Pacto social




He sido testigo de diálogos memorables. Recuerdo la acalorada discusión entre un padre y su hijo, durante horas, cada uno atrincherado en sus ideas, sin ceder, y girando en torno a los mismos argumentos. Finalmente, el hijo, vencido por el cansancio, pero no por las razones, mira al padre con ira contenida y le grita: "¡Eres un vasco porfiado!". El padre, tercera generación, ya, alejado de tierras vascas, golpea la mesa y responde con igual furia y decisión: "Más que tú: ¡Sí!".

Hay, también, debates de asambleas, donde un grupo de cabecillas manejan el diálogo de sordos, que parecen alimentar con consignas y posiciones extremas, que logran un efecto catártico e inútil, que va cansando progresivamente a los participantes que renuncian, quizás muchas veces con la sensación que los dirigentes adolecen de una tozudez inconmensurable como la del padre vasco. Finalmente la asamblea se reduce a las elites que sustentan ideas de fuerza de unos pocos que redactan las actas de consenso. Muchas veces a disgusto de grandes grupos, de voces tenues, se sostiene que las conclusiones representan a grandes mayorías, quizás bajo el concepto de que quién calla: Otorga.

En política suele ocurrir que hay grupos que tienen lo que coloquialmente se llama el sartén por el mango, gracias a representaciones populares. Un argumento fuerte en esos casos puede ser: "Las mayorías son para ejercerlas", amparada en el cual una mayoría precaria puede imponer institucionalmente un acuerdo a una minoría amplia, o a mayorías silenciosas, cansadas del debate o de su inutilidad.

Me pregunto si el diálogo, o cualquier medio de compartir ideas, está destinado, por quienes las proponen, a imponerlas, a juzgarlas o a compararlas y alimentarlas con las de otros. Cuando una idea es una propuesta, espera del otro una respuesta en un espectro amplio de posibilidades, desde el acuerdo pleno hasta el rechazo absoluto. En la medida que se aleja de estos dos extremos, en tanto se acerca al centro ponderado de ambas actitudes, creo que puedo llamar diálogo al proceso. En tanto se acerca a los extremos usaría, en vez, los conceptos de sumisión u obsecuencia y de rebeldía o rechazo. En ambos casos estoy mirando la cuestión desde quién propone en relación a quien recibe la propuesta. Por la otra parte, cuando se recibe un concepto, puede ser llamado propuesta en tanto el proponente tenga disposición de ser juzgado y enjuiciado, en otro caso la propuesta puede moverse entre los extremos de la petición y la imposición. Visto de esta manera, lo que se entiende por diálogo podría derivar desde la indecisión cuando el proponente solicita y quien recibe se somete, hasta el conflicto cuando el proponente impone y el receptor rechaza.

He tenido discusiones acaloradas, que me han acercado al conflicto, a la antipatía y la enemistad, confrontando posiciones que podían afectar tan poco a las partes como el deporte juzgado desde la tribuna del fanático, o las creencias y dogmas religiosos. ¿Existe Dios?: "¡Ah! no; dios no puede existir. Si existiera no habría hambre ni injusticia en el mundo". "Tu visión es absurda; si Dios fuera un rasador que equilibrara todo en la neutralidad, nos habría creado sin felicidad, sin amor, sin alegría, hasta la posición en el espacio nos hace diferentes, atentando contra la igualdad. Tu argumento no se sostiene". "No sé. Lo único cierto es que tus curas son todos unos pedófilos. ¡Ellos inventaron a dios!". ¿Cuántas discusiones nacen de diálogos así?. Sin embargo, desde debates como éstos, donde las partes están sentadas en una mesa de tertulia, hasta grandes negociaciones sobre cómo pagar impuestos, o en qué términos firmar la paz entre naciones, unas de manera más incidentes que otras, todos los acuerdos, los desacuerdos, los consensos y los disensos en conjunto terminan configurando lo que podemos llamar el gran acuerdo social. Muchos creerán, quizás de manera equivocada, que el acuerdo social es la gran Constitución que rige a un pueblo, o ésta y las leyes y reglamentos que de ahí derivan. La Constitución es apenas un pequeño acuerdo político y las leyes son el reflejo del ordenamiento que la sociedad se va dando lentamente, intentando seguir el acuerdo social. Como ejemplo es posible observar el matrimonio homosexual. Existe un número de países que lo han acogido en su legislación, en tanto que otros aún rechazan la idea de discutir y dialogar al respecto. No obstante, ahí donde se le rechaza y también donde se le ha legalizado, existe debate y posturas opuestas. Contra viento y marea, esa forma de unión sera una cuestión zanjada en un futuro ya visible en el horizonte y constituirá parte del acuerdo social institucionalizado. Así sucedió con el divorcio, con el voto femenino, con la discriminación sexual que ya agoniza, con la discriminación racial, la esclavitud y más y más. El acuerdo social se mueve de manera dinámica, parsimoniosa, pero se mueve sin terminar nunca de asentarse, porque se mueve a la velocidad del diálogo verdadero: Muy lentamente.

En los tiempos que corren, distingo tres grandes corrientes sociales: La que ostenta el poder, sin importar que sean de derechas o izquierdas, girondinos o jacobinos, güelfos o gibelinos, iconoclastas o iconodulos, conservadores o liberales, o en fin radicales o revisionistas, revolucionarios o inmovilistas, laicos o cristianos; la segunda corriente es la que se opone al poder establecido, donde tampoco quisiera distinguir a pobres contra ricos, reformistas contra oligarcas, despojados contra abusadores, progresistas contra el statu quo, trabajadores contra empresarios y otros y otros más. En toda sociedad pareciera que estos grupos: Los poderosos y los aspirantes al poder son los polos del gran eje que conforman el pacto social, donde uno empuja y el otro frena. Pero existe la gran corriente moderadora, casi siempre ignorada por silenciosa y muchas veces ausente de los debates y, cuando los hay, de los diálogos. Quizás, aquí, en este grupo que hoy es mayoritario aún cuando no busca voces institucionalizadas que los representen está el gran caldo de los acuerdos sociales verdaderos, que no se cocinan en las mayorías de voto, porque esta corriente de dispersos no participa de los votos y eventualmente no participa de modo alguno; no obstante en ocasiones de crisis, en torno a temas específicos, forman la verdadera opinión social. Esta gran corriente ignorada es la que hace fluctuar apoyos y popularidades de manera que un cabecilla social, hoy, puede tener ochenta y en una semana caer a diez por ciento de apoyo popular. Por desgracia, es también la que hace posible, con su desidia, que parezca que un cuarto de la sociedad ostente ser el sesenta por ciento de la fuerza democrática que determina el poder. ¡Ay! de los que quieran construir el pacto de todos con sólo unos pocos, en el enfrentamiento clásico de los poderes porque construyen, cada día más, sin cimientos y sin argamasa.

Kepa Uriberri