IzquierdaMiraba la grieta en la esquina izquierda del techo, a los pies de mi cama. Los bordes y una extensión, cada día mayor, mostraban una humedad progresiva. Por la rajadura pasaba un rayo de luz tenue, porque no filtraba directamente el sol, sino la claridad difusa de la media tarde. Por alguna razón incomprensible pasaba largas horas tendido en mi cama mirando esa falla de la construcción del edificio, que de seguro se repetía en todos los departamentos del bloque y de la población. Por las mañanas esperaba que mi amá me trajera el desayuno mirando aquella grieta. Más tarde me vestía, estiraba las ropas de cama para contentar a la amá y me echaba otra vez sobre la cama a observar la rajadura en el rincón izquierdo del techo. Mientras miraba la forma rara de la falla entre los ladrillos de la pared me preguntaba si la humedad persistente había carcomido el cemento entre dos o tres ladrillos, o si por el contrario, los ladrillos de mala calidad se quiebran y producen esas grietas en lugares donde la construcción concentra mayor peso. Estas observaciones y pensamientos inútiles son de alguna manera automáticos y paralelos con otros de la realidad.
A veces, a cualquier hora, mi apá abre la puerta de la pieza, me ve, menea la cabeza de un lado a otro y levanta las cejas. No dice na. Ya no dice na. Antes, en alguna época, entraba y empezaba con su cantinela: Pienso que toda la situación es injusta. Si mi apá tuviera plata nos habría mandado a un colegio bueno, estaría estudiando en una universidad y todo sería mejor. Tampoco viviríamos en un departamento de última categoría donde el agua se mete por las rendijas que dejan los ladrillos parados de las paredes. Yo no me pasaría el día echado, entre mirar la rajadura de la pared y el celular con las fotos de Instagram de las cabras que muestran las pechugas y el poto, o el tuiter pa ver las convocatorias a las protestas. Me gusta cuando hay protestas porque uno sale y hace algo. Me da lo mismo el motivo: Que el ministerio no ha asignado las viviendas, que no hay un consultorio cercano, que subieron el pasaje de la locomoción, que el bus más cercano pasa a veinte cuadras, que la gente tiene que viajar tres o cuatro horas entre el trabajo y la casa, que la educación debería ser gratis, que tendría que ser igual para todos en vez que la de los ricos fuera mucho mejor, que es un derecho y no un bien de consumo, que la selección en los colegios sea a la suerte, que las pensiones de los viejos son miserables, que el ahorro para las pensiones sólo sirve pa que se hagan ricos los administradores de los fondos, que los ricos pagan pocos impuestos, que los pobres no tienen derecho a una salud digna, que las viviendas sociales son de mala calidad, que el sueldo mínimo legal es miserable, que la desigualdad, que la falta de trabajo, que la segregación, que el feminismo, que el abuso sexual, que la discriminación de los que viven en barrios pobres, que los homosexuales, que las lesbianas, que los trans, que los inmigrantes, que el aborto libre, que la educación sexual de los niños, que la falta de fondos para la cultura, que el agua es privada, que las empresas estatales, que el neoliberalismo, que el mercado, que los políticos corruptos y la extrema derecha. Al fondo de todo está la traición. Mi agüelo dice que pal golpe del cincuenta y seis los socialistas traicionaron al presidente primero y cuando la cosa se puso mal, traicionaron al pueblo y ellos se fueron a Europa. Allá vivían a cuerpo de rey financiados por la plata de la izquierda internacional, mientras aquí se pagaba con represión y sangre. ¡Por eso no les creemos ahora!. Por eso hay que echar a esta manga de políticos malditos, empezando por el presidente. Nos vamos a juntar a protestar en la plaza del General a Caballo y a tirarle piedras a los pacos. Los dirigentes nos juntan antes, cerca de los rieles, donde nos esperan los buses. Ahí nos dan las instrucciones. — Hagan cuadrillas de ocho: Los jefes seleccionan sus siete compañeros. Tiene que haber uno que lleva el combustible y la mecha, y otro los envases. Los dos con más experiencia tiran las molotov, los otros tres van rompiendo el pavimento y lanzan piedras. Los de asalto quedan detrás de los de ataque y van demoliendo semáforos, paraderos, locales comerciales. Las patrullas conjuntas, cuando no hay pacos, atacan y queman buses.
Así iban dando instrucciones y organizando. En esas protestas y en los combates me sentía bien. Antes de ir a la pelea nos metían cerveza, pisco, nos repartían pitos de marihuana. Después, durante el combate con los pacos, en las retiradas nos metían coca pal ánimo. ¡Era la raja!. No pensaba en nada. Era como un robot enajenado. Una vez, me acuerdo, me sentí como esos autómatas verdes que saltaban de unos camiones y atacaban todo lo que se les ponía por delante: "Bleidrraner" creo que se llamaba o bien "Yo, robot". Cuando ya terminan de dar las instrucciones para la operación, nos hablan de la motivación: — Los privilegios de los ricos, de los poderosos, de los fascistas no pueden terminarse con las leyes y las reformas de los políticos. ¿Alguien sabe por qué?.
Uno de los compañeros, siempre sabía la respuesta, pero dejaba, primero, que uno o dos dijeran algo equivocado: Yo había estado varias veces en estas previas y casi podía repetir de memoria esta escena. Incluso a veces lo hacía entre mí. Creo que a muchos les pasaba igual. Al principio uno aprendía con esas arengas, pero después, con la machaca, ya dejaba de ser algo que teníamos que saber y se convertía en una cuestión automática, así como los robot verdes que salían del camión a atacarlo todo: No era conciencia; ¡era lo que tenía que ser!.
Ese día entramos a la galería comercial de la música. Hicimos mierda las vitrinas, nos robamos unas guitarras eléctricas y las echamos al fuego de las barricadas. Había un viejo en un local que tenía muchos aparatos electrónicos, que parecían como unos computadores pero con piano en vez de teclado y unos comandos llenos de perillas que se suben y bajan, como los que usan los músicos diyei. Yo tenía un fierro largo como de un metro y medio, que había arrancado de un asiento del parque que hay ahí cerca; con ese fierro le aforré un guaracazo a una pantalla que mostraba un gráfico de cómo ese aparato tocaba la música controlada por todas esas perillas, mandos y teclados: ¡La hice mierda!. El viejo se encogió entero, como esos perros cuando les pegái una patá en el culo y gimió igualito. Dijo:
Estábamos todos enardecidos, enajenados. Alguien mirando el fuego de la barricada dijo: ¡Estábamos eufóricos! Algunas cosas, del fuego, se las lanzábamos a los carros policiales que pasaban entre las fogatas disparando gases lacrimógenos o chorros de agua que intentaban apagar los fuegos y perseguir a nuestros combatientes. Otros de los nuestros lanzaban piedras que habían arrancado del pavimento, o restos de los destrozos. Por mi parte, sentía algo parecido, o tal vez era felicidad verdadera. Me sentía parte de algo: Estaba echando abajo todo lo que la sociedad había construido al margen mío. O quizás, mejor dicho, yo, lo mismo que mis compañeros combatientes, estábamos al margen de la sociedad y ahora, como luchadores sociales habíamos derribado los márgenes y por ahí habíamos entrado a apropiarnos de los bienes de ellos, que jamás nos pertenecerían. Por eso los quemábamos y los destrozábamos, porque yo no podía, por ejemplo, decirle a ese viejo marica llorón, que se mandara cambiar ya que ahora todo su negocio era mío. No podía serlo y por eso se lo quitaba para que no fuera de nadie. Estaba enajenado y no me daba cuenta por qué me sentía tan eufórico, o tan feliz: ¡Más que nunca!. Cuando ya entró la noche y sólo íbamos quedando los combatientes y unos pocos espontáneos, nuestro cabecilla fue recorriendo cada cuadrilla para que nos recogiéramos a los buses que nos llevarían de vuelta a las poblaciones. Calcularon, los dirigentes, que habíamos perdido a unos treinta compañeros que habían sido detenidos por la policía.
Volví a mi casa pasada la medianoche. Ya parecía que todos estaban durmiendo. Entré y mi apá estaba ahí.
Iba a seguir con la misma cantinela de siempre, pero lo dejé hablando solo y me metí a mi pieza y me tiré en mi cama. De algún modo me sentía poseído por una satisfacción rara. Mi apá abrió la puerta y se asomó enojado, rojo de rabia. Me gritó:
Me paré de la cama, me acerqué a la puerta y le dije: Me quedé, en la oscuridad, mirando esa grieta que se destacaba en la penumbra. Las siluetas de las escasas cosas que me acompañaban desaparecían casi invisibles. Pensaba en el viejo caído de culo en su local, gimiendo que por piedad no le rompiéramos su mercadería y su local. Imaginaba que se achicaba en la medida que lo perdía todo, y ahora que no tenía nada era tan insignificante que cabía en la boca de la grieta que se lo tragaba y lo digería en el fuego naranja de la luz de yodo. Me pareció que la rajadura crecía al alimentarse del desgraciado y comenzaba a avanzar por el techo como si buscara más alimento. Serpenteaba por el techo dejando una huella cada vez más intensa, cada vez más material y voluminosa, hasta que alcanzó la esquina opuesta. Ahí giró y avanzó hasta la otra punta en mi lado del techo, cada vez más ávida, creando una especie de gusano grueso y voraz, que iba cayendo en desesperación al no encontrar más que tragar. Así llegó hasta el punto de partida en la esquina original. Pensé que quizás entonces iba a comenzar a devorarse a sí misma chupándose la cola, pero no fue así. Giró justo antes de encontrarse a sí misma, siguiendo el curso interior a ella misma formando un espiral rectangular, cada vez más veloz, más ávido y voluminoso, tanto que se podía oír desde su interior los gemidos del viejo marica. El violento progreso de la grieta comenzó a preocuparme en la medida que llenó la superficie del techo, llegando al centro de éste, donde se hizo amenazante pues su boca ya tenía un tamaño suficiente como para tragarme. Ya no tenía más espacio en el techo, entonces se descolgó hacia mí. Casi antes de poder hacer nada, cuando estaba a unos cuarenta centímetros sobre mí, o a unos pocos segundos, y a riesgo de dejarse caer encima y tragarme igual que al viejo, me tiré, rodando, al suelo. Me incorporé y escapé hacia la pared más lejana. Vi cómo escarbaba en mi cama como si me buscara por mi aroma, metiéndose entre las sábanas y frazadas, que apartó a un lado. Es posible que ahí haya olido mi ubicación, porque de repente su grieta irregular saltó hacia mí, con el ánimo claro de tragarme. Di un salto hacia la puerta para salir del dormitorio, pero fue más veloz y astuta: Con su gruesa huella corporal cubrió la puerta y la fijó firmemente, de modo que no llegué a abrirla. Estaba a su merced. Sería cuestión de tiempo para que me cazara. Sin embargo, parecía no tener ningún apuro. Lentamente me iba acorralando y dejando sin espacio. En un momento pensé en la ventana de la pieza, que aunque muy pequeña, con algún esfuerzo me podría servir para tirarme al vacío, pero prefería ser tragado por este y caer del cuarto piso, que ser engullido por esa grieta húmeda y su luz mortecina anaranjada de cuyo interior salían, ahora atroces, como el lamento de Jonás, las súplicas del comerciante de la galería. Pero tan sólo pensar en eso, el gusano, con tres trazos en zigzag cubrió la única escapatoria. A partir de ese momento pareció hacerse más y más lento, esmerándose en cubrir el espacio vital de la pieza, de manera de ahogarme de modo lento, muy lento. Por fin me tuvo arrinconado en una esquina, donde quedé encogido, con las rodillas contra el pecho, rodeadas por los brazos, para evitar que se introdujeran en la boca de la grieta húmeda, que amenazaba con tragarme, mientras desde su interior se reverberaba los lamentos de nuestra víctima. Posó sus bordes ásperos y mojados en las paredes de la esquina, detrás de mí y su vértice inferior sobre el suelo donde me hallaba. Así me rodeó. Sin apuro ninguno, como si disfrutara tragando cada segundo de mi pánico, fue cerrando la grieta hasta engullirme por completo volviendo la boca a su tamaño natural. Dentro, había una iluminación mortecina que apenas dejaba percibir los bordes grises del vientre del túnel en el que me encontraba. La boca se iba recogiendo sobre sí misma, obligándome a avanzar hacia el vientre del gusano mientras recorría la trayectoria inversa a la de su crecimiento. El interior de la galería, iluminado por el fuego que ardía sin consumirse permitía vislumbrar las vitrinas despedazadas, desde las cuales los dependientes estiraban inútilmente sus brazos en actitud de súplica entre los despojos de sus tiendas y ululaban su canto triste e inútil, sobre el cual yo componía el estribillo: "Todos pagamos el costo de cambiar el sistema. ¡Este es el mío; es lo justo!".
A pesar de todo, desde el fondo de la grieta al que estaba siendo empujado lentamente, me llegaba un pensamiento que se superponía a todos los otros y me parecía que debía ser contradictorio: "¿Por qué tendrías que pagar un costo que te deben?" y después insistía: "¡Tú viniste a cobrar! Él gime ahora pero al final del día llega a una casa grande, en un auto grande y sus hijos vuelven de un colegio grande donde se habla un idioma extranjero y la mujer no tiene las manos rotas por el trabajo ni la piel ajada, por las horas de viaje desde su casa grande hasta esta sucia grieta donde vivimos al margen".
Después caí de rodillas y luego debí ponerme en cuatro patas. El techo de la gruta me raspaba la espalda, la boca se retraía hacia el fondo de sí misma y me obligaba a avanzar aún cuando la presión en las espaldas, manos y rodillas había empezado a producirme dolorosas heridas, lo mismo que en los costados del cuerpo, especialmente cuando había que girar desandando el espiral de crecimiento de la gruta. Kepa Uriberri |