Encuentro en la plazaLa plaza era apenas un lugar de paso para casi todos los que transitaban por ella. Sólo algunos nos sentábamos ahí en los banquitos a la sombra de las encinas, a perder el tiempo, que yo a esas alturas tenía en exceso como para derrochar. Esa tarde, mientras la luz del sol se iba escurriendo lenta por las esquinas, sólo yo mismo y las palomas que arrullaban a mi alrededor picoteando las migas que les iba tirando, estábamos ahí, quizás porque ahí no había nada. Tal vez por eso la recuerdo, porque no había razón para que llegara y se quedara, vestida con un traje de tela liviana, de ese color que aquí llamamos café y en otros lugares es marrón. Sin embargo, y lo recuerdo bien, era café; del color del café e incluso tenía el jaspeado de la espuma del café recién servido y hasta, a lo mejor, algunas volutas de humo, o de color humo como las del café, que se elevaban hasta uno de los hombros y desaparecían bajo su pelo del color de la espuma. El corte, el estilo, la caída del traje eran elegantes. También la cartera que colgaba de uno de sus hombros y quedaba bajo el brazo tostado y desnudo. La cartera hacía juego con los zapatos de altos tacos, que favorecían su aspecto fino y longilíneo. Se sentó en un banquito, algo más allá, desde donde podría vigilar la llegada de casi cada transeúnte, sin embargo sus ojos castaños no hurgaron los senderos de la plaza, sino que, con precisión serena miraron sus manos de delgados dedos que se metieron en la cartera de donde sacó "Un sueño americano" de Norman Mailer. Sus ojos abstraídamente serenos se ocuparon en la lectura, después de cruzar una pierna esbelta y torneada sobre la otra. Desde donde yo estaba podía imaginarla mejor en un salón que en esta plaza. Por todo esto creo que siempre la recuerdo. Fue extraño, quizás tanto como la llegada de ella. Ese hombre joven, aunque adulto, regularmente bien vestido, pero de aspecto casual, caminó desde una esquina de la plaza, con una mano en el bolsillo del pantalón, con la decisión de cualquier transeúnte que cruzara por el camino más corto entre dos esquinas urbanas opuestas. Pasó delante mío y pude ver que su mirada examinaba, a la joven que leía a Mailer, con un aire dudoso. No obstante, pasó junto a ella sin disminuir el ritmo de sus pasos. Al pasar, apenas la miró de manera incidental. La joven, por su parte, no levantó jamás la vista del Sueño americano. Al llegar a la esquina opuesta, él se detuvo. En ese momento tomé conciencia que vestía una chaqueta de tweed cuadriculada en tonos castaños, un pantalón impecablemente planchado de color gris oscuro y zapatos de color rojizo, a juego con la chaqueta. Usaba una camisa que a la distancia parecía de color amarillo muy pálido y no tenía corbata. El corte de pelo impecable denotaba una persona ordenada y metódica. Hizo algún amago de volver, pero se arrepintió de inmediato. Se quedó un momento pensativo y luego enfiló, perdiéndose, por la calle lateral a la plaza. Puedo asegurar que en todo ese tiempo la joven no levantó la vista del libro. Sin embargo cuando el hombre desapareció en la esquina, ella, mientras pasaba una hoja del libro, que tenía ya leído a la mitad, recorrió la plaza con la vista. Además de las palomas, estábamos ella y yo. Se quedó un momento observando a las palomas alrededor de mis pies y de pronto, arrugando casi imperceptiblemente el ceño, me miró fijamente. La impresionante serenidad de sus ojos me sobrecogió. Creo que si hubiera sostenido su mirada sobre mi, otros diez segundos, habría dejado a las palomas y habría ido a compartir mi soledad infinita, por todo el resto de mi tiempo inútil, con ella; pero terminó de pasar la hoja del libro y bajó, otra vez, la vista sobre aquel sueño de Mailer. Mientras leía a Mailer, mientras yo tiraba migas a las palomas, haciéndolas correr de un lado a otro, me deleité con sus piernas torneadas, con su hombros redondos, con las manos perfectas y largas, y sobre todo, con sus ojos de zorro de mirada tan serena. Al rato, después de dar un rodeo en U por la manzana, el hombre de la chaqueta de tweed apareció por la esquina adyacente de la plaza y volvió a cruzarla en diagonal, de manera perpendicular a la forma en que antes lo hiciera. En algún momento sacó la mano del bolsillo y miró la hora. Ahora caminaba más lentamente y salvo cuando consultó su reloj, miró siempre a la joven del traje café y el pelo rubio, color espuma, que nunca pareció prestarle atención. Al llegar, nuevamente, a la esquina de la plaza, se detuvo indeciso. Nervioso dio unos paseítos cortos hacia allá y acá. Se detuvo, se metió la otra mano al bolsillo del pantalón, escudriño la plaza toda, fijó la vista en la joven, volvió a mirar la hora, y dio otros paseítos nerviosos. Al fin pareció decidirse y atravesando la calle se perdió junto con el sol que guardaba su último rayo. Ella no vestía una blusa de color verde botella, ni llevaba en la mano una margarita amarilla. Tampoco se veía ansiosa como él, sino, por el contrario, si algo de ella me resultó inolvidable, fue su completa serenidad. Por su parte, él no iba en mangas de camisa, ni esta era azul marino con gruesas líneas blancas. Tampoco llevaba un libro gris, de tapas duras en la mano. Quizás por eso no se reconocieron. Quizás ninguno quería ser reconocido, pero sí esperaban, ambos, reconocer al otro. Sin embargo la joven nunca levantó la vista de la novela de Norman Mailer. O bien, creo que nunca lo sabré, ninguno de ellos era el otro y ella, incluso, no esperaba a nadie. Mientras cavilaba sobre estas posibilidades u otras, mientras seguía haciendo correr a las palomas de uno a otro lado con las últimas migas de pan, mientras el tiempo incansable seguía escurriendo inútil, al menos para mi, y la joven, cada tanto, levantaba apenas sus ojos de zorrito que con tremenda serenidad abarcaban el paisaje, el hombre de la chaqueta de tweed tomaba una decisión definitiva. De repente volvió a aparecer por la misma esquina que lo había ocultado y se detuvo un solo instante para verificar que la mujer del vestido café aún estaba sentada, leyendo en su banquito. En ese mismo momento yo fantaseaba con la posibilidad de levantarme y acercarme, para ofrecerle compañía. Sólo la enorme duda del tiempo que nos separaba me hizo perder el instante justo y el hombre aquel emprendió otra vez la marcha definitiva. Ella nunca lo miró, ni siquiera cuando él se sentó, finalmente, a su lado y le dijo algo que no alcancé a escuchar entre el rumor del arrullo de los pájaros a mis pies. Sólo siguió leyendo. Siguió por un buen rato, mientras crecía mi admiración por su actuar tan sereno. Creo que siguió hasta que terminó el capítulo, mientras el otro la miraba convencido y a ratos esbozaba una especie de sonrisa nerviosa. En algún momento creí haber escuchado que decía: "¡Sé que eres tú!" y luego soltaba una débil risita nerviosa, pero ella continuaba, como si en ese momento Rojack estuviera asesinando a Deborah y resultara impensable abandonar la lectura. Sin embargo, al terminar el capítulo, o cuando lo consideró pertinente, quizás al final de un párrafo en página par, sacó un marcador de cartulina que había metido al final del libro y lo insertó en donde lo había tenido abierto para la lectura. Cerró sin prisa el libro y lo metió en su cartera. Cerró sin apuro la cartera, la puso al lado contrario del visitante y se tomó la mano izquierda con la derecha sobre el regazo. Después lo miro con un gesto tranquilo, pero suavemente burlón, subrayado por una mínima sonrisa y le dijo algo que hizo sonrojarse al hombre. Sólo sé que él contestó: "¿Por qué?". Sólo pude oír frases sueltas que no me permiten reconstruir la conversación. En algún momento, lleno de curiosidad, quise espantar a las palomas para quedarme a solas con esa escena que hubiera querido acompañar de las voces. ¿Se conocían de alguna manera ese hombre y la joven? ¿Se habían hablado o escrito, pero sin llegar a conocerse físicamente? ¿Tenían una cita concertada?. Quizás no. No lo sé. Tal vez ella sólo huía de la bulla social de su hogar para leer y él la había visto al pasar y se había enamorado, instantáneamente, lo mismo que yo, de su serenidad y elegancia natural. Como sea, doy fe que era primera vez que ambos visitaban este parquecito, en el que, desde hace mucho, daba de comer a las palomas y perdía el tiempo que ya jamás podría encontrar. Es que ya no me pertenecía, o puede ser que yo ya no perteneciera al tiempo, sin saberlo. Es posible que sólo tuviera la última misión de ser testigo, y nada más que por eso me encontraba ahí. Es posible que fuera necesario que conociera aquel entorno desde ya mucho, para atestiguar que ellos se habían citado ahí sólo por azar, o para dar fe que era primera vez que se juntaban en ese lugar. Nunca lo sabré y hay tanto que uno no sabe. Ni siquiera sé si ellos habrán reparado nunca en mi. Quizás nunca supieron, siquiera, de mi. Creo que él, en todo momento intentaba acercarse a ella. Estoy seguro que su boca ligeramente gruesa y sensual, en contraste con una nariz muy fina, lo obsesionaba y sólo pensaba en acercarse a ella, para llegar a morder, con suavidad y alegría, su labio inferior. Creo que incluso lo imaginaba. Sólo lo detenía su mirada de zorrito. No obstante ella percibía sus intenciones y mientras lo congelaba con la serenidad de su mirada, le coqueteaba con el gesto sensual de la boca. Si yo hubiera estado ahí, frente a ella, ya la habría besado y mordido con avidez. Por lo demás tenía, en su vestido un escote que si bien no era profundo ni provocativo, en su corte elegante dejaba ver el perfil de su cuello, largo, hasta la división de los pechos que podían adivinarse bajo la línea sutil del género liviano. Si estuviera ahí, ya habría tomado, con suavidad y sonrisa, esos pechos exquisitos. Tal vez ella percibía mis deseos a la distancia, o los de aquel hombre coincidían con los míos y ella al notarlo levantó la mano y tocó suavemente el vértice de la línea, apenas marcada, que dividía sus senos y tomó, delicadamente entre sus dedos una crucecita de plata, que colgaba de una cadena y descansaba ahí. Mientras regalaba una sonrisa se llevó la cruz hasta los labios y comprimió su vertical con ellos. El alargó su mano y tomó la crucecita de entre sus labios y sus dedos y tirando suavemente acercó su boca a la propia, en actitud evidente. Cuando ambas bocas se acercaron, ya llenas de aparente intención, el cerró los ojos y soltando la cruz amagó a rodearla con los brazos. Ella soltó una risa suave y alegre e interpuso su mano entre ambas bocas, hasta atajar el amago. En algún silencio del arrullo de las palomas la escuché decir: "¡Aún no!". El abrió los ojos y volvió a enrojecer mientras arrugaba el ceño. "¿Por qué?" preguntó. "Aquí: No" dijo ella y se alejó mientras las manos de él resbalaban, vencidas, sobre sus brazos. Al fin terminaron tomando las de ella y mirándolas dijo, con voz que me pareció entrecortada, aunque puede ser debido al ruido que sobreponían las palomas: "Entonces vayámonos a otro sitio". "No" dijo ella. "Creo que no es bueno. Tal vez otro día. Hoy conversemos: ¡Está tan agradable!". Cuando la luz casi se iba, las palomas comenzaron a retirarse. Fueron emprendiendo vuelo hacia algún lugar, hasta que solo quedó un par rezagado. Entonces, antes que la penumbra ocultara todas las siluetas de la tarde, de pronto, se encendieron los faroles del parque y aquellas últimas palomas volaron. Oí que ella decía que no había sentido cómo había pasado el tiempo y se había venido la noche: "Ya es tarde" agregó y se levantó liberando sus manos que él mantenía entre las suyas. Besó la punta de sus dedos y los posó sobre la boca de él. Después agregó: "Por hoy, no me sigas" y girando caminó hacia mi. Al pasar a mi lado esbozó la sombra de una sonrisa que me llenó de complicidad e inclinó casi imperceptiblemente la cabeza. Le contesté con un guiño de ambos ojos. Tal vez sólo fue mi deseo, mi ilusión, y no ocurrió así. Pero sí sucedió que el hombre se levantó después de un momento, creí que con cierta premura y con afán de seguirla, a pesar de todo. También pasó a mi lado, pero con la vista fija en la figura elegante de ella que ya se perdía en el último recodo de la esquina de la plaza. Lo detuve. Le pregunté la hora. Intentó seguir mientras me lanzaba al aire la respuesta de su reloj. Lo tomé de un brazo y lo interrogué: "¿Está seguro?. No puede haberse hecho tan tarde". Fue suficiente para que la joven se perdiera en la noche que se precipitaba por todas las esquinas. "¡Maldita sea!" me dijo y me dio un empujón liberándose, pero era tarde. Ya no la pudo encontrar. Lo vi allá en el fondo mirando con desesperación, sin encontrar la huella de la mujer, hasta que emprendió un camino diferente, con ambas manos en los bolsillos del pantalón, caminando lentamente. Ojalá al impedir que la alcanzara, ese día, hubiera evitado que la volviera a ver otra vez: Pero no fue así. Y a pesar de eso, en modo alguno era esa mi intención, sino sólo impedir que ahora la siguiera, como había pedido ella. Quizás ya habían concertado otra cita, o bien estaban en contacto de alguna manera que les permitió volver a verse. Se vieron muchas veces, algunas de las cuales fueron en esta misma plaza y en aquel mismo banco. Ella siempre llegaba antes y leía mientras lo esperaba. Conversaban hasta que comenzaba a oscurecer y entonces ella partía sola, después de besarse la punta de los dedos y posarlos en la boca de él. Él sólo la miraba alejarse hasta que se perdía en la oscuridad de la esquina y entonces se levantaba y partía detrás de su rumbo, con las manos en los bolsillos y la mirada baja. Pero algún día ya no volvieron más. Ese día ella le había dicho: "Ven a buscarme a mi casa". Se quedaron ahí, en la intimidad y ella aceptó las caricias que hacía mucho él deseaba hacer. Así sucedió después, muchas veces, hasta que ella creyó que él la amaba. El siempre aseguró que lo hacía, aunque no se si llamarle, a eso, amor, o quizás sólo obsesión. No sé. Algún día, ya no recuerdo exactamente cuándo sucedió, él sólo se quedó ahí. Hasta entonces el siempre se iba y ambos tenían una vida propia. Ella no lo invitó, no se lo pidió. Sólo sucedió. Ese día cualquiera, él sólo no se fue. Al día siguiente aún estaba ahí y a ella no le sorprendió que así fuera, después de tanto tiempo. Quizás, incluso, ella se sintió, ahora, más segura de él. No lo sé. A partir de ese día tuvieron una vida juntos, porque él lentamente se trasladó a la casa de ella, hasta que esta se transformó en la de ambos. Hay tantas parejas que así, de esta manera, casi imperceptiblemente, poco a poco, van formando una vida definitiva y terminan recorriendo juntos un destino común. A veces, en aquella plaza, sentado, viendo corretear a las palomas tras las migas de pan que les voy arrojando, entre sus revuelos y arrullos, veo el paseo de dos viejos, como yo, o en ocasiones más, tomados del brazo, con la vista puesta en la lejanía donde se proyectan los sueños, que quizás nunca alcanzaron, sobre el color de plata de los cristales de las ventanas de los edificios que se pierden en el horizonte. ¿Cuántas de esas parejas se fueron forjando del mismo modo? ¿Cuántas comenzaron en el paseo casual de una plaza? ¿O en un encuentro concertado como una aventura de solitarios? ¿Cuántas se construyeron sin acuerdo previo, porque un día cualquiera, sin saber por qué, no volvieron a separarse más?. A veces, cuando me pregunto estas cosas pienso que soy ese último romántico de la canción, que dice que hasta se emociona al ver a dos palomas que se besan en la plaza, a despecho de la gente que les puede hacer daño, al pasar con tanta prisa. Pero creo que las plazas producen ese romance absurdo y loco, y por eso, siempre, en cada una hay una muchacha y un policía que se enamoran a escondidas y hacen las tardes más tibias y las primaveras más perfumadas. Así sucedió, pero ellos ya hacía mucho que no visitaban ninguna plaza. Sólo vivían, escondidos, o al menos ocultos a muchas y tantas miradas, su amor, quizás lleno de pasiones y arrebatos. Cuando así fue, él salía por las mañanas a su trabajo y volvía por las tardes, sonriendo y con apuro. Ella con su porte elegante y su mirada serena, de ojos casi oblicuos, como de zorro, sabía llegar antes a casa, para tener, quizás, el nido preparado o sólo para estar antes por que así era bueno. Tantas veces así lo hacen las mujeres, tal vez en la esperanza que algún día se los vea, ya viejos y dulcemente marchitos, pasar del brazo por las plazas, entre el arrullo de las palomas que corren tras las migas de pan que le voy arrojando. ¿Quien no atesora, de algún tonto modo, ese estúpido sueño?. Sin embargo, a veces, sólo basta que aquel jueves, o quizás un martes, ella se atrase y él la espere, como ella misma, muchas veces lo hizo, dos horas o a lo mejor sólo parezcan dos horas y su explicación no sea de inmediato clara o satisfactoria. Es posible que nunca tenga importancia una explicación. Sólo tiene importancia cuando no se la cree. A veces ni aun es así. En ocasiones sólo es importante una situación fortuita, anexa, que altera el ánimo y es suficiente para mover algún hilo misterioso del raciocinio o de la emoción, que comienza a configurar una red perniciosa de desencuentros. Ese día jueves, o quizás martes, sin razón alguna, él se adelantó y llegó como siempre, sonriente, asumiendo que era ya esperado y que todo en casa estaría preparado, como era menester, para él. Saludó, seguramente, como siempre desde la puerta recién abierta: "¡Hola! ¡Aquí está el Papo!". Esperó, detenido en el umbral, el eco de siempre, que contestaba desde la cocina: "¡Hola! Está listo el tecito y tengo pan tostado". Pero el eco no llego, como estaba escrito que tenía que ser cualquier martes o algún jueves. Algún día tenía que suceder por primera vez. Cerró, con cierta inquietud, la puerta de mampara y buscó detrás de cada una de las otras que había en el lugar, inútilmente. Entonces se sentó en el estar, en silencio; en inquieto silencio. El silencio inquieto se fue haciendo agobiante en la medida del paso del tiempo. Tal vez sólo por eso, porque jamás leía libros, y sólo por agotar el tiempo que se hacía infinito por delante, aún cuando no era más largo que el de siempre, se acercó a ese estante que para él fue, hasta entonces, un rincón inerte y arrancó con impaciencia un tomo delgado de los muchos que ella tenía ahí. Pasó, aceleradamente las páginas, quizás esperando en algún absurdo rincón de su mente que de ellas saltare cualquier idea rara, que disolviera su ansiedad. Como no fue así, se sentó en el sillón de la esquina, cruzó una pierna sobre la otra, y eligió una página cualquiera donde leyó cómo Stephen Rojak, con torpe y refinada violencia le rompía el cuello a su mujer. Algo en la lectura le produjo asco y repulsión. Cerró el libro, manteniendo su dedo índice metido en la página del asesinato y recorrió lentamente la tapa de colores: "Norman Mailer; Un sueño americano". Recordó vagamente, entonces, que ella leía ese libro cuando la conoció. Creyó que eso había acentuado la repulsión que había sentido al leer el asesinato y reflexionó que extrañamente su asco no se refería al hecho del crimen, sino a la culpa de aquella estúpida mujer, elegante y rica, que la había llevado a ser asesinada. "Nunca una mujer puede ser así" se dijo a sí mismo. Se levantó entonces, con el libro en la mano, marcado con su dedo índice en la escena del crimen, y se asomó a una ventana que daba a la calle. En ese momento un taxi, detenido frente a la puerta, dejaba a su mujer. Ella pareció mirar al interior del vehículo y decir algo, mientras sonreía; algo que él jamás podría haber escuchado y nunca llegaría a saber. Cerró la puerta del taxi y este emprendió la marcha. Ella miró, quizás eventualmente, como se alejaba. Él no alcanzó a ver si al interior del automóvil iba otro pasajero, o sólo el chofer. Tampoco supo por qué construyó en su propia mente la idea que alguien iba sentado atrás y esbozaba una seña mientras el vehículo se alejaba, porque en ningún caso vio a nadie. Pero entonces: ¿Por qué ella sonrió hacia el interior, al bajarse? ¿Y por qué se quedó mirando cómo se alejaba? Sí. Era seguro que alguien iba en el asiento trasero y le había hecho señas al irse. ¿Quién era? ¿Por qué iba con él?. Tiró el libro sobre el estante y se volvió a sentar, hosco, en el sillón de la esquina. No podía quitarse la idea de la mujer asesinada y su culpa, de la cabeza. Conjugó, creo que sin saberlo, ambas culpas. La de Deborah y la que endilgó a su propia mujer. Ambas dieron realidad y condena a la traición que sintió que se le había hecho.
Ella abrió la puerta y lo vio ahí sentado, rígido y serio, y se sorprendió. Dijo: "¡Hola! ¡Llegaste temprano!" y miró su relojito, casi distraída. No era mucho más tarde que de costumbre, sino por el contrario, sólo era algo temprano para que él ya estuviera aquí. "¡Bah!" agregó, "¿Parece que me atrasé un poco?". A la vez pensó vagamente que no era cierto, casi siempre llegaba a esta hora, sin embargo, como había estado algo atrasada había tomado un taxi para llegar antes que él. "¿Cómo es que llegaste tan temprano?" concluyó. El sintió que algo le hervía al interior del pecho, especialmente porque ella fingía, a pesar que él había visto que alguien la acompañaba. Prefirió no decir nada, sino darle la oportunidad que ella sola confesara, aunque sentía, en ese momento, que la odiaba con intensidad. Ella era culpable y por eso, Rojak la habían asesinado. "¿Donde andabas?" preguntó perentorio. Se encogió de hombros y meneó la cabeza, como si no comprendiera la pregunta: "En el trabajo" dijo con sorpresa que a él le pareció sospechosa. Ella se acercó a saludarlo y él volvió a interrogar: "¿Y por qué andas tan elegante?". Se miró a sí misma. Tenía puesto el mismo vestido café con visos color espuma que cuando lo conoció. Sonrió mientras se besaba la punta de los dedos, los acercó, después, a los labios de él y dijo: "¿Tú crees?". Él apartó la mano que le traía el saludo, con cierta violencia. "¿Quién te vino a dejar?" preguntó a su vez. "Nadie" respondió sorprendida y ahora molesta por la sospecha que presentía. Acostumbraba dormir de espaldas. Y desde que él dormía en su cama, lo hacía semi cruzado sobre ella. Ahora sentía el agobio de las sensaciones enredadas de ausencia y temor, de alivio y angustia, que no la dejaban conciliar el sueño. Pensamientos breves, casi como imágenes instantáneas, la acosaban mientras mantenía la vista fija en la penumbra tras las cortinas de su ventana y los brazos cruzados, con las manos metidas en las axilas. Percibía una tensión de todos los músculos casi dolorosa y sentía un raro frío, como si estuviera recostada sobre hielo. Sólo una tibia desazón le revolvía el pecho. Así estuvo un tiempo infinito, hasta que la venció el sueño en algún momento imperceptible. En sueños veía su cara amenazadora, acercarse con el dedo índice adelantado, que la golpeaba, hiriéndola como un estilete: "¡Jamás!" le gritaba ese rostro desencajado. Entonces se revolvía y se escondía al interior de sí misma, enroscándose como un feto, mientras protegía su cabeza con las manos. Entonces de alguna manera esa cara y el dedo amenazante se convertían en una agresión audible: Alguien golpeaba con fuerza inusitada, de modo rítmico, una, dos, tres veces y luego venía un silencio breve y cargado de amenazas. Después volvían los golpes: Uno, dos, tres violentos golpes detrás de los cuales una voz poderosa pero confusa parecía decir: "¡Soy yo! ¡Soy yo!". De repente sintió terror: La puerta se abriría en cualquier momento. Oyó por tercera vez los golpes: Un golpe, dos tres y detrás la voz nítida: "¡Ábreme!". Despertó enroscada sobre sí misma y empapada de transpiración, no por los golpes ni por la voz, sino por escapar de aquella horrible pesadilla. La noche estaba silenciosa y sintió frío en la espalda mojada de sudor. De repente alguien golpeó con escándalo los vidrios de la ventana que estaba detrás de ella: "¡Ábreme la puerta! ¡Soy yo!". Ella no se movió: Simulaba dormir, con los ojos muy apretados y en su sueño falso daba gracias por los barrotes que protegían la ventana. Él volvió a golpear los vidrios, aún más fuerte de modo insistente: "¡Perdóname!" decía. "Estaba muy ofuscado. Por favor perdóname. No me dejes afuera, te lo suplico". Ella no se movía. Tenía miedo que, a pesar de las espesas cortinas que había tras el vidrio, él pudiera verla moverse y supiera que estaba despierta. Si así fuera, tendría que abrirle. No podría, entonces, dejarlo afuera y tenía mucho miedo. Recordaba la escena, que le parecía ver, de Stephen Rojak descoyuntando las vértebras del cuello de Deborah. Al fin los golpes cesaron y la noche se llenó de silencio; de ese silencio pleno de suaves crujidos, de tenues murmullos, donde el umbral entre lo oído y el miedo es tan amplio y tan fino, que se cree estar rodeado de amenazas y a merced del enemigo. No podía moverse, paralizada por el miedo a delatarse. Creía oír que la puerta se abría sigilosa y que alguien se deslizaba, amenazante. Su ánimo había retrocedido hasta esa niña que no es capaz de distinguir entre la realidad y la fantasía que nace del terror; hasta esa niña que llena de pánico, indefensa, cierra y aprieta los ojos para hacerse invisible; para desaparecer. Así estuvo durante la eternidad que limita en el cansancio que vence, y una vez vencida, los sueños llenos de presagios y amenazas aceleran el corazón llenando los músculos de fatiga, hasta el amanecer. No quería salir. Aunque el día estaba luminoso y la llegada de la primavera lo inundaba de aromas y colores, percibía cierta tristeza en el ambiente y un profundo temor, todo lo cual unido al cansancio de la noche llena de pesadillas la cargaba con una vaga sensación de inercia y dejadez en el pecho. Pero era necesario. Estuvo largo rato bajo el chorro de la ducha, después se miró, casi eternamente, detrás del vapor que empañaba el espejo, hasta que este se fue disipando y aclaró su propio rostro y cuerpo como si fueran de cera que se va derritiendo con dejadez. En algo, creía, se ocupaba su pensamiento, pero ella misma sólo alcanzaba a captar ciertas ideas sueltas: "No quiero", por ejemplo, pero no alcanzaba a comprender qué era lo que no quería. De repente, como un pájaro perdido, que atraviesa el cielo gris del atardecer, pasaba aleteando, no la palabra, sino el sentimiento: "Fracaso". Sí. Sabía cuál era ese fracaso, como cuando se sabe el nombre del pajarote que atraviesa, solitario y agorero, el cielo, pero no se sabe por qué lo hace, ni por qué va solo. En esa tonalidad del ánimo se vistió, como si las ropas resbalaran estúpidamente por su torso, por sus piernas, guiadas por un peso levísimo pero inexorable. Así transcurrió ese trozo de mañana que siempre parecía previo, casi, a la existencia del día, como si fuera, apenas, un breve anuncio y ahora quisiera que fuera todo y para siempre o nunca. Inevitable llegó el momento de salir. Sentía circular por su pecho los fluidos de la urgencia y el miedo, en una alerta casi dolorosa, que la hacía temer la aparición de amenazas desde cualquier dirección. Apresuró el paso casi hasta correr. Finalmente llegó a la avenida principal donde abordó cualquier vehículo que la sacara del área de amenaza. Se sentó exhausta y con la respiración agitada. Le parecía que todos podían ver su miedo y casi percibía el roce de las miradas que enjuiciaban su huida. Se sentía una prófuga e irracionalmente pensaba que cualquiera de todos esos ojos que la miraban podían ser sus delatores, aunque sabía que era absurdo; pero todos la miraban. Por fin llegó a su destino, pero ahí no pudo abstraerse del temor de ser agredida que la asaltaba en todo momento y no le permitía concentrarse en su trabajo. Ese día fue el más largo que jamás viviera y sin embargo no quería verlo concluir. Cuando al fin terminó, sintió pánico de volver a enfrentar la calle, donde cualquier persona podía ser la amenaza temida, cualquier esquina podía tener detrás, agazapado a su agresor. Subió a un bus y recorrió el trayecto arrinconada en un asiento del fondo, sin mirar a los otros pasajeros y sin atreverse a mirar la calle por la ventanilla, como si de este modo quedara oculta de las amenazas. Mientras tanto, todos los ojos la miraban y si se cruzaban con los suyos, al menos descubrían, de inmediato, que era culpable, que huía de algo, que estaba atrozmente amenazada. Bajó del bus y corrió las cuadras que la separaban de su casa mirando el suelo para hacerse invisible. Tal vez quienes se cruzaron con ella la quedaron mirando. "De seguro lo hacen" se dijo. Alcanzó su destino y aceleró, entonces, su premura: Era el momento más peligroso. Si abría la puerta y era sorprendida, él entraría tras ella y quedaría, por fin, a su merced. Entró sin mirar y sin girar para ver lo que hacía empujó la puerta y la cerró de golpe: Ya estaba a salvo, hasta el día siguiente. Así transcurrieron dos, cuatro, diez días en los cuales fue volviendo la calma. Aquel miércoles, ¿o pudo ser el martes?, llegó a su casa casi tranquila. Aún miraba alrededor, todavía a veces sentía una mirada clavada, que se desviaba apenas la buscaba, aún recordaba con temor, por las noches, los golpes en su ventana; pero también, cuando se quedaba pensando en ello, recordaba la súplica que entonces sólo le produjo temor: "¡Por favor perdóname!. No me dejes afuera, te lo suplico". Sí. A veces en los largos viajes en bus hacia el trabajo o de vuelta a su casa, sentada, mirando, distraída, cómo pasaba la gente por las veredas, la mayoría solos, la mayoría apurados, grises, ausentes, neutros, mientras unos pocos parecían felices, en pareja, tomados de las manos o abrazados. Algunos sonreían y conversaban, detenidos en una esquina. En algunos lugares se veía mesas en las veredas, donde había gente que parecía disfrutar, alegre, de la compañía de los otros. Entonces se sentía sola, aislada, y lo echaba de menos. "A lo mejor sólo se equivocó" pensaba entonces. "Nunca había sido así" se decía y se quedaba cavilando en si no habría sido injusta. En fin, no importa si era martes o viernes, igual que cada día, buscó en su cartera las llaves de la casa antes de bajar del bus, de manera de llevarlas en la mano. Se había acostumbrado a hacerlo así para no demorarse en abrir la puerta, entrar en la casa y cerrar rápidamente con dos vueltas de llave la chapa de seguridad y echar la aldaba. A mitad de camino entre el bus y su casa sintió una sensación extraña, como si alguien invisible la vigilara desde algún rincón. Miró en todas direcciones. Desde una casa a su derecha unos ojos la miraban detrás de una cortina levemente apartada. Apenas los descubrió, la cortina se cerró ocultándolos. No significaba nada, pero sintió miedo; un miedo irracional, y apuró el paso. La callecita, angosta, flanqueada de aromos tenía un perfume pesado, como si las flores de los árboles insistieran en su primavera, hasta hacerla demasiado dulce y amenazante. Quizás por eso estaba tan solitaria. Tal vez tantas flores pequeñitas y amarillas, colgando de las ramas y alfombrando el suelo, escondían a la gente. El atardecer con sus primeros rayos tan oblicuos extendía sombras melancólicas que hacían esa soledad más ominosa. Cuanto más apretaba el paso, más sola se sentía, más aumentaba el temor y más absurdo le parecía sentir que la distancia hasta la seguridad de su casa era más y más larga. Al fin llegó al umbral promisorio de su puerta. Entonces miró alrededor y ahora se alegró de la soledad. Metió la llave en la puerta, giró dos veces la chapa de seguridad, encajó la segunda llave, abrió la puerta y una voz detrás de ella dijo "¡Hola!", nada más. La mano que venía desde esa voz pasó sobre su hombro y empujó la puerta, abriéndola de par en par. El corazón se le recogió y comenzó a palpitarle en la garganta, como si quisiera volar.
Recogió ambas manos bajo la barbilla y hundió el cuello en los hombros a la vez que giraba, como si esperara que le cayera un mazazo sobre la cabeza. El la miró con una sonrisa, tal vez despectiva, o quizás condescendiente. "¡Hola!" repitió. "¿Puedo pasar?". Ella dijo: Cuando ya no lo pudo ver más, entró a la casa, dejando la puerta abierta, y se sentó abatida en el sillón mirando al vano de la puerta, como si ahí pudiera ver proyectada la escena reciente. Sentía, en el pecho, un vacío doloroso y triste, y se preguntó: "¿Por qué?". La razón le decía que no había motivo para esa tristeza y ese dolor, pero, quizás su cuerpo, su emoción, o no sabía bien qué, encontraba un vago placer en esos sentimientos y se solazaba en ellos. Se dijo: "¡Estúpida! No puedes sentir placer de estar triste: Es aberrante. Menos aún puedes entristecerte por librarte de una amenaza". Aspiró profundo y luego exhaló con fuerza el aire, apretando los puños, como si quisiera botar todo el contenido de su cuerpo, incluidas las tristezas y todas las emociones. "¡No!" dijo en voz alta; "¡No quiero!". Sin embargo, se sentía llena de emociones como pájaros que pasaban volando, desaparecían, y volvían a pasar, transformados en pensamientos fugaces y sueltos: "Está arrepentido", "Fui muy dura", "¿Por qué no perdonarlo?", "Lo volvería a hacer. Me volvería a agredir", "También fue mi culpa. Nunca el culpable es uno sólo". "Son necesarios dos para bailar tango". "Y ahora quizás nunca lo vuelva a ver". Y se volvió a llenar de desazón y tristeza, y volvió a sentir que era absurdo este raro placer de estar triste.
Algunos días después, quizás dos o cuatro, no sé bien, ya había comenzado a olvidar el encuentro y sus detalles comenzaban a ser difusos y sólo los evocaba eventualmente, de tarde en tarde. Cuando se paró del asiento del bus, después de sacar, ya de manera mecánica, las llaves de la casa, quizás por este mismo hecho, recordó esa mano sorpresiva que sujetó la puerta, ese abrazo no querido y sin embargo grato, y las palabras de despedida: "... tal vez un día vayas tras de mi, pero yo ya no estaré ahí". ¿Lo había dicho así?. No estaba segura, pero la misma idea la hizo rechazarla. El bus se detuvo, bajó, y como si el mundo sólo estuviera hecho de absurdas sincronías, él estaba ahí, sentado, esperando. La primera sorpresa, quizás chocante, dio paso a un sentimiento de alegría, tal vez producto de la sensación de poder que significaba el ser buscada. El primer impulso empujó una sonrisa a sus labios, que atajó justo a tiempo, antes que asomara y con un pequeño respingo, justo desdeñoso, giró y emprendió su camino como si no lo hubiera visto. Él dio dos saltos y la alcanzó. La tomó del brazo para atajarla y dijo: Ella lo miró, él tenía la mirada baja, y creyó ver alguna emoción en su semblante. De alguna manera se sintió dominando la situación y ese poder sutil le produjo cierto halago y alegría: ¿Había ganado?. Se dejó acompañar las dos cuadras de aromos por la callecita de su casa y aspiró, plácida, el perfume de la primavera amarilla que colgaba de los árboles y alfombraba la vereda. Hablaron de nada y de cualquier cosa. Al llegar a la puerta de la casa dijo sólo: "¡Gracias!" y la beso en la mejilla, como se besa a una amiga, y se fue. De algún modo ella pensó que aquellas dos cuadras habían sido en extremo breves y se quedó mirando cómo se alejaba. Desde ese día, cada día estaba ahí, esperando. La acompañaba esas dos cuadras cada día más cálidas, cada día menos perfumadas, más llena de pajaritos veraniegos y cada día más lentas. En ocasiones se detenían a la sombra de un aromo por varios minutos, enredados en conversaciones superficiales y alegres, o se quedaban en silencio, mirándose, tomados de las manos. Pero él llegaba hasta la puerta de la casa y se despedía con un beso de amigos, en la mejilla y se iba. Ella nunca, tampoco, lo invitó a entrar. Cada día ese tiempo muerto, que miraba pasar surtido de gente, por la ventanilla del bus, venía pensando en el momento de bajarse. Ahora veía a las parejas en las mesas de las veredas, frente a los pequeños restoranes, conversando alegres y creía verse a sí misma, lo mismo que en las parejas que iban tomados de la mano, caminando lentamente y en las que se detenían a conversar en las esquinas sin interés de ir a ninguna parte, como si la esquina fuera su lugar permanente. Descendió del bus, pero él no estaba ahí. Miró alrededor, pero no estaba. Caminó despacio por la avenida de aromos, como si esperara que apareciera, en cualquier momento, pero no lo hizo. Desde la puerta de su casa miró el camino recorrido y hurgó entre los aromos, cuyas sombras se alargaban lentamente dibujando texturas en la calzada, pero nadie había. Entró a la casa y sintió que su vida era vacía. Esto la llenó de desazón y tristeza. Pensó que finalmente se había cansado de ser sólo el compañero de dos cuadras y se reprochó no haberlo invitado a quedarse, al menos un rato. Como una imagen fugaz pasó por su pensamiento el dedo índice que como un estilete le golpeara el pecho y los ojos que llameaban furias y esa boca que se contraía llena de ira y escupía espuma de saliva mientras decía: "¡Te odio y al menos jamás volveré a atravesar esa puerta!". En seguida reflexionó que no habían sido esas las palabras precisas. Pero, ¿había sido eso lo que había querido decir?. Y si era así, ¿por qué esperarla cada día?, ¿por qué acompañarla hasta su casa? y ¿por qué no había venido hoy?. Esa noche volvieron las pesadillas: Alguien golpeaba el vidrio de su ventana con fuerza. Ella sabía quien era y por qué estaba ahí, pero cuando abría los ojos, sobresaltada, el ya no estaba, pero alguien, desde la oscuridad le gritaba, en tono burlón: "Al menos nunca volveré a atravesar esa puerta". Al día siguiente, sin embargo, estaba ahí. Aunque ella se torturó durante todo el recorrido del bus intentando adivinar una razón para que estuviera o dejara de estar. No dio ninguna explicación, ni ella la pidió. Pensó que si lo hacía perdería la batalla que hasta ahora, excepto por esta escaramuza, había ido ganando. En muchos momentos estuvo a punto de decir algo que le permitiera o lo urgiera a explicar su ausencia, pero no lo hizo. Al llegar a la puerta de su casa se dijo, fugazmente, que era el momento de invitarlo a pasar, que de no hacerlo quizás estaría perdiendo para siempre la oportunidad. Pero se retuvo y no lo hizo. Una semana después, tal vez el jueves, o pudo ser el miércoles, volvió a faltar, pero luego fue el martes y también el viernes, a veces los lunes y de repente, alguna semana faltó dos días o quizás tres. Entonces ella creyó que en cualquier momento podía perderlo para siempre y la sola sospecha de su ausencia definitiva la llenó de tristeza, hasta que un viernes cualquiera creyó que el sábado y domingo serían agobiantes por la sola duda de que el lunes tal vez no viniera y dijo: "¿Por qué no entras y nos tomamos un café?". Ya no recuerdo; pudo ser martes o también sábado. Para mi los días no tienen significado, sin importar que sea lunes o no. Sólo recuerdo que ese día había llegado aquella paloma coja, que había perdido un pie. Muchas de las pájaras de la parvada estaban baldadas y les faltaban dedos de las patas o los tenían deformes, quizás producto de los cables eléctricos de alta tensión donde descuidadamente se posaban y se quemaban las extremidades hasta la mutilación; pero nunca había tenido alguna que hubiera perdido un pie completo. A esta le costaba seguir al resto cuando las hacía moverse de uno a otro lado y siempre se quedaba atrás. Así, no alcanzaba a comer nada, de modo que yo intentaba engañarlas haciendo correr a todas a un lado y luego soltaba un puñado de migas cerca de ella. Pero entonces llegaba un macho grande, entero, poderoso y brillante, arrullando furioso y la correteaba a picotazos. No sé desde cuando ellos habían comenzado, otra vez, a vivir juntos, pero ese día, que recuerdo bien, por la llegada de aquella paloma mutilada, aparecieron al atardecer. Fue extraño: Ambos vestían igual que aquel día cuando se encontraron aquí mismo. Venían caminando tomados de la mano, aunque me pareció que él la arrastraba suavemente, como si ella no quisiera hacer este paseo, pero no tuviera fuerzas para oponerse. Si bien ella llevaba el mismo vestido de color café, con jaspeados, que le diera un aire tan sensual en aquella ocasión, hoy parecía como si le quedara desordenado, como si lo vistiera con descuido o desgano. Traía puestos unos enormes anteojos oscuros que ocultaban buena parte del rostro y su mirada serena de zorro, que ahora se clavaba en el suelo. No obstante, al pasar a mi lado, me pareció que aprovechaba el revuelo de las palomas para mirarme con un gesto de súplica, o pudo ser sólo una impresión mía. Se sentaron en el mismo banquito y él le hablaba con ademanes enfáticos pero preocupado de no elevar la voz, como si no quisiera ser escuchado. Ella parecía distraída y mantenía la vista baja. En todo momento creí que se sentía, de algún modo, obligada a escuchar y a estar ahí. Recuerdo que en algún momento pensé que tal vez tuviera frío, porque el vestido que traía puesto era muy liviano y como casi siempre, a fines de marzo, el día estaba muy gris y corría ya una brisa helada. Entonces no pensé que fuera absurdo que llevara esos anteojos tan oscuros y enormes, pero ahora, a la luz de los hechos conocidos, creo entenderlo; no obstante las dudas que me asaltan, ya que si hubiera sido raro, como cuando alguien los usa de noche, lo habría juzgado absurdo en aquel momento y no ahora. En todo caso debo aclarar que no quisiera inclinar el juicio de nadie, en sentido alguno, sino sólo establecer un hecho que, sí, es claro: Ella llevaba anteojos oscuros y eso era una diferencia notoria respecto de aquella vez cuando fui testigo de su encuentro. En esta segunda ocasión venían juntos, pero se sentaron en el mismo lugar, como si festejaran aquel primer encuentro, aunque ella ahora, en algo indefinible y sutil, parecía otra; como si antes hubiera sido libre y feliz y ahora, en cambio, me pareció mustia, descuidada, débil y hasta sometida. Incluso, recuerdo, que llegué a pensar que este era el festejo de él, no de ella. Ella sólo parecía ser el trofeo, la pieza de caza, el animalito silvestre sometido. Estuvieron ahí bastante rato y el persistía en tomarle las manos y sujetárselas, aunque me parecía que ella, sin fuerzas para oponerse, hacía, en todo caso, esfuerzos por liberarlas, como si no le fuera agradable su acoso. Finalmente, en algún momento, ella cruzó los brazos y se metió las manos bajo las axilas, como si tuviera frío. Él, entonces, descansaba las manos sobre las rodillas de ella, entre gestos enfáticos que parecían imponerle alguna regla a la que ella sólo se sometía, vencida. En algún momento se levantó, hastiada, e hizo amago de irse, pero el la sujetó y me pareció que la obligaba a quedarse. Tuve la impresión que la relación, a pesar de la ofuscación que notaba que crecía en él, no llegaba al conflicto violento porque ella se sometía pasivamente, no obstante que él parecía argumentar con énfasis sobre algo que ella insistía en ignorar. La vi hacer un segundo amago de levantarse, que fue de inmediato impedido, quizás con cierta rabia, pero después de un breve tiempo, él mismo, con cierta impaciencia, se levantó y la obligó a levantarse para retirarse. Ella siempre mantenía la vista en el suelo. Al pasar junto a mi, creí que ella me miraba, detrás de los enormes anteojos negros, con cierta súplica, como si buscara a alguien a quien denunciar su desgracia. El rostro de él reflejaba frustración y rabia. Las palomas que se arremolinaban en torno a mi, luchando por las migas de pan, volaron para evitar el paso de ellos. Pero aquella baldada, quizás por su pie cojo, no alcanzó a alzar el vuelo a tiempo y el hombre al verla al alcance, descargó su rabia en un puntapié que lanzó al momento en que la pájara brincaba para alzar el vuelo, arrojándola de costado, aparatosamente. En un segundo ponderé la juventud de él, su estado de ánimo y el mucho tiempo que ya cargo sobre la espalda, o quizás mi enorme cobardía, y con dolor y vergüenza no hice nada, no dije nada. Sólo los vi alejarse y abordar un auto pequeño y antiguo, de color gris metálico, que habían estacionado en un rincón de la plaza. Al subir ella, otra vez creí ver una mirada de súplica en sus ojos escondidos, o sólo la imaginé. También pensé en ese momento en mi cobardía y en el amparo precario que yo podría significar.
El auto se detuvo bajo el aromo otoñal, cuyas ramazones secas parecían mirar con tristeza al suelo donde yacían, aplastadas, las flores cuyo perfume llenara la callecita en primavera casi como si fueran, apenas, una mancha de color naranja oscuro. Las puertas se abrieron como si hubieran sido compelidas por la fuerza del silencio interior, acumulado durante el viaje. Bajó del automóvil y sin esperar nada se encaminó a la puerta, con la mirada perdida tras los anteojos, negros tanto como el ánimo. La paloma coja arrastró el ala en que le había caído el puntapié, durante todo el resto del día. Cuando ya comenzó a oscurecer la parvada se refugió en árboles, faroles y estatuas. La paloma coja, con el ala herida, con esfuerzo se escondió en el follaje de un arbusto, pues no pudo emprender el vuelo. Ahí la dejé al recogerme yo mismo. Sin apuro, como siempre, con la cabeza despejada de reflexiones y llena de esos pequeños detalles que hacen nuevo cada día, cuando todos los días ya son iguales, llegué a mi asiento del parque. La brisa suave del otoño arrastraba hojas secas y plumas. Plumas que se elevaban, como para alcanzar algún cielo inexistente o inmerecido, giraban, evolucionaban y caían blandas, dispersándose. La parvada aterrizó rodeándome, como llamada por sus propios arrullos, en la medida que se multiplicaban. Eché de menos a mi paloma coja. "Tal vez, estando baldada, le cueste más llegar" pensé. Sin embargo no llegó con el pasar de la mañana. Entonces la busqué, primero con la vista, después caminando por el entorno. Entonces la encontré. A la vera de un sendero yacía de espaldas, con la cabeza caída a un costado. Le habían arrancado los ojos, quizás a picotazos, y las plumas de las alas, que revoloteaban, jugando en el viento que las dispersaba lentas. Tenía muchas heridas en el cuello y el pecho, que jaspeaban el plumaje gris. ¿La habían matado las otras al verla débil? ¿La había atacado un animal y había jugado cruelmente con ella, hasta que ya no tuvo vida?. Había visto al macho dominante apartarla e impedirle comer. Entonces sentí odio contra él, a la vez que le cargué la culpa. Después me calmé, no tenía pruebas y pensé: "Estos animalitos son así. No pueden ir contra su naturaleza". Durante el resto de ese día sentí un peso acongojante en el alma.
Sin ninguna duda era viernes. Lo sé porque la espera fue agobiante, no sólo por larga sino por las escenas que tuvo que ver: Había gente destrozada en accidentes, como esa mujer que ya se quejaba en silencio, sin fuerzas, tirada en una banqueta con un brazo rajado desde el hombro hasta la muñeca, tan profundamente que se le veía los huesos. Otro estaba sentado en un rincón con un estoque clavado en el vientre, que no se atrevía a sacar, por temor a que se le vaciaran las tripas. Lo sujetaba con una mano y lo miraba a ratos para asegurarse que la herida no se había abierto más. Un óvalo rojo amarillento manchaba la camisa y el pantalón en torno a la herida. Por un momento creyó que lo suyo no valía la pena y pensó en irse: "No tengo nada. Sólo moretones. ¿Qué hago aquí?" se dijo y sintió vergüenza. "Nada más vengo por acusarlo, casi es sólo una venganza". Se sintió egoísta y se sonrojó.
Pudo haber pasado una hora o diez minutos, pero sentía que había transcurrido una eternidad. No había ventanas que miraran al exterior, de modo que sólo imaginaba que estaría aclarando afuera. Del mismo modo, imaginó el dulce despertar, de tres notas melancólicas, de los zorzales. Se había apoyado contra una pared en un resquicio entre una camilla donde una vieja respiraba con dificultad y unas sillas donde un hombre con un ojo destrozado dormitaba sobre el hombro de una gorda que sollozaba continuamente. Intentaba dormir, aunque sólo cerraba inútilmente los ojos. Al hacerlo percibía que tenía inflamado uno de los párpados. En algún momento, con suavidad, la cabeza se le derrumbó sobre el pecho. Tal vez pasó un minuto o una hora y de repente se despertó, al oír su nombre. Lo voceaba la misma mujer que se había llevado su parte policial.
Se quitó el vestido y se quedó parada ahí, en ropa interior, sola, con las prendas colgadas de una mano y un sentimiento de abandono inconmensurable. El tiempo apenas transcurría, con la misma parsimonia que la enfermera. Esta pasó varias veces delante del espacio donde ella permanecía abandonada, sin mirarla. Cuando al fin lo hizo, la miró inexpresiva y dijo:
Apenas el médico desapareció, se sintió llena de vergüenza como si de pronto se diera cuenta de su desnudez, como si tuviera que apurarse antes que aparecieran miles de ojos y la vieran, no sólo desnuda, sino golpeada, disminuida y avergonzada, en un lugar que ya no le correspondía. Descolgó su ropa y se cubrió con ella, mientras iba buscando una a una las prendas que se iba poniendo con premura. Cuando estuvo vestida, salió del recinto de atención, al pasillo, sin saber a donde ir. Caminó intentando desandar los vericuetos que había hecho para llegar, pero sólo llegó a un pasillo ciego, terminado en una enorme puerta vidriada, de vidrios granulados que dejaban pasar la luz pero no la imagen. Un cartel advertía: "Prohibida la entrada a personas no autorizadas". Pensó que era absurdo un cartel así. Era redundante prohibir a quienes no tenían autorización. Imaginó un tumulto de personas no autorizadas pechando por entrar, que insistían, a pesar de no estar autorizadas, en su derecho de paso, a las cuales en una segunda instancia se les aseguraba que por no estar autorizadas y sólo por eso, se les prohibía el paso. Se dijo que la leyenda estaba diseñada de un modo tal que parecía que en principio cualquiera podía pasar, pero algunos, caídos en desgracia, quedarían impedidos. "Mi caso es parecido a eso" pensó, "me convertí en algo como una paria, o marginada". Se devolvió en busca de otro camino de salida y se detuvo en la encrucijada de dos pasillos, que le pareció no haber visto antes. Se divisaba puertas vidriadas en ambos pasillos, todas cerradas. En el interior había mesones e implementos, como si se tratara de laboratorios. Se quedó ahí un rato, indecisa. Entonces vio a lo lejos a la enfermera que la había conducido antes. Esta la miró y siguió su camino, como si fuera un artefacto mecánico. La siguió, apretando el paso. Cuando la alcanzó la enfermera la miró sin sorpresa, en silencio y siguió caminando. Entonces ella le dijo:
Afuera ya se veían las primeras sospechas de la aurora cuando finalmente la llamaron. Detrás de las ventanillas de los funcionarios que atendían, casi junto al techo, había un enorme cartel, pintado a mano, donde también se leía "ALTA". Pensó que era irónico que estuviera ahí, como si señalara que la pared que lo sustentaba lo era. El funcionario tras la ventanilla no pronunció palabra alguna. Revisó un grueso fajo de papeles, entre los cuales alcanzó a divisar el formato donde se señalaba gráficamente sus lesiones sobre una persona con manos y piernas abiertas, dibujada de frente y espaldas, que también fue timbrado y firmado, certificando su paso efímero por esta estación de trabajo. El parte de la policía también estaba ahí. Todo caratulado con la ficha que le habían abierto al entrar. Se preguntó: "¿Cómo de un trámite tan efímero, aunque demoroso, puede resultar una cantidad tan abultada de papeles?". El funcionario terminó de timbrarlos todos y firmarlos, uno a uno y luego los separó en varios lotes, que sujetó con sendos corchetes. Clasificó cada lote en distintas canastillas que tenía detrás, excepto uno que contenía el parte policial, al que al margen habían anotado ciertos números, la fecha y hora un timbre y una firma, una receta médica, un parte de licencia de reposo médico y una copia de la ficha que le habían llenado al entrar. El funcionario le pidió firmar esta copia y anotar su número de cédula de identidad. Cuando lo hubo hecho le cedió el resto de los documentos y dijo: Al llegar a su casa vio con alivio que el viejo auto gris no estaba ahí, estacionado bajo el aromo junto a la entrada. Sin embargo, le pidió al chofer del taxi que no se fuera hasta que ella hubiera entrado. Apenas estuvo dentro dio dos vueltas a la chapa de seguridad y pasó el pestillo de protección. La sospecha de un posible peligro le había acelerado el corazón. Se sentó en el sillón de la esquina y desde ahí vio el pedazo de papel desgarrado, encima de la mesita. Con letras grandes y repasadas, escritas en tipo imprenta decía: "¡PERDÓNAME! NO QUISE HACERLO. DE VERDAD QUE NO. TE QUIERO Y TE NECESITO, ¡POR FAVOR HABLEMOS!". El pecho se le llenó de congoja y se le escapó un sollozo. No sabía si la emoción procedía del arrepentimiento de su agresor, o de la pena que sentía por sí misma, o sólo era la sublimación de su rabia. "¡Desgraciado! ¡infeliz! ¡hijo de puta!" dijo en voz alta, con los dientes apretados y arrugando el papel lo lanzó lejos. "Nunca quiero perdonarte" pensó.
Es posible que haya sido al miércoles siguiente, aunque no tiene importancia alguna, igual había oscurecido temprano y la monotonía de la soledad y el temor arreciaban justo a esta hora, cuando caía un manto negro sobre los aromos de la calle. El interior había que combatirlo con las lámparas que sólo iluminaban tristezas y ausencias. Fue entonces que llamaron a la puerta. Se sobrecogió, y a pesar que podía mirar por la ventana para saber quien era, tuvo temor. Sólo preguntó, desde detrás de la puerta: No volvió el jueves ni el viernes, pero sí el domingo, también el siguiente martes y luego no se supo de él hasta el lunes y así. A veces no aparecía en semanas, pero después se sentaba a llorar en la puerta y a pedir perdón varios días consecutivos. Con el tiempo comenzó a traer regalos y flores que dejaba engarzadas en las rejas de las ventanas, o animalitos de peluche, a veces pequeños y otras enormes que dejaba junto a la puerta. También dejaba tarjetas impresas con mensajes a los que añadía alguna frase como: "Algún día comprenderás cuánto te amo". En ocasiones dejaba muñequitos de hule o trapo de diversos tamaños. En una ocasión dejó dos micos en un bolsón de cartulina satinada que se besaban y decían: "¡Ailavyu!". Todos eran echados a la basura: Flores, muñecos, animales, cartas de amor y perdón, tarjetas, frutas olorosas, discos con canciones románticas, joyitas de fantasía, monos que hablan, chiches y adornos, sobres con algún dinero "para ayudar" y lo que fuera. Nunca llegó la citación del tribunal ni de la fiscalía. Ella, por consejo de alguien que dijo haber sabido de otras mujeres en situaciones similares, se presentó en la fiscalía de su sector, después de dos meses de los hechos. Se abrió entonces, recién, un rol para la causa y se pidió a la policía copia del parte, al hospital el certificado de lesiones y le dieron un nuevo formulario, corcheteado a los papeles que llevaba, con un número de rol para la causa, las especificaciones técnicas, una firma y un sello certificados bajo una fecha de ingreso. Se le informó que se abriría un caso en el tribunal competente, por agresión de hecho. No se le podía caratular como violencia intrafamiliar ni de genero, porque la víctima no era cónyuge del victimario. Quince días después se presentó a consultar por la causa y le dijeron que el tribunal había emitido una precautoria de oficio prohibiendo al supuesto agresor acercarse a menos de doscientos metros del domicilio de la agredida, pero que sin embargo la precautoria no iba dirigida a nadie en particular porque el agresor no había comparecido. A la vez, le dijeron que a falta de mayores antecedentes, sin perjuicio de la orden de investigar que persistía, el caso quedaba temporalmente cerrado. Todo esto fue explicado en términos y conceptos jurídicos que no comprendió del todo, de manera que podría ser completamente diferente de lo expresado aquí, o incluso del mismo modo pero por razones muy distintas. La prohibición supuesta no tuvo efecto ninguno y ella recibió cientos de notas, cartas, muñecos, flores y visitas de horas junto a su puerta en que el hombre lloraba pidiendo disculpas y explicando sus razones, mientras ella dentro de la casa permanecía, al principio, aterrada, mas tarde sobrecogida, después conmiserada y por fin hastiada. Varias veces hizo venir patrullas policiales que lo desalojaron por la fuerza y tuvieron que escuchar las razones que no les interesaban y que de seguro habían oído cientos de veces de cientos de otros hombres y mujeres desavenidos.
Fue un lunes de fines de septiembre. Algo tienen los lunes para muchos que resultan ser una especie de compendio de los fracasos que no se logra superar. Entonces, aun cuando septiembre es primavera y al terminar el mes los cielos están llenos de volantines, como si fueran los sueños nuevos y livianos que se echan a volar, aun cuando las mujeres desnudan sus hombros y muestran la curva de sus escotes, aún cuando parece que todo florece, incluso los amores nuevos; hay quienes sienten que el lunes es el negro recordatorio de algún fracaso que no los deja mirar los colores nuevos del cielo y de los árboles, ni disfrutar de los dulces aromas del aire más tibio, o del canto de los pájaros y el revoloteo de las palomas, alzadas, en las plazas. Para otra, ocho meses y medio de embarazo, a fines de septiembre eran una promesa tan esperada, a punto de cumplirse. Era algo que llenaba de una rara emoción esa primavera, que hacía olvidar los contratiempos y presagios, las amenazas y los momentos oscuros. Así habrá caminado lenta por la callecita repleta de amarillo y perfumes densos de los aromos, mientras el sol de la tarde emprendía su lenta retirada. A veces los lunes, si son plácidos para otros, activan con mayor fuerza las frustraciones, los fracasos y también los rencores. Quizás por eso los lunes están llenos de planes y resoluciones temerarias. Ella habrá oído el ruido del motor que parecía acelerar con desesperación, como si fuera la última oportunidad de alcanzar su meta. Tal vez habrá alcanzado a pensar en el contrapunto entre la placidez de su paseo y la premura del automóvil, antes que este frenara, chirriando los neumáticos a su vera. El chofer se habrá bajado y quizás la tomó firmemente del brazo antes que llegara a sentir temor. Tal vez dijo: Se bajó del auto y arrojó la piedra, que había tenido guardada y ahora estaba llena de sangre, por el despeñadero del mirador, luego sacó de la maleta del vehículo un bidón con parafina. La empapó con el líquido; vertió más en los asientos y terminó de vaciar el contenido en el exterior de la carrocería. Puso la llave en la chapa de contacto, aseguró los cerrojos, echó un fósforo encendido al interior y cerró la puerta. El fuego ardió con rapidez.
Desde los pies del cerro alguien divisó el fuego en la incipiente oscuridad y avisó a bomberos. Cuando llegaron al lugar, el auto se había consumido casi por completo. Sentado en el suelo a un lado un hombre sollozaba:
Más tarde, cuando le informaron que su hija se había salvado y estaba fuera de peligro, se encogió de hombros con desdén y dijo: Kepa Uriberri |