El Grito pelado en la calle

Siempre recuerdo esos días de la niñez, de los buhoneros. ¿Se les puede llamar así? En fin, me doy la licencia de darles ese nombre a los vendedores que con canastos al brazo gritaban por las calles sus mercaderías: "¡Hay floreeeh!", "¡Urahnoooh! ¡Lleve mauritoh loh urahnoh!". También a los que ofrecían servicios misceláneos, como el afilador de cuchillos que empujaba un extraño carrito, que parecía una bicicleta trunca y se anunciaba con un pito de varios tonos: "Firuliríiii... Firuliráaa..." y después a grito pelado ofrecía su servicio: "Afiiiiiilo cuchiiiill". Nunca comprendí porqué no terminaba la palabra e imaginaba que sería porque los cuchillos habían perdido el filo y al estar mellados perdían la "o" final. Sin importar cómo se mire, son, en cualquier caso, recuerdos amables aquellos gritos. "¡Estiiiiiiiiro somieeeeeres!" era otro grito, que imaginaba que se dilataba tanto como los somieres estirados.

Hoy el grito pelado en la calle es otro. Es desaforado, impositivo, agresivo, violento. Pero a la vez es reivindicativo, denunciante, confrontacional y doctrinario. Más aún, es conflictivo y además, a diferencia de aquél otro, es colectivo y no ofrece nada: ¡Exige!. Imagino que aquel antiguo grito pelado en la calle que ofrecía frutas, flores, pan, leche, tortillas o afilar cuchillos y estirar somieres no era local y propio de mi ciudad, sino algo común a todas las ciudades del mundo en algún momento, quizás de su historia, o de la vida pública de todas ellas. La cultura, la vida pública, la tensión social que gesta los acuerdos y pactos ciudadanos fueron diluyendo la buhonería callejera, quizás reemplazada por la bazarería, la kiosquería, los almacenes, el sentido de bienes desechables, la tecnología, las grandes tiendas y supermercados, y, por último, las moles comerciales que reemplazaron como lugar de encuentro y diversión a las plazas y parques con sus vendedores de golosinas y bartulerías. La calle se llenó entonces de silencio ensordecedor y enloquecido. En este proceso, el hombre perdió su identidad pública y dejó de ser el afilador de cuchillos, el frutero, el estirador de somieres, o el fotógrafo del parque que gritaba: "Le tomamo la fotografieeee", con su cámara de palo y su caballito de mentiritas, para tomar la imagen de los niños. Todos se hicieron anónimos trabajadores que pactaban las condiciones de su trabajo como gremio, como sindicato o agachaban la cabeza colectiva o propia por necesidad.

No es mi afán explicar la historia, o el por qué de los fenómenos, sino apenas divagar en torno a los sucesos y cómo estos se encaminan, según el flujo de los hechos. Siempre se intentó explicar al hombre como individuo, pero bajo una lente colectiva: El hombre hacedor, el hombre pensante, el hombre místico, el hombre culto, el hombre social, el hombre sin identidad. En el sentido colectivo, quizás una explicación amplia, debería considerar la pulsión central del hombre y quizás de todo ser vivo, como tactismo básico. La vida tiene una componente ineludible que forja la evolución; el impulso a la prosperidad. Todo ente vivo es próspero; busca prosperar. También el hombre. Esta pulsión se da en lo individual y en lo colectivo. El frutero ya no puede vender en un canasto donde lleva duraznos o naranjas de temporada, de manera que arrastra dos canastos, uno en cada brazo, con diversas mercaderías. Pero la prosperidad le exige, a poco andar, un carretón. Después un ayudante y luego un lugar fijo y dos cargadores, tres vendedores y más, hasta dejar de ser el frutero y transformarse en la frutería y luego más y más. En definitiva, la prosperidad lo hace anónimo y colectivo: Una cooperativa, una empresa y una gran cadena de inversiones. Así las ciudades ya no tienen almacenes, boticas de barrio, cafetines, boliches; sino grandes empresas, enormes cadenas de restoranes, supermercados, multitiendas donde todos mantienen el anónimo colectivo. Claro; lo gregario, el colectivo, favorece la prosperidad de todos, pero mata la identidad de manera que favorece la insatisfacción.

La satisfacción, tal vez madre de la felicidad, no es colectiva, sino individual, aunque se agrega socialmente en el caldo del malestar ciudadano cuando la prosperidad se ve amagada. El hombre, en tanto, que se juzga a sí mismo en la imagen colectiva como próspero, se ve, en lo privado, reflejado en el fracaso y la insatisfacción: Las metas y objetivos siempre están allá en el horizonte, nunca alcanzadas. Si así no fuera, el impulso a la prosperidad habría muerto. Yo como individuo siempre vivo en el fracaso; nunca alcanzo todas las metas, que elusivas, escapan más allá. Así entonces el individuo que es exitoso social, siempre es un fracaso individual, lo que explica, entre otros fenómenos, la inequidad y las brechas económicas crecientes, en tanto la medida del éxito es la ventaja relativa a la prosperidad de los otros. El frutero exitoso social transformado en empresa también requiere prosperidad y querrá vender más allá del barrio, a la comuna, a la ciudad, a otras ciudades, al país, al continente, para lo que siempre requiere más y siempre está al borde del fracaso, persiguiendo nuevas metas para prosperar, en las que arriesga el fracaso rotundo. El individuo próspero sólo comparte si ha logrado todos sus objetivos, pero esto nunca sucede debido a la pulsión por el logro y al amago del fracaso personal.

Es más o menos fácil vislumbrar estos conceptos en lo económico, en un ámbito en el que todos están inmersos. Algo más borroso resulta distinguirlo en el entorno del poder, cuando su fuente no es económica. El poder político o de conducción es también sujeto de prosperidad y mueve ambiciones del mismo modo que cualquier otro logro, aunque este sea intangible y no tenga un cuerpo cierto como la obtención de bienes. El poder se encarna en el respeto, en la fama, la figuración, y por cierto la capacidad de decidir y dirigir opiniones. Todos estos elementos son conceptuales y se estructuran en creencias, en ideologías y en ambiciones. Así, el ser reconocido: "Ahí va el director de esto", "aquél es el cantante de moda", "Buenos días senador"; es un valor deseable que refleja prosperidad. La prosperidad, en estos casos, se mide en imagen y puede determinar, por tanto, una cuantificación del éxito: Aclamado en el mundo entero, apreciado por los deportistas, ¿qué dijo el alcalde?, lo dijo la presidenta, es una joven tan inteligente que guía a la juventud. Este sería el polo del éxito, equivalente al hombre rico. En el polo del fracaso, en tanto, el exitoso ve la amenaza de la pérdida de imagen: "¿Quién se cree éste?", "¿A quién le ha ganado?", "¡Creo que me están olvidando!".

La otra cara del proceso es la referencia: Mis logros son mayores que los del otro, o bien: ¿Por qué no puedo tener lo mismo que aquél?. La necesidad de establecer un nivel de éxito, lleva al individuo a compararse con los otros, constituyendo el sistema de jerarquías sociales. En tanto estas jerarquías muestran cierta continuidad y una amplitud que permite mantener los anhelos a la vista del afán de prosperidad, la sociedad se mantiene en estado estable. En la medida que se produce discontinuidades, de manera que el abismo entre los niveles de éxito se hace insalvable, reprimiendo la prosperidad posible de grandes contingentes de individuos, el malestar y el fracaso individual se hace colectivo, incluso si las pulsiones de unos y otros son diferentes y sólo coinciden en la frustración. Unos no han logrado una vivienda digna, los otros no tienen un trabajo estable, habrá quienes vean alejarse la posibilidad de educarse más, y muchos sienten que no son escuchados por la sociedad y así; pero el trasfondo definitivo son las grandes brechas donde los anhelos son muchos y las realizaciones pocas; donde muchos prosperan poco y muy pocos prosperan mucho.

Me detengo para mirar un poco a la organización de la vida pública: En el comienzo, muy temprano, de la sociedad, el poder, su pegamento orgánico, se ejercía a base de la fuerza. No obstante ésta deja de tener efecto en tanto la sociedad crece y el empuje social puede superar al caudillo o conductor. Así, entonces, la fuerza personal se transformó en la fuerza policial represiva y en sentido más amplio en fuerzas militares de dominación. En gran medida el poder llevaba aparejada la propiedad de los bienes y por tanto, todo el impulso de prosperidad estaba unido al poder. La frustración de las grandes masas que no accedían a él, era canalizado de forma mística: El premio no está aquí, sino en el más allá. Para alcanzarlo no se requiere de la rebeldía sino de la mansedumbre. La incapacidad de juzgar este pensamiento, sostiene la represión del impulso a prosperar de grandes mayorías. No obstante, de manera lenta pero persistente, se va desarrollando paralelo al poder policial y militar, el poder económico que da origen a las ciudades independientes y a sus burgueses. La ciudad ofrecía posibilidades de prosperar, incluso sin renunciar a la fe en la magia del más allá. Así, entonces, prosperó la ciudad y el poder económico hasta hacerse mayor que el poder militar, que derivó, al amparo del poder económico en el poder político. La economía fue el gran motor de la prosperidad y dominio, hasta que se producen las enormes brechas y los grandes malestares. El grito pelado en la calle, entonces, fue: "¡Liberté!, ¡Égalité!, ¡Fraternité!". El poder de la rebelión, en el afán de conseguir prosperidad; que no estaba en el reclamo popular, aunque sí en su trasfondo; había superado al poder de la fuerza, de la economía y al político. En definitiva, el gran resultado, con el concurso de la tecnología que produjo la otra revolución, la industrial, sólo se consiguió consolidar el poder de la economía como gran rector social, subordinando, más o menos cínicamente, al poder de la fuerza y al político, aunque la apariencia mostraba, convenientemente relevante al poder político. Y hubo paz social ciudadana, y se restableció la prosperidad, al amparo de cesiones de cuotas de poder en la forma de derechos ciudadanos. Claro, hubo intentos de sincerar el poder político por sobre el económico, a través de un sistema rector de la igualdad. La gran utopía fue la igualdad imposible. Si todos, a fortiori, son iguales, la prosperidad queda abolida; pero la prosperidad es la mayor fuerza vital, no sólo del individuo, sino de la naturaleza.

Vuelvo, entonces a la prosperidad como fuerza rectora. En la propia naturaleza, para que la nada fuera cosmos, debió estallar en el primer paso próspero. Para que la piedra fuera ameba, señal de vida, el cosmos y su naturaleza dieron un gran paso próspero. Para que la ameba fuera pez, para que el pez fuera sapo, para que el sapo fuera lagarto y éste ave y el ave mamífero y el mamífero llegara a ser mico y el mico llegara a simio y este a mono y el mono fuera hombre, el gran tropismo de la naturaleza fue la prosperidad, cuyo embrión es la desigualdad que permite a la naturaleza viajar de la piedra al hombre y quizás del hombre a alguien más. Si la piedra fuera palo y el palo perro y el perro hombre, todo estaría estático como al principio. La gran mentira del poder del hombre próspero, a los ciudadanos que aún confían en las cesiones de derechos, en la igualdad, en la moderna religión de la democracia como rasero social, es la igualdad imposible y la justicia a su servicio. La democracia no es una garantía, sino sólo una definición referencial. Por otra parte, su sentido no es individual, sino colectivo y representativo; es decir que su función no es satisfacer al individuo sino a la sociedad como conjunto, o más aún como promedio. En la democracia real el derecho individual está afincado en el colectivo y más aún, en las mayorías organizadas; ni siquiera en las mayorías dispersas cuyos acuerdos elusivos se gritan en las calles.

La frustración del afán próspero, la igualdad nominal, la desigualdad real, el deseo de justicia ética e imposible, terminó por romper el silencio ensordecedor que reemplazó al amable grito del buhonero, con el rugido de la tecnología; con el nuevo grito pelado en la calle, que dijo "¡No al apartheid!" en Pretoria, "¡No a la opresión!" en Túnez y Egipto, "¡No a la prosperidad segregada!" en Grecia y Portugal, "¡No a los falsos derechos ciudadanos!" en Chile, "¡No a la mentira institucional!" en Argentina, "¡No a la imagen tendenciosa!" en México, "¡No a la ley de inmigración!" en el sur de los estados unidos y "¡No el nuevo muro", hoy de Wall Street en el norte de éstos.

¡Qué belleza! ¡Qué conmoción! ¡Arriba los despojados del mundo! y sin embargo, aunque uno quisiera que el gran reclamo ciudadano del universo triunfara y todas las utopías fueran posibles, el aborigen y el conquistador nunca serán iguales, ni el dictador hermano del torturado, o el rico le dará su mitad al pobre, o el poderoso dejará de mentirle al pueblo y el padre que renuncia a ser padre y se transforma en Roberto sólo castra el impulso natural de llegar a ser padre del hijo que jamás luchó por bajarlo del pedestal. La lucha de los despojados deberá existir siempre, pero para eso siempre habrá despojados. Si el despojado le quitó su parte al rico, entonces es un despojador y querrá quitarle todo, porque esa es su pulsión de progreso. Cuando el pobre sea rico, el rico habrá sido despojado y cantará: "¡Arriba los despojados del mundo!". ¿Y si todos fueran ricos, iguales de ricos? Sólo empezaríamos de nuevo porque la prosperidad es ineludible.

Kepa Uriberri