Paradojas

Al menos para mí, es así. Las instancias de divagación, de ocio del pensamiento, son de una gran riqueza de ideas; tanto que de ellas nace mucho de lo que después, organizado y estructurado, escribo, ya sea como relatos, artículos, ensayos o comentarios. Así sucedió en relación a una reseña que encontré en el diario El Mercurio de Santiago sobre un artículo de César Antonio Molina que comentaba, principalmente, otro, de Jorge Volpi que critica a Vargas Llosa por su último libro de ensayo "La civilización del espectáculo".

Las divagaciones, hoy, giran en torno al supuesto daño que Vargas Llosa habría imputado a las nuevas formas de la cultura, que llama la civilización del espectáculo, a las nuevas tecnologías, entre ellas el temido libro electrónico y los textos digitales, que Volpi defiende y los argumentos del ex ministro de la cultura de España, Molina, que apoya al primero y se sorprende del «desprecio que emana su artículo no sólo contra un libro y un autor, sino contra todo el universo que procede de Gutenberg». Pensaba en lo paradójico que resulta, que gracias al texto digital, al advenimiento de las nuevas tecnologías, hubiera leído este artículo de Molina defendiendo al papel y los impresos contra el embate de la tecnología. Hoy, diarios y revistas, cada vez más, mantienen ediciones digitales de amplio acceso, gracias a las cuales lectores, como yo y muchos más, acceden a grandes cantidades de material al que les era casi imposible acceder sin esta tecnología. El tema concentró mi atención por varias razones, entre las que se destacó, también de manera paradojal, no, en principio, el fondo de la discusión, sino un tono, que suelo aborrecer, de descalificación en desmedro de la argumentación dialéctica. Molina habla, en su defensa, sobre Volpi y la sorpresa de ver cómo se vuelve contra Vargas Llosa, quien siempre habría expresado simpatías sobre él. Alaba por otra parte a Mario Vargas de un modo que deja un sutil aroma a comparación con la falta de consideración de Volpi. En fin, Jorge Volpi no queda bien servido en este comentario, pero además, deja un asomo de dudas sobre lo merecido del tono admonitorio, al considerar, ya no el contenido de su ataque a Vargas, del que no tenía más información que la confrontación de Molina, al considerar el título del artículo del mexicano: "El último de los mohicanos".

Pensé que si Vargas se escandaliza, al parecer, del daño a la cultura que deviene de las nuevas tecnologías, debería ver cómo, contrario a su temor, veo mi interés cultural favorecido por éstas, cuando puedo, a partir de la referencia de Molina, encontrada en un medio tecnológico, acceder a la versión digital del artículo en que uno de sus detractores lo califica, casi de modo grosero, de retrógrado, elitista y favorecedor de la más perniciosa aristocracia cultural. Como yo, serán muchos los que puedan seguir la misma ruta. Volpi critica el ensayo de Vargas Llosa, de un modo que apareja el de Molina. Desde el título mismo su postura no es dialéctica. No ataca argumentos sino a la persona del Nobel peruano, calificándolo de estar en una posición tan retardataria que lo sitúa como el único y último de su especie. No obstante, resulta, otra vez paradójico, que Volpi elija con tanta certeza un título tan inapropiado en el fondo, aunque parece tan certero en la superficie. Existen dos trabajos de arte que llevan por nombre "El último de los mohicanos" el primero de ellos es la novela original de James Fenimore Cooper, publicada por primera vez en mil ochocientos veintiséis que uno leyó por primera vez siendo muy niño en historietas de dibujos en blanco y negro, sobre papel varias veces reciclado, que por entonces, cuando aún no aparecía la televisión, constituían la máxima diversión de los menores. Después, ya adolescente, uno solía recibir de regalo los libros de Dumas y Salgari, o de Sabatini y también entre ellos una versión de tapas duras, amarillas, con dos indios de pelo rapado en la portada, de la novela de Fenimore Cooper, quien fuera admirado por su estilo, por Honoré de Balzac y Leon Tolstoi. El otro es la película dirigida por Michael Mann. Esta es una ucronía que si bien respeta el esquema general de la trama, tiene una gran cantidad de adaptaciones no necesarias para acomodarla al cine. El último mohicano no es el último de su especie, que no está en extinción en ninguna de las versiones excepto en la de Volpi, donde el papel principal se lo asignaría a Vargas Llosa. En la de Fenimore Cooper y en la ucronía de cine, Unkas es el último de su tribu de sangre pura y eso lo hace último mohicano; no obstante, su misión no está relacionada con la defensa de estirpe, como asume el mexicano, sino con el apoyo a los ingleses contra el acoso francés, cuyos aliados son los hurones, enemigos de los mohicanos. El papel del mohicano es romántico y noble, de manera que resulta paradójico que Volpi lo utilice para intentar denigrar a Vargas Llosa. El detractor, entonces, curiosamente, sólo habría hecho una nueva ucronía de la novela de Fenimore Cooper.

Si resultara necesario escribir el artículo de Jorge Volpi, habría sido mejor usar el título de la canción de Peppino di Capri: "El último romántico", ese que hasta se emociona al ver amarse a dos palomas en la plaza, sin importarles la gente que puede hacerles daño al pasar con tanta prisa.

Es cierto, como dice Molina, que Volpi es al menos injusto, no sé si ingrato porque no tengo antecedentes que avalen deuda ninguna de éste con Vargas Llosa, pero sí resulta odioso y agresivo. Me queda la impresión que el mexicano ha encontrado propicia la ocasión para desarrollar una estrategia de jerarquías, en la que al guía, al caudillo, se le ataca con el afán de minar su influencia en la manada, para llegar a ocupar su lugar. Es como el hijo que al llegar a la adolescencia intenta bajar a su padre del pedestal para ponerlo a su propia altura. En mi país esta costumbre está muy arraigada en todo orden: Político, artístico, farándula, deportivo, servicio público y más. Se le llama chaqueteo, por la analogía con el que trepando para alcanzar una meta, va tirando de la chaqueta al que está sobre él, para bajarlo.

Aquí, en mis divagaciones sentí que caía en una nueva paradoja, al enredarme en las calificaciones que unos hacen de otros, en vez de buscar los argumentos de cada uno. Así, entonces, a horcajadas de la primera paradoja, me sumergí en la tecnología de internet a buscar antecedentes sobre la postura de Vargas Llosa en su ensayo sobre "La civilización del espectáculo". Encuentro un artículo del año dos mil ocho, con el mismo título, que de seguro habrá dado origen al libro que critica Volpi y defiende Molina. De hecho sostiene ahí muchos de los conceptos literalizados, luego, por ambos autores. Más tarde, en busca de más antecedentes, accedo a la filmación del lanzamiento del libro, donde se reafirma la relación uno a uno del artículo que recogí con aquel. Otra vez fue la tecnología posmoderna, que favorece y encausa al espectáculo, la que me permite acceder, como si hubiera sido uno de los asistentes al Instituto Cervantes para el evento, bastante espectacular, de presentación del ensayo de Vargas. En la ocasión asistimos a un montaje de debate entre el autor del ensayo y el filósofo francés Giles Lipovetsky. Más paradojas: Vargas en un espectáculo de lanzamiento, sostiene una discusión bastante liviana, de tono muy moderno, como de estudio de televisión, con un opositor gentil, sobre su advertencia que estamos asistiendo al fin de la cultura, que en su desplome habría dado paso a la civilización del espectáculo. Claro que dada la realidad pintada por el mismo Vargas, no se podía esperar sino esta situación. Con todo, habrá que decir que el ensayo de Vargas Llosa está ricamente argumentado, independiente del acuerdo que se llegue a sostener con él, o de qué tanto valide uno sus argumentos. A la vez, el espectáculo del lanzamiento, resulta una conversación razonada, donde tanto Lipovetsky como el Nobel exponen argumentos ausentes de cualquier calificación antojadiza, incluso cuando basados en preferencias, sostienen tesis de peso dudoso, como decir que Proust escribe para favorecer los derechos de las personas, o que Mann y Joyce emprenden aventuras épicas con sus obras literarias cumbres.

Divagar es pasear, como cuando se camina y se vaga sin concierto alguno, pero con el pensamiento. Es así como voy tomando rumbos en esta divagación, que me conducen a Tomás Mann, cuya obra más conocida, "La montaña mágica", según Vargas sería una aventura épica, o de acuerdo a César Antonio Molina, Vargas Llosa habría sostenido que tanto ésta como el Ulises de Joyce, o las novelas de Faulkner y "En Busca del tiempo perdido" de Proust habrían sido escritos para derrotar a la muerte. Busco, pues, entre mis archivos el texto de la conferencia que Mann dio a los alumnos de la Universidad de Princeton. En realidad Tomás Mann navega en sentido inverso que Vargas, por lo que es, otra vez paradójico, que éste crea que aquél es épico y lo use como argumento contra la civilización del espectáculo cuya finalidad central sea la entretención. Es que dice Tomás Mann, en la conferencia que cito: «El arte no debe ser tarea escolar ni aburrimiento, sino que quiere y debe deparar alegría, debe entretener y dar vida, y aquel sobre el cual una obra determinada no ejerza efecto debe dejarla y volcarse en otra». Mann se pronuncia a favor de un arte cuyo primer efecto sea la entretención, en tanto que Vargas Llosa ve la entretención y el espectáculo como adormecedor de los sentimientos y destructor de la cultura. Repaso la conferencia de Tomás Mann y encuentro que la génesis de "La montaña mágica" no es épica, tampoco es emprendida como una gran aventura sino, en palabras del propio autor «El relato que planeaba escribir -que desde el primer momento recibió el título de La montaña mágica- no debía ser más que la contrapartida humorística de La muerte en Venecia», es decir, en ningún caso una obra monumental. Y si su resultado fue aquel se debió más bien a que «Una obra tiene en muchos casos sus propias ambiciones, que pueden sobrepasar con mucho las del propio autor» asegura éste en aquella conferencia. El concepto que deja, en definitiva la conferencia de Princeton sobre "La Montaña mágica" es que ésta fue tomando su propio rumbo y mostrándose al autor, envolviéndolo en el placer de desarrollar la obra que termina por conducirlo, como el viento en el mar, a un puerto que no imaginaba ni era su destino.

Bueno, desembarco de Mann y busco recuerdos y sensaciones que me dejaron "El retrato del artista adolescente" y "El Ulises" de Joyce. Para explicar mejor, comienzo otra digresión. En muchos autores, a mí mismo me sucede así, la novela, el relato, conlleva un concepto que quizás quienes mejor lo comprendan sean los hombres dedicados a las tecnologías de comunicaciones: Un espectáculo que atemorice a Vargas Llosa, que alegre el sentido de democracia de Volpi y escandalice a César Antonio Molina, se capta con una señal electrónica idéntica a la que se graba en una cinta, en un disco, en fin. Para transmitirla a distancia es necesario montar esta señal en otra que se llama una portadora cuya frecuencia es fija y mucho más alta que la del espectáculo, de modo que resista el viaje ya sea por aire, cable, o fibra y más. La mezcla de ambas señales llega al receptor y este separa la señal portadora del espectáculo que se desea entregar y que disfruta el destinatario. Esta cuestión altamente tecnológica es una réplica de casi cualquier novela, en la cual van de la mano dos elementos, al igual que en las telecomunicaciones un elemento es el portador, que lleva al otro, y permite transmitirlo. Este es la historia. En el Ulises de Joyce la historia es bastante sencilla, hasta tonta: El señor Bloom y Stephen Dedalus viven su día normal, por separado, aun cuando eventualmente se topan en el cementerio u otros lugares, hasta que finalmente a altas horas de la madrugada Stephen se mezcla en una riña, en la que es golpeado por un marino. Bloom lo encuentra y lo auxilia. Ambos terminan el día en la casa de éste. Las idas y vueltas de Bloom, que sale de su casa a vivir una rutina alienante para mantenerse alejado de su mujer que lo engaña, la asocia Joyce a la Odisea de Ulises. Así nace el título de la novela. Esta historia es la portadora, que lleva de la mano, escondida en sus sucesos, la intención de la novela, a la que podríamos llamar la reflexión del autor. Esta no es necesariamente única, puede ser múltiple, a veces es subliminal y permanece encriptada; en otras es evidente, muchas veces pretende guiar al destinatario hacia una conclusión; otras muchas, poco a poco, envuelve al lector en una o más problemáticas que asolan al autor y que éste, sin tener una solución, un pensamiento, o una postura, incluso ni siquiera un compromiso doctrinario ni dogmático, sólo traspasa sus reflexiones al lector. También, y quizás este sea el caso de Joyce en su Ulises, puede que pretenda mostrar sólo el paisaje psicológico interior de los irlandeses. Pero a la vez, hace un giro de doble juego, en el cual esa reflexión es portadora de un interés que está en la estructura de la historia, que es absolutamente experimental. A veces en este rumbo, dando vueltas los papeles del Ulises, llego a pensar que Joyce pudo haber montado, si hubiera sido un punto más audaz, toda su novela en un cruce de una bocacalle, de ida y vuelta, mientras Molly lo espera a este lado. Quiero decir con esto que creo que Joyce no sólo reflexiona con el Ulises con el pretexto de la historia relatada, sino que experimenta formas, estructuras y estilos, a la misma vez, al amparo de su reflexión de autor, o bien esta incluye el formato de la novela. Su desafío no era derrotar a la muerte. Era montar una novela sin un relato: Bloom no hace nada, tampoco Stephen, sólo caminan, de manera rutinaria, el día diez y seis de junio de mil novecientos cuatro. La obra está llena de escondrijos y secretos, ¿algunos involuntarios? ¿otros lúdicos? ¿son puzzles y acertijos? No lo sé, sólo me demuestran que Joyce experimentaba e incluso se ríe de su lector, le toma el pelo, le esconde información, la muestra deformada, pero, si derrotó a la muerte de algún modo, no me cabe duda que fue sin interés de hacerlo. Tampoco quería ser aquel guía conductor de opinión que asume Vargas Llosa en su reclamo, ni el constructor de valores culturales. En sí, es también paradojal que haya elegido, Vargas Llosa, a James Joyce para sus argumentos.

No recuerdo que lo hayan mencionado, ni Vargas Llosa, ni Jorge Volpi, y tampoco César Antonio Molina y es raro, porque en este tema puede ser especialmente atingente. Fiodor Dostoievski escribe su gran obra cumbre intentando vencer a la muerte, tanto en el plano contingente como en el trascendente. "Los hermanos Karamazov" es un modelo de la sociedad rusa y sus avatares y quizás más, pretendía ser una visión de la sociedad europea que comenzaba a enfrentar modelos sociales que flotaban en los nuevos vientos del comunismo, en un viraje que podría ser culturalmente similar al que resiente hoy Vargas Llosa en su ensayo, aunque las ideologías sean diferentes. Sería una paradoja más que este autor cuya temática es centralmente sociocultural en los Karamazov, no haya sido visto por el ensayista. Quizás el intelectual que defiende y añora, Mario, como adalid, esté en la novela de Dostoievski explicitamente representado en Iván Karamazov, cuya inoperancia, más allá del mero discurso es evidente. Cuando Iván debería pasar del discurso al acto, fracasa rotundamente y cae en el delirio. Para Dostoievski el intelectual es un fiasco. También lo son los teólogos y los religiosos. Así lo muestra a través del padre Zosimo, guía y maestro de Alexei, que al morir, al revés de lo que supone su santidad, su cuerpo se corrompe y comienza a pudrirse casi inmediatamente después de su muerte, sorprendiendo a todos los que esperaban, según la cultura y creencias de la época que a mayor santidad más tardaría su cuerpo en sucumbir a la corrupción de la carne.

En un sentido derrota Dostoievski a la muerte: Él mismo se hace inmortal en su obra, espejo cultural de la Rusia imperial en decadencia, que sus personajes representan. En el otro, es vencido por ella. Explícitamente, en el prólogo de "Los hermanos Karamazov" el autor explica que esta es la primera parte de una obra mayor, cuyo fin es ambientar y presentar a Aliosha (Alexei) Karamazov que sería su héroe definitivo, a través de toda una transformación, que no llegó porque el autor fue físicamente derrotado por la muerte antes de iniciar siquiera esta segunda parte.

Para analizar, tanto si Proust escribía para vencer a la muerte, como para entender si emprendió una aventura épica, es menester considerar que la obra de este autor es esencialmente una gran obra en varios tomos: "En busca del tiempo perdido". Sin duda es una aventura épica en al menos siete partes, gran parte de la cual Marcel escribe en una lucha que siempre, desde niño enfrentó con la tuberculosis, diagnóstico seguro de muerte en aquella época. Mas, Molina no creo que hable de la muerte física, sino de una proyección más allá de la muerte, de su obra, que le permita trascenderla. En ese sentido, tal vez, Proust haya tenido intención real de conseguir derrotar a la muerte que siempre fue su compañera de vida. Faulkner, en cambio, quería vencerse a sí mismo, una y otra vez, cada vez con cada obra que producía. Dijo William en una entrevista: «El novelista nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace. Lo que se hace nunca es tan bueno como podría ser. Siempre hay que soñar y apuntar más alto», en tanto que mi impresión es que Joyce y Mann escribían por placer. De todos ellos, incluido Dostoievski, al que traigo a colación por mi cuenta, sólo éste y Proust quizás querían ser influyentes en la cultura en el sentido que Vargas Llosa describe. Proust, aun cuando desde el título mismo, demuestra ser más bien testimonial que influyente, deja entrever, en su Bergotte; escritor que en la trama de sus novelas es un guía de opinión para la sociedad y un modelo para su protagonista; que es posible que su idea de escritor haya sido ese que delínea en aquel personaje. Sin embargo no da esa impresión. Aun así, en la presentación de su ensayo, Vargas Llosa, dice que «lo que hizo Proust fue crear un tipo de sensibilidad frente a ciertas cosas que a los individuos que fueron capaces de contaminarse con...» esa sensibilidad, «los hizo más sensibles, por ejemplo, a la situación de las personas...» a las que los privilegios de una mejor sociedad no llegaban, «y les dio conciencia, por ejemplo, que habían unos derechos humanos. Ese tipo de sensibilidad es una que resulta fundamentalmente de la cultura» asegura. Pienso que este argumento es demasiado aventurado, demasiado venturoso. Siento a Proust un escritor sedimentario; es quizás lo que expresa Vargas en su disquisición, pero el sedimento sensible de Proust no está orientado a la reflexión sobre justicia social, o derechos de las personas. Proust está conforme con lo que ve y vive. Su preocupación es individual: Qué, cómo y por qué suceden los hechos del protagonista que reflexiona sobre el tiempo perdido. Ese tiempo es su tiempo perdido, no es la pérdida social. Tampoco deja la sensación de sociedad en corrupción que produce Dostoievski en "Los hermanos Karamazov" o en "Crimen y castigo", incluso en "El idiota" sino la cuestión vital íntima, más parecida a "El jugador".

Entre todas las contradicciones, desacuerdos y paradojas de las divagaciones y testimonios sobre el ensayo "La cultura del espectáculo", quien más me pareció bien orientado, fue Giles Lipovetsky. No sólo en sus argumentos y conclusiones, sino que, estando en desacuerdo con Vargas es tan delicadamente cortés y sutil en su exposición, que parece rendirse a sus argumentos: «... estoy de acuerdo con usted en que la cultura ha tenido un sentido noble...» dice. Pero «¿Qué es esta alta cultura o cultura noble que llamamos?» pregunta. En un principio la cultura era todo, era el gran nudo, hasta que los modernos comenzaron a desarrollar un arte independiente y la ciencia tomó su camino. Entonces se crea una cierta religión del arte cuando la religión deja de tener todas las respuestas y la ciencia se asoma a aquellas ventanas en las que no tiene sustento y sólo puede describir las cosas, pero no explicarlas. En ese momento el arte y en especial la literatura, es quien comienza a iluminar el camino. Así, entonces «se produce una sacralización del arte, que usted mismo reconoce». Pero ha llegado un momento, en que ya se ha hecho suficiente luz a través de la cultura y esta pasa a ser un compartimiento más del consumo, ya no es indispensable para iluminar el rumbo, lo que no implica que su luz haya sido apagada o despreciada. Sólo ha perdido su sacralidad y de ella se espera más bien su sentido de diversión, su capacidad de aportar felicidad. Ciertamente hoy quien marca rumbos es la tecnología; es la que abre caminos nuevos por donde la cultura no puede ir.

El planteamiento de Lipovetsky es apenas, de manera sutil, divergente del de Vargas Llosa, pero tiene la virtud de marcar un flujo de continuidad suave de derivación de un estado al otro, sin la ruptura que angustia al ensayista. No obstante, nunca encara o enfrenta a Mario Vargas, sino que con infinita finura, cortesía y certeza, tiende la mano al otro, se la da, y lo ayuda a atravesar desde sus dudas al terreno firme del nuevo estado de cosas que el otro veía como amenazante. No necesitó descalificar a Mario como un retrógrado, o mostrarlo como un pedante aristócrata, al que había que derribar de su atrio, que ahora pertenece a las generaciones emergentes de esta nueva cultura superior. Es posible, por lo demás, que Mario Vargas Llosa nunca haya tenido la intención de absolutismo cultural que le endilga y dibuja Volpi, sino que habidos antecedentes para un diagnóstico, lo establece y enciende el faro que habría de marcar el camino, como sabe hacer. Lipovetsky con serenidad e inteligencia, le baja la luz del faro que encandila y la calibra a su justa medida. A mi, me permite calibrar, una vez más, la importancia de la inteligencia y la serenidad en el arte y en la reflexión.

Antes de terminar, quisiera añadir un elemento mágico, que en mi propio ramoneo, siempre, sin saber la razón exacta, aparece: Es una sincronía que me regala una visión muy atingente aunque casual sobre el tema. No es necesario explicar la razón, pero en tanto desarrollaba estos pensamientos y búsquedas, llega a mis manos, aunque no por la vía paradojal de internet, sino en el antiguo, y por supuesto, noble medio de papel, el libro "Así habló Parra en El Mercurio". Todas mis divagaciones y búsquedas habían empezado en "El Mercurio" aunque en su edición digital, lo que ya sincronizaba esta obra, antes de comenzar su lectura. Es una recopilación de entrevistas y reportajes aparecidos en el diario en cuestión, hechas a lo largo de los años y en sentido cronológico inverso, desde hoy hasta su primera aparición en él, con motivo de una aclaración a la noticia publicada sobre su renuncia al cargo de director del Departamento de Física de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile. Mi interés siempre creciente por el antipoeta me lleva a leer este libro con premura, de manera que en la incomodidad de un apretado asiento del metro, voy leyendo, ganando letra al tiempo. Dice Parra en alguna entrevista una estación antes de mi bajada del metro, que concluye una sesión de lectura: «No son tiempos literarios. Eso está claro. Estamos en una nueva guerra del Peloponeso. Volvieron los espartanos a desmantelar Atenas. ¿Quienes son los espartanos?: Músicos, deportistas y militares. ¿Y los atenienses?: Poetas y filósofos». ¿Y por qué están ganando la batalla los nuevos esprtanos?, pregunta el entrevistador. Responde: «Porque los atenienses cayeron en un estado de ánimo muy antipático que se conoce con el nombre de pedantería. Es mejor la vulgaridad espartana. De la vulgaridad se puede esperar algo; de la pedantería nada».

Me río en voz alta, si se puede decir así, me levanto de mi asiento y me bajo. Mi viaje ha terminado.

Kepa Uriberri