Matrimonio




Mañana habría sido el día de mi matrimonio. Tal vez por eso esté ahora en este prostíbulo. ¿O es un bar?. No lo sé: Una mujer seductora, a la que le dicen "La Sultana" me pone en el muslo una mano fina, de uñas largas, perfectas, barnizadas. No dice nada, pero su sonrisa sí. Su sonrisa me invita. Le digo:
— Preferiría que no.
— ¡Tch!—, chasquea la lengua, como para restar importancia a la cuestión. — Sé libre— dice y agrega: — Piensa que se te acaba el tiempo. ¿Cuánto te queda? ¿Diez horas? ¿Doce?.
Me miro la muñeca donde debería llevar el reloj, pero no tengo uno; desde hace mucho que no uso uno. Me llevo la mano al bolsillo del pantalón, donde debería tener mi teléfono privado, para ver la hora; su mano provocadora sigue a la mía. Dice:
— ¿Ahí, qué tienes?
— Nada... Nada. La hora— digo, — para ver cuánto nos queda...
— ¿Nos queda? ¡Ja! — se ríe. "Nos" es mucha gente. Yo hace tiempo, ya, que aposté por la libertad: Por la vida.
Su voz me suena como El Bolero de Ravel: Insistente, invitadora, incitante. Con la suya, sin obligar, ase la mano mía y la retira, la lleva hasta su propio muslo desnudo y la desliza desde la rodilla hacia la ingle. "Si las mejillas me arden" me pregunto, "¿por qué sus muslos están tan frescos, tan deseables?". Ella dice:
— Los deseos son caballos desbocados, que corren sin destino alguno.

Despierto a las cuatro de la tarde, lleno de reminiscencias, de deseos vagos, confusos, que se estrellan con la ansiedad del futuro inmediato. Pienso que apenas si me queda tiempo y sin embargo lo dejo ir. Deambulo sin concierto, del dormitorio al jardín, de éste a la cocina. Me preparo una taza de café con leche, frío porque el cuerpo y, en especial, el bajo vientre, me sofoca. Es un calor absurdo, difuso. Vuelvo al jardín. El cielo está despejado, sin embargo es gris. Lo imagino sólido, metálico, innavegable: No como debe ser. "Tal vez me siento encerrado", pienso, como prisionero en una bóveda, pero sé que no. Camino, perdiendo el tiempo que es escaso, que me falta; por el jardín y el patio. El patio es de tierra reseca, gris como el cielo, polvoriento. Me ensucia los zapatos tiñéndolos de madre tierra, entonces golpeo el suelo, de manera intencionada, levanto más polvo, hasta que se ensucian completamente los zapatos y hasta los pantalones. Vuelvo a entrar a la casa y a salir a la terraza, al largo caminito que conduce a la puerta de rejas. Voy hacia allá, como si fuera, por fin, a huir pero no es mi intención: Me caso en un rato.

Son ya la seis y cuarto. He perdido más de dos horas en ir y venir. Pero si aún está claro, es tiempo todavía de rodear por última vez esta casa en libertad. ¿Por qué pienso así? ¿Acaso me estoy dejando capturar? ¿Es cierto que se llama matrimonio porque pertenece al matriarcado? ¿Por qué me voy a casar, si hoy en día los únicos que se quieren casar son los maricas? ¡Los demás quieren divorciarse! Pero no me importa eso: ¡Son cosas que se dicen en las despedidas de soltero!. Yo la amo. No sólo eso, también la deseo. Si me pongo una mano en el corazón; ¿o mejor en el sexo?; buena parte de la ansiedad nace de ese deseo de libertad que la unión da para hacer el amor: Una y otra vez y otra, y otra más, sin tener que irse, sin que se haga tarde: ¡Sexo! ¡sexo! ¡sexo!. No sé por qué le dicen amor. Amor es otra cosa, es querer abrazar, acariciar con ternura, los brazos suaves y redondos, tomar sus manos blancas y delicadas, sentir el roce de su sonrisa... ¡No!. Eso tampoco es amor. Es enamoramiento, es un sentimiento que tiene algo de místico, o epifánico. Es algo lleno de sensaciones, de sentimientos vagos, es como el delicado sonido de violines cuando se elevan hasta lo más agudo y luego resbalan de vuelta. El amor, por su parte, es otra cosa. Para sentir amor ha de haber pasado el enamoramiento, ha de haber sucumbido el deseo en la costumbre. Amor es un proceso de la voluntad, también de la razón. El amor es valorativo. El amor no es un tiro de caballos desbocados.

Son un cuarto para las siete. Ya no me queda tiempo: ¿En que se enredó? ¿Por dónde se fue sin sentirlo?. Apenas si alcanzo a vestirme. Lo hago perdido en un torbellino, por el tiempo escaso y otra vaga sensación que no me permite tener claridad de lo que hago y no sé por qué. De algún modo, al fin, llego a la iglesia. Alguien me acompaña y me pregunta por qué no me puse el traje oscuro y la corbata azul. Me miro, a mí mismo, y noto que llevo una corbata muy delgada, gris. La chaqueta no es del mismo traje que el pantalón. Ambos son claros pero el último es algo verdoso y está, desde la rodilla hacia abajo, sucio de polvo. También los zapatos. Estamos a la orilla de la callecita de la iglesia, que no está pavimentada. Noto que los pies se hunden en el polvo, no obstante todos los demás llevan los zapatos impecables, limpios, brillantes. Sólo yo los tengo sucios. Además no son los zapatos de charol nuevos que tenía reservados para esta ocasión. Son unos zapatos viejos, ajados, que hacía una eternidad no usaba. Por un momento pienso que los había desechado y no comprendo por qué los he confundido. Atravesamos la callecita polvorienta, hacia la iglesia que está detrás de la valla de tupidas alheñas, que se elevan hasta los dos metros. El vano que conduce al atrio es excesivamente estrecho y todo el recorrido, por lo demás breve, hasta aquél, es también de tierra polvosa flanqueado de cardenales rojos. "¡Claro!" pienso, "es lógico que siembren cardenales en el camino que conduce a la catedral. Sería absurdo que fueran geranios", pero de inmediato me rectifico: No es una catedral, sino apenas una pequeña capilla y, geranios y cardenales son nombres diferentes de la misma planta. El curso del pensamiento me lleva al Mercader de Venecia. Porcia le dice a Nerissa: «Si hacer fuera tan fácil como desear, las chozas de los pobres serían palacios de príncipes y las capillas serían catedrales» y me pregunto: "¿Será tan fácil casarse como querer casarse?". Como el paso es estrecho, al atravesarlo quedo solo: No me importa. Atravieso el atrio donde ya están la madre de ella, con un vestido color tierra, largo, y un peinado alto coronado por un floretón de encajes, mi madrina y varios hombres, todos vestidos de color tierra y con las manos en los bolsillos, departen alegres. Ninguno me saluda, alguno me mira y me ignora. Entro a la nave de la capilla, con mi impermeable arrollado en las manos. Busco entre la gente a mi hija Lucía: Está ahí arrinconada, entre los invitados. Me acerco con dificultad. Nadie me da la pasada. Me ignoran. Al fin la alcanzo y le entrego el impermeable. Digo:
— Guárdamelo hasta la salida—. La beso y me devuelvo, con dificultad, hasta el atrio. Ahora mi padrino que había venido detrás mío, ya se encuentra ahí. Todos conversan. Nadie se ocupa de mí, ni me saluda.

Distraído miro hacia la vereda del frente por encima de las alheñas y allá, al fondo, veo el auto gris. De él se baja la novia, en medio de una nube de polvo. Aspira profundo, con desagrado, y luego escupe un grueso salivazo. Detrás se baja un coro de mujeres que se abalanzan sobre ella para acomodarle el velo, el vestido bajo las axilas, el escote que deja ver el sostén de encaje y parte de un pecho, la cola del vestido, los vuelos de muselina, el cierre de la espalda, el borde delantero que se arrastra en el polvo de la vereda, los rulos del peinado, el maquillaje de los ojos, el rubor de las mejillas, el carmín de los labios, el ramo de flores, las cintas en el pelo y más. Por último desciende el padre de la novia ordenándose las ropas, metiéndose la camisa, tirándose las mangas de la chaqueta, pasándose las manos por la cabeza calva y acomodando la entrepierna del pantalón. Aparta a las mujeres y le ofrece un brazo a la novia. Los veo caminar juntos, seguidos por las mujeres, hasta que quedan ocultos por las alheñas. Después de un momento veo aparecer a la novia, sola, en el vano de la entrada, caminando entre los cardenales. En fila, hablando hacia atrás, viene su padre. Lo sigue el antiguo novio de ella, riendo de lo que mi suegro dice. Al entrar al senderito que trae al atrio se pone a un costado de él y conversan como si negociaran algo, adelante, sola, continúa la novia, mucho más atrás quedó el coro de mujeres. El antiguo novio le explica algo a mi suegro, éste afirma, con la cabeza todo el tiempo, acercando el oído hacia el otro, para mejor escuchar. Parecen ponerse de acuerdo en algún negocio común. La novia pasa junto a nosotros sin mirarnos, lo mismo los otros. Ella llega a la puerta de la iglesia y la empuja hasta abrirla de par en par y entra hacia el altar a paso seguro. Detrás su antiguo novio y el padre de ella. Yo estoy atónito y sólo atino a mirar. Mi madrina me tironea de un brazo para que la siga y que tomemos nuestro lugar en el cortejo. Yo pienso que no estoy vestido apropiadamente y veo mis zapatos sucios de polvo, en tanto que el novio anterior está impecablemente vestido de frac negro y sus zapatos de charol relucen, al igual que los del padre de ella, que sigue afirmando con la cabeza a lo que él le sopla al oído. Mi madrina, sorprendida los mira con los ojos muy abiertos y niega con la cabeza al mismo ritmo que aquél afirma. La novia, sola, delante del cortejo sonríe y saluda a lado y lado del pasillo de bancas donde los invitados aplauden. A algunos más íntimos los besa en las mejillas o la boca, dependiendo del caso. Cierran el cortejo la madre de ella, hosca, con gesto de desaprobación, colgada del brazo de mi padrino, que camina despreocupado con las manos en los bolsillos. Al llegar al altar, un sacristán peinado con mucha agua, una gota de la cual le resbala, inmunda, por la sien izquierda, nos recibe con expresión de disculpa y las manos juntas a la altura del pecho, como si rezara, nos dice:
— Lo siento; hoy no se celebra matrimonios en esta capilla: Hay misa de siete, así es que van a tener que continuar hasta la catedral, allá arriba en la cumbre— y nos señala una puerta de salida.
— Pero tenemos hora reservada con tres meses— insiste la novia.
— ¡Imposible! el señor cura ya está vestido para la misa de siete.
— Quisiera hablar con él— insiste la novia, mientras su padre sigue negociando con su antiguo novio, afirmando siempre con la cabeza inclinada hacia él y mi madrina niega sorprendida.
— ¡Imposible! el señor cura ya está vestido para la misa de siete— repite el sacristán.
— ¿Alguien tiene hora? — grita ella dándose vuelta hacia nosotros y el público.
Nadie contesta nada. Todos se miran unos a otros, excepto su padre y su ex novio que continúan su negocio y mi madrina que niega.
— Está obligado a casarnos... es una cuestión de fe— dice la novia por argumentar algo.
— ¡Imposible! el señor cura tiene que celebrar la misa de siete. Deben seguir a la catedral— dice el sacristán y abriendo mucho los ojos, señala con la cabeza, sin separar las manos, que tiene siempre a la altura del pecho, hacia la pequeña salida tras el altar.

Todos en perfecto orden, y en la misma disposición, pero ahora seguidos de todos los invitados, salimos por la pequeña puerta y tomamos un sendero estrecho de tierra seca y polvorienta, junto a un profundo acantilado, que sube moroso hacia la cumbre. Cuando el sol ya se pone, detrás de los últimos cerros en el horizonte montañoso, asomamos a la pequeña meseta que alberga a la gran Catedral del Alto Sagrado, agotados. En el lugar llueve a cántaros. Todos corren a guarecerse al interior de la catedral. El cortejo nupcial entra ceremonioso detrás del piño desordenado de invitados. La novia llega sola al altar, entre los aplausos renovados de los invitados. Ahí la espera el cardenal, que la acoge sonriente y le presenta el báculo sagrado para que lo bese, al igual que el palio y el anillo. Su padre con el novio anterior, finalmente, se hacen un gesto mutuo de acuerdo, se dan la mano y el novio se sienta en la primera fila. El padre se pone junto a la novia. El cardenal presenta sus signos sacrosantos para que también los bese. El padre hace un gesto de abstención. Dice:
— Preferiría no hacerlo.
Mi madrina y yo nos ubicamos junto a ellos, de modo que yo quedo al lado de la novia. El cardenal le acerca el báculo a mi madrina; ella lo besa, le toma la mano y le besa el anillo e intenta tomarle el palio pero el cardenal se lo impide. Detrás mi padrino y la madre de la novia esperan. El cardenal mira a mi suegro y le hace una seña instándolo. Él hace un gesto de abstención y repite:
— Preferiría no hacerlo.
El cardenal le dice entonces:
— La novia... Entregue a la novia...
— ¡Ah! ¡Eso!— dice mi suegro — Creí que...
— ¡No! ¡No! Sólo entregue a la novia y comencemos de una buena vez.
El padre toma a la hija de los hombros y la empuja hacia mí. Yo la tomo de las manos y sonrío. Acerco sus manos a mi boca para besarlas y noto que el barniz de uñas está descascarado. Pregunto:
— ¿Cómo...?
— Escalando el cerro... — explica ella.
— Bien... — digo resignado.
Mi suegro, libre de su responsabilidad toma a su mujer y se sientan junto al antiguo novio de mi futura mujer. Mi padrino y mi madrina se toman del brazo y se sientan al frente de ellos, también en la primera fila. El cardenal nos invita a proclamar nuestros votos matrimoniales. Dice:
— Pueden subir al púlpito— y lo señala con el báculo.

El púlpito se eleva a un costado, sobre las bancas de los invitados, tan alto como los vitrales que representan diversos santos e instantes sagrados como la crucifixión, el bautismo de Juan, la negación de Pedro, la traición de Judas, Pilatos lavándose las manos, Jesús bebiendo en las bodas de Caná, las estaciones del Via Crucis, el mal ladrón rechazando a Cristo, Jesús en el sermón de la montaña, la multiplicación de los panes y los peces y también, extrañamente, a Demóstenes con la boca repleta de piedras, hablando a la multitud en la otra orilla del río, o la Magdalena lavando los pies de Cristo. Se llega a él por una estrecha y empinada escalera de caracol, por la que subimos ambos, ella primero y yo la sigo. Veo, al subir, sus zapatos. No son blancos, sino color rojo carmín, a juego con la pintura de sus labios y el barniz de las uñas descascarado, pero están cubiertos de tierra polvosa y dañados por las piedras del sendero que sube a la cima del collado. Las medias de color blanco calado, también están inmundas de tierra, lo mismo que todo el borde del ruedo del vestido. "Tal vez sea un presagio" pienso. Pero no llego a imaginar de qué. "¿O quizás un símbolo?" me digo entonces, dudando. Pero no llego a descubrir cuál. Al fin alcanzamos lo alto de la escalera de caracol. El púlpito de caoba es estrecho. Está pensado para alojar sólo a un cardenal algo grueso. A la vez sus barandales son muy bajos, para permitir al cura asomarse e inclinarse sobre los feligreses mientras predica y dice, por ejemplo, con gesto amplio: "Amados hermanos, ¡Cristo está allá! y nos ama por sobre todas las cosas. Sí. ¡A vosotros pecadores!" y su mano se extendería hacia la cúpula, por donde penetra la luz de la mañana estival.

Al llegar a lo alto ella se asoma, sonriente y curiosa, a mirar a los invitados. De manera peligrosa asoma casi todo su cuerpo de blanco, cual ángel que quiere volar alrededor de la cúpula, donde a imitación de la Sixtina hay un Dios anciano, rodeado de verdaderos arcángeles, serafines y querubines, dando el toque de la vida a un Adán, sostenido por ángeles rubios de ojos claros. Intento evitar su ademán tan peligroso y la sujeto por la cintura. Ella, siempre libre como un pájaro, hace un movimiento elusivo, de modo que pierde el equilibrio y se precipita, como ángel blanco, en el vacío. Por un instante brevísimo pensé en la caída de Lucifer y alcancé a preguntarme: "¿Por qué?", mientras la veía caer. Hubiera querido que desplegara unas alas bíblicas, cosidas a sus espaldas, y que con suaves aleteos se elevara por entre las luces de colores que aún se filtraban por los vitrales, pero sólo escuché el "¡Oooohhh!" de los feligreses, que no podían sustentarla. Abajo, su ex novio, corrió a socorrerla y la recibió en sus brazos, evitando la caída. Ella sonrió y le besó los labios. Con desesperación me precipité saltando de dos en dos los empinados escalones de la escalera de caracol. Mientras tanto, el cardenal había elevado su báculo y sus sagradas manos, derramando sobre ellos las bendiciones que debíamos recibir ella y yo. Cuando al fin pude llegar a su lado, ya era tarde, el cardenal decía:
— ... y por estos poderes de la santa madre iglesia, los declaro marido y mujer. Lo que Dios unió, no lo separe el hombre— mientras le daba un toquecito con su sagrado báculo en la frente a cada uno.
Ella aún estaba en sus brazos, tomada de su cuello y él la sustentaba por debajo de los brazos y los muslos. Le pregunté:
— Y tú: ¿Acaso no estás de parte mía?
Respondió:
— Lo siento. Tal vez haya sido para mejor. Por algo suceden las cosas...— y se dejó llevar por él, mientras los invitados aplaudían. Nadie, ninguno, se acercó a contenerme. Estaba solo en medio de esta multitud que los festejaba. Sólo mi hija Lucía se acercó y me devolvió, hecho una pelota, mi impermeable. Dijo:
— ¡Toma! Me voy corriendo para encontrar alguien que me lleve a la fiesta.
Le dije al cardenal, que ya se estaba despojando de sus ropas ceremoniales:
— Monseñor; yo era el novio, no aquél.
— Nadie conoce los caminos del Señor— dijo mientras se quitaba la casulla.
— Pero ese matrimonio ¿es nulo?
— Nadie conoce los caminos del Señor— insistió, quitándose el amito.
— Pero...— intenté discutir, otra vez.
El extendió sobre mi dos dedos sacrosantos estirados, mientras los otros permanecían en puño, hizo hacia mí ciertas señas, quizás cruces, quizás círculos mágicos, mientras decía en un murmullo alguna jaculatoria y al fin, antes de retirarse, llevando bajo el brazo la tiara, ricamente adornada, noneando con la cabeza dijo:
— Nadie conoce los caminos del Señor— y se retiró musitando una canción de Modugno, con el báculo al hombro.

Miré la enorme nave, vacía y ya oscura, entonces me fui también. En el atrio, sentada en las escalinatas estaba la Sultana, viendo llover: ¿Qué hacer sino sentarme a su lado?. Durante largo rato permanecimos en silencio mirando caer la lluvia, hasta que ella al fin dijo:
— Dame tus zapatos—. Tomando mis pies me los quitó; después los lavó bajo la lluvia hasta que estuvieron negros y brillantes, como el charol. Entonces me los puso y dijo:
— Sólo los pies muestran la huella de tus pasos—. Me tomó de las manos y me puso de pie: Había dejado de llover y en el horizonte, entre el arrebol de las nubes, se podía ver el último sol del ocaso hundiéndose al fin. — Ya podemos irnos— concluyó.

Kepa Uriberri