Culpable




I

"¡Ladrón!"; oyó que alguien gritaba, aunque no se veía a nadie. La tarde, aun iluminada, se iba lentamente estrellando sus últimas luces en su cara, enfrentada al poniente. "¡Sinvergüenza!"; vociferó una voz distinta, protegida por una celosía. Se protegió los ojos del ataque del sol poniente con la mano izquierda y escudriñó la vereda y la plaza de enfrente, que estaban vacías. Tampoco se veía venir nadie tras él, por el oriente. Se encogió de hombros, con una semisonrisa, y siguió caminando, delante de su larga sombra tardía, cavilando sobre la calumnia y el insulto, hasta que llegó frente a la puerta de su propia casa.

Ahí se detuvo, y metió los libros que traía en la mano, bajo su brazo y se palpó lentamente todos los bolsillos, comenzando por los del pecho, donde sintió, a un lado las lapiceras que tanto amaba con sus plumas de oro, siempre limpias y llenas de fina tinta azul, verde y roja. Algo más gruesa, la lapicera trazadora "Enkuli", cargada con tinta china de intenso color azabache, que llegaba a despedir aromas al dibujar. Al otro lado, en el de la mano que palpaba, sintió la cartuchera, repleta de documentos, de identidad, de conducir, de diversas pertenencias a clubes e instituciones. También sintió el lado de la billetera, con sus tarjetas plásticas, algunos billetes, la chequera ya casi en desuso, y fotos de sus hijos y su mujer. Palpó el bolsillo de la izquierda de la chaqueta, que crujió al arrugar algunos papeles, en el de la derecha sintió algo sólido, y metió la mano. La sacó apretando un gran número de papeles de diversos colores y texturas, entre los cuales se asomaba un lápiz de dos colores: Azul y rojo, muy gastado, otro de palo de color amarillo, con goma, y un tercero de plástico, mordido por detrás. Algunos de los papeles cayeron al suelo, junto a una tapa de bebida gaseosa. Lenta, parsimoniosamente, metió los papeles al bolsillo nuevamente; después se inclinó y tomó los que habían caído. Poniéndose a favor de la luz del sol que se iba, examinó con cuidado aquellos que recogió, y los fue devolviendo al bolsillo de la chaqueta. A su lado pasó una pareja de edad mediana, tomados del brazo. No oyó lo que conversaban, pero entre sus murmullos logró distinguir: "... grave robo... es un ladrón... todos lo saben...". Los miró alejarse. Le pareció que ella intentó volverse a mirarlo, y él se lo impidió de un tirón en el brazo.

Se palpó, con el ceño fruncido, el bolsillo del pantalón, del lado izquierdo y sintió tintinear las llaves. Fijó la vista en la tapa metálica de bebida gaseosa que había caído del bolsillo derecho de su chaqueta, y la empujó con la punta del zapato, haciéndola caer en el agujero de desagüe de las lluvias, mientras se repetía a sí mismo: "... todos lo saben...". Cambió los libros bajo su brazo, a la mano derecha, y con la izquierda sacó del bolsillo un grueso manojo de llaves. Volvió, luego, los libros bajo el brazo, y con ambas manos comenzó a juzgar las innumerables llaves, una a una, lentamente, hasta que finalmente, luego de decidirse por una, que examinó por ambos lados, la palpó con el pulgar en su borde dentado. Hizo un gesto afirmativo, mientras pensaba: "... un grave robo...". La llave calzó perfectamente en la cerradura de la puerta, que le franqueó el paso a un zaguán de adoquines.

Mientras comían, apenas si participó en las conversaciones familiares. "¡Ladrón!" pensaba. "¿A quien iría dirigido el calificativo?". De soslayo oía las risas familiares, los comentarios cotidianos, mientras trataba inútilmente de armar un rompe cabezas del que no tenía pieza alguna: "¡Sinvergüenza!" oía de nuevo, recordando la celosía. Con la cabeza agobiada por el calor de la almohada, y el sordo sonido del silencio, demoró en dormirse, buscando explicaciones a una angustia que, estaba seguro, no debía pertenecerle: "... es un sinvergüenza... todos lo saben...", oía una voz interna que repetía, y que no podía dominar.

La mañana fría y brumosa se veía por la ventana, a cuyo fondo se divisaba los sucios álamos, y los techos de calamina de las industrias vecinas. Se sentó en el escritorio de metal, iluminado por la ampolleta amarilla que colgaba de un largo hilo eléctrico, del techo, justo sobre su puesto. Este privilegio exclusivo, le correspondía por su cargo de supervisor. Miró a sus subordinados, y le pareció que algunos de ellos se cuchicheaban, mirándolo de soslayo, como si le criticaran alguna culpa. Carraspeó, y los miró, paseando la vista sobre todos, con el ceño fruncido. Lentamente, todos, cada uno, comenzó a trabajar en lo suyo, escapando de su vista. Pensó en la culpa, pero se dijo que no tenía sentido pensar en ello, si el no cargaba ninguna. Estaba seguro de no haber hecho nada, y nadie lo había acusado tampoco. ¿Por qué, entonces, sentía flotar en torno como una especie de bruma, un halo de culpa, que alguien le asignaba?.

Abrió el primer cajón de su escritorio metálico. Lo sintió, tal vez, más frío que nunca, o quizás nunca había puesto atención a lo frío que amanecía el metal, y ahora lo notaba debido a que intentaba mantener vacía la mente, para no pensar en la culpa. Sacó los papeles en que trabajaba, y los puso, ordenadamente, frente a sí. La matriz de productos de alta rotación al centro. Algo más arriba, y a la derecha los inventarios de productos. A la izquierda, con su esquina inferior derecha, justo bajo la mano izquierda, de modo de manipularlos fácilmente con ésta, los pedidos. Simétricos, a la derecha, las guías de despacho. Sobre estas últimas, el lápiz de madera de dos colores, para aprobar o rechazar, con azul o rojo según el caso. Una vez que todo estuvo dispuesto, estiró los brazos hacia adelante, para acomodar las mangas al trabajo, y comenzó a revisar. Sintió una mirada que golpeaba su cara, desde la izquierda. Se volvió, rápidamente, hacia ese lado, y alcanzó a sorprender a un subordinado que lo miraba con gesto a la vez curioso, y atento. Al sentirse sorprendido, el funcionario bajó rápidamente la vista. Recordó la vereda, y la voz anónima: "¡Ladrón!" había dicho, sin que él supiera a quien culpaba. Continuó revisando el pedido que tenía en frente, y aprobó la guía de despacho. Le parecía estar viendo, mas allá de sus pensamientos, la celosía, detrás de la cual a escondidas le gritaron: "¡Sinvergüenza!". Ovaló con rojo la cantidad asignada en la guia de despacho. Levantó la vista hacia uno de sus subordinados, y chasqueando los dedos, hacia él, llamó su atención. El subordinado lo miró sorprendido, y miró a su alrededor, como buscando apoyo para negarse. Le hizo un gesto con la mano, para que se acercara. El subordinado, con expresión de sorpresa, se señaló a sí mismo. Él le hizo un gesto afirmativo. Todavía, el subordinado miró alrededor, como buscando amparo. Todos rehuyeron la vista. Con un gesto de desagrado, se levantó y acudió al llamado. "Verifique los productos señalados, en bodega, y que reintegren los inventarios marcados en rojo" le dijo, cuando el subordinado estuvo junto a él. De mala gana, el otro tomó el documento, y se fue murmurando. "... No me harán cómplice..." alcanzó a escuchar, o creyó oír. "¿Qué dice, Carmona?" interpeló entonces al que se retiraba. "Nada... nada..." negó el otro asustado, mientras varias miradas se le clavaban. Recordó la pareja que pasó junto a él, en la puerta de su casa: "... es un sinvergüenza... todos lo saben". Se preguntó por qué se sentía perseguido, si nadie lo acusaba directamente. Continuó trabajando, pero sentía a cada instante que había miradas que se clavaban en él como estiletes. Ya no se atrevía a desafiarlas, como si en vez de ser el jefe de oficina, fuera el condenado por todos aquellos jueces.

II

Eran las once veintitrés. Lo supo, pues sobre la puerta había un reloj de gran tamaño que acusaba el tiempo. Cuando aquella se abrió no sospechó que esa era su hora, de manera que en modo alguno miró preocupado al subgerente cuando se asomó, como muchas otras veces lo hacía, ni tampoco cuando gritó su nombre desde la puerta, sin consideración ninguna, lo que nunca hacía. Sólo pensó que sería otra de las urgencias que él solía solucionar al subgerente, que éste luego agradecía en el silencio de su oficina, con una conversación de diez minutos, y un café pequeñísimo, que por lo demás nunca alcanzaba a terminar, antes que lo despachara: "¡Muchas gracias!" le decía, levantándose. "¡De veras muchas gracias!. Es usted de gran utilidad para mi" insistía, palmoteándole el hombro, y empujándolo suavemente, fuera de la oficina. Él salía orgulloso, y contento de ser útil. Incluso a veces impensadamente, por la premura de la despedida, no alcanzaba a dejar la tacita de café, y se daba cuanta que la tenía en la mano cuando ya había salido de la oficina, y el subgerente había cerrado la puerta, entonces, se la entregaba a la secretaria, que tenía su escritorio ahí, junto a la entrada, como un cancerbero. Ella le sonreía, y se la recibía, casi con reverencia. Pasó junto a la secretaria, que esta vez no lo miró para saludarlo, como siempre hacía, sino que continuó impertérrita en sus quehaceres. El subgerente tampoco esperó para hacerle pasar, ni a que él entrara a la oficina para cerrar la puerta tras él, como siempre hacía, sino todo lo contrario. Mientras iba a la oficina, el subgerente había vuelto a su escritorio, donde se había sentado. Cuando lo vio en el umbral de la puerta le dijo con voz áspera: "Pase y cierre". Pasó y cerró. Esperó a que lo invitaran a sentarse, pero la invitación no llegó.

— Tenemos — dijo el subgerente — graves rumores sobre usted. Entenderá que hay que poner fin a esta situación cuanto antes.
El subgerente no le había preguntado, como solía hacer, por sus hijos, por su mujer, no había conversado de las cosas vanas y cotidianas que la gente conversa, socialmente, antes de tratar los asuntos serios, y de importancia. Tampoco él, de manera alguna, se sorprendió. Se diría que esperaba, en todo caso, este comportamiento del subgerente, o en fin, que no le era extraño, dadas las circunstancias.
— Pero — dijo, manteniendo las manos tomadas tras su espalda —, yo no he cometido falta ninguna. Más aún, ni siquiera sé que me acusen, o de qué podrían hacerlo, ni menos quien querría acusarme.
— Pues bien. Tampoco yo he dicho tal — lo interrumpió el subgerente —, ni menos aún quisiera llegar a hacerlo, por eso es que usted, desde ya, debe demostrar su inocencia, antes que ésto pueda llegar a la gerencia, o; Dios no lo quiera jamás; al directorio — aquí levanto las manos al cielo, como suplicando.
— No. Por supuesto. No tenga usted cuidado — dijo —. Sepa que soy totalmente inocente. Tanto así, que ni siquiera sé de qué se me acusa.
— Bueno. Pues encárguese de eso. Encárguese de eso — repitió severo —. Por ahora, diga a Menadier que tome su puesto, y recuerde que pone nuestro prestigio en entredicho. ¡Puede retirarse! — concluyó, e hizo un gesto con la mano como expulsándolo insistentemente —. ¡Puede retirarse! — repitió.
Retrocedió, siempre enfrentando al subgerente, pero con la mirada fija en el suelo, hasta llegar a la puerta, que abrió sin mirarla, y salió retrocediendo, no sin golpearse en ella. La secretaria lo ignoró, mientras se retiraba, pero cuando ya se había alejado unos pasos y estaba de espaldas a ella, lo miró con un mohín de desprecio. Meneando la cabeza dijo para sí misma: "¡Sinvergüenza!".

Ya no pudo trabajar durante el resto del día. Sólo miraba, ausente, los papeles que tenía sobre el escritorio. Veía cada letra, cada marca, roja o azul, carente de significado. La vista se paseaba sin método, ni interés, por toda la superficie verdosa del metal del escritorio. Los lápices yacían inertes sobre la superficie, abandonados. De cuando en cuando la vista tropezaba con la punta roma de la mina de color, y se quedaba divagando sobre sus brillos múltiples, sin significado ninguno. A ratos, se acercaba Menadier, y decía: "El pedido veintiséis ciento tres, lo esperan en bodega". Casi sin interés lo buscaba, hacía sobre él una marca críptica, y se lo pasaba. Menadier casi se lo arrancaba, con desprecio, de las manos, y se iba sin decir palabra, con un gesto de desagrado.

Esa tarde, al volver a su casa, caminaba cavilando, con más lentitud que nunca, con la mirada clavada en el suelo. Sólo de vez en cuando levantaba la mirada hacia las copas de las acacias, cuando algún jilguero piaba su canto tradicional. Casi nunca lograba verlo. Cruzó, cosa que nunca hacía, por el centro de la plaza, siguiendo todos los recovecos de los senderillos, entre los macizos de arbustos. A veces, los gorriones que comían entre las flores, al verlo venir, escapaban volando, y se refugiaban en las ramas altas de las encinas. Al salir de la plaza, alguien, que se cruzó con él, le dio un empujón en el hombro, casi como si fuera casual. "¡Sinvergüenza!" le dijo y siguió su camino sin siquiera detenerse. Sorprendido, iba a decirle algo, pero la violencia del golpe, y en especial de la acusación, lo inhibió. Sólo se quedó mirándolo, abismado.

III

Mientras se palpaba los bolsillos, a la puerta de su casa, en la ceremonia de búsqueda de las llaves, alguien, tal vez desde la plaza, cuando tocaba la lapicera más gruesa, la trazadora "Enkuli", gritó: "¡Malnacido!". Hizo, un esfuerzo por no responder, pues hubiera querido gritarle, a su vez, que no fuera cobarde, que se mostrara, que dijera quien era, y por qué lo acusaba. Continuó palpándose los bolsillos. El de la izquierda de la chaqueta crujió, lleno de papeles, el de la derecha tenía algo sólido que sacó enredado en múltiples papeles, alguno de los cuales cayó al suelo, junto con un corcho de botella de vino. En ese momento, pasó una pareja joven junto a él. Ella comentó en voz baja al oído de su hombre: "¡Además es un borracho!". Ofuscado por los sucesos, dijo: "¡¿Además de qué?!". La pareja apuró el paso, mientras murmuraban en voz baja. Cuando estuvieron lejos, sacó, con la mano derecha, el volumen de Obras completas de Rubirosa, que había metido bajo su bazo izquierdo, y con esa mano extrajo del bolsillo del mismo lado de su pantalón, las llaves que ahí traía. Mientras las examinaba, cada una cuidadosamente, por ambos lados, pensaba en cómo podría demostrar su inocencia, si para ello debería destruir las pruebas de su culpabilidad, pero al no ser culpable de nada, ni saber quien lo culpaba, y de qué, formalmente; no podía hacer una defensa. Se dijo que era injusto que se le considerara culpable a partir de rumores, y que se le exigiera demostrar su inocencia a partir de una culpa que no tenía, ni conocía. Finalmente seleccionó una llave, palpó con el dedo pulgar, los dientes de la elegida, y sin expresar ninguna satisfacción, la encajó en la chapa, que cedió al momento.

Durante la hora de comida, estuvo ausente, cavilando. Lo que hasta entonces no había sido notado por su familia, se hizo evidente cuando su mujer preguntó: "¿Has tenido algún problema con don Félember?". Concentrado en sus divagaciones, hundido en su problema, no reaccionó. Más aun, diría que no escuchó, siquiera, la pregunta.
— ¿Qué te pasa a ti? — insistió ella, golpeándole el brazo izquierdo.
— ¿Ah...? ¿Qué me dices? — dijo volviendo de lo profundo de sus pensamientos.
— Que don Félember no quiso atenderme.
— ¿Quien es don Félember?. No conozco a nadie de ese nombre.
— El hombrecito de la fiambrería. Se negó a atenderme: "Su plata, aquí no vale nada" me dijo, y no me quiso atender. ¿Qué problema tuviste tú con él?.
— Ni siquiera lo conozco. Compra en otro lado, y se acabó el problema. Es él quien pierde — dijo ruborizándose por la culpa. Sabía que era parte de lo mismo, pero no quería traer un problema que veía externo, e injusto, al seno de la familia. Éso no correspondía. Tenía que proteger a su familia a toda costa. Después, ya vería como solucionar el problema.
— ¿Y entonces, por qué me echó de su tienda? — insistió ella.
— ¡Cómo puedo saberlo! — respondió exasperado.
— Es que tú te peleas con medio mundo, y luego la culpa la pago yo...
Aspiró para responder, pero de inmediato desistió. Sabía que no tendría caso. Sólo meneó la cabeza, con desagrado, y se fue a sentar en el estar a fumar un cigarrillo.
— Siempre lo mismo — gritó ella de lejos — huyes... Huyes de los problemas, nunca enfrentas.
"No tiene sentido alguno" pensó. Entonces tomo el tomo de las obras completas de Rubirosa, y salió de la casa. Atravesó a la plaza, y ahí se sentó en un banco a leer, bajo la luz mortecina de un farol, que combatía con desventajas la oscuridad de la noche.
Había leído casi tres páginas, cuando se dio cuenta que no había entendido nada, y que cada línea que pasaba iba teñida de sus preocupaciones. Trataba de buscar, en su comportamiento, el equívoco que lo hacía parecer culpable de algo. ¿Pero de qué?. Si ni siquiera sabía cómo había comenzado todo, ni de qué se le acusaba, ni quien era el que planteaba la acusación. No era Félember, el hombre de la fiambrería, ni el subgerente, o un vecino en particular. Era como una enfermedad que le hubiera caído de repente encima, sin saber como. Trataba de pensar una manera de demostrar su inocencia, pero eso resultaba del todo obvio: "Demuestre, alguien, que he hecho algo" se decía, y luego se ponía en la posición de sus acusadores, que se expresaban, por ejemplo, a través del subgerente, y se imaginaba su respuesta: "Es que no es tan fácil como decir ¿Que hice yo?. Son demasiado severas las acusaciones de impropiedad que pesan sobre usted. Más aún, hasta en los almacenes de su barrio, ya se niegan a hacer negocios con usted". Se decía, entonces, que debería recurrir a sus amigos. Ellos tendrían que dar fe de su correcto comportamiento de siempre. Pero de nuevo, parecía que escuchaba la voz del subgerente: "Mire usted, si hasta la gente que pasa por la calle sabe de su culpa, si hasta en esta oficina, donde todos deseamos lo mejor para usted, ya sabemos que se duda, o más bien se le exige que demuestre su honestidad; si sus amigos pudieran defenderlo, o afirmar su inocencia, ¿No cree que ya habrían venido a apoyarlo?. ¿No cree que habrían estado con usted desde un principio, cuando le gritan su culpa por las calles?". Trató de repasar la lista de sus amigos, pero sintió el frío de la noche, y se dijo que si estaba aquí, sentado en esta plaza, era porque ni su mujer había sido capaz de defenderlo con Félember, el de la fiambrería. Sólo se había retirado avergonzada, y le pedía cuentas, igual que hizo el subgerente. "No tiene caso" dijo, como si estuviera realmente con alguien a quien explicara su situación. "Al menos, por ahora, no tengo la solución" pensó. Concluyó que, siendo falsas las acusaciones, lo mejor era ignorarlas, de modo que se olvidaran de ellas, y entonces no prosperarían. "En caso contrario sólo lograré que sigan pensando en ello, hasta que la gente asociará la culpa conmigo, y ya no será posible convencer a nadie de mi inocencia".

IV

Intentó volver atrás y retomar la lectura, desde donde había dejado de comprenderla del todo. Leyó: "Mi inocencia quedó sellada entonces, para siempre: La culpa es un acuerdo social". Reconoció la verdad que encerraba esa frase, y cerrando el libro, con la cinta roja, marcadora, en la página en cuestión, pensó que su caso era todo lo inverso, pero que se aplicaba ciertamente la misma norma. El acuerdo social, por cualquier circunstancia, sin importar cual fuera, había llegado a establecer su culpa, y ya no habría salida, salvo que él mismo diseñara y estableciera un nuevo acuerdo, en el que él mismo era inocente. El problema estaba en que, tal vez, el acuerdo de su culpa se encontraba ya demasiado extendido, entonces, mientras él insinuaba un nuevo acuerdo de inocencia con el subgerente, el directorio, al que no podía llegar de manera alguna, podía condenarlo sin remedio y su única vía sería el subgerente, que estaría, por supuesto, mucho más proclive a la influencia del directorio que a la suya misma. Lo que es peor, si lograba convencer a los directivos de su industria, de todos modos, la opinión de su vecindario, así como ya había sucedido, llegaría nuevamente a la industria en que trabajaba, antes que tuviera tiempo de acordar aquí su inocencia, y viceversa. La tarea era titánica, y ni siquiera sabía como comenzar a enfrentarla.
Comprendió que lo primero que debía hacer, entonces, era convencerse a sí mismo de su propia probidad y falta de culpa, de manera de destinar el mejor esfuerzo a su causa, y no como le sucedía ahora, que cualquier circunstancia lo llevaba a estas cavilaciones absurdas. "Apenas he logrado leer esta maldita línea, y me enredo en su sentencia. Mejor haría en guardar el concepto, y utilizarlo en tanto cuanto sea necesario, más que comenzar a darle vueltas y vueltas y vueltas, y en fin, enredarme en un laberinto febril, e inconducente". Pensó que si no era culpable, debía actuar como tal, y en actitud inocente y tranquila, debía seguir leyendo en calma. Así lo hizo. Cuando había logrado cierta tranquilidad y comenzaba a comprender los argumentos y el sentido que Rubirosa ponía a su novela, oyó que alguien comentaba, más allá de un macizo de ligustrinas: "¡Ése es!. Míralo ahí sentado tan tranquilo como si no tuviera nada que ocultar". Sin levantar la cabeza, dirigió la vista hacia quien hablaba. Eran dos vecinos que vivían algo más allá que él, con los que solía conversar amablemente. Quedó sorprendido de la actitud, sin embargo, decidió enfrentar la situación, sin culpa, e ignorando la acusación, ya que era falsa.
— Buenas noches — dijo — como han estado.
Uno miró al otro, y éste lo miró a él con desprecio.
— ¿Cómo se atreve usted a saludarnos? — respondió.
— ¿A qué se refiere?.
— Ya debería saberlo bien. Todo el mundo se ha enterado de lo suyo...
— ¿Qué sería lo mío? — preguntó, fallando en su estrategia, y entrando en la discusión que dejaría por supuesto un sabor aversivo en el otro, que sólo lo convencería de la realidad de la culpa.
— Es usted muy audaz, al tratar de negar lo que todos ya sabemos — concluyó el otro, siguiendo su camino.
— Usted me insulta gratuitamente — intentó defenderse.
— La verdad no insulta, es sólo verdad.
— ¿Y cual sería esa verdad? — intentó seguir, levantándose de su asiento, y señalando al agresor con el tomo de Rubirosa.
— La violencia no es un buen argumento — concluyo uno de ellos, y se retiraron ya sin prestarle más atención.
Él continuó algo más aún, elevando la voz, producto de la impotencia, intentando explicar su caso, y defenderse de la injusticia.

De las casas que enfrentaban la plaza, comenzaron a oírse voces, detrás de las celosías y los postigos: "¡Ahora pretende agredir a los vecinos, además!" dijo uno. "¡Ésos son los métodos de esta gente!" contestó otro. "Debería irse a otro vecindario. ¡Es un desprestigio para el nuestro!" oyó a un tercero. Entonces él mismo, ya ofuscado, gritó, hacia las ventanas ocultas y sus enemigos escondidos: "¡Al menos den la cara, para denigrar!. ¿Quién es quien ha iniciado estas calumnias?. ¿Por qué no se muestra, y exhibe sus pruebas?". Otra voz anónima gritó: "¡No necesitamos más pruebas!". Iba a contestar, por demás inútilmente, cuando una piedra pasó zumbando junto a su oreja izquierda, entonces se retiró más allá del alcance de la pobre luz amarillenta, y se internó en la oscuridad, mientras caían otras piedras cerca de donde había estado.

Caminó en la noche, bastante rato, esquivando a la gente que veía venir, y que aún transitaba por la calle a pesar de la hora ya avanzada. Después de dar un amplio rodeo, llegó casi silenciosamente a la puerta de su casa. Bajo la débil luz de la entrada, metió el volumen de las Obras Completas de Rubirosa bajo su axila izquierda, y comenzó a palparse, religiosamente los bolsillos, en busca de las llaves. Con la mano derecha tocó el bolsillo superior izquierdo de su chaqueta. Sintió ahí sus tres lapiceras, con plumas de oro, de color azul, verde y rojo, y más cerca del corazón, ostensiblemente más maciza, la trazadora "Enkuli" cargada con tinta china "Caimán". Palpó el bolsillo derecho, con la misma mano. Sintió la cartuchera, gruesa de documentos, que certificaban su identidad y pertenencia. Palpar esa cartuchera lo hacía sentirse seguro: "Sé quien soy" se dijo. Sabía que pertenecía a este lugar, y que defendería lo suyo. Ahí, sobre su pecho estaba la certificación de ello. Bajó la mano y la cruzó para palpar el bolsillo del costado izquierdo. Sintió el frágil crujido de papeles, y supo que ahí estaba la historia de sus actividades, ahí se podría leer quien era él, y cual era su ruta. Metió la mano, ahora, en el bolsillo lateral derecho, de la chaqueta, ahí donde guardaba trozos de papel con sus apuntes personales, sus pensamientos e ideas, que iba garabateando cuando éstos saltaban a su mente durante el trabajo, mientras viajaba, o cuando compartía con amigos. Cualquiera que organizara esa colección de papeles, sabría bien, qué pensaba sobre todas las cosas. Sintió ahí algo sólido. Sujetó todo el puñado, y lo extrajo. Algunos papeles planearon al suelo, y entre ellos cayo una lupa cuenta hilos, plegada. Recogió uno a uno los papeles, que fue examinando y ponderando. Algunos lo hacían sonreír, otros los guardaba rápidamente, como si lo avergonzaran, o también meneaba la cabeza con incredulidad, en fin, más. Por último, recogió la lupa cuenta hilos, y desplegándola la puso sobre la huella del pulgar izquierdo, y miró sus texturas y secretos, aumentados, a través de la lente. Sintió una especie de gozo íntimo, casi infantil, y recordó las veces que con ese instrumento había logrado producir fuego, sobre algún trozo de periódico. Lo plegó nuevamente, y lo devolvió a su lugar. Tomo el volumen de las Obras completas de Rubirosa, que tenía bajo la axila, con la mano derecha, y con la izquierda palpó el mismo bolsillo del pantalón. Oyó tintinear las llaves. Las sacó, y comenzó a examinarlas, pero en ese momento la puerta se abrió, y una luz mortecina, que escapaba diagonal, desde dentro, iluminó su figura, y recortó, a la vez, en el umbral, la de su mujer.
— ¿Qué haces ahí, desde hace rato? — preguntó.
— Acabo de llegar. Buscaba las llaves para abrir. ¡Nada más!.
— Oí como te peleabas con todo el vecindario. Es por eso que después no me atiende don Félember, y nadie me saluda.
— Me acusaban injustamente. Sólo me defendía.
— ¡Vaya defensa!. Agrediendo a todo el mundo...
— No agredí a nadie. Al contrario. Incluso debí huir pues me lanzaban piedras...
— También huiste de aquí cuando te pregunté si te habías peleado con don Félember. ¿Acaso también te tiré piedras?.
— ¡Vamos, mujer!. ¡Tú, de parte de quien estás!.
— Ya no sé que pensar. Tal vez tengan razones...
— ¡Ya...!, ¡ya!. ¡Cállate mejor!. Déjame pasar que quiero acostarme y olvidar este problema. Mañana ya será distinto.
— No lo será si te empeñas en gritarme así.
— No te he gritado, pero me desesperas. Siempre te pones de parte de los demás, como si yo fuera culpable.
— Y si no lo eres: ¿Por qué huyes?. Demuestra tu inocencia, en vez de huir.
— No tengo nada que demostrar mientras alguien no me acuse.
— Es que ya todos te acusan.
— ¿Y de qué? — le gritó él exasperado. Y luego apartándola ingresó a la casa, dejando la puerta del zaguán abierta. Ella lo siguió, fustigándolo.
— ¡Además me agredes! — decía —. ¡Ya casi no te soporto!.
El se encerró en el baño, y se quedó largo rato mirándose en el espejo, hasta que el rostro reflejado ahí, le pareció absolutamente extraño. Entonces se dio cuenta que todo estaba en silencio. Cuando salió del lugar percibió la luz que de la calle entraba por la mampara abierta. Fue a cerrarla, y se quedó tendido en el sofá, en la oscuridad.
Respondiendo al ruido de la puerta al cerrarse, al poco rato apareció la mujer, que abrió nuevamente, y miró buscando en el exterior, la figura que habría salido. Después de buscar, inútilmente, dijo: "¡Que se vaya a la mierda, si quiere!", y se perdió en la oscuridad interior.

V

Entre la bruma de la mañana, tras los álamos del oriente, se asomaba el frío sol matinal, pintándolo todo con una pátina difuminada, haciendo parecer el paisaje un cuadro impresionista. Él pasaba, viendo como todos los funcionarios esquivaban su vista, sin importar si pasaban cerca o lejos. Los saludaba igual: "¡Buenos días!", "¿Qué tal?". Nadie le respondía. Algunos que no alcanzaban a hacerse invisibles, sólo lo miraban con desprecio. Otros que pasaban más lejos, los veía darse codazos disimulados, y señalarlo. "Soy inocente" se decía. "No me han probado culpa alguna. Cuando salga de todo ésto, esa misma gente tendrá que venir a pedirme disculpas, y tal vez a solicitarme favores. Entonces seré yo quien los mire con desprecio. ¿Tú quien eres?. No recuerdo tu nombre, ¿donde te conocí?". Estas cavilaciones no le conducían a ninguna parte, y sólo lograban hacerlo sentir un cierto dolorcillo pesado al centro del pecho, y tal vez cierta congoja. A ratos percibía esta situación, y se alarmaba al sentir cierto placer en estas emociones. "Esto no es normal" pensaba entonces. "Debo combatirlo, y hacer ver a esta gente que están equivocados, que soy una buena persona, y no he perjudicado a nadie, que a nadie he robado o estafado". Se torturaba pensando en cómo demostrar su causa, como ponerse por sobre sus acusadores, de modo que quisieran, quienes no lo habían juzgado aún, ponerse de su parte y así salir de esta incómoda situación. "Hablaré con el gerente" pensaba, pero luego desistía. "Es probable que ya le haya llegado el rumor de mi culpa, o que encuentre sospechoso que me acerque a exponer un caso, para él completamente desconocido, y que llame al subgerente. Éste le dirá que no he demostrado mi inocencia, que pesan sobre mi graves acusaciones, y entonces será mi palabra contra la del subgerente. Seguramente será más fiable la del subgerente que la mía, pues él está en un cargo de confianza, precisamente porque se le cree". Desistió del intento, y se dijo que si no había hecho nada, no tenía por qué temer nada. "Todo es sólo un mal entendido, y así como empezó ha de terminar. Lo mejor es seguir haciendo mi trabajo y mi vida, honesta, como siempre, y todo se disolverá como sal en el agua. Debo ignorarlo, así todos verán mi tranquilidad, y no podrán pensar que alguien que está confiado y tranquilo pueda ser culpable de nada. Entonces el subgerente volverá a tener fe en mi y me restituirá el trato que siempre me dio. Habrá pasado todo así como esta neblina de la mañana se diluye hacia el medio día".
Se sentó en su escritorio metálico, de color verdoso, y vio desde ahí los álamos sucios de bruma y polvo industrial. Parecían enmarcados por los colores sepias del interior de la gran sala de trabajo, pobremente iluminada por unas cuantas ampolletas de baja energía. Abrió el segundo cajón de su derecha, y extrajo un fajo de papeles que puso en la superficie verde, hacia un rincón. Del fajo tomó el cuadernillo superior, consistente en una carátula llenada pulcramente a máquina, y los respaldos de esas cifras anexos en papeles de trabajo de diferentes colores, incluso verde, todos manuscritos, detrás. Miró las cifras del resumen, con atención. Metió la mano bajo su chaqueta, y extrajo del bolsillo superior izquierdo una fina lapicera de color azul. Lentamente, mirando con atención la maniobra, desatornilló la tapa. Cuando cedió, miró con satisfacción la pluma de oro labrado, en cuya parte alta se leía en letras caligráficas perfectas: "Shaeffer". Encajó la tapa en la parte posterior, y aplicando un cuidado extremo, posó la punta de oro en la carátula, y rubricó el documento, aprobándolo. Sopló suavemente la rúbrica y dejó descansar el cuadernillo al otro extremo de la cubierta, perfectamente simétrico con el anterior. Tomó un segundo cuadernillo, con su correspondiente carátula. A la mitad del examen de éste, frunció el ceño, y extrajo del mismo bolsillo, con el mismo cuidado, una lapicera de color verde, que procedió a abrir con el mismo cuidado y satisfacción. Este instrumento era, sin ninguna duda posible, idéntico al anterior, en todo salvo en el color. Escribió, en un recuadro de la parte baja, en que se leía la palabra "Observaciones", con letra inclinada, regular, ágil, acelerada, de cuerpo armónico, de peso leve, de espesor sólido, con hampas algo alzadas, y jambas ligeramente sensuales, una frase tal vez ilegible, referida al concepto de gastos expresados en la línea tres del documento. En dicha línea, a su costado derecho dibujó un perfecto asterisco. Luego cerró la lapicera verde, rubricó, como el anterior, este documento, con color azul, y procedió a soplar los sectores escritos, antes de pasar el cuadernillo al sector de los aprobados. Cuando se aprestaba a revisar un nuevo cuadernillo, la secretaria del subgerente, con voz sensual pero endurecida, gritó su nombre: "El señor subgerente lo llama a su oficina" dijo después de un momento, con tono severo, a la vez que despreciativo.

Cerró concienzudamente la lapicera azul, que guardó en el bolsillo izquierdo de su chaqueta, más hacia la izquierda que las otras, luego abrió el segundo cajón de su escritorio, y guardó el fajo de documentos sin revisar. Los que ya habían sido revisados, los entregó a Menadier, con la instrucción de que los procesara. Menadier se esforzó en ignorarlo. Cuando ya se encaminaba a la oficina de la subgerencia, Menadier murmuró algo en voz baja. Los funcionarios a su alrededor alcanzaron a oírlo, y sonrieron con sorna. Alcanzó a tomar la manilla de la puerta, cuando la voz, áspera y autoritaria, a la vez que despreciativa, de la secretaria lo atajó: "¡No entre!. Espere aquí" dijo, y pasando delante de él entró y le cerró la puerta en la cara. Pasaron dos minutos en los que le sobraban las manos y los brazos, que pasaron por los bolsillos, se entrelazaron a la espalda, se cruzaron en el pecho, arreglaron el pelo, rascaron una rodilla, sobaron las aletas de la nariz, limpiaron delicadamente la esquina interna del ojo derecho, un meñique rascó con suavidad la ceja de su mismo lado, y todo esto bajo la burlona mirada presentida, de todo el personal, aun cuando en momento alguno pudo sorprender a nadie. Una empleada auxiliar, vestida con un delantal azul claro, lo hizo moverse para pasar con una bandeja a retirar una taza vacía de café que se encontraba sobre el escritorio de la secretaria. Al retirarse, lo obligó, sin solicitarlo siquiera, a repetir la maniobra evasiva. Comenzó a sentir la sensación de prisión, del que espera un suceso que no ocurre, pero que no puede dejar de esperar. Inició un paseo ante la puerta de la subgerencia, mirando el suelo, o más bien el lugar en que la punta de su zapato hacía contacto con éste. Contó tres pasos y un sobrante pequeño desde el estante, junto a la pared, hasta el escritorio de la secretaria. Estimó que esa distancia equivalía a dos metros y cincuenta centímetros. Comparó, mentalmente, el espacio que el subgerente requería para ingresar a su oficina a través de una puerta, afincada en un vano, contra la escasez del pasillo entre escritorios, en un espacio libre, para llegar al propio. Entre su escritorio y los vecinos, no habría más de cincuenta o sesenta centímetros. La secretaria salió, y sin mirarlo dijo: "Puede pasar". Cuando ya estaba dentro, oyó, agresiva la voz de la mujer: "¡Cierre la puerta!".

VI

El subgerente firmaba unas cartas, como si no se percatara de su presencia. Se detuvo a un paso de la puerta, esperando la atención de su superior, con las manos tomadas en la espalda. El subgerente fingía leer y repasar la carta que había firmado. Después de mucho rato dejó caer el lápiz de material plástico transparente con que había firmado y que sostenía aún, y lo miró severo.
— Y bien — dijo, sin saludar —, veo que no ha hecho nada por demostrar su inocencia. Casi no me deja salida.

Sintiéndose ofuscado por el desprecio y la acusación tácita o explícita general, sobre una culpa no definida, que no sentía, sino al contrario, pues se creía enormemente más probo que cualquiera de quienes parecían acusarlo sin fundamento ninguno; miró desafiante al subgerente, tal vez pensando que al menos una actitud de desagrado y enojo mostrarían que no sentía haber incurrido en falta o pecado alguno. Ésto por supuesto tampoco era una demostración de inocencia, por lo que arrastraba el riesgo de resultar antipático al subgerente, que al menos le daba una oportunidad, cosa que otros ni siquiera habían considerado, y tal vez podía significar que perdería, si no a su único aliado, al menos al único que condescendía a escucharlo, aun cuando no fuera por su propio interés, sino por la presión que sobre él caía de la gerencia, que en alguna medida parecía hacerlo, de algún modo vago, corresponsable de su falta. De todos modos, mantuvo su actitud desafiante.
— Señor subgerente: El caso es aquí todo a la inversa. Si usted me está culpando de algo, deberá decirme de qué, y con qué pruebas, y asumir mi inocencia hasta que mi culpa, más allá de mis descargos, quede fehacientemente demostrada sin lugar a caer en duda ninguna.

— ¡Por favor! — protestó el subgerente —. No soy yo quien lo acusa de nada. Jamás lo haría, sin embargo su actitud agresiva e insultante, no hacen sino agravar las acusaciones que sobre usted han caído, y que por supuesto no he iniciado yo, sino, por el contrario usted mismo ha contribuido a agravar, llevando su actitud al nivel del conflicto, y la agresión. En cuanto a mi, sólo cumplo mi deber de exigir la absoluta limpieza de los antecedentes del personal de mi subgerencia. Más aún, actúo presionado por la gerencia, ante la cual su posición nos ha expuesto de modo que si usted adopta esta actitud recalcitrante terminará por perjudicar no sólo al resto del personal, sino también a mi mismo, lo que en modo alguno se puede tolerar. ¿Me comprende usted?. ¿No es así?.
— Sí, por supuesto que lo comprendo, pero exijo que se crea en mi inocencia. ¡Nada más!.
— Lamentablemente éso no lo hace usted posible — concluyó el subgerente, volviendo a tomar el lápiz plástico que había dejado caer, en actitud de dar por terminada la conversación. Para subrayar su actitud tomó un documento que había en su escritorio, y comenzó a leer, siguiendo las líneas con el movimiento del lápiz. Mientras, él seguía ahí, petrificado y sudoroso. Tuvo conciencia de la humedad de la palma de sus manos, y del latido de sus sienes.
— En fin — continuó el subgerente, volviendo a dejar el documento y el lápiz sobre la cubierta del escritorio —, que me veo en la desagradable necesidad de ser drástico en mi decisión, aún cuando seré excesivamente benevolente con usted, incluso contra la opinión de la gerencia, pero la preferencia que con usted he mantenido siempre, me impulsa a hacerlo de este modo. He decidido adelantar sus vacaciones definitivas, para darle oportunidad, que en ese tiempo libre, usted pueda juntar los antecedentes necesarios para sus descargos. En todo caso, comprenderá que durante este período en que usted no tenía derecho a vacaciones, éstas serán por supuesto, y lamentablemente, sin goce de sueldo —. Y tomó otra vez el documento y el lápiz plástico, y pareció concentrarse profundamente en su examen.
Se quedó petrificado, mirando extrañamente a esa figura, ahí sentada, que ya no se ocupaba más de él. Se dio cuenta que el subgerente estaba inmerso en un universo enorme, en el que era pequeñísimo, y cuyas constelaciones cósmicas estaban conformadas por infinidad de adornos inútiles, hechos de bronce opaco, cristal espejeante, un cenicero que jamás había recibido en su borde brillante ni el más mínimo vapor de nicotina, un soporte de pesada base de mármol para dos lapiceras, en el que reposaban dos antiguos instrumentos de madera que no habrían sido utilizados, seguramente, en más de veinte años, un reloj de pantalla de cristal de cuarzo con enormes números, soportado por un marco de plástico que simulaba metal fino, tratado para dar una terminación silverina y opaca, un calendario engarzado en un soporte de plástico que simulaba cuero marrón, y otros muchos adornos inútiles que restaban espacio sobrante. Entre ellos un recipiente inútil, hecho con palos de paletas de helado, que tal vez le hubo regalado algún hijo. De las paredes colgaban fotos y retratos de personas que sonreían, entre diplomas de poca monta, de otros tantos cursos y seminarios realizados por su propietario. Placas metálicas de cobre, aluminio, y bronce, con distintos reconocimientos, en fin, todos artefactos inútiles del todo, y ajenos a la atención de su propietario, que los había colocado cada uno de ellos, en ese lugar, como una forma de rodear su espacio para ahuyentar su vacío verdadero.

Después de un tiempo casi infinito, aprisionado en su transcurso y la observación inane, vio cómo el subgerente quitó la vista, por un momento de sus documentos, y lo miró con falsa sorpresa. "Puede retirarse" dijo, como si lo estuviera repitiendo, "y entregue su cargo a Menadier como ya le había dicho". Hizo una inclinación estúpida, a modo de reverencia, y retrocedió, sin darse vuelta, como si temiera ser asesinado por la espalda, hasta alcanzar la puerta, y salió atontado. Tanto así que no oyó la orden perentoria de la secretaria del subgerente que le decía: "¡Cierre esa puerta!". Como siguiera andando, sin obedecer, ella se levantó, furiosa, y farfulló: "¡Imbécil!". Con gesto obsecuente, luego, cerró la puerta con suavidad, sonriendo siempre al señor subgerente.

VII

Abrió el último cajón de su escritorio, cuyos rieles oyó sonar con la misma conciencia de la primera vez que los abrió. Sacó un diccionario de sinónimos, uno de la lengua, y Las Obras Completas de Rubirosa, que amontonó sobre la cubierta verde. Cerró suavemente el cajón, como si quisiera dilatar para siempre el tiempo. Mirando los sucios álamos, a través de la ventana, que se elevaban sobre los tejados de calamina de las industrias vecinas, se palpó el bolsillo superior izquierdo de la chaqueta. Sintió ahí la trazadora "Enkuli", cargada con tinta china Caimán negrísima. Más allá, justo sobre su corazón, sus tres instrumentos de trabajo, de colores azul, verde y rojo, respectivamente, cargadas con tintas de los mismos colores; señalaban su dedicación y lealtad, privilegiada por sus finas plumas de oro. Supo al sentirlas ahí, que era injustamente acusado. Palpó el otro bolsillo, el de la derecha, y sintió la cartuchera con todos sus documentos de identidad, todas sus tarjetas de plástico que lo asociaban a toda su vida cotidiana, y todos los documentos que lo ataban como persona única, y honesta a la sociedad. Ahí podía saber con claridad quien era él. Al palparla se sintió en paz consigo mismo, y aliviado, entonces se tocó el bolsillo izquierdo. Crujió, lleno de papeles. Metió la mano en él, y vació su contenido que fue examinando. Todos eran apuntes y anotaciones de su trabajo, que fue botando en el cesto de papeles, uno a uno. ¡Ya de nada servirían!. Ninguno era algún documento oficial, sino sólo recordatorios, o ayudas personales. Tocó el bolsillo lateral derecho, y sintió algo sólido entre los papeles que guardaba ahí. Metió la mano y saco un puñado de apuntes de sus lecturas, y otras instancias personales. Algunos papeles cayeron al suelo junto a un pequeño trozo de hierro cilíndrico y brillante. Los recogió uno a uno, los leyó lentamente, y los devolvió a su lugar. Finalmente recogió el cilindro metálico y lo puso sobre el escritorio, al que se pegó sólidamente con un clac sordo. Palpó el bolsillo izquierdo del pantalón, que tintineó suavemente. De él extrajo un llavero, que examinó con atención y devolvió luego. Finalmente metió la mano a su bolsillo derecho del pantalón, y extrajo un manojito pequeño de llaves, atado con un cordón de plástico verde. Lo dejó caer sobre el escritorio, tomó los libros, y despegó con un tirón el cilindro metálico: Estaba libre. Mirando a Menadier que se esforzaba en quitar la vista, le dijo: "Hágase cargo", y se fue con sus libros en la mano izquierda, mientras examinaba el imán que llevaba en la derecha. Cuando desapareció en la escalera, al fondo de la sala, Menadier se paró de su escritorio, y se sentó en el que fue de su superior. Extendió los brazos, y agarró la cubierta verde por ambos lados; sonriendo, miró los sucios álamos y los techos de calamina por la ventana, sonrió y elevó la vista al cielo todavía brumoso a esa hora y con el pecho agitado dijo: ¡Rrrrrrruuuuuuunnnnn!.

Miraba sin ver. Casi no tenía noción del frío que aun no cedía al cínico sol que intentaba derretirlo. Durante mucho rato caminó sin pensar, sólo algunas sensaciones penetraban sus sentidos y sentimientos: Solo, fracaso, luz de mañana, gente al pasar, las piernas se mueven, ¿culpa de qué?, humo de aliento, nariz fría, cabeza pletórica, solo. "Mira, debí decirle: Vamos juntos a hablar con la gerencia. Es que no tiene pruebas. ¿Por qué tienes que ser tú el que demuestre inocencia?. ¿Y de qué? ¿Inocente de todas las culpas?. Dime: ¿Quien te acusa?". Llevaba ya caminando casi dos horas o más, cuando se dio cuenta que estaba ya llegando a los alrededores de su casa, porque alguien, al pasar, le dio un fuerte empujón.
— ¡Apártate sinvergüenza! — le dijo. Casi lo botó de espaldas.

Lo quedó mirando. Era un hombre de aspecto fuerte, con un bigote enorme y tupido, ojos pequeños y oscuros, clavados en una cara rojiza y surcada de vasitos sanguíneos. Llevaba puesto un abrigo de color gris sucio, y un sombrero de aspecto pretencioso: No lo conocía, jamás lo había visto. Nada en el agresor le era conocido, ni le recordaba cosa alguna.
— ¿Por qué me agrede, si no lo conozco? — dijo sumiso, agobiado por todos los sucesos.
— ¡Yo sí lo conozco a usted, y sé bien lo que ha hecho! — se detuvo y giró para encararlo.
— ¿Qué hice?: ¡Dígalo!.
Su voz no le sonó convincente. Hubiera querido volver atrás, y decirlo de nuevo, pero en tono desafiante. Pero ya había perdido la oportunidad. "Es por eso que te pueden acusar impunemente. No tienes convicción de ti mismo" pensó.
— Usted lo sabe muy bien. No voy a perder el tiempo con usted —. Le dio un empujón con una mano enorme y ruda, en el hombro, y girando siguió su camino.
— ¡No sé nada!. ¡Vuelva y hágase cargo de su calumnia!. ¡Diga, al menos, de qué me acusa!.
— No pierdo tiempo con sinvergüenzas — dijo sin volverse, y se alejó a paso firme.

"¿Por qué te lo quedas mirando?" se preguntó, después de bastante rato que siguió con la vista al hombre que se alejaba. "¿Acaso crees que vas encontrar, mirándolo, cual es tu pecado?". Se dio cuenta que aun tenía el imán cilíndrico en la mano derecha, entonces lo deslizó en el bolsillo de la chaqueta, y luego se pasó la mano por la frente, como limpiando la mente de esas inútiles ideas. Siguió. Se sentía deslizándose en un escenario al que no pertenecía. No llegaba a comprender claramente como sería su vida en lo sucesivo. "Escribes una carta de descargo, durísima. En ella acusas al subgerente de discriminación. La haces llegar directamente a la gerencia. ¡Eso es!" Sintió algún alivio, pero de inmediato recordó que las acusaciones habían comenzado aquí, en su vecindario. "¿Y cómo llegaron a la subgerencia, entonces?. ¿Es que hubo alguna colusión?. ¿Y Félember, el de la fiambrería, a quien no recuerdo haber conocido?". A unos treinta pasos vio venir a dos hombres que conversaban con cierta animación, pero sin quitarle la vista. Prefirió atravesar a la otra vereda. Cuando pasaron cerca, uno gritó, hacia él: "¡Cobarde!. Sigue huyendo...". Supo que nunca le permitirían hacer descargos.

VIII

Al llegar a la puerta de su casa, comenzó a palparse los bolsillos, en busca de las llaves, como siempre hacía. De las ventanas vecinas le llegaron insultos, ocultos tras los postigos y las celosías. En la plaza de enfrente jugaban unos niños. Alguno lanzó un piedra, que dio estrepitosamente sobre la mampara, junto a la pequeña placa de bronce con su nombre. Asustado, apuró su rutina: Palpó las lapiceras y la trazadora "Enkuli", la cartuchera con la certificación de su identidad, comprobó que no tenía nada en el bolsillo izquierdo de la chaqueta, sacó el imán, enredado en varios papeles, algunos de los cuales cayeron al suelo junto con aquél. Los recogió todos y los guardó apresuradamente. Extrajo las llaves del bolsillo izquierdo del pantalón, luego de cambiar de mano los dos diccionarios y el volumen de la Obras Completas de Rubirosa. Examinó el manojo con prisa, y seleccionó con precisión, por su brillo y tacto, la llave que abría la mampara. Alcanzó a desaparecer tras la puerta en el preciso momento que otra piedra la golpeaba.

Estaba sentado en el estar, cerca de la ventana, leyendo el grueso volumen de las Obras Completas de Rubirosa, cuando entró la mujer y los niños. Ellos corrieron hacia el interior sin saludar. Ella dejó caer sobre una silla algunas cosas que traía en la mano, y lo miró desafiante.
— ¿Tú, qué haces aquí?
— ¿Es mi casa, no? — respondió él.
— Así será, pero deberías estar trabajando, ¿o ya te echaron de ahí también?
— ¿Qué sabes tú de éso?
— Sólo sé que a los niños ya no los reciben en el colegio mientras tu tengas problemas y sé que me corrieron del supermercado, también de la tienda de don Félember y más, y que ya estoy aburrida. ¿Piensas hacer algo?, o sólo te vas a sentar a leer mientras todos te acusan.
— Soy inocente. Nada he hecho. Ya cesarán esos rumores.
— Nunca si no haces algo: ¡Defenderte!.
— ¿De qué me defiendo?. Nadie me ha acusado formalmente.
— Tú sabrás qué hiciste.
— A nadie he robado, a nadie he calumniado, no he matado, ni estafado, ni mentido, ni dejé de hacer mi trabajo como se debía. ¿A quien he ofendido con éso?
— Tú sabrás lo que hiciste — insistió ella —. ¿Cómo puedo dudar yo, de lo que todo el mundo afirma?
— ¿Qué afirma todo el mundo?
— No lo sé. Sólo sé que todos te acusan, y a nosotros, tu familia, nos rechazan.
— Pues mantén tu dignidad. Diles que no hice nada, y pregúntales de qué me acusan.
— Esa es tu obligación, no la mía.
— A mi nadie me hace ningún cargo. Sólo me acusan.
— Pues yo no puedo seguir así. Me voy con los niños hasta que arregles el problema.
Algo más tarde los recogió un taxi, en el que echaron algunas maletas y bultos. Se fueron sin despedirse. Él leía a Rubirosa, en el sillón junto a la ventana.

Cuando oscureció, se asomó a la puerta de la casa, y miró furtivamente que nadie hubiera en las cercanías. Todo estaba desierto. Vio la marca del piedrazo junto a la placa con su nombre. Alguien había tachado con pintura negra y densa la partícula "Lic." que precedía su nombre, manchando además la pintura blanca de la puerta. Salió con el tomo de las Obras Completas de Rubirosa en la mano izquierda, y se fue caminando, cauteloso, en la oscuridad. Caminó hasta abandonar, entre sombras, su vecindario. Siguió por otros barrios oscuros, que cruzó evitando a la gente, hasta que llegó a la plaza mayor, toda rodeada de gentes, todos anónimos como él mismo en ese lugar. Entró en un restorán atestado de personas anónimas que casi no se miraban unos a otros, sino sólo se hacían ausente compañía. Pidió un plato sencillo, y lo acompañó con una cerveza grande. Mientras comía estuvo leyendo, sin levantar la vista, ni mirar a nadie. Terminó mucho antes el plato que la cerveza, que se alargó casi sempiterna. Las mesas vecinas cambiaron varias veces sus parroquianos sin que lo notara, hasta que el mozo que le había servido se paró junto a él y carraspeó.
— Desea algo más el señor — dijo, mientras con un paño limpiaba las migas que no había, y secaba algo derramado que no estaba, para lo que levantó, casi con insolencia, el vaso de cerveza aun medio lleno.
Levantó la vista hasta el mozo, y lo miró ausente, casi como si él mismo fuera nada más que otro personaje del libro que leía.
— No por ahora. Lo llamaré si es necesario.
— Disculpe señor: En ese caso le rogaría que me cancelara el consumo, ya que mi turno termina. Después puede pedir lo que desee a mi compañero, que me sustituya.
Se palpó el bolsillo del lado izquierdo de la chaqueta, que sintió completamente vacío. Recordó entonces que ya no tenía trabajo. Luego metió la mano al de la derecha. Entre los papeles sintió el imán, frío y cilíndrico, sin nada que atraer. Recordó que ya no tenía familia. Buscó en el bolsillo izquierdo del pecho. Ahí estaban sus tres lapiceras finas, de plumas de oro, cargadas con tintas del mismo color que sus cuerpos brillantes, inútiles, ya sin razón ninguna. Junto a ellas tocó, más maciza, más gruesa, la trazadora "Enkuli" llena de tinta china "Caimán" muy negra. Quiso sacarla y dibujar, pero no era el momento. Pensó que tal vez ya no tenía un destino. Metió la mano izquierda en el bolsillo derecho del pecho de la chaqueta, y extrajo con cuidado extremo la cartuchera que guardaba la certificación de su identidad, y que lo ataba al universo. Fue extrayendo tarjetas y documentos plásticos, que examinaba atentamente, palpándolos como si sólo se les pudiera reconocer por el tacto, y los devolvía, luego, con precisión al mismo lugar de donde los había tomado. Finalmente, una tarjeta pareció satisfacerlo. La acercó entonces a su nariz, y aspiró su aroma a ebonita. Se la entregó al mozo.
— Saque también, dos lucas para usted — dijo con voz casi ausente.
El mozo desapareció durante largo rato. Casi se había olvidado de él, y sólo la cartuchera, provisionalmente posada sobre el libro, en la página contraria de la que leía, le advertía del trámite, todavía pendiente. Después de muchas páginas, y algunos sorbos de cerveza, que se iba entibiando lentamente, volvió el mozo con la tarjeta plástica en las manos, a la que leía insistentemente el nombre, como si quisiera memorizarlo para siempre.
— Mire usted — dijo, evitando con toda intención utilizar el "Señor", necesario para un trato de respeto —: No podemos recibir su tarjeta. Solamente recibimos efectivo.
— ¿Cual es la razón?
— Sólo efectivo... — repitió el otro, evadiendo la respuesta.
— ¿Por qué? — insistió, intentando no enojarse por lo ya sabido.
— En este caso, sólo recibimos efectivo — y como no hubiera recibido la tarjeta de vuelta, aun, la dejó enfrente del parroquiano haciendo un clac ostentoso.
— ¿Y si no tengo efectivo?
— Lamentablemente quedaría todo confirmado — meneó la cabeza el mozo —, y habría que solicitarle alguna prenda suficiente mientras lo consigue. Tal vez el reloj... y los zapatos — dijo mientras se golpeaba la palma de la mano izquierda con el puño, apretado, de la derecha.
— No soy un sinvergüenza — respondió, guardando pausadamente la tarjeta en su sitio preciso. De otro compartimento extrajo un billete azul, y lo pasó — Tráigame, también otra cerveza. Ésta ya está tibia.
— Eso será imposible — dijo el mozo, mientras se retiraba. Al volver dejó sobre la mesa la boleta de consumo, y el vuelto.
— Momento... — lo atajó, cuando ya se retiraba. Miró el valor del consumo, lo sumó al vuelto, clavó la mirada en la del mozo y dijo —: Faltan dos lucas.
— Es mi propina...
— En efectivo no doy propinas.
— Pero usted había dicho...
— En efectivo no doy propinas.
El mozo enrojeció, y metiéndose la mano al bolsillo del pantalón, sacó dos billetes verdes, y se los tiró sobre la mesa.
— Ahora retírese. Son instrucciones del propietario — y apartando el vaso a un lado, sacó el mantel, arrastrando el volumen de las Obras Completas de Rubirosa, la cartuchera, y el vuelto, que el otro tuvo que sujetar con apuro. Lo sacudió casi sobre su cara, y comenzó a ponerlo otra vez en la mesa, casi sin esperar que el parroquiano se levantara.

IX

Al salir al frío de la calle sacudió con fuerza la cabeza, y dijo para sí mismo: "¡A la cresta! ¡Mala cueva!". Entonces sintió que le quemaba la boca del estómago, y el esófago hasta la garganta misma. En la boca tenía un pésimo gusto.
Se fue caminando por un paseo peatonal, que desembocaba en un cerro pequeño. A mitad de camino encontró a un viejo amigo, que no pudo verlo en ningún momento, aun cuando pasó junto a él, y ni siquiera cuando pronunció su nombre. Sintió que se había convertido en un ser trasparente y despreciable. "¡A la cresta! ¡Mala cueva!" se repitió, sintiendo que el ardor en el esófago se hacía intolerable. Se fue caminando por una orilla apartada, y por las faldas del cerro menos concurridas. Volvió a su casa por las rutas más escondidas, y oscuras, sintiendo el ardor del tubo digestivo, y el latido de las sienes que parecía anunciarle que sus reflexiones confusas, ya no cabían casi, en su cabeza. Demoró varias horas, pues eligió el camino que bordea el río, que no frecuenta nadie, salvo los mendigos que dormían tirados en sus riberas, tapados con andrajos y telas plásticas. Cuando llegó a su vecindario ya era madrugada, y escasamente vio a un par de personas a las que evadió al amparo de la oscuridad.

Para buscar las llaves de la entrada, palpó el bolsillo del lado izquierdo del pecho de su chaqueta. Sintió el cuerpo de sus lapiceras de colores, y metió la mano en él, sacó en un sólo puño las tres "Shaeffer" de color, y la trazadora "Enkuli". Abrió con extremo cuidado, esta última, y probó su tinta negra muy densa, marca "Caimán", sobre una línea de su mano izquierda. La observó largo rato, y luego, con precisión fue marcando todas las líneas de la palma, hasta las más finas. Cuando hubo terminado, tragó saliva intentando aliviar el ardor del tubo digestivo, y musitó: "¡A la cresta, mala cueva!", a la vez que dejó caer las tres lapiceras de color. Tapó nuevamente la trazadora "Enkuli" y la devolvió al bolsillo del pecho. Palpó entonces el bolsillo derecho y sintió la cartuchera de su identidad. La sacó con un gesto delicado, y comenzó a extraer las tarjetas: Primero las comerciales, en las que leyó con atención su nombre y números; luego los diversos permisos y filiaciones, donde observó con atención las distintas fotos, en las que no se parecía en nada unas con otras, aun cuando reconoció, en cada una de ellas, que era él mismo; después sacó su cédula de identidad, que certificaba que era una persona, que tenía un número propio único, y revelaba su nombre completo y exhaustivo. La observó largo rato por el anverso y reverso, hasta que finalmente, después de dudar, la devolvió a su sitio. Al otro lado de la cartuchera tenía dinero y cheques: Los retiró también, y junto a lo demás, lo dejó caer al suelo. Devolvió la cartuchera al bolsillo donde había estado. Se aseguró que en el bolsillo lateral izquierdo no hubiera nada, arrugándolo desde fuera. Metió entonces la mano en el otro bolsillo, el de la derecha, y sacó un puñado de papeles, que fue examinando, uno a uno. Sólo algunos los devolvió al bolsillo: Tenían pensamientos personales. Los otros los rompía en trozos pequeños, y los tiraba al suelo. Finalmente le quedó en la mano sólo el imán. Intentó adherirlo a las partes metálicas de la mampara, pero todo era bronce: Lo devolvió al bolsillo. Entonces, cambiando el volumen de las "Obras completas de Rubirosa" a la mano derecha, extrajo del bolsillo izquierdo del pantalón el llavero, cuyas llaves examinó una a una, por ambos lados, hasta que dio con la apropiada, cuyos dientes ponderó con el dedo pulgar, antes de abrir la puerta. Antes de traspasar el umbral pisó con fuerza las lapiceras de color, y las tarjetas plásticas, y los trozos de papel, y los revolvió con el taco del zapato. Finalmente empujó todo por el agujero del desagüe al pie de la cañería de las aguas de lluvia.

Cuando atravesó la puerta, una piedra, surgida de la oscuridad de la plaza azotó una ventana lateral, y quebró con estrépito el vidrio. Una voz ronca, en tono desagradable, y algo traposo, gritó: "¡Vete de nuestro vecindario, bandido, sinvergüenza!".

No tengo más que añadir a este relato. No volví a saber de él en mucho tiempo, ni en su casa se volvió a ver señales de vida. En el vecindario poco a poco todos lo olvidaron. No se volvió, tampoco a saber de su familia, ni hubo amigos o conocidos que intentaran visitarlos. La casa comenzó a adquirir aspecto ruinoso. Nunca se le exculpó, o se le juzgó formalmente en la industria u otra parte. A la fecha, Menadier aun ocupa su lugar y su cargo, con facultades plenas. Tampoco en su vecindario u otro lugar se dio razón de su culpa, o de las acusaciones que pesaron sobre él. Sólo se esfumó su recuerdo, y todo lo que de él interesaba. Nada más que la casa, sucia, con las paredes rayadas con acusaciones terribles, los vidrios rotos o robados, los postigos caídos, los geranios que fueron rojos y amarillos, que ahora eran nada más que tallos muertos con flores secas, en macetas quebradas, permanecían. El jardincillo de flores y pasto bajo las ventanas se había trocado en matorrales y malezas de espinas y flores burdas y moradas. A la placa con su nombre le habían cortado a la fuerza, y con violencia, el trozo que precedía el nombre con la partícula "Lic.", y el nombre en sí, solo, colgaba vertical y abandonado: Vencido. Cuando entré, después de tanto tiempo, en la casa no había nada. Sólo polvo, y aroma a cuero reseco. Un sillón enfrentaba una ventana con cortinas desgarradas. Cuando me acerqué lo vi ahí sentado. Sobre las rodillas tenía el volumen de las "Obras completas de Rubirosa", abierto en la página setecientos noventa y dos. El parecía dormitar con los ojos abiertos, o estar sumido en un ensueño profundo, mirando el infinito gris, a través de la ventana.

Le quité con suavidad, el libro de debajo de las manos, y leí: "La culpa es un acuerdo social".

Kepa Uriberri