A Doménico




No sé cuanto tiempo estuvo en esa actitud, sentado en la penumbra del dormitorio, en una punta de la cama, con los codos apoyados en las rodillas y la cara oculta en las manos. Nadie vino a preguntarle nada. Nadie lo llamó. Tal vez siempre fue un hombre solo y hoy viejo y sin horizontes, no tiene nada que mirar; por eso esconde la vista entre las manos. Quizás si ya viejo, no tenía nada que ofrecer y su mujer lo abandonó. O puede ser que ayer haya dejado a su amada en su último lecho frío, allá lejos.

¡No lo sé!.

Después de mucho, cuando ya la noche cae, al fin se levanta y va a su guardarropas. Saca una camisa blanca que desdobla sobre la cama. Toma entre sus manos ajadas el puño blanquísimo y planchado con esmero. Lo mira durante un momento como si evocara algún suceso. Lo deja delicadamente sobre la cama y abre el cajón del velador. Saca una cajita azul, forrada de felpa, la abre con cuidado y examina, al parecer con tristeza, los gemelos de diamante que después posa en la mesita de noche. Adherido a la puerta del ropero hay un colgador de corbatas. Las manos, que quizás tiemblan ligeramente, buscan y descuelgan una pieza de seda azul, para anudar como un papillón, que presenta sobre el cuello de la camisa alba. Del lugar más profundo del guardarropas descuelga un frac negro con su chaleco blanco. Lo deja sobre la cama y lo pondera por un momento, en comparación con la camisa. Busca unos zapatos de charol y también, de una repisa alta, saca un sombrero de copa negro. Sobre el velador opuesto descansa, envuelta con delicadeza, una gardenia.

Lentamente se viste primero la camisa blanca, después pone los gemelos de diamante en los puños, en seguida el frac con su chaleco blanco y se anuda el papillón, se calza los zapatos de charol y con infinito cuidado, mirándose en el espejo, se pone la gardenia en el ojal. Con aire casi indiferente se pone el sombrero de copa y baja las escaleras. Junto a la puerta, de la percha extrae un bastón de brillo negro y baja al empedrado de la calle que desciende al río. Ya ha caído la noche, la calle está desierta y silenciosa. Al fondo ve pasar el último tranvía que chisporroteando en la catenaria, gira una esquina y se va. En lo alto la luna que parece encantada ilumina al viejo en frac. Quizás si se pregunte: ¿Quién será?, ¿De dónde es? o ¿A dónde va?. En el silencio sin rumores de la ciudad dormida sólo se oye el taconear de sus zapatos de charol, mientras en la esquina se apaga el cartel luminoso de aquel ultimo café. El viejo del frac con su ademán elegante, el aspecto soñador, melancólico y ausente, se acerca sin apuro al puente bajo el cual susurra el río mientras corre lento; algo le va diciendo a un farol iluminado, o quizás si musita alguna canción romántica. Un gato sorprendido en sus amores, escapa maullando, el viejo lo señala con su bastón y casi sonriendo lo mira esconderse más allá.

¿De dónde es? y ¿Quién será? o ¿A dónde va ese hombre en frac?: ¡Bon nuit! ¡Adieu! ¡Buona notte! ¡Buenas noches! y se pierde en la oscuridad con su sombrero de copa, el bastón de brillo negro, el chaleco blanco, los zapatos de charol, una gardenia en el ojal y al cuello un papillón de seda azul.

Ahora ya se acerca la aurora, se apagan los faroles y poco a poco va despertando la ciudad. La luna, en lo alto, suspira y palidece, perdiendo sus colores hasta parecer sólo una hostia sucia no comulgada, abandonada en la inmensidad. Alguna ventana bosteza mirando al río que corre rumoroso bajo el puente. En la luz de plata de la madrugada se los ve descendiendo lentamente hacia el mar, dejándose acunar en la corriente y flotando suavemente a un bastón, una flor, un sobrero de copa y un frac. ¿Y quién será? y ¿De dónde es?, ¿Por qué se va ese viejo del frac?.

¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós al mundo! Adiós a un sueño no cumplido y a los recuerdos del pasado, o quizás a un momento de amor que ya nunca volverá.

Kepa Uriberri