Amor y música o... en el piano mi amigo Chucho Zarzosa

Hay algo mágico que une, inseparable, la música con el amor. Es así que el clímax del amor se funde, muchas veces con la música. Al menos yo lo siento así, así es para mí y así lo vivo, afortunadamente. A modo de ejemplo, invito a quien quiera a tener una mejor experiencia, que haga el amor mientras escucha el concierto para violín de Piotr Ilich Tchaikovsky: ¡Es maravilloso! Si la felicidad total existe, si al morir hay una vida feliz, éste es, sin duda el camino.

Pero hay otras músicas, más prosaicas, más cotidianas, que se nos vienen, al amar, llenas de sentimiento y nos hacen cantar cuando el amor concluye íntimo. Anoche, después de amarnos, sin saber cómo, de pronto me oigo musitar esa vieja canción de José Alfredo que le aprendí a Pedro Vargas en el Carneghie Hall: "Atrás de la montaña hay una luna para ti, que yo te voy a dar el día que seas feliz; atrás de la montaña hay motivos poderosos para querernos siempre, aunque se opongan todos". Ella me pregunta, al oírme murmurar: "¿Qué dices?".
- Muy agradecido, muy agradecido y muy agradecido - digo, replicando al tenor. - Mi amigo Chucho Zarzosa al piano, y su servidor, interpretamos para usted Una luna para ti, de mi amigo José Alfredo Jiménez-. En seguida le canto al oído: "El cielo está pintado del azul de la ilusión, el mundo en que vivimos es no más para los dos...".
- ¿Qué nombre es ese de "Chucho Zarzosa"? - pregunta extrañada.
- Resulta raro; un chucho, en México, es un perro, pero un perro despreciable al que se le echa con esa expresión: "¡Ándele chucho!" - le explico sin estar seguro que sea tan cierto lo que digo -; pero también es el sobrenombre usual para los Jesús. Creo que Chucho Zarzosa se llamaba Jesús Martínez Zarzosa.

Le explico, también, que Chucho no era mi amigo, sino el pianista que solía acompañar a Pedro Vargas y que éste había sido un gran cantante mexicano que inició su carrera por allá por los años cuarenta y tantos del siglo pasado. En esa época no había televisión y el mundo era más feliz. Mi madre oía a Pedro por la radio y amaba esa voz fantástica y tan varonil. Lo imaginaba alto y bello, con una mirada firme y poderosa. Mi padre, que no cantaba nada, tenía celos de Vargas, y si mi madre lo imaginaba hermoso, mi padre creía que sería tan apuesto, o más, que Cary Grant, más alto y fornido que John Wayne y aborrecía su voz sólida de tenor con su timbre de recio metal. Pero cuando yo nací, mi padre se vengó. Fue un día de invierno crudo y nevaba en la ciudad, así que mi padre se refugió en un pasajito techado junto a la florería donde había comprado un lindo ramo para su mujer que recién había parido. Había ahí una tiendecita de revistas y colgado en la vitrina tenían un cancionero que decía "El tenor mexicano que le canta a María bonita" y había una foto de Pedro Vargas, moreno retinto, de ojos aindiados, orejas recias y grandes, grueso y tosco. Sólo conservaba la virilidad que transparentaba su voz magnífica.

Nevó tres días seguidos cuando nací. Aquel tercer día mi padre llegó con un ramo de rosas y un sobre en papel de regalo de unos treinta centímetros cuadrados. En el interior venía un disco de setenta y ocho revoluciones por minuto que tenía por un lado "Amaneci en tus brazos" y al otro "Mariquita linda", interpretados por Pedro Vargas. También venía el cancionero con la foto del tenor. "Ahí tienes a tu Pedro Vargas" dice mi madre, que le habría dicho.

- Muy agradecida de Chucho Zarzosa por la canción y muy agradecida - me dice al oído.
- Chucho sólo acompañaba al piano - le aclaro -. El que regalaba la luna era Pedro Vargas.
- No importa - dice -, me gusta que me cantes.
- Entonces deberías agradecerle a Lucho Gatica - explico.
De niño, aunque a mi madre le gustaba Vargas, en la radio se oía a Lucho, que estaba de moda. Recuerdo que yo lo escuchaba y quería ser cantante. Tenía una pequeña radio de mentiras, de baquelita rosada que ponía sobre la mesa. Yo me escondía debajo e imitaba la voz de Raúl Matas: "Ahora canta Lucho Gatica" anunciaba. Y cantaba "No existe un momento del día en que pueda apartarme de ti...".
- Así fue que aprendí a cantar - le explico -: Yo era Lucho Gatica. Mi hermano, Emilio, era mi auditorio.

Él aprendió a amar a Lucho de esta manera, y también cantaba sus canciones. Quizás imitando a Gatica, a Lara, a Jiménez y también a Vargas, el llegó a cantar como un verdadero profesional, aunque se dedicó a otros menesteres; pero tenía una voz muy bella. Su ídolo de siempre, sin embargo, fue Lucho Gatica a quien siguió imitando hasta su muerte. Fue tanta su admiración por el bolerista chileno que al final cuando Lucho había perdido la voz y no tenía casi alcance en las notas, Emilio imitaba hasta los fallos del cantante.
- La vida lo premió por esa admiración - le cuento -. Cierto día almorzaba en un restorán en la Avenida Providencia en la esquina de Francisco Noguera, en las mesas que se instalan bajo los árboles en la vereda. A esa hora Lucho Gatica, quizás, volvía del banco o de algún otro trámite, hacia su departamento, en Calle Padre Mariano.
Emilio lo vio venir y sintió que el corazón le daba un vuelco; lo llamó: "Lucho... Lucho Gatica...". El cantante miró a su alrededor pero entre toda la gente que pasa, que pasea, que almuerza en éste y los otros restoranes vecinos, no vio a nadie y continuó su camino. Emilio se paró de su asiento y partió detrás de Lucho cantando como Lucho: "Espera... Aún la nave del olvido no ha partido; no condenemos al naufragio lo vivido...". Gatica, sorprendido, se oyó cantar a sí mismo y tropezó con una irregularidad de la vereda. Se detuvo y miró quién o dónde cantaban como él. Mi hermano entonces se acercó y lo abrazó. Efusivo le dijo: "¡Lucho Gatica, por fin te encuentro: Siempre has sido mi ídolo!" y lo invitó a su mesa donde Lucho rechazó un pisco sour: "Sólo una copa de vino blanco" dijo. Esa tarde cantaron en el departamento del bolerista y escucharon viejas grabaciones de actuaciones, hasta que se hizo de noche y madrugada.

Al momento de morir, Emilio dijo: "Al menos alcancé a conocer a Lucho Gatica", lo que provocó la ternura de su hijo mayor, la emoción de sus hijas y la rabia de su mujer que culpó a Gatica de su muerte.
- No lo creo - me dijo -, eso no lo podría creer.
- Pero al menos fue cierto - insistí -. De lo que no estoy del todo seguro es que le haya cantado, como reparación: "¿Y qué hiciste del amor que me juraste? ¿Y qué has hecho de los besos que te di?...".
- Pero ésa es de Luis Miguel - dice con seguridad.
- No, no. Esa canción la escribió el dominicano Mario de Jesús Baez, "el otro Chucho" decía Pedro Vargas, señalando al piano de Zarzosa; para Javier Solís.
- ¿Dices que Lucho Gatica le enseñó a cantar a Luis Miguel?
- No, no, no. No digo eso. Lucho no le enseñó a Luis Miguel, como yo no le enseñé a Emilio. Pero Arturo, hermano de Lucho, que canta una bella versión de La Calesita, era diez años mayor que él y fue famoso antes, cuando Lucho aún no cantaba. Yo no sé si le enseñó, pero sí sé que lo presentó en Radio Minería y tuvo un éxito inmediato y avasallador, tanto que rápidamente se hizo famoso en el mundo entero y dejó atrás en fama a su hermano mayor.
- ¿Cuál es esa canción?
- ¿Qué canción? - pregunto.
- La Calesita; la de Arturo Gatica.
- ¡Ah! sí: "Gira la calesita de la esquinita sombría y hace sangrar las cosas que fueron rosas un día..." - entono el tango.
Me escucha atenta. Cuando termino dice: "Eres un mentiroso. No creo tus cuentos, pero me gusta que me cantes" y se acurruca en mi pecho. Yo sólo sonrío y musito: "Amanecí otra vez entre tus brazos, tú me querías decir, no sé qué cosa, pero callé tu boca con mis besos..." y así pasaron muchas, pero muchas horas.

Kepa Uriberri