yo me paro ahí en pelotas, y hago caso omiso de la realidad que veo.

Kepa Uriberri